1. Los nuevos discursos: las paradojas de las retóricas
del cambio… y de los académicos hablando sobre la
autonomía del profesorado
Quizás nunca como ahora se había vivido
internacionalmente un ambiente de reformas escolares simultáneas.
Ello significa no sólo que en la actualidad la mayoría
de los países están preocupados por sus sistemas
educativos. Significa también, que la reforma, o el
cambio de la educación (con sus diferentes
conceptualizaciones y estrategias) se ha convertido en
preocupación, en tema, y en justificación de
intervenciones continuas sobre el sistema educativo. Ha invadido
el ambiente de lo escolar como un rasgo definitorio: lo estable
es ya la reforma. En España, por ejemplo, tras varios años
de experimentación, se aprobó la actual ley
educativa (la LOGSE) en 1990, y hoy, tras ocho años,
seguimos hablando de "la Reforma", como si fuera algo
que está ocurriendo ahora, como una novedad todavía
por culminarse. (Note 1) En este ambiente internacional de
reformas, aunque éstas puede que sean muy variadas de un
país a otro, sí parecen obedecer, sin embargo, a
pretensiones similares. Son políticas de cambio que se
basan en supuestos semejantes de reacomodación de la
educación a nuevas exigencias internas y externas. Aunque
con traducciones variadas, adaptadas a las distintas
peculiaridades de cada país, con sus diferentes coyunturas
políticas y económicas, con sus tradiciones y
trayectorias diferenciadas en cada sistema educativo, social,
político y cultural, todas ellas parecen compartir los
mismos principios de una filosofía de fondo y semejantes
sistemas de legitimación (Ginsburg, 1991).
Normalmente, la mayoría de estas
nuevas políticas educativas se han referido al curriculum,
a la organización y gestión de los centros
educativos, a las relaciones de éstos con su entorno, y
también al propio trabajo del profesorado, que se ha visto
redefinido, bien como producto de políticas expresas
dirigidas a este fin, bien como consecuencia de las anteriores.
(Note 2) Todos estos cambios están siendo especialmente
profundos, porque no se limitan a ser una cuestión de
contenido pedagógico, como tampoco son sólo cambios
en el interior del sistema educativo. Por ejemplo, no es sólo
que se hayan defendido nuevos contenidos curriculares para la
educación escolar, sino que, en cada país de
distinta forma y a partir de diferentes posiciones de partida,
(Note 3) lo que se ha establecido es una nueva relación
entre el estado, los centros educativos y los enseñantes
en la forma de decidir y controlar el curriculum, modificándose
las competencias respectivas. Y la trascendencia especial de
estos cambios se encuentra en que, lo que se está
transformando, en cada país con sus traducciones y
estrategias particulares, son las relaciones entre el estado, los
servicios públicos y sus usuarios, transformaciones que
vienen determinadas por un cambio en la forma del estado, y en la
forma de la sociedad civil (Ball, 1997; Whitty, et al., 1998).
Básicamente, podemos cifrar el
carácter de estos cambios generales en la tendencia
creciente a pasar de un sistema en el que el estado era el
garante de los servicios públicos, fijando sus propósitos,
financiándolos, planificándolos y administrándolos
mediante su organización profesional-burocrática y
ofreciéndolos en condiciones semejantes a toda la
población, a otro sistema en el que el estado tiende a
reducir su función a la fijación de objetivos,
dejando a los centros y organismos proveedores de los servicios
un mayor margen de planificación y regulación
interna para alcanzarlos. Esta reducción del estado de sus
competencias planificadoras y administrativas para cederlas a los
proveedores de los servicios se ha producido utilizando como
factor de motivación la capacidad de variación en
las formas de provisión de los servicios, en
competitividad con otros proveedores.
Estos cambios no aparecen al margen de la introducción
de modificaciones sustanciales, como filosofía y como
práctica, en muchos ámbitos de la vida productiva y
social en general. Ideas y prácticas tomadas de los nuevos
modos de producción post-fordista (Robertson, 1996; 1997)
hacen su aparición aquí. Es el caso, por ejemplo de
muchas empresas en las que se está introduciendo la
flexibilidad en la producción, poniendo en relación
la iniciativa del trabajador y la adaptación al
consumidor. Los llamados "círculos de calidad",
en los que se reconoce la capacidad de iniciativa del trabajador
en la adaptación de los procesos de producción son
un ejemplo de esto. Los sistemas homogéneos, en los que la
"cadena de montaje" era el prototipo de la racionalidad
y la productividad en otros tiempos, son ahora cuestionados, en
beneficio de la capacidad de decisión de los trabajadores
en su trabajo (Allen, et al., 1992). Lo que parece estarse
imitando en los servicios públicos son formas de gestión
y de producción semejantes.
