EL INGENIERO EN EL PRESENTE: VISION Y PERFIL

 

 

Ing. Horacio C. Reggini

Decano, Facultad de Ciencias Fisicomatemáticas e Ingeniería de la

Pontificia Universidad Católica Argentina.

 

 

 

 

La palabra "ingeniero" tiene su raíz en el latín: "ingenium". Por "ingenium" se entiende las disposiciones naturales de un ser humano o las cualidades innatas de una cosa. A esta primera acepción siguen "inteligencia", "talento", "genio". Sólo en la quinta acepción, "ingenium" designa tanto "invención" como "inspiración". De "ingenium" deriva "ingeniosus": el que tiene talento. A mediados del siglo XVI, "ingenioso" se aplicará a quien tiene habilidad para la invención o la construcción. En realidad, esta última extensión está implícita en la palabra originaria "ingenium", formada por la partícula in más el verbo gigno o geno que quiere decir engendrar.

          De ahí que "ingeniero" nombre al que fabrica, diseña o inventa; que el ingeniero sea un inventor (siglo XVI). Que, históricamente, en un primer momento se aplique al que diseña o construye maquinaria militar y, a partir del siglo XVIII, también al que diseña o construye obras de utilidad pública, para después hacerse común a las diversas especializaciones.

          En primer lugar me ocuparé de la acepción tardía de la raíz "ingenium", que da "ingeniero", es decir, de la palabra que aparece a fines de la Edad Media y con más fuerza en el Renacimiento para referirse a los responsables de la construcción de fortificaciones, armas, caminos y puentes militares. Más adelante me detendré en el significado primigenio.

          En general, "ingeniero" está asociado con "máquina" que, según el origen latino "machina" designa un artefacto fabricado con arte. El verbo "machinor" quiere decir combinar, ejecutar, imaginar. Como apunta el diccionario Gaffiot, de alguna manera "machina" podría referirse a una cosa ingeniosa (sic). Por lo tanto, la asociación se establece con la quinta acepción de "ingenium".

          Esto queda muy a la vista en inglés, idioma en que se habla de engineer (ingeniero) y engine (máquina), siendo la data de engineering (el arte de construir empleando el arte de un inventor) el año 1681 según el diccionario Oxford. Claro que también machine (máquina) es una palabra usual en inglés, pero si bien las afinidades con "ingenium" las entretejen, hay un matiz indiscutible porque "máquina" da "maquinar" y aquÍ, dejando en suspenso las connotaciones filosóficas y literarias, nos encontramos con una veta política que atraviesa el término.

          Me he detenido en este umbral que constituye el origen y los usos de nuestro nombre de "ingenieros", no por alarde de erudición ya que los diccionarios me han llevado de la mano, sino para cumplir cabalmente con lo que entiendo que nos atañe, como iré consignando en estas líneas. Tenemos, creo, el deber de cobrar viva conciencia de que las palabras no son signos y sonidos huecos; las palabras tienen historia y se modifican según las épocas y las circunstancias. No se piensa primero y se habla después: se habla a medida que se va pensando. Como seres humanos somos ante todo lenguaje. Un lenguaje precario, dado que encarnado, pero que tiene un sello: "En el principio está el Verbo".

          De lo dicho hasta ahora se desprende, por lo menos, que la trama de la que estamos hechos los ingenieros no es nada simple. Y añado, si bien esto lo dejaré para el final, que los ingenieros en primer lugar somos seres humanos, mujeres y hombres, y por lo tanto compartimos con el resto de los mortales un ingrediente que no debería olvidarse en nuestro cálculo de materiales y que Shakespeare destacó y expresó de modo sublime: "Estamos hechos de la misma materia de los sueños".

          Pasaré a continuación a considerar -si cabe la abstracción en vista del análisis- diversos perfiles del tema que he presentado; o sea, intentaré desenredar los hilos de la trama ingenieril para examinarlos con cierta autonomía, comenzando, como ya lo adelanté, por la acepción tardía de "ingeniero", que lo asocia a "máquina".

