¿Qué hacían las mujeres en la Prehistória? (Re)presentación de la mujer en el Museo Arqueológico. Propuesta metodológica.

 

Carlos Garrido Castellano y Susana Carpintero Lozano

 

Resumen: Este trabajo parte de una experiencia práctica, integrada en el conjunto de actividades de un programa de doctorado sobre Arqueología impartido en la Universidad de Granada, para reflexionar acerca de la concepción del Museo como reflejo activo de la sociedad que lo conforma, al tiempo que como discurso destinado a modificar dicha sociedad. En este marco, se reflexiona sobre la tradicional marginación de que ha sido fruto la mujer en el contexto de cualquier explicación arqueológica museográfica, hecho que ha de entenderse en el marco de una insuficiencia más profunda en la teoría histórica que, sólo ahora, y tímidamente, se está empezando a superar.

 

 

         Parte de este trabajo nace a partir de una experiencia personal, que fue al tiempo una actividad académica y un recurso profesional. Relacionada con otra actividad académica perteneciente al mismo programa de máster, respondía a la intención de hacer más accesible la Historia que suele ocupar el aula universitaria, una historia que creemos aislada y autosuficiente, como un espectáculo que la sola palabra del conferenciante pusiera en marcha, sin que nada pueda perturbarla ni distraerla, ajena a todo lo que la rodea.

         Lo cual no quiere decir, por supuesto, que se niegue la importancia del vínculo entre sociedad y universidad; precisamente, es esta conexión la que más me interesaba analizar, no por el hecho de que la considerara insuficiente o incluso inexistente, sino, más bien, porque a través de ella podía acercarme al riesgo de autosuficiencia que acecha a todo aquel que es seleccionado para hablar de algo, en lugar de alguien o por boca de algunos[i]. No es que el aula de universidad aísle del exterior, sino que, más bien, la ventana que presenta la realidad con frecuencia aparece empañada, idealizada, ya que se considera que lo que tras ella se observa puede ser conceptualizado y, en consecuencia, reducido, medido y empaquetado para su estudio.

         Quizá el ejemplo más claro de cómo la sociedad actual condensa-y oprime-grandes parcelas de realidad se encuentre entre las paredes de un museo. ¿A qué llamamos Museo? Un primer requisito para poder utilizar la etiqueta es la materialidad: un museo es una reunión de objetos tangibles, tocados en el sentido de que han formado parte integrante de la vida humana en algún momento, han acompañado al hombre en el desarrollo de alguna actividad. Incluso si pensamos en objetos ajenos a éste, como pudiera ser, por poner dos ejemplos, una colección de fósiles geológicos o de especias animales o vegetales que han existido sin contacto con la especie humana, es el interés por parte de ésta lo que constituye el centro y el origen de la colección, lo que la impulsa.

         Ahí radican otras dos características: la primera estriba en que el punto central del museo es representativo y no objetivo. De entre un montón de objetos se seleccionan unos pocos; ese acto, que da origen al Museo, nunca es objetivo ni desinteresado, sino que, más bien, corresponde a un interés específico, que se concreta en la materialidad de la elección. Podían ser unas realidades las que se escogieran; pero son otras por las que se opta, y en esa división del mundo en dos ( lo que se expone, y, por tanto, lo que hablará por nosotros, y lo que se rechaza, que correspondería a aquello que, o bien no dice nada de interés sobre nosotros como sujetos o como sociedad o, con más frecuencia, señala aspectos secundarios o negativos de nuestra actividad vital, hechos que merecen quedar relegados al olvido, fuera de las paredes de nuestro museo por ahora imaginario.)

         Ésa es la segunda característica que mencionamos antes: el carácter de constructo social de todo museo. Ahora bien; este hecho, que parece esencial y por lo mismo elemental, no se produce de forma simple, sino que supone un proceso de cierta complejidad. Que el Museo responda a un interés social no quiere decir que sea Universal, ni siquiera que sea mayoritario; más bien, participará de un consenso algo especial en el que no todos los testimonios tienen el mismo peso. Es como si, en esa primitiva recogida de objetos, algunos hubieran quedado rezagados a la sombra, sin poder opinar sobre lo que se seleccionaba, mientras que otros, que aparentemente hablaban por la mayoría, seleccionaban en el nombre de ésta un conjunto de materiales que, supuestamente, contentarían a todo el grupo[ii]. Es por ello que la conceptualización del Museo, ese primer acto fundacional, tiene tanta importancia de cara al futuro: porque designa, ya desde el principio, lo canónico, lo ortodoxo frente a lo cual todo lo demás quedará excluido de manera inexorable. El acto social que supone el Museo queda atenuado, empañado, por lo despótico de su inauguración.

