El tejido comunicativo de la
democracia
Por una nueva perspectiva
Jesús
Martín‑Barbero
Tras la crisis de las tentativas de democratización
y de políticas de comunicación, a través de la deslegitimación de lo político y
la fragmentación de lo social, se vislumbra una nueva perspectiva de las
relaciones entre comunicación y democracia.
INTRODUCCIÓN
El más viejo y gastado, y a la vez el más candente y
renovador de los temas, comunicación y democracia, nos resulta hoy
especialmente difícil de abordar. Porque es tanto el mapa conceptual como las
referencias históricas de esa relación las que se han tornado ambiguas y
opacas. Mientras la academia sigue esforzándose por delimitar y aclarar las
ideas, los procesos de la vida social parecen últimamente empeñados en
confundir y emborronarlas. De ahí que lo que sigue sea una reflexión más
atenta a dibujar los rasgos de la situación y del clima intelectual en que nos
encontramos que a pulir las categorías con que esos rasgos deben ser expresados.
Nuestra renovada preocupación por la democracia
viene a producirse en un momento dominado por la envergadura sociocultural de
los cambios tecnológicos, la radicalidad de la crisis económica que en
nuestros países acarrea la deuda externa, la desestructuración política del
mundo socialista, y la crisis de identidad ideológica y ética de las
democracias occidentales en las que parecería desdibujarse aceleradamente el
horizonte de la emancipación. Pero, ¿podrá la democracia sobrevivir sin utopía?
¿Y tendrá sentido seguir hablando de comunicación en un mundo, según los
epígonos de la posmodernidad, autorregulado por la información?
Puesto que aún estamos lejos de tener respuestas,
intentaremos al menos caminar en la dirección que indican las preguntas:
rebasamiento de las políticas limitadas a los medios y acercamiento a la relación comunicación/democracia desde
la crisis de la representación, la desagregación de la socialidad y el espesor
cultural y comunicativo de la mediación política.
1. DEMOCRATIZACIÓN DE LOS MEDIOS: PARADOJAS DE LAS POLÍTICAS Y LIMITACIONES DE LO
ALTERNATIVO
Lo que en la Latinoamérica de los años 70 dio fuerza
y contenido a la lucha por la democracia comunicativa ha sido la contradicción
entre el proyecto de articular la libertad de expresión al fortalecimiento de
la esfera pública, a la defensa de los derechos ciudadanos, y un sistema de
medios que desde sus comienzos estuvo casi enteramente controlado por
intereses privados. Pero esa contradicción ha estado a su vez cargada
permanentemente de la opacidad que entraña en nuestros países la identificación
y confusión de lo público con lo estatal. Así, mientras las políticas nacionales de comunicación
apuntaban, en el pensamiento de los investigadores y analistas críticos, a la
reformulación del modelo político y económico de los medios para garantizar
los derechos de las mayorías, los gobiernos resignificaban esas propuestas en
términos de ampliación de su propia presencia en el espacio massmediático o de ensanchamiento de su
capacidad de intervención (Gonzaga Motta, 1982).
Paradójicamente, el único gobierno que propició una
reforma radical hacia la propiedad pública de los medios, expropiándolos y
poniéndolos en manos de grupos sociales, fue el Gobierno militar de Velasco
Alvarado en Perú. La confusión entre lo público y lo estatal acabaría
congelando la reforma, más allá de los objetivos de desarrollo social y
cultural que la inspiraron, en otro modo de control político de los medios por
el Estado. El balance de conjunto de las políticas nacionales de comunicación
(E. Fox, 1989) pone el acento con toda justeza en la cerrada oposición del
sector privado a unas reformas que, por suaves que fueran, afectaban sus
intereses y sus modos de operar. Pero al centrar el análisis en la barrera económica
alzada por los intereses mercantiles, se dejan fuera, o son tratados muy superficialmente,
el modelo de sociedad y la experiencia política desde las que la democratización
de los medios fue concebida. Ha sido en el empeño por comprender esa experiencia‑límite
que enfrentaron los pueblos dominados por regímenes autoritarios cuando el
sentido político del fracaso ha podido
ser tematizado.
Primero, a la luz de lo negado, esto es, de los
modos en que la sociedad se comunica cuando el poder rompe las reglas mínimas
de la convivencia democrática, y estrangula la libertad y los derechos
ciudadanos censurando, destruyendo, amordazando los medios hasta convertirlos
en mera caja de resonancia a la voz del amo (Fox y Schmucler, 83; Muraro, 87).