 

 

La idea de máquina

          El concepto de máquina en sÍ misma y las áreas que cubre se han modificado de manera singular en los últimos años. Es interesante advertir que la tecnología y la cultura "hablan entre sÍ": existe en efecto un vaivén visible de los objetos creados por la primera a las ideas corporizadas en esos objetos y viceversa, puesto que dichas ideas devienen modalidades culturales dominantes.

          Hubo una época, cuando de niños y adolescentes nos entretenía desarmar aparatos mecánicos como podían ser los relojes antiguos o los molinillos de café. Inconscientemente, estábamos aprendiendo a pensar en partes e interconexiones. Todavía nos encontrábamos bajo los efectos de la mecánica de Newton que, válida para las distancias finitas, se proyectaba en una cosmovisión donde el todo semejaba un rompecabezas cuyas piezas -engranajes, palancas, levas- finalmente se articulaban en forma limpia y simple con gran precisión. La mecánica de Newton cambió radicalmente la relación entre el mundo de las ideas y el mundo natural y gravitó con fuerza en el pensamiento filosófico del siglo XVIII y sus epígonos.

          Pero las cosas han cambiado desde entonces y muy diversas son las repercusiones de la física posterior con su asunción de lo infinito. Sin saber nada de ella, hace tiempo que los niños juegan o se interesan en objetos en los que el ingrediente mecánico tal vez ni existe. Y, en general, a nuestros ojos los artefactos electrónicos -especialmente computadoras- se presentan como una clase radicalmente distinta de máquinas, tanto que si las escudriñamos por dentro no alcanzamos a distinguir casi nada: no hay manera de explicar su comportamiento mediante "mecanismos".

          Tan abrupto resulta el cambio que tendemos a no pensar en las computadoras sirviéndonos de conceptos físicos y mecánicos sino, más bien, de funciones psicológicas, como son memoria y saber, con su connotación afectiva. El movimiento y el mecanismo han dado paso a la emoción y otras manifestaciones de la psique a fuer de modos de "apropiarse" de estas tecnologías nuevas para comprenderlas. El mundo como sistema de información sucede al mundo como mecanismo de relojería.

          De acuerdo con lo que venimos diciendo, es evidente que la idea clásica de "máquina" quedó desactualizada, ya que la palabra "máquina", impregnada por la concepción newtoniana, nos hacía pensar en la suma de mecanismos sencillos. Enim Natura simplex est (Es un hecho que la Naturaleza es simple) fue la máxima metodológica de Newton. Marvin Minsky, creador de la idea de inteligencia artificial, piensa que todavía nos encontramos en una era primitiva de las máquinas. En sus intentos por construir máquinas pensantes, dice que las computadoras cuentan ahora con millones de partes o "agentes", pero que están comenzando a construirse algunas con miles de millones de partes, razón por la cual se vuelve imprescindible adaptar nuestras actitudes a estos aparatos que operan en escalas nunca antes concebibles. Según Minsky, los muy limitados robots de estos años son meras versiones paleolíticas de lo que vendrá. Vemos entonces que, si en la Naturaleza de Newton lo simple era el fundamento, en el mundo artificial de Minsky el énfasis está puesto en la composición del conjunto, en cómo las partes se afectan entre sí y no en lo que son en sí.

 

 

El papel del ingeniero

          Es indudable entonces que si las máquinas -asunto que incumbe a los ingenieros según la quinta acepción de "ingenium" y su afinidad o entretejimiento con el término "machina"- han cambiado, el papel de los ingenieros de hoy está cambiando también y difiere del de los de ayer. La ingeniería se transforma y depende mucho más que antes de actividades diversas. En épocas perimidas las señales del desarrollo tecnológico pasaban por el humo de las chimeneas, el balanceo de las cigüeñas petroleras, el rugir de los altos hornos, el repiqueteo de los telares, el crujido de las prensas.