         Volvamos al aula universitaria. En cierto modo, existe una analogía entre ésta y el Museo. Ambos vienen determinados en gran medida por el  discursivo, por lo que se cuenta y por cómo se cuenta; ambos podrían, asimismo, teorizarse como un recurso educativo elaborado por una elite cultural con el fin de transmitir una serie de conocimientos-de valores-a una sociedad que los ampara y los constituye, que los conforma a su vez. Apurando un poco, ambos podrían ser reducidos a herramientas refinadas de socialización.

         En los últimos años, especialmente en algunas disciplinas, hemos asistido, a mi modo de ver, a una relegación de aquellos aspectos que reflexionaban sobre el carácter social-socializador-de ambas instituciones en beneficio de una pretendida mayor objetividad, como si el hecho de que tanto el Museo como la Universidad “Creen” y “Representen”-y, por tanto, en mayor o menor medida, manipulen- Cultura fuera un acto de vergüenza, una traba que viene de antaño y que impide el correcto desarrollo de unas disciplinas, en este caso que nos ocupa de la Historia, que han de equipararse a otras áreas donde el Hombre-masculino-ha progresado, ha evolucionado más y de manera más autónoma a sus veleidades. La Cientificidad, que, teóricamente, equivaldría a una mayor equidad, al imponerse como una exhortación desnuda, alejada de todo lo humano, desplaza a aquello a un fenómeno constatable, que cabe, por tanto, en las vitrinas de nuestro museo, entre las paredes de un aula de universidad, donde queda desplazado, aislado en un segundo plano, roto.

         Lo que ocurre, y he ahí el tema que nos interesaba en este trabajo anterior, es que, mediante este proceso, tendemos a perder la complejidad indispensable a todo proceso humano. De tanto limpiar la ventana que da al exterior, a la Realidad, para que se adapte a nuestra elucubración teórica-a nuestra selección, al fin y al cabo-, se ha terminado por volver opaca; en lugar de un punto de encuentro, de una vía de tránsito hacia lo inmediato que nos rodea, se ha convertido en un muro que nos defiende del exterior. Quizá por ello, por esa falta de visibilidad, ambas situaciones, la del exterior y la del interior de la ventana, cada vez se miran menos, son cada vez más autosuficientes, lo que contribuye a una separación que se hace paulatinamente más definitiva, más radical. O, tal vez, sea esa separación la que ennegrezca la ventana, y no al revés.[iii]

         Dicho de otro modo: difícilmente podríamos encontrar a alguien que creyera identificarse con lo que observa en la visita a un museo. La respuesta habitual-“Está bien; me ha interesado; no me ha interesado”-está sustituyendo, aunque no seamos conscientes de ello, a otra posible, pero menos evidente: “no me dice nada de mí mismo, de mi pasado, de mi presente, de mi papel como coordinador de un discurso que debería ser social”.

Creo que es en esas prerrogativas en las que cabría incluir la ausencia de la mujer en el ámbito del Museo Arqueológico. Incurrir en simplificaciones-inmediatas, y, por lo mismo, más  fáciles-, que reduzcan a una confrontación esquemática el papel de ambos sexos en el proceso histórico expuesto, equivale a tomar partido por mantener un estado de cosas fundamentado en la oclusión de una parcela de la realidad mayoritaria en la que se encuentran todas las actividades que, por cotidianas, se han considerado secundarias. En definitiva, encontrar el lugar de la mujer en el Museo Arqueológico no consiste en construir otro museo paralelo destinado en exclusiva a la mujer; ni siquiera en cometer un acto de sustitución, un derrocar a las deidades culturales masculinas en beneficio de las femeninas; más bien, consiste en integrar de manera armónica ambas realidades en un único discurso que equivalga, de manera lo más acertada posible, a la realidad; esto es, a aquellas pautas o valores con las que el espectador pueda sentirse identificado, pueda integrar como algo que le atañe a él personalmente.