Ante la represión que obtura los canales normales, las gentes desde las
comunidades barriales o religiosas a las asociaciones profesionales redescubren
la capacidad comunicativa de las prácticas cotidianas y los canales subalternos
o simplemente alternos: del recado que corre de voz en voz al volante
mimeografiado, al casete‑audio o el vídeo difundidos de mano en mano,
hasta el aprovechamiento de los resquicios que deja el sistema oficial.
En esta situación, la sociedad descubre que la competencia comunicativa de un medio se
halla menos ligada a la potencia tecnológica del medio mismo que a la capacidad
de resonancia y de convocatoria de que la carga la situación política y la representatividad social de las voces
que por el medio hablan. De ahí su fuerza y sus límites: al cambiar la
situación y redefinirse los términos y el sentido de la representatividad, la
eficacia del medio y del modo de comunicación cambiarán también. Es por eso
que las experiencias alternativas no han aportado tanto como algunos esperaban
a la hora de la transición, esto es, de traducirlas en propuestas directas de
transformación de la comunicación institucional. Pero esa inadaptación no
puede hacernos olvidar lo que la experiencia‑límite sacó a flote: la
reubicación del peso y el valor político de la comunicación en el espacio de la
sociedad civil, de sus demandas y sus modos de organización, de su capacidad
de construir la interpelación política en el intertexto de cualquier discurso ‑estético,
religioso, científico‑, y del sentido estratégico que tuvo la
comunicación en la reconstrucción del tejido de una socialidad democrática.
De otro lado, tanto el fracaso de las políticas
nacionales como la inadaptabilidad de las experiencias alternativas, nos están
exigiendo relacionar la cuestión comunicación/democracia con los impases de un
pensamiento crítico más preocupado por la destrucción o la toma del Estado que
por la transformación de la sociedad, más atento al funcionamiento de los aparatos
ideológicos que a la dinámica de los actores sociales, con más herramientas
para explicar la lógica de la reproducción del sistema que para comprender la
significación de las contradicciones, de los movimientos sociales y la
creación cultural. No es extraño entonces que más que en cuanto cuestión de
democracia, esto es, referida a la forma
de la sociedad ‑de la que hacen parte Estado y mercado, partidos y
movimientos, instituciones y vida cotidiana‑, la comunicación que
recortan y focalizan las políticas nacionales se agotó en el ámbito de lo
democratizable y pensable desde la institucionalidad estatal. Las limitaciones
y tentaciones marginalistas que cercan lo alternativo tienen que ver, desde su
otro lado, con las enormes dificultades que aún experimentan las izquierdas
para incluir la cuestión de la comunicación como algo decisivo en la construcción
de la política, no sólo en lo que concierne a la propaganda y las imágenes
electorales, sino a las profundas transformaciones que está sufriendo la
representación misma y el espacio de lo político.
2.
SECULARIZACIÓN Y CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
Una idea nueva de democracia se abre camino en la
América Latina de los años 80. No sólo como reacción a lo vivido en el tiempo
de las dictaduras, sino como cambio en la comprensión misma de la sociedad:
reconocimiento del sentido social de los conflictos por encima de su
formulación y sintetización políticas, revalorización de las mediaciones y
articulaciones de la sociedad civil, afirmación de las experiencias colectivas
al margen de las formas partidarias (Casullo, 1987). De la sospecha con la que
despectivamente fuera tachada de burguesa y formal, la democracia pasa a
constituirse en condición preliminar a la solución de los problemas, tanto en
el ámbito de lo económico como de
los derechos humanos.
Pero ese reconocimiento y esa revalorización se ven
acompañadas de un profundo desencanto, de
un «enfriamiento de la política» (Lechner, 1987) que, especialmente en las
izquierdas, expresa el surgimiento de una nueva sensibilidad marcada por el
abandono de las totalizaciones ideológicas, la desacralización de los
principios políticos y la resignificación de la utopía en términos de la negociación como forma de construcción
colectiva del orden. Desencanto que afecta también a los personalismos carismáticos
en que se apoyaban los populismos, dramatizando y cargando la política con valores
y formas exteriores a las relaciones sociales (Touraine, 1989). La
secularización de la política significa entonces la predominancia de su
dimensión contractual (G. Marramao, 1987) sobre la comunitaria,
con la consiguiente focalización de la atención sobre la diferenciación y
especificidad de su espacio, y el predominio de la racionalidad instrumental de
las capacidades de gestión.