Las formas de producción flexible, y por tanto
también, la filosofía de los servicios públicos
como unidades no homogéneas, parten precisamente de la
idea de la diversidad social, de las diferentes demandas y
necesidades a las que sistema productivo y servicios deben
atender de forma diferenciada. Este reconocimiento de la
diversidad social tiene varios efectos. De una parte, puede
reconocerse como la atención al derecho a elegir, el
reconocimiento de las diferencias y la adaptación a las
exigencias. Pero de otra, el propio derecho de elección se
ha convertido en una obligación. Cuando los productos de
consumo se diversifican, el cliente se ve obligado a sopesar
entre la diversidad de oferta, y a elegir entre ellas. Hasta en
los productos de consumo más cotidianos, la compra se está
convirtiendo en una tarea cada vez más compleja. Ya no
podemos elegir sólo la leche más barata, o la de
nuestra marca preferida o de confianza; ahora tenemos que decidir
si la queremos más o menos desnatada, o si la preferimos
con calcio o con vitaminas añadidas; además de que,
no podemos elegir ya la leche al margen de la invasión de
noticias y teorías en competición sobre las
ventajas e inconvenientes de este producto para un tipo u otro de
dieta. Si esto es así en la construcción de nuestra
subjetividad como consumidores de productos alimenticios, mucho
más puede llegar a serlo en nuestra elección de
ofertas variadas de servicios, en los que la diferencia tiene
claros componentes respecto al significado o consecuencias en
nuestro estatus o en nuestras oportunidades sociales (Bowe et
al., 1994). (Note 4) Una
consecuencia importante de estos cambios, que ya comienzan a
parecer inevitables es que se empieza a transformar la imagen de
la ciudadanía, acentuando cada vez más su función
como consumidora y electora racional. Así, de la misma
forma que los trabajadores parecen obtener una mayor capacidad en
las decisiones sobre su trabajo, igualmente, los ciudadanos
parecen también recuperar una mayor capacidad en la
decisión sobre lo que quieren. En relación a los
servicios públicos, esta filosofía parece referirse
a que el estado disminuye su papel como regulador de los
servicios en su provisión a los ciudadanos, para que sean
las relaciones de oferta y demanda las que encuentren su
equilibrio directamente, o con menos intermediarios.
Autonomía (de los servicios públicos
y de los ciudadanos), descentralización, desregulación
y devolución del poder del estado a la sociedad son,
parece, términos que designan y resumen en sus máximos
valores y aspiraciones todas estas transformaciones.
Evidentemente, la retórica que acompaña a estos
cambios, por parte de quien los patrocina, es que suponen una
ganancia en la libertad social y personal, una recuperación
en la capacidad de iniciativa y de actuación libre. Pero
¿es esto así? O, planteando la pregunta en una
clara posición de sospecha ¿Los estados ceden
(devuelven) poder? Pondré
un ejemplo. Como parte del proceso de integración europea
en el que estamos inmersos, a partir del año 1995 se
pusieron en vigor los llamados Acuerdos de Schengen sobre libre
circulación de personas y mercancías entre los
países de la Unión Europea. Según esos
acuerdos, desparecían los controles aduaneros entre los
países afectados. Antes de ese año, en el
aeropuerto de Barcelona era posible circular libremente por la
primera planta (una planta llena de tiendas y cafeterías),
salvo unos metros antes de las puertas de embarque en donde se
producía el control de pasajeros para su acceso al avión.
A los pocos meses de aplicación del acuerdo, acompañaba
al aeropuerto a un familiar que partía de viaje y tras los
trámites de billetes, me disponía a acompañarlo
a la primera planta para esperar junto a él, tomando un
café, hasta la hora de partir. Cuál no sería
mi sorpresa cuando me encontré con que no se nos permitía
el paso a dicha planta a quienes no tuviéramos la
correspondiente tarjeta de embarque. Incómodo, pregunté
por las razones para ello, y me respondieron que era por la
aplicación de los acuerdos de Schengen. Efectivamente,
toda la primera planta pasó de ser un lugar de "libre
circulación" a un lugar de "acceso restringido a
la libre circulación de pasajeros". Al desaparacer la
clara distinción entre vuelos nacionales e
internacionales, todo el espacio del aeropuerto pasa a ser un
lugar de acceso restringido. Desaparecen las fronteras, pero los
nuevos espacios fronterizos parecen hacerse a la vez que más
flexibles, más amplios.
¿Devuelve poder el estado? Quizás debamos ser más
cautelosos y en primera instancia reconocer que lo que ocurre es
que los controles cambian en sus formas, se redefinen, se
reterritorializan: cambian en los lugares y en las formas. Para
mí, este ejemplo del aeropuerto es una metáfora
respecto a lo que significan los nuevos cambios sobre la
autonomía de las instituciones auspiciada desde el estado.