 

 

El citado proyecto trataba de determinar el grado de conocimiento que generalmente podía encontrarse en un colegio de Andalucía, entre los cursos de la E.S.O., sobre el caso concreto de la prehistoria peninsular, pero también sobre la labor del historiador, el interés que el Pasado tiene a la hora de configurar la sociedad actual, y el papel que el arqueólogo desempeña en el estudio de las comunidades de la Antigüedad. Para ello, diversificamos el estudio, escogiendo dos centros educativos, uno de Almería y otro de Jaén. Entre las actividades que realizamos se encuentra la elaboración de talleres donde se explicaba a los niños diversas tareas que se realizaban en una excavación y en un museo, permitiendo que ellos las realizaran, lo que creíamos esencial a la hora de difundir un cierto nivel de interés general; la visita a yacimientos y a museos de la zona, como el de Almería, el de Granada, el de Jaén, el de Adra (Almería) o el de Martos (Jaén), donde se pedía a los alumnos que trataran de discernir los aspectos de la explicación que ofrecía el museo que les convencían, así como aquellos que no encontraban adecuados; por último, tras la explicación de la materia teórica correspondiente realizamos una encuesta con preguntar referentes a los temas del proyecto: Prehistoria en España; Arqueología; papel del historiador.

Las respuestas a nuestras encuestas ofrecieron un desarrollo revelador. Una amplia mayoría de los alumnos imaginaba una sociedad prehistórica que apenas había evolucionado de un estadío animal, similar al de los primates, donde grupos salvajes de semihumanos habitaban las ramas de los árboles mientras se dedicaban a la caza. La civilización llegaba a España con la venida de los griegos-hubo algunos casos en que se citaba como inicio de la carrera civilizadora ¡el nacimiento de Cristo!, quedando los milenios anteriores como un espacio de tinieblas-.

Hasta aquí nada hay de extraño. Esa concepción de la Prehistoria es ampliamente compartida por la amplia mayoría de la sociedad, cuyo único acercamiento a esta decisiva etapa de nuestro Pasado se produce a través de casos aislados, como las mediatizadas excavaciones de Altamira o Atapuerca. Antes de la llegada del elemento oriental heleno, la Península Ibérica suele imaginarse como un vacío idílico, apenas manchado por algunas cuevas en las que habitaban seres incivilizados.

Lo verdaderamente llamativo, o al menos así me lo pareció, fue la opinión que en varios casos seguía. Se preguntaba, hacia el final del cuestionario, lo siguiente: “¿Crees que existe mucha diferencia entre las sociedades del pasado y la tuya? ¿En qué consiste dicha diferencia?” En otras preguntas se incitaba igualmente a una comparación entre la época actual y los procesos históricos analizados. Dentro de este bloque, se proponía que los alumnos caracterizaran la sociedad prehistórica en unas cuantas palabras, tales como “cazadores, recolectores, chamanismo,…”; luego habría que hacer lo propio con la sociedad a que los alumnos pertenecían.

Lo más chocante, fue, como digo, este apartado. Más de diez casos afirmaban que las sociedades anteriores-no sólo prehistóricas-eran atrasadas, y que poco o nada tenían que enseñar en el Presente. En cuanto a la diferencia entre ambas etapas, señalaban que la principal característica que define al hombre actual es que éste es totalmente libre; que, gracias a la proliferación de avances tecnológicos, podía hacer lo que quisiera, sin responder ante nadie, cosa que sí ocurría en el Pasado. La libertad se veía posibilitada, además de por el desarrollo de la Técnica, por una proliferación de la información, ejemplificada en la televisión o Internet, que hacía del mundo un espacio cada vez más cerrado, sin diferencias, sin problemas que el mismo Hombre no sea capaz de resolver; lo cual encontraban ampliamente positivo. Algunos afirmaban, en fin, que no se imaginaban viviendo en la Prehistoria o en la Edad Media, debido a un único motivo: no podrían disponer de teléfono móvil.