La otra cara del desencanto político es la que hace
visible la crisis de la representación. Problema viejo de la vida democrática
que reside en la difícil articulación entre representación de las gentes, de
los grupos ‑sean éstos definidos territorial o culturalmente‑, y
representación de las concepciones, los intereses, las tendencias políticas
(R. Williams, 1984). Problema especialmente vivo hoy, cuando la entrada en
escena de nuevas demandas e identidades colectivas nuevas desbordan los cauces
y las formas tradicionales de representación en la dimensión de lo
representable y en sus modos de operación. Además, en los últimos años el
tejido de tradiciones e interacciones que daban consistencia al partido
político de masas ha comenzado a disgregarse (Richeri, 89). La
descentralización y dispersión de los ámbitos de trabajo, las exigencias
dominantes de la urbanización, la reducción de la familia, la diversificación e
hibridación de las profesiones son todos procesos que concurren hacia una reducción
de la interacción social, de los lugares y las ocasiones de interacción,
haciendo que el partido de masa pierda sus lugares de anclaje, de intercambio e
interlocución ‑de comunicación‑ con la sociedad. Y desconectados
del vivir social ‑por su incapacidad de dar forma a la pluralidad y
heterogeneidad de las demandas, y/o por la pérdida del subsuelo que los
conectaba con la trama de la sociedad‑ los partidos tenderán a
convertirse en maquinaria política, siendo
incorporados al aparato de gobierno.
Será de ese distanciamiento, y del vacío que él
crea, de donde emerjan los nuevos movimientos
sociales: constituidos a un mismo tiempo desde la experiencia cotidiana del
desencuentro entre demandas sociales e instituciones políticas, y de la defensa
de las identidades colectivas y sus formas propias de comunicación (Castells,
1986). A su manera, los movimientos sociales, étnicos, regionales, feministas,
ecológicos, juveniles, de consumidores, de homosexuales, dan forma a todo
aquello que una racionalidad política, que se creyó omnicomprensiva de la
conflictividad social, no es capaz de representar. Movilizando identidades,
subjetividades e imaginarios colectivos en formación, o superando oposiciones
basadas en dicotomías barridas por los procesos de trasnacionalización y
desterritorialización económica y cultural, esos movimientos desafían la lógica
de la política. Pero al no encontrar formas de expresión en el sistema
político, esto es, al no lograr articulaciones que les permitan superar la
fragmentación, esos movimientos, especialmente en América Latina, pueden
llegar a convertirse en amenazas y erosión de nuestras precarias instituciones
democráticas.
Paradojas de este extraño tiempo en que vivimos: la
secularización de la política desabsolutiza las ideologías y desactiva las intolerancias
abriendo el camino a nuevas formas de convivencia y construcción de la vida
social, pero al mismo tiempo reduce el espacio público de la deliberación privatizando unos temas, restringiéndolos
al dominio exclusivo de los saberes técnicos y legitimando así un
estrechamiento de la participación democrática en la toma de decisiones. Del
otro lado, la dinámica de renovación de la vida política que los movimientos
sociales activan al destotalizar la reapropiación de la sociedad e introducir
la pluralidad de dimensiones y demandas, puede, sin embargo, horadar
seriamente las bases del consenso, debilitando las formas primordiales de la
negociación y el necesario carácter integrador de las propuestas de
transformación social.
3. RACIONALIDAD TECNOLÓGICA Y EROSIÓN DE LA
SOCIALIDAD
En su radical ambigüedad, la secularización de la
política nos habla de otra cosa: de que los cambios están calando hasta las
formas mismas de la socialidad. En el
origen de esos cambios se halla la erosión progresiva de la legitimidad del
Estado, y el distanciamiento creciente entre tecnoestructura y ciudadano por
la autonomización de la esfera científico‑técnica, respecto al conjunto
de la sociedad, a su capacidad de decisión. El movimiento de conjunción y sumisión
a la racionalidad administrativa de los dos polos en que se apoyó la construcción
de la modernidad ‑Estado y mercado‑ está produciendo su
independización y alejamiento de los «mundos de vida» (Habermas, 1988). Y como
no existe una «producción administrativa del sentido», lo que estaríamos
viviendo sería la implosión de social (Baudrillard,
1978); la sociedad vaciándose de sentido al ritmo en que se llena de
información, convirtiéndose en algo cuya existencia es ya sólo estadística, y
cuya expresión última se hallaría en la simulación que la masa efectúa de lo
social. La información no sería sino aquello con lo que la administración busca
liberar la energía de la masa para hacer con ella algo social.