Y es un ejemplo que creo que nos advierte que debemos mirar a los
cambios políticos como transformaciones que generan nuevos
efectos de control y nuevas redistribuciones de la manera en que
se ejerce el poder (Popkewitz, 1994). Deberíamos quizás
entender que muchos de estos nuevos procesos que estamos viviendo
suponen una transformación sobre los controles, los
lugares y formas en que se ejerecen, cambios que aparentemente
son una entrega de poderes y capacidades de decisión a
sectores más cercanos a los afectados, pero que luego
resultan ser una nueva manera de situar la relación entre
quienes ejerecen el control y quienes creen haberlo conquistado.
La situación escolar no está al margen de estas
paradojas: qué está cambiando, en qué
dirección, qué parece que ganamos y qué
estamos perdiendo. Y lo preocupante de esto es si no estaremos
ante una mayor apariencia de libertad que puede impedir una
conciencia de nuestra falta de libertad y de los nuevos sutiles
controles, quizás más débiles en apariencia,
pero quizás también más extensos, a los que
estamos sometidos. Podría
pensarse que analizar los actuales cambios desde la teoría
de la sospecha es excesivamente tendencioso, que deja poco
espacio para encontrar nuevos significados y posibilidades de
acción. Puede ser. Pero entonces, lo menos que se puede
decir al respecto es que todos estos cambios no tienen una
lectura fácil. No son simplemente lo que prometen.
Dependen de un contexto más amplio en el que significan
una cosa u otra, están afectados por otros cambios hacia
los que no se nos dirige la atención, y también por
las mentalidades que, como producto de toda la red de cambios,
vamos desarrollando, y bajo las que les damos un significado, o
desarrollamos una actuación. El discurso y la política
de la autonomía de las escuelas, para ser entendidos en su
significado y alcance real, deben ser situados en el contexto de
cambios recientes en las políticas sociales y en la
política de las organizaciones. Autonomía,
descentralización y devolución de poder a la
sociedad y a los profesionales constituyen tendencias que deben
ser interpretadas en un marco más amplio para ver lo que
significan realmente, hacia dónde dirigen nuestra
imaginación y nuestras energías o qué es lo
que tienen de ambiguo o de paradójico.
Una de las cosas que habrá que hacer es
prestarle atención a la retórica completa de estos
nuevos cambios, al conjunto de sistemas ideológicos que se
introducen juntamente con la autonomía profesional e
institucional, y con los nuevos sistemas de producción.
Por ejemplo, no creo que podamos desligar el sentido de los
nuevos modos de producción y consumo (o de provisión
de servicios públicos y de su elección por los
usuarios) de una cultura de competitividad, rentabilidad y
eficacia y de una ética que combina la identificación
con los objetivos de la empresa (o del estado) con el autointerés
de los particulares como modos de motivación (Ball, 1997).
(Note 5) Uno de los
aspectos paradójicos del discurso y las propuestas sobre
la autonomía se encuentra en que parecen ser a la vez
nuevos sistemas de regulación del trabajo y de las
instituciones y nuevos espacios de acción más libre
y creativa. Se constituyen como procedimientos para la
identificación con los objetivos impuestos a la vez que
formas de aumentar la satisfacción con el trabajo. Una de
las paradojas que tendremos que analizar es el hecho de que el
discurso sobre la autonomía del profesorado y de los
centros educativos esté instalado no en estos agentes e
instituciones, sino en la academia y en la administración.
Aunque la forma en que he titulado mi exposición
(¿Autonomía por decreto?) puede dar a entender que
me refiero a lo paradójico que resulta el hecho de que la
administración "imponga" la autonomía a
los centros, no quisiera que esto sirviera de distracción
a la otra paradoja importante: somos los académicos,
investigadores y profesores universitarios quienes estamos a
vueltas con esta cuestión, igual que con la del
profesionalismo del profesorado.