          Hoy día la situación es otra: el desarrollo sigue caminos alternativos y es valorado –a veces exageradamente- por las industrias de servicios, la utilización masiva de aparatos electrónicos y las comunicaciones vertiginosas por satélites y cables de fibra óptica que en extraño silencio transmiten enormes caudales de información.

          Quisiera señalar, de paso, que la sobrevaloración afiebrada del "bit" por los "fans" de las tecnologías sofisticadas no debe inducir a los nuevos ingenieros a ignorar cuestiones concretas que les conciernen de antaño, por ejemplo, la necesidad de construir plantas industriales u obras de infraestructura que se encuentran demoradas y que nuestro país exige para su efectivo despegue. La realidad no sólo está compuesta de "bits".

          Claro que ante todo, cuando me refiero al papel del ingeniero en la actualidad, pretendo subrayar su inserción en el contexto cultural. Es cierto que, no sin su cuota de razón, se alzan voces de protesta contra los productos de las nuevas tecnologías a causa de los posibles efectos de avidez que desatan en la gente, convirtiendo con frecuencia a una persona en mero consumidor frenético. Esas voces arguyen que los métodos, el lenguaje y hasta el sentido de la tecnología, de la cual cada día depende más la vida corriente, son incompatibles con el arte y las creaciones del espíritu. Reconozco la parcial validez de esos argumentos, pero no que sean universalmente ciertos. Y en este punto pienso que cobra singular importancia la acción del ingeniero en la sociedad y su deuda con la antigua raíz "ingenium" que le reclama inspiración y talento. Es un deber y, al mismo tiempo, una necesidad vital que la ingeniería se ubique en el contexto de la cultura. Los ingenieros contribuirán -y es su mandato- a la introducción armoniosa y plena de sentido de las nuevas tecnologías, previniendo fragmentaciones que conducen a estilos de vida indeseables.

          Insisto en la capacidad de engendrar del "ingenium", como primera medida para aspirar a buen ingeniero, desde que éste se define por el "hacer". No se demorará el ingeniero en abstracciones, llevará adelante proyectos que tienen comienzo y término. Claro que esto implica un "saber", conditio sine cua non de la acción, que comprende las teorías, los procedimientos y los métodos que, de estudiante, adquiere en la Universidad. Concomitantemente, el ingeniero debe mirar lejos e "inventar" el futuro. Para ello, en cierta forma, necesita también "soñar".

 

 

Dinámica del aprendizaje

¿Cómo proceder a fin de que el ingeniero no esté determinado a priori por un molde que lo aprisiona y aísla dentro de un enjambre de fórmulas? La cuestión se decide en el aula universitaria. En general, los planes de estudio tienden a la multiplicación de material académico y de técnicas, pero los alumnos aprenden poco y nada sobre cómo inventar y diseñar futuros, cómo persuadir y conducir a la gente en un proyecto, cómo alcanzar liderazgo en una empresa, cómo analizar las consecuencias morales de su acción. Y no hablemos del ingrediente "soñar" que es la sustancia de la inspiración, del empuje, del dar aliento a una obra y del actuar con pasión. Más que nunca, tengo el convencimiento de que los ingenieros tienen que jugar un papel protagónico en la sociedad actual, integrando su actividad técnica con el despliegue de capacidades éticas, sociales e innovadoras.

          Por otra parte, esta integración es justamente algo natural y deviene de las características de la realidad de hoy en la que se han disuelto, prácticamente, los límites entre pura actividad intelectual, acción política y trabajo. Esta nueva estructura del mundo puede ser causa -y lo es- de muchos rasgos nefastos de la sociedad actual, como lo son la visión nihilista con sus consecuencias de cinismo y oportunismo. Sin embargo, es menester sacar fuerzas de flaqueza y apostar a la esperanza. Para ello, en nuestro caso específico, se vuelve vital comprender que la ingeniería no actúa como un agente externo sino que forma parte de la urdimbre social y cultural. Tanto el ingeniero profesional como el estudiante de ingeniería deben tener conciencia de esa inserción en el todo y del llamado a desarrollar su inventiva y sus capacidades humanas para ayudar a construir una sociedad mejor. En la actualidad, entre otras cosas, la cultura política no está a la altura de los avances cientificotécnicos en los que el ingeniero es avezado.