La peligrosa recaída en la totalización a que
conduce el desencanto político y ético, versión Braudillard, no le quita fuerza
a la radicalidad con que debe ser analizada la relación entre hegemonía de la
racionalidad tecnológica y disgregación de lo social (R. Gubern, 1987). Porque
esa relación no tiene nada de abstracta, ella es visible en los cambios que las tecnologías de la información están
produciendo en el entorno y la materialidad de la vida cotidiana. Empezando
por el desfase generacional y la esquizofrenia cultural que origina la rapidez
con que el cambio tecnológico está afectando la esfera educativa y laboral.
Afectados por la obsolescencia de sus capacidades y destrezas, por su
dificultad para adaptarse a los nuevos escenarios y procesos productivos, los
adultos miran las nuevas tecnologías como una poderosa amenaza, mientras los
jóvenes, familiarizados desde temprano con el nuevo entorno tecnológico y con
su imaginario, ven en ellas la fuente de una nueva legitimidad, la suya
(Castells, 1987). Ahondando viejas divisiones, reordenando el mapa de las
diferenciaciones y desterritorializando las identidades, las nuevas tecnologías
fragmentan el hábitat cultural (Richeri, 1983), disuelven el horizonte común a
una sociedad, el tejido de símbolos que cohesiona su representación compartida
a nivel colectivo.
Por efecto convergente de aquella deslegitimación
de lo político y de esta fragmentación de lo social, las gentes están buscando
nuevas modalidades de juntarse, de agruparse en socialidades tribales que, derivadas del propio desarrollo
tecnológico y marginales a la racionalidad institucional, retoman viejas
pulsiones de lo comunitario (Maffesoli, 1984). Son agregaciones precarias y
viscosas, generadas por la comunicación ‑puesta en común‑ de
gestos y de gustos, de miedos y expectativas, fuertemente marcadas por la lógica de la identificación sexual,
generacional, profesional, etcétera.
Frente a esta fragmentación y reorganización de la
socialidad, los mediadores tradicionales se hallan tanto política como culturalmente
desconcertados. En su lucha contra los tecnócratas, los intelectuales se erigen
en guardianes de la moralidad (Gouldner, 1980) en que se sostiene su hegemonía,
pero sólo al precio de fragmentar ellos también la racionalidad de lo social y
poder así descalificar moralmente la eficiencia instrumental. Por su parte,
los comunicadores, al obtener su legitimación del lugar estratégico que la
mediación tecnológica ocupa en la reordenación de la cultura y la política,
experimentan grandes dificultades para comprender y valorar el tiempo largo en
que se producen los cambios de la socialidad, viéndose así atrapados en una
actualidad devorada por el presente inmediato y la rentabilidad informacional.
La democracia se halla pues desgarrada, a un nivel menos visible pero no menos
vital, entre el apego fundamentalista a unas instituciones en las que lo social
se congela, pero sin las cuales la sociedad estallaría, y el experimentalismo
de socialidades y sensibilidades centradas en lo próximo y lo íntimo, en lo
cotidiano y lo local; desgarrada también entre el pesimismo iluminado de los
moralistas y el pragmatismo cínico de los tecnólogos.
4. COMUNICACIÓN Y ESPECTÁCULO: EL ESPESOR
COMUNICATIVO DE LA POLITICA
La percepción compartida por estudiosos de la
comunicación y analistas de la política es que en el funcionamiento de los
medios masivos, y en especial de la televisión, toma forma una especial
disolución de lo político. En forma cada día más intensa y excluyente, lo
público se va identificando con lo que es escenificado en los medios masivos.
Pero no sólo de parte de los televidentes, también entre los políticos es
creciente la asimilación del discurso político a los modelos de comunicación
que propone la televisión. La espectacularización no sería entonces
únicamente el efecto del medio sobre el mensaje, sino la forma misma del
discurso de la política en un tiempo en el que «progresivamente separados del
tejido social de referencia, los partidos se reducen a sujetos de un evento
espectacular lo mismo que los otros» (Richeri, 1989). La comprensión de lo que la espectacularización de la política
pone en juego va a exigir un replanteamiento, tanto del marco del análisis político
como del modelo de comunicación.