La división social del trabajo en educación
convierte en normal algo que debiera resultarnos chocante: se
habla sobre la autonomía de los enseñantes desde un
lugar que parece fuera de los propios enseñantes. Se habla
de la autonomía como una aspiración que se tiene
para ellos, pero que no parece nacer de ellos. ¿A qué
obedece dicho interés? ¿Desde qué interés
hablamos los académicos en defensa de la autonomía
del profesorado o de los centros escolares? ¿Desde dónde
hablo yo? Los discursos
universitarios, al dirigir nuestra mirada sobre otro lugar
distinto al propio desde el que se habla y al proyectar
aspiraciones nobles en apariencia, pueden estar ocultando los
ventajas académicas que se procuran desde dichos
discursos. Diversos autores (Labaree, 1992; Popkewitz, 1994;
Hargreaves y Goodson, 1996) han señalado los beneficios
para el mundo universitario de la pedagogía que supone la
preocupación por el profesionalismo de la enseñanza,
ya que supone "elevar el estatus de quienes tienen que
aumentar el estatus" del profesorado (Labaree, cit. por
Popkewitz, 1994, p. 206). Pero también, la defensa de la
profesionalidad, los nuevos planes de formación del
profesorado no son ajenos a otros fenómenos asociados,
pero a los que parece que no solemos dirigir nuestra atención
todo lo que debiéramos. Es el caso, por ejemplo, de la
aparición y defensa interesada de nuevos profesionales de
la educación, o de la progresiva tecnologización de
la práctica pedagógica. (Note 6) Paradójicamente,
la autonomía del profesorado y de los centros educativos
(y en general, toda la defensa del profesionalismo docente y de
las nuevas reformas educativas) está dando lugar al
desarrollo de nuevas figuras de "experto" que crean
nuevas dependencias del profesorado respecto del conocimiento
académico, conservando así el estatus superior de
quien "desarrolla" la autonomía del profesorado
(Contreras, 1996; Gentili, 1997; Pérez de Lara, 1998).
Este estado de cosas no es ajeno
tampoco a las condiciones en que tienen que trabajar las
universidades, también sometidas a las mismas nuevas
formas de producción y organización del trabajo. La
productividad, la evaluación por objetivos, la
empresarialización, la competitividad y el autointerés,
la comercialización, en definitiva del trabajo
intelectual, son parte de las condiciones de trabajo también
en la universidad, y en las que hay que reinterpretar el sentido
de la actual "autonomía intelectual" del trabajo
académico (Alonso, 1997; Neave, 1998). De una forma cada
vez más evidente, la financiación del trabajo
académico depende de la dirección que éste
tome. La propia universidad pública sólo consigue
fondos si éstos se dirigen a los objetivos de los
patrocinadores, sean éstos públicos o privados. Y
como ha dejado claro Lundgren (1989), el desarrollo de la
investigación educativa está claramente determinado
por los objetivos políticos de la Administración
como financiadora fundamental de la misma.
En este contexto, hay que entender que los
intelectuales, desde sus posiciones ideológicas, o desde
sus intereses de clase, están siendo la vía de
expresión y legitimación de políticas, así
como los expertos técnicos en su desarrollo operativo y en
su justificación ideológica (arropada en recursos
de legitimación de los que dispone el mundo académico).
El lenguaje académico, atrapado en ideologías de
progreso (Popkewitz, 1994), tiende a hablar de grandes conceptos,
como cambio, innovación, calidad, autonomía, como
términos que remiten a significados positivos y homogéneos
que nunca se aclaran y que se desvisten de lo que les daría
su auténtica significación: qué cambio, qué
innovación, qué autonomía, etc. Al
presentarse el profesionalismo y la autonomía como valores
en sí, se convierten en ideas fácilmente
instrumentalizables por otros intereses, ya que no se analiza el
complejo semántico, ideológico, retórico y
político en el que se insertan, utilizan y operativizan
las propuestas. (Note 7)
Precisamente por esto, entiendo que la función intelectual
fundamental que debe ejercer el trabajo académico, si
quiere evitar la tentación y la trampa del uso de las
retóricas interesadas, dirigidas a fines que no son los
que aparentemente anuncian con su lenguaje, es la de desvelar las
tramas discursivas en las que se sitúan estos conceptos y
propuestas, poniendo en relación dichas retóricas
con el resto de la red ideológica y con los significados
operativos y las consecuencias prácticas de las políticas
generales en las que se insertan. Se trata de "desnaturalizar"
y hacer visible lo que quiere ser presentado como la tendencia
inevitable de los hechos y el significado incuestionable de los
valores en los que se justifican. Y en esa desnaturalización,
mostrar las formas en que las políticas, las prácticas,
los discursos en que se sostienen nunca son, aunque se presenten
así, soluciones definitivas a los problemas. Las nuevas
propuestas lo que hacen es cambiar la forma en que se manifiestan
las circunstancias de la vida, presentando, en el mejor de los
casos, las paradojas por las que lo que parecía un valor
indiscutible puede venir acompañdo de una pérdida
insospechada. Atender a lo que de paradójico pueden tener
hechos como las nuevas formas de organización de los
servicios, o aspiraciones humanas y profesionales, como la de la
autonomía, puede ponernos sobre aviso, a la vez que
mostrarnos la riqueza potencial de lo que puede ser de muchas
maneras y significar más de una cosa. Sin embargo, es
conveniente una nota de precaución.