          La ingeniería no es fría y deshumanizante -como creen algunos que se equivocan- y para demostrarlo, en primer lugar tenemos que hacer entender que las innovaciones técnicas no nacen en el vacío, independientes de los valores y las metas de la hora; y, en segundo lugar, que se debe diferenciar entre la calidad de muchas aplicaciones tecnológicas notables y la vileza de aquellas cuya base de sustentación es la mera frivolidad.

          El pensador George Steiner, Premio Príncipe de Asturias 2001 en Humanidades y Comunicación, que ha denunciado sistemáticamente durante décadas este mundo desacralizado y nihilista, vislumbra una salida por el lado de las ciencias y dice: "Creo que en las ciencias se puede encontrar una moral de la verdad, una poética del mañana, un sentido del porvenir, que podrían ser los gérmenes de ciertos criterios de excelencia humana".

          En la conciencia activa del ingeniero tienen que balancearse las fuerzas aparentemente antagónicas que tensan el espectro de su hacer entre el polo de las necesidades productivas y el de las apetencias sociales. No es tarea fácil si se tiene en cuenta que el "tiempo" de ambas exige ser armonizado por profesionales tan completos que ni incurran en demoras academicistas ni se dejen marear por las urgencias del mercado de frivolidad.

          Aquí también está en juego el tema de la especialización excluyente. Centrados por entero en su especialidad, los ingenieros corren el riesgo de descuidar aspectos comunes a todas las ramas de la ingeniería. Y, si a ello se suma falta de destreza en áreas de gestión o un acervo cultural deficiente, la posición del ingeniero en una discusión general -que asÍ son las de hoy- queda notablemente debilitada. A mediados del siglo XVIII, Pascal distinguió l'ésprit de géométrie y l'ésprit de finesse. Lo bueno y lo difícil es ser dueño de ambos espíritus; muchos optan por uno de ellos contra el otro y mutilan su humanidad, cosa que no le pasó a Pascal que fue capaz de conciliar genialmente filosofía y ciencia.

          En suma, para que los ingenieros participen de hecho en la construcción del mundo actual y el por venir, su aprendizaje incluirá -siempre con el respectivo trasfondo histórico social- junto al desarrollo de cada materia, la reflexión sobre la repercusión de las máquinas en los individuos y la previsión de sus efectos sociales y culturales, y también la reflexión sobre la transformación de los países técnicamente más atrasados, los cambios de las relaciones comerciales, la creación de nuevas industrias, etc.

           La afirmación según la cual "Al árbol del conocimiento le ampliamos las ramas pero le descuidamos las raíces", sería extensiva a la proliferación de carreras diversas y múltiples en la ingeniería: "Al árbol de la ingeniería le ampliamos las ramas pero le descuidamos las raíces". Literalmente, estaríamos descuidando la raíz de "ingeniero" -el vocablo "ingenium"- que, como asentamos al comenzar, significa para los clásicos "invención" e "inspiración".

 

 

La lección del maestro

          ¿Qué características debería reunir la persona que tiene en sus manos la tarea de desplegar el "ingenium"? O sea, ¿quién es de veras profesor? No por cierto el que ejerce una autoridad abstracta y distante, impartiendo desde el estrado "órdenes" en forma de ecuaciones o de teoremas perfectos para incrustarlos en el "blanco" que representa su juvenil auditorio.

          Ser profesor entraña algo más complejo que esa impersonal emisión de conocimientos. Un profesor debe producir cambios efectivos en quienes lo atienden. Educar es formar para la vida, en busca del desarrollo integral de la persona. En cierto sentido y apelando a una terminología ingenieril, el profesor debe ser un transmisor de energía. Si el que enseña es un ser vibrante y dinámico, tiene la posibilidad de transferir su energía a los alumnos y brindarles plenitud de vida. Lo importante no es la transferencia de conocimiento abstracto, es la transferencia de energía.