Desde el análisis político, el debate sobre la
modernidad está sirviendo para desplazar el centro de gravedad de las
cuestiones del orden y el conflicto hacia « el tema de la pluridimensionalidad
del tiempo histórico, de la persistencia de estratos profundos de la memoria y
la mentalidad colectiva coexistentes con la modernización» (Marramao, 1987).
Pues sólo desde esa temporalidad se hacen descifrables las redes simbólicas
en que se producen las nuevas interacciones conflictivas. Y si la política es
dimensión constitutiva de las colectividades
identificantes, lo es en la medida en que ella misma se halla constituida
por componentes simbólicos de solidaridad, de ritualidad y teatralidad. De eso
trata de dar cuenta la atención, hoy creciente en América Latina, a la cultura política, esto es, a «las formas
de intervención de los lenguajes y las culturas en la constitución de los
actores y el sistema político» (Landi, 1987).
Emerge así al primer plano la cuestión de los modos
de interpelación y reconocimiento, de comunicación, en que los actores
políticos se constituyen. Pues a la base de la concepción instrumental que de
la democracia han tendido las izquierdas se hallaba una concepción
sustancialista de los sujetos sociales y una visión puramente reproductiva de
los procesos de comunicación. Entidades que reposan sobre sí mismas (las
clases) o en las que lo representable se halla definido antes y por fuera del
ejercicio de la representación (los partidos), la política acababa siendo un
juego trucado y un espacio improductivo. Tomar en serio la democracia va a
significar asumir a fondo la trama cultural y comunicativa de la política: de
una parte, que la productividad social de la política no es separable de las
batallas que se libran en el terreno simbólico, pues lo que la política pone en
juego es en últimas «la producción del sentido en la sociedad y los
principios del reconocimiento mutuo» (Larsdi, 1983); y de otra, que el
carácter participativo de la democracia se halla cada día más ligado a los
modos en que se produce la comunicación.
Ese camino a hacer desde la política está exigiendo
un replanteamiento similar en el campo de la comunicación. Un campo que se
halla todavía dominado por la polarización entre un modelo pura y duramente
instrumental de los conocimientos pertinentes a ese campo, y otro denuncista y
voluntarista, incapaz de articular en la práctica una teoría social crítica
al análisis de la dinámica propia de los procesos comunicativos. Los avances
más significativos en este campo son los que están permitiendo desplazar el
modelo informacional, a cuya hegemonía ha contribuido no sólo el perfecto
ajuste entre proyecto difusionista y paradigma conductista, sino la
complicidad que aquél halló en una teoría crítica dominada por la lógica de la
reproducción social y una concepción instrumental de los medios que los reducía
a aparatos ideológicos.
Como expuse en otra parte (Martín‑Barbero,
1988), la ruptura con el modelo informacional ‑que identifica la
comunicación con el proceso de transmisión de significados ya dados, esto es,
anteriores al proceso mismo de la comunicación‑ implica colocar como eje
el carácter productivo de las mediaciones y los actores del proceso comunicativo
entero ‑desde la emisión a la recepción‑, y la naturaleza
transaccional y negociada de toda comunicación. El paradigma de la mediación
(Martín Serrano, 1977 y 1986) va a permitir articular el análisis de las formas institucionales que reviste la
comunicación en las diferentes formaciones sociales con el de las lógicas que
rigen la organización de la producción
cultural, y la dinámica específica de los usos sociales de los medios y los productos comunicativos. Desde el
modelo semiótico‑textual (Van Dijk, 1983) se hacen pensables las asimetrías constitutivas de la
comunicación colectiva, esto es, «la diversidad de las competencias
comunicativas del emisor y el receptor, y la articulación diferenciada de los
criterios de pertinencia y significancia de los textos masivos» (M. Wolf,
1985).
Condicionada y a la vez dinamizada por esa simetría,
la comunicación massmediada se
especifica por una organización de las interacciones en las que el emisor
construye su discurso a partir de una estrategia
de anticipación de las condiciones, situación y competencias del receptor.