Recientemente, Hargreaves (1997) en una interesante
autocrítica, ha puesto en cuestión el lenguaje
complaciente de las paradojas (que él mismo había
utilizado para describir ciertas tendencias actuales en el cambio
escolar) como una forma atractiva y casi lúdica de mirar a
la realidad. Parece que la paradoja nos sitúa en el campo
de la curiosidad que incita nuestra mente en la comprensión
de tales fenómenos. Pero también es cierto que lo
que tal aproximación puede ocultar (como viene a decir el
propio Hargreaves) es que, en primer lugar lo que presentamos
(visto desde el avión, mientras revisamos una conferencia
sobre el profesorado que se ve allí abajo) como una
curiosa y atractiva paradoja, puede ser una experiencia dolorosa
o frustrante para quien es víctima de ella, a diferencia
de quien disfruta del juego intelectual que sugiere, o de la
pasión investigadora que despierta. De otra parte, el
lenguaje de la paradoja nos hace pensar en dichos fenómenos,
así analizados, como si poseyeran una dialéctica
estable y atractiva, perdiendo de vista su origen y su naturaleza
interesadamente provocada. Las supuestas paradojas no son muchas
veces más que juegos del poder para, haciendo aparentar
una cosa, dar lugar a otra. Leerlo como paradoja puede ser un
error de apreciación de lo que quizás sería
mejor presentar como trampas, como intereses aparentemente
contradictorios, pero unidos por una lógica oculta que
conviene desvelar. Afianzar la visión de ciertos fenómenos
como paradójicos puede ser un placer intelectual, pero
puede impedir a quienes son víctimas de ellos a entender
por qué pasan determinadas cosas que parecen afirmar una
cosa y su contraria, sirviendo sólo para paralizarles en
su capacidad de acción creativa.
Parte de nuestro trabajo es, por consiguiente,
denunciar la paradoja allá donde es provocada
ficticiamente; desentrañarla allá donde tenemos que
aprender a convivir con ella; captar dónde y cuando nos ha
conducido a pensar de otra manera, o dónde nos está
impidiendo pensar con claridad. Lo cual no tiene por qué
ser un impedimento para que a la vez aprendamos a convivir con la
complejidad, sabiendo pensar complejamente, esto es, no
simplificando los fenómenos complejos (Arnaus, en prensa).
Como profesores universitarios, tal tarea no es sino la auténtica
tarea educativa, dirigida a favorecer la consciencia de la gente
sobre sus propias concepciones y condiciones de vida. En el
fondo, es tanto como aceptar, para darle un sentido de
posibilidad, la paradoja y tensión de la división
social del trabajo en educación: utilizar la posición
laboral de intelectual para crear nuevas posibilidades de
pensamiento y acción, pero de forma tal que no ahonden la
desautorización del profesorado (re)produciendo su
dependencia intelectual. Pero enfrentado a mi propia tarea
educativa, yo también me descubro como un enseñante,
sometido a los mismos problemas y a las mismas retóricas
sobre la autonomía en un contexto de creciente
comercialización del sentido de la formación
universitaria. En cuanto que enseñante, no siempre tengo
que mirar a otros docentes para tratar de entender y procurar dar
sentido a la complejidad de un trabajo en el que además,
por dignidad humana, uno aspira a una mayor autonomía
personal y profesional.
2. Los cambios en la institución escolar: del cambio
educativo a las reformas políticas
¿De dónde procede toda la preocupación por
la autonomía? ¿En qué contexto de cambios
generales sobre el mundo escolar se está introduciendo
ahora esta idea y qué es lo que tiene de paradójico:
de ambivalencias y de ambigüedades, pero también de
contradicciones y de trampas, y quizás también de
posibilidades creativas? Un elemento que me parece de especial
importancia para entender parte de las paradojas sobre la
autonomía del profesorado y de los centros escolares es
que ésta se ha convertido en un referente común en
la teoría de la innovación y del cambio educativo.
A lo largo de los últimos años, se ha producido en
este campo de estudio una abundante producción, así
como una sorprendente evolución en perspectivas, teorías
y enfoques. Ello es producto, tanto de las insuficiencias
percibidas en la forma de interpretar los procesos de cambio,
como también de las modificaciones que se vienen
produciendo en estos últimos años en la forma de
promoverlos. Por ejemplo,
Fullan (1998) acaba de hacer una revisión de su evolución
personal como estudioso del cambio educativo en estos últimos
25 años. En él distingue tres etapas por las que ha
pasado su forma de entender dónde se encuentran las claves
del mismo, etapas que reflejan no sólo su personal visión,
sino también los hitos de la evolución en el campo:
en una primera época, fue la idea de implementación
la que dominó su teoría del cambio. Al destacar el
papel fundamental de quien tenia que "adoptar" y
realizar las innovaciones, su análisis permitía
criticar los modelos imperantes hasta entonces de innovación,
y el fracaso de los mismos para provocar cambios significativos.