Puede parecer pueril; y, sin embargo, en estas conclusiones se contenía, creemos, un hecho esencial en relación con el tema que tratamos ahora: la Prehistoria-el Pasado-es lo contrario al Progreso; el Museo, que por definición ha de ser Arqueológico-lo cual equivale a decir muerto, ensoñado en unos hechos remotos-carece de toda utilidad excepto la mera contemplación de sí mismo en tanto único receptáculo de una tradición  inmóvil, que ha sido brutalmente cortada de todo lo que la unía al Presente; por último: lo único que hace avanzar a la Historia-que, como hemos señalado, ejerce un papel subsidiario con respecto a la Técnica, contraposición que se hace equivaler a la de Pasado-Presente, que se resuelve en los mismos términos de minusvaloración del primero-es el Progreso, la actitud innovadora y atrevida-asocial y, por tanto, ahistórica, de algunos iniciados, mentes privilegiadas, y por tanto, y es aquí a donde vamos, siempre masculinas.

No es que no haya lugar para la mujer en el Museo; sin embargo, éste siempre será secundario, y siempre estará condicionado por la necesidad discursiva de que el Hombre hable por ella, la sustituya. El imaginar una Prehistoria atrasada equivale a desterrar todas aquellas actividades que la tradición ha hecho considerar como inmovilistas, las cuales la propia tradición ha solido asignar a la mujer. El círculo se cierra: una Historia pretendidamente “Universal”[iv], en estos términos, equivale a una Historia del Progreso Material y Técnico y, por tanto, a una historia, si no únicamente masculina, sí fuertemente “masculinizada”.

 

 

Los resultados de esta experiencia nos llevaron a indagar en el material que se utilizaba para enseñar historia a los niños. Allí encontramos cosas tales como ésta:

 

“Hoy, manejar un ordenador es más difícil que hacer fuego, dirigir una gran empresa es una tarea mucho más complicada que conseguir un pescado fresco para comer. Pero hace muchos años, cuando el hombre comenzó a poblar la Tierra, tal vez eran esas las dos preocupaciones esenciales: comer y defenderse. Vivía en un medio que le superaba y debía aprovechar la naturaleza en su beneficio, haciendo uso de su inteligencia.”

 

Como puede observarse, la confrontación entre la sociedad actual y las que la preceden en el tiempo se limita al aspecto tecnológico; y, dentro de éste, a aquellos aspectos de la vida cotidiana que se relacionan con la individualidad y el disfrute inmediato de bienes ya producidos por otros(se habla de “manejar un ordenador” o “dirigir una empresa”, y no de, por ejemplo, construir ese mismo ordenador, o instalar la máquina de café que abastecerá al abnegado director-Hombre-de la empresa en cuestión.-

Dejando a un lado la inexactitud de la afirmación-¿cuánta gente conocemos capaz de hacer fuego por sus propios medios? ¿cuánta capaz de pescar?-lo interesante del fragmento citado es la capacidad sintetizadora que presenta. En primer lugar, nos sitúa ante dos realidades fundamentalmente opuestas, o, en todo caso, que separa una diferencia abismal. El Pasado no es lo mismo que el Presente; es inferior. Pero no de manera homogénea. En el Pasado encontramos momentos y situaciones de avance junto a otras de retroceso o de estancamiento. No tienen por qué alternarse en el tiempo, sino que pueden coexistir, incluso en una misma sociedad. Por otra parte, aquellos aspectos que consideramos como más avanzados son los que a nuestro modo de ver presentan unas características más similares con lo que consideramos propio de nuestra época, preferentemente en lo tecnológico. Es lo que con tanto acierto han sabido representar los publicistas que se han centrado en la comercialización de una determinada imagen de la Prehistoria. Pensemos en Los Picapiedra.  El motivo de que las situaciones que presentan nos puedan parecer motivo de humor radica en el hecho de que son fácilmente transponibles a nuestra realidad cotidiana. Toda sociedad ha de parecerse a la nuestra; el grado de parecido determina el grado de “civilización” que presenta.