Lo que vendrá a colocar en el centro del análisis el espacio de la recepción:
la especificidad de los modos de reconocimiento y apropiación. Ello ha
implicado en América Latina una particular atención a las discontinuidades y
destiempos culturales que cubre una modernidad heterogénea, no sólo en el sentido de la diversidad, sino en el
modo excéntrico, esquizoide de participación de nuestras culturas en el
mercado internacional (J. J. Brunner, 1987), y también a la vigencia de unas
culturas populares que, si han servido frecuentemente de sustento a los
estatismos populistas y a los chauvinismos románticos, son hoy el espacio de
nuevas hibridaciones y de algunas de las posmodernidades más nuestras (García
Canclini, 1987 y 1989).
Comprender la especificidad histórica de los
procesos de massmediación en América
Latina está exigiendo el análisis de los géneros en los que se produce la
articulación del imaginario mercantil con la memoria cultural de estos pueblos,
y de la lógica transnacional de la producción con la dinámica de los
imaginarios nacionales y locales (Martín‑Barbero, 1987). Convergiendo sobre
esa perspectiva se halla el análisis de la «sociedad receptora» (V. Fuenzalida
y M. E. Hermosilla, 1989) en cuanto espacio de resemantización y apropiación de
los televidentes, considerados no como individuos aislados, sino como
colectividades, en cuyos diferentes modos de ver se expresan demandas de
comunicación y exigencias de participación en la formulación de una televisión
democrática.
Desde ese doble replanteamiento del contenido de la
política y del sentido de la comunicación se vislumbran algunos rasgos de una
perspectiva nueva sobre las relaciones entre comunicación y democracia. El
primero de esos rasgos acentúa el carácter sustitutivo
de la mediación comunicativa, y podría plantearse así: la desproporción del
espacio social ocupado por los medios de comunicación en países con carencias
estructurales como los de América Latina ‑en términos de la importancia
económica de sus empresas y de la importancia política que adquiere lo que en
los medios aparece‑ es proporcional a la ausencia de espacios adecuados
a la expresión y negociación de unos conflictos que desbordan lo
institucionalmente representable, esto es, a la no representación en el
discurso de la política y de la cultura de dimensiones claves de la vida y de
los modos de sentir de las mayorías.
Es la realidad de unos países con muy débil sociedad
civil y una profunda esquizofrenia cultural la que recarga cotidianamente la
capacidad de representación que han adquirido los medios. Se trata de una
capacidad de interpelación que no
puede ser confundida con los ratings de
audiencia. No sólo porque esos ratings de
los que nos hablan ‑en el caso de la televisión‑ son apenas de los
aparatos encendidos y de cuánta gente está mirándolos, pero no de quiénes y de
cómo la ven, sino porque el verdadero poder de la televisión reside en
configurar y proyectar imaginarios colectivos: esa mezcla de representaciones
e imágenes desde las que vivimos y soñamos, nos agrupamos y nos identificamos.
Y eso va mucho más allá de lo medible en horas que pasamos frente al televisor
y de los programas que efectivamente vemos. No es que la cantidad de tiempo
dedicado o los programas frecuentados no cuenten, lo que estamos planteando es
que el peso político y cultural de la televisión ‑como el de cualquier
otro medio‑ sólo puede ser evaluado en términos de la mediación social que logran sus imágenes. Y esa capacidad de
mediación proviene menos del desarrollo tecnológico del medio o de la modernización
de sus formatos que del modo como la
sociedad se mira en ese medio: de lo que de él espera y de lo que le pide.
El segundo rasgo recupera para la mediación
comunicativa su carácter constitutivo. Pues,
aunque sometidos a la lógica del mercado, los medios de comunicación operan, y
cada día con más fuerza, como espacios
del reconocimiento social. De ahí que la espectacularización de la
política en la televisión hable a la vez del vaciado político que producen
las imágenes, pero también del modo en que la mediación televisiva complejiza y
densifica las dimensiones rituales y teatrales de la política. El medio no se
limita a recoger representaciones políticas preexistentes y traducirlas a su
lenguaje, el medio no se limita a sustituir, sino que ha entrado a «constituir
una escena fundamental de construcción de la vida política» (G. Sunkel, 1989).
La televisión le exige a la política negociar las formas de su mediación: es la
condición que le pone a cambio de darle acceso al «eje de la mirada» (E. Veron,
1987) desde el que la política puede penetrar el espacio cotidiano reelaborando
su discurso para volverse parte de la corporeidad, la gestualidad y teatralidad
del mundo cotidiano, que es donde se juega, tanto como en las instituciones
parlamentarias, la transformación de nuestras culturas políticas, y las
posibilidades de renovación y profundización de la democracia.
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