Eran innovaciones pensadas de arriba a abajo, elaboradas fuera de
la escuela y luego transmitidas dentro, sin tener en cuenta los
factores personales y contextuales que afectan a la aplicación
de una innovación, y desconsiderando también el
papel activo que podían tener los enseñantes en su
desarrollo. Pero como el mismo Fullan reconoce, la recuperación
del papel de los enseñantes en esta primera etapa se
seguía haciendo bajo una perspectiva lineal y dependiente,
como implementadores activos de innovaciones ya pensadas.
La segunda época que señala
Fullan tiene como preocupación central el significado
del cambio, esto es, la pretensión de entender
fenomenológicamente la diferencia entre cómo se
pretende el cambio y cómo lo experimenta realmente la
gente, en cuanto que factor clave para comprender el fracaso de
la mayoría de las reformas sociales. Para ello, necesitaba
entender los diversos factores, macroorganizativos,
institucionales y personales. Una creciente comprensión de
la forma en que estos diversos factores estaban presentes en los
procesos de cambio, le permitió darse cuenta de que el
punto de partida del cambio educativo no debía situarse
tanto en las innovaciones como en los individuos y en las
instituciones. La tercera
época, la actual, la denomina este autor la de la
capacidad de cambio; en esta época sitúa las
fuerzas fundamentales del cambio en el individuo y en el grupo,
dentro de una organización y una sociedad con capacidad de
aprendizaje: considera que el núcleo de la reforma
educativa lo constituyen el desarrollo individual y el
institucional. La cultura institucional de la escuela debe
transformarse, de manera que admita formas más variadas e
interactivas de profesionalidad; pero son los enseñantes
concretos quienes sostienen y por tanto pueden transformar la
cultura del centro.
"No podemos depender de, o esperar a que el
sistema cambie… Debemos desarrollar nuestras propias
capacidades para aprender permanentemente, y no dejar que las
vicisitudes del cambio nos depriman." (Fullan, 1998, pág.
224).
Otra especialista en el cambio educativo, Rudduck (1994), ha
presentado los diferentes estilos de reforma que se han sucedido
en los últimos tiempos en Inglaterra, no ya como
tendencias en el estudio, sino como formas de innovación
que se han intentado llevar a cabo. Según esta autora, una
secuencia semejante puede reconocerse en la mayoría de los
países: una primera fase, de reforma curricular,
propiamente dicha, en la que se pusieron en marcha grandes
proyectos curriculares. El problema de este tipo de experiencias
de innovación fue que si bien pudieron estar concebidas
como proyectos coherentes, dejaban al profesorado en una posición
pasiva respecto al mismo, como aplicadores, sin tener en cuenta
las condiciones específicas en las que realizaban su
trabajo; además, al ser proyectos normalmente referidos a
áreas y materias particulares, sólo afectaban a
algunos profesores dentro de una misma escuela, lo que
normalmente provocaba conflictos dentro de los centros, los
cuales, en ocasiones, podían encontrarse desarrollando
simultáneamente diferentes experiencias de innovación
con lógicas distintas. Una segunda fase, que pretendía
evitar los problemas anteriores fue la del desarrollo
curricular basado en las escuelas. En esta ocasión,
los proyectos pretendían ganar en relevancia local,
pensándolos como procesos internos a los centros,
atendiendo a sus propias necesidades, pero eran procesos que
requerían el despliegue de una gran energía y en
donde no siempre se disponía de suficientes recursos para
dotar al proceso de coherencia interna o para tratar los
conflictos que se pudieran generar. La tercera fase que reseña
Rudduck es la del desarrollo de la escuela como totalidad.
En este caso, la preocupación se centra, más que en
el desarrollo de programas, en la construcción de un
sentido colectivo, dentro del propio centro, tomando algún
propósito compartido como eje de desarrollo y aprendizaje
de la escuela. En
definitiva, la consideración del profesorado y de las
instituciones escolares como mediadores activos en los procesos
de cambio, de los centros como unidades y como culturas totales,
del cambio como un proceso continuo de aprendizaje, y de los
enseñantes como fuerzas individuales que pueden dirigir
sus energías en cuanto que agentes activos, se han
convertido en argumentos de peso para el apoyo de reformas en las
que se reconozca la autonomía del profesorado y de los
centros escolares. Pero sería ilusorio y reduccionista
pensar que los cambios de concepción que se producen
respecto a la institución escolar o al papel de los
enseñantes sólo vienen determinadas por las
conclusiones de los especialistas en el cambio educativo. Suponer
que el auge en la preocupación por la autonomía
depende de factores relativos al éxito o fracaso de
experiencias de innovación es creer que las
transformaciones en la educación dependen sólo del
cambio planificado sobre ella o de las conclusiones de los
especialistas en cambio planificado. Por ello, si queremos
ampliar nuestra comprensión del fenómeno de la
autonomía debemos dirigir nuestra mirada hacia factores
sociológicos y políticos.