          El profesor que tiene esta capacidad es, ni más ni menos, un maestro. Si se mira bien, hay muchos profesores y pocos maestros. Maestro por antonomasia fue Sócrates. En la enorme obra sobre los pensadores griegos del gran historiador de la Filosofía Eduard Zeller es posible descontextualizar sin cometer traiciones estas pocas líneas sobre Sócrates: “(...) no quería enseñar, sino aprender junto a otros, no pretendía imponerles sus convicciones, sino examinar las que ellos tenían, ni poner en circulación la verdad acabada como si fuera una moneda acuñada, antes bien despertar el sentido para la verdad y la virtud, mostrar el camino que había que seguir para ello, destruir el saber aparente y buscar el verdadero".

          En la Apología, Platón hace decir a Sócrates frente a sus acusadores estas palabras inolvidables: "Por lo tanto, atenienses, estoy ahora muy lejos de defenderme en interés mío, como podría creerse; lo hago en interés vuestro, para evitar que, condenándome, cometáis un yerro en relación con lo que el dios os ha dado, porque, si me matáis, no encontraréis fácilmente otro hombre como yo, un hombre, por así decirlo, aunque el símil sea un tanto irrisorio, a quien el dios ha puesto al cuidado de la ciudad, como si ésta fuera un caballo grande y de buena raza, pero tardo a causa de su elevada talla y falto de ser aguijoneado por una especie de tábano, papel que con respecto a la ciudad, me parece, el dios me ha asignado a mí, que no ceso durante el día entero de aguijonearos, tratar de convenceros y haceros reproches, sentándome a conversar con vosotros dondequiera que sea".

          Lejos de Atenas, en nuestras coordenadas espaciotemporales, creo sin embargo que Sócrates sabe, como pocos, iluminar nuestro camino. Una educación válida requiere del desarrollo del pensamiento crítico, inventivo e independiente de los jóvenes, necesidad siempre obstruida por el exceso de materias. Este exceso conlleva la falta de una cultura integradora. La ansiedad por cumplir objetivos conspira contra la dedicación del docente en el sentido socrático de compartir: un ir y venir de dar y recibir. Enseñar es aprender y viceversa. Sócrates se llamaba a sí mismo "partero de pensamientos", ya que no introducía nada sustancialmente ajeno en el otro sino que lo estimulaba para que sacara de sí lo mejor y pudieran ambos acercarse a la verdad. Tarea básicamente ética, dado que a la pregunta clave de la filosofía socrática: "¿Qué es el Bien?", la respuesta sólo podía acercarla el conocimiento de lo verdadero.

          También el filósofo griego nos ha legado la importancia del aprendizaje grupal y su estímulo de la amistad, la solidaridad y la interrelación, ausentes hoy cuando uno tiende a estar solo frente a la pantalla. Es en un lugar no virtual -los espacios de la Universidad- donde los alumnos aprenden a integrarse y ser personas de una comunidad civilizada.

          La lección del maestro sigue vigente, en cuanto impulsa a transformar los valores en acción concreta y exige compromiso. La nueva educación no debería reducirse a nueva tecnología y nuevos cursos a distancia; debería ser una suerte de contrarrevolución en la que sobrevolara aquella escala de la moral socrática definiendo el futuro. Por eso, sé que sin contradecirme puedo afirmar que aspiro a que la ciencia y la tecnología tengan un papel cada vez más descollante, significativo y valioso en el entramado cultural de la sociedad de nuestros días. También aspiro a contribuir al afianzamiento y a la revitalización de la ingeniería argentina en la totalidad de sus aspectos, y a mejorar la preparación de los estudiantes de hoy, puesto que ellos deberán proyectar y construir las múltiples obras que exige la reconstrucción de nuestro país.

 

 

Buenos Aires, octubre 2002.