Por otro lado, el anterior texto nos deja un magnífico ejemplo de cómo se aborda la construcción de la identidad para periodos pasados. El individuo será el resultado de la actividad que realice; de ese modo, la imagen de aquel que “maneja un ordenador” o “dirige una empresa” evoca todo un conjunto de valores que inmediatamente se asocian a dicha persona, valores que, no se olvide, hemos derivado de su actividad profesional. Así, un solo factor-que ni siquiera siempre equivaldrá a la ocupación laboral; en el caso primero del usuario de un ordenador, equivale a un estatus social, a un hábito de consumo. En el segundo caso, la información de que disponemos no es menos vaga; no conocemos a qué se dedica la empresa, ni la relación de ésta con la sociedad;…sólo la posición del individuo dentro de una corporación laboral, lo cual, sin embargo, nos basta para construir la imagen del triunfador, a pesar de que ese mismo individuo pudiera ocupar un papel inferior o secundario en otras clasificaciones-, bastante ambiguo por otra parte, nos permite construir la identidad completa de un individuo. Por analogía, hemos hecho corresponder una determinada ocupación con una determinado modelo de persona-así, por ejemplo, todos los directores de empresa serán hombres y presentarán una apariencia imponente; en el caso de que alguno, o todo un grupo, no respondiera a este tipo, señalaremos que se trata de una excepción, de un caso raro que, en todo caso, no deja de confirmar la regla.

La triste consecuencia de todo ello es que si, como hemos visto, profesión, desarrollo y representación están tan estrechamente unidos, la mujer no puede hablar[v], está condicionada a detentar un papel secundario del cual es incapaz de escapar, pues la única manera para ello es una distinción o una separación que constituye un nuevo aislamiento, no una inserción natural en el seno de la sociedad, un reconocimiento. Doblemente presionada en este caso, pues a la condición de ser mujer y, por tanto, desarrollar actividades que no contribuyen al progreso de la especie, se une la de la Primitividad, la del atraso propio de la época, un atraso que se hace coincidir con aquellos rasgos definitorios del periodo histórico-aún seguimos utilizando los metales para definir a millones de individuos que vivieron hace miles de años, de los cuales apenas conocemos unos pocos fragmentos tangenciales de su existencia, limitación propia en la que queremos incrustar todas las parcelas de su devenir histórico y social, como si un individuo de la Edad del Bronce fuera poco más que la prolongación de una espada fabricada con ese metal-.

 

 

Superar esta contradicción es la única manera de (re)situar la presencia de la mujer en el museo. De nada sirve el escoger ejemplos aislados que puedan ejercer como modelos de comportamiento. En ese sentido, la selección de, por ejemplo, algunas damas de la nobleza provincial romana como muestra de la actividad de la mujer en época Imperial incurre en la misma subordinación que pretendía evitar, con el agravante de que la discriminación puede quedar velada a los ojos del visitante.

Partiendo de que un museo es el reflejo de una sociedad determinada, hemos de replantear los valores que mantienen dicha sociedad, eliminando las situaciones de marginación-que no se limitan a casos prácticos, sino que en la mayoría de ocasiones están imbricadas en elementos tan teóricos e inmutables como pueden parecer la representación discursiva-ya sea a nivel lingüístico como a nivel figurativo-. Sólo así aquellos elementos tradicionalmente considerados como inferiores serán capaces de expresarse a sí mismos. Ello lleva, como señalábamos al principio de este texto, implícita la necesidad de replantear las condiciones de la Historia como disciplina anclada firmemente en lo social, como elemento que ha de beneficiar a la amplia mayoría de la población, dejando, por tanto, de constituir un reducto puramente académico y autoexcluido de los problemas cotidianos. La construcción de un discurso museográfico verdaderamente universal pasa por representar un montón de objetos que equivalgan a una selección lo más amplia y consensuada posible. La redefinición de dicho discurso museístico tradicional constituye, pues, un problema de gran complejidad, que en demasiadas ocasiones se presenta mermado, como una cuestión puramente estética o técnica, olvidando que cada acto, cada decisión, supone en su origen una declaración de intenciones que, como tal, nos hace inmediatamente responsables.