Dubet y Martuccelli (1998), refiriéndose a
Francia, han analizado los cambios que se han producido en los
últimos tiempos en la institución escolar, desde un
sistema estratificado y regulado, a otro de masas y desregulado.
Es importante resaltar que de lo que hablan estos autores no es
sólo de lo que han sido los cambios materiales,
estructurales y funcionales, en el sistema escolar, sino sobre
todo en lo que podríamos llamar la "imagen social"
de la escuela, esto es, en la forma en que ésta ha sido
percibida. Evidentemente, ambos niveles se alimentan mutuamente,
pero no de una forma mecánica, lo que explica que
determinadas percepciones o imágenes sociales puedan no
corresponder con lo que la escuela es, pero afectan a la forma en
que es vivida, y por tanto, a la forma en que la gente, sus
diversos públicos, se relacionan con ella. (Note 8)
En opinión de estos autores,
mientras la escuela se constituyó como una institución
elitista, mantuvo también la imagen de una institución
internamente justa, en la que quienes "valían"
eran elegidos para continuar estudios. En todo caso, era la
sociedad quien era injusta al impedir el acceso a la escolaridad
a grandes capas de la población. La lucha durante mucho
tiempo fue por el acceso a la escuela, que parecía la
única institución justa en una sociedad injusta.
Suponía el acceso a una cultura, ciertamente elitista,
alejada de lo social y de la utilidad inmediata o laboral,
separada de la cultura no escolar. Una institución en
donde sus actores se incorporaban a los roles establecidos,
indiferentes a las necesidades y características de las
personalidades específicas, dirigidos todos a los fines
unificados de la escuela. Eso la convertía en homogénea
en cuanto a contenidos y procesos pedagógicos (el mismo
programa, las mismas reglas impersonales), con una regulación
mecánica en donde lo importante es cada aula con su
enseñante y su grupos de estudiantes. En todo caso, las
divisiones son producto de la estratificación social, en
donde los públicos están separados y jerarquizados,
cada uno con sus formas escolares y sus objetivos diferenciados
(escuela pública y privada, escuela primaria y secundaria,
bachillerato y formación profesional, etc.). Era, pues,
una institución con un fuerte consenso a su alrededor, con
una fuerte definición de roles, normas y valores, con un
claro sentido de las expectativas y del futuro que ofrecía.
Sin embargo, la extensión
de la escolarización a toda la sociedad y la ampliación
de la obligatoriedad, juntamente con las críticas que
recibió este sistema escolar, han ido cambiando no sólo
las formas escolares sino también la forma en que es
percibido. Un primer efecto de esta masificación escolar
es la modificación de los sistemas selectivos; ya no es
suficiente con la clasificación social previa a los
estudios, sino que ahora se produce en el flujo de los recorridos
escolares; si estudiar ha dejado de ser un modo de distinción,
las nuevas distinciones buscan producirse dentro de la
escolaridad, y no ya entre estudiar y no estudiar; si ya no hay
un control estricto en el acceso a la secundaria, ahora es el
proceso que se sigue dentro de ella quien cumple las funciones
selectivas: los resultados escolares, las calificaciones, tienen
ahora una especial importancia en la orientación de las
posibilidades, de forma que es en el interior de la escuela en
donde empieza a producirse la diversificación de las
oportunidades. Un segundo
efecto, asociado al anterior, es el de la diversificación
continua dentro del sistema; continuas ramificaciones
jerarquizadas dentro de la escuela vienen a sostener el sistema
de clasificación interna; si ya no se trata de la división
entre quienes van al bachillerato y quienes no van, ahora la
diferencia la proporciona el tipo de bachillerato. La
diversificación da lugar a la competencia interna del
sistema (competencia entre itinerarios con distinto valor,
oportunidades y consecuencias que se recomiendan en función
de los logros y las expectativas, competencia entre disciplinas
que se atribuyen diferente prestigio y valor escolar, entre
centros, que procuran atraerse a los mejores estudiantes para
mantener una reputación atractiva). Esta competencia
interna del sistema lleva asociada una competencia por parte de
los usuarios, que se manifiesta en su capacidad estratégica
en la utilización del sistema en su propio beneficio; ya
no estamos ante una incorporación a la institución
escolar, a la espera de un proceso de formación, lo cual
significaba el reconocimiento de una autoridad, la asunción
de un rol y la aceptación de la misión que la
institución prometía. Cada vez más el
alumnado juega sus cartas en la oferta de la escuela, buscando
una rentabilización de sus acciones, y las familias
procuran orientarse en el sistema de selección. Y de la
misma forma, es la escuela la que ahora es percibida como
institución injusta al acumular mecanismos selectivos en
su interior. Producto en
parte de las críticas recibidas por la escuela como
institución alejada de los intereses y necesidades de la
infancia y la adolescencia a la que atiende, y también de
las críticas por la falta de utilidad y de rentabilidad en
la formación para el trabajo, el sistema educativo se ha
visto sometido a una doble demanda de abrir la escuela a la
infancia y de abrirla a la economía, mientras que, en
oposición, algunos sectores pretenden mantener la
tradición anterior de contenidos y relaciones pedagógicas.