 

 

Hemos escogido el caso de la Prehistoria porque es el que más claramente presentaba, a nuestro modo de ver, las contradicciones entre una “Alta Cultura”-que suele estar ejemplificada en el papel del arqueólogo como clasificador, como delimitador- y una amplia masa de población que asiste al espectáculo de pueblos extinguidos hace millones de años, sin pensar por un momento que puedan encontrarse ante sí misma, ante sus propios problemas. El ejemplo que hemos utilizado-expuesto como trabajo práctico en una asignatura del mencionado programa de doctorado-, si bien no estaba centrado directamente en el análisis de la figura de la mujer en la recreación de la Historia, abordaba en gran medida dicha problemática al tratar temas tales como la naturaleza del museo arqueológico, su papel como centro difusor de cultura, el proceso de transmisión de conocimiento histórico entre universidad-sociedad o la generación de imaginarios destinados a la difusión de la investigación histórica; y por ello lo hemos utilizado como punto de partida.



NOTAS:

 

 

 

[i] Tema éste de la representación que está encontrando en la teoría histórica y cultural de las últimas décadas una acogida especialmente favorable. Son muchos los grupos o escuelas que se han acercado a este proceso, en cuanto la capacidad de conceptuar la realidad equivale a establecer cierto dominio sobre esa misma realidad. Aunque se aleje en cierta manera del asunto de interés de este trabajo, creo interesante hacer mención a la obra de Edward Said. Heredero en cierta manera del estructuralismo y del postmodernismo, así como de una visión particularmente subjetiva del marxismo, Said, palestino trasplantado a la universidad Occidental, ha originado con su obra Orientalismo un rico debate que ha dado lugar a la teoría postcolonial, que goza de gran fuerza en nuestros días. La principal tesis de Orientalismo consiste en que lo que actualmente entendemos por Oriente responde, más que a una visión concreta de la realidad, a una construcción que es cultural, pero que, por lo mismo, es también política, erigida por parte de la intelectualidad occidental a partir de unos valores preestablecidos, valores que, cuiando se confrontan con lo real, con la experiencia del viajero o del erudito, se sobreponen a ésta, llegando incluso a negar lo inmediato.

Bien; podría afirmarse que la tesis de Said, en lo que atañe a la representación del Otro por el Civilizado, puede leerse no sólo en sentido espacial-geográfico, de un continente hacia otro o de una cultura hacia su vecino-sino también temporal, de unas épocas con respecto a otras. En un sentido más amplio, el indagar el Pasado en busca de aquello que nos hace falta pasa por ser la base y la fundamentación de la Historia, de la labor del historiador. Algo similar, como veremos, es lo que encontraremos, potenciado, en el Museo Arqueológico, verdadera declaración de intenciones, compendio de lo que pensamos y de lo que queremos, imbricado de un modo firme pero sutil con las convicciones comunes al conjunto de la sociedad, destinataria y constructora a la vez de su discurso.

[ii] Ha sido Eric Hobsbawm quien ha puesto de manifiesto de manera más nítida el papel desempeñado por lo que él llama “Tradiciones Imaginarias”. En efecto, la verosimilitud de algunos relatos sobre el pasado suele sustituir a la propia veracidad de éstos, creando, por consenso, una tradición que se asume como real. Véase HOBSBAWM, Eric y RANGER, Terence. The invention of tradition.

[iii] En los últimos años se ha producido un renovado interés por la (re)situación del papel del intelectual en la sociedad contemporánea. Partiendo de Foucault, Gramsci o Derrida, ha sido la teoría postcolonial la que se ha apoyado en esta problemática de manera más acentuada. A partir de la publicación del libro de E. Said, Orientalism, han sido muchos los investigadores que se han planteado en qué posición se encuentran ante el objeto de su estudio; y, de manera más específica, qué conexión existe o ha de existir con el conjunto de la sociedad.

[iv] Siguiendo el concepto Hegeliano del término. Para una revisión del mismo, véase, GUHA, Ranajit. La Historia en el término de la Historia-Universal.

[v] De gran interés resulta a este particular-aunque referido a una realidad, la del Raj británico en la India, los ejemplos que Spivak incluye en su famoso trabajo Can the Subaltern speak?, texto cumbre para conocer el pensamiento feminista de las últimas décadas.