La concurrencia de diversas finalidades para la educación
ha dado lugar a la aparición de nuevos conflictos, así
como a la convivencia de propósitos no siempre compatibles
o fácilmente conjugables. Por ejemplo, la atención
a la diversidad del alumnado se ha pretendido juntamente con la
igualdad de resultados; el respeto a las personalidades variadas
del alumnado supone también la incorporación de
nuevos conflictos, generados por la propia diversidad, a la vez
que las discrepancias entre culturas profesionales, respecto a
las fórmulas organizativas y pedagógicas para ello.
De igual modo, la diversificación de ofertas e itinerarios
para atender a las demandas de eficacia social y a la
rentabilidad ha chocado con la resistencia de la cultura escolar
académica, alejada de la social y de la idea de utilidad
(a veces tanto por razones progresistas- críticas como por
motivaciones conservadoras-elitistas). El resultado de todos
estos cambios es que la escuela ha dejado de ser una institución
de consenso para pasar a ser una institución
diversificada, con una crisis difusa ante la diversidad de
finalidades demandadas poco conciliables y en donde
"la unidad de juicio se ha roto. Los profesores,
la administración y los padres forman… un cuadro
dramático en el cual cada uno se percibe como hostil a
todos. Los equilibrios precarios reemplazan al orden "natural"
de la vida escolar." (Dubet y Martuccelli, 1998, pág.
58).
La organización pedagógica se ha desestabilizado
con el derrumbe de las antiguas formas pedagógicas, la
"caída" del nivel, la pérdida de
prestigio del profesorado, la competencia de la cultura escolar
con las atractivas y poderosas culturas de masas, la presencia en
las aulas de alumnos conflictivos. La escuela ya no es más
una estructura institucional bien definida y estable en sus
normas y contenidos, con reglas que puedan emanar del centro
administrativo y ser cumplidas homogéneamente en todos los
centros. Ya no hay soluciones generales, sino que deben ser
hechas a medida. Ahora cada centro y cada enseñante deben
elaborar sus propias políticas.
"El establecimiento escolar ya no es solamente
el eslabón de una cadena burocrática: está
obligado a construir una "política" ajustando
las prácticas de los docentes y de los alumnos y dándoles
un cierto dominio de su entorno. La escuela es una organización
de fronteras flotantes, de objetivos cada vez redefinidos, de
relaciones cada vez reconstruidas; ya no es reductible a la forma
burocrática general que la encierra." (Dubet y
Martuccelli, 1998, pág. 60).
Como podemos ver, estos cambios sitúan el tema de la
autonomía del profesorado y de los centros en otro orden
de problemas bien diferente del señalado por Fullan, como
capacidad de aprendizaje y de innovación, como fuerzas de
cambio. Si la autonomía puede ser realmente el
reconocimiento de que las energías del cambio nacen de la
capacidad de las escuelas, al margen del sistema, también
debemos entender que hay algo en su origen que es consecuencia de
profundas alteraciones en el sentido de la escolaridad y en los
problemas que acarrea. Los estados, las organizaciones
burocráticas y administrativas han perdido legitimidad y
capacidad para administrar desde el centro los conflictos y los
traspasan a la propia capacidad y responsabilidad local de los
establecimientos educativos particulares (Weiler, 1990).
Esta situación a la que se ha
visto abocado el sistema educativo, junto con los nuevos modos de
entender los servicios públicos y la regulación del
trabajo, de base post-fordista, alentados por una nueva ideología
política centrada en la productividad, y amparada por la
cobertura intelectual de las nuevas estrategias del cambio
educativo, constituye la confluencia de intereses y
circunstancias que ha dado lugar a las políticas de la
autonomía de centros escolares. En resumen, podríamos
destacar los siguientes rasgos de esta nueva política.
La idea de un curriculum común y una escuela
común, como un lugar filtrado y selectivo, dirigido por
la idea de la meritocracia de los individuos, ha dejado de
funcionar. La variedad de alumnado sociológicamente
distribuido y desigual ha convertido en principio político
lo que era una práctica real: el curriculum y la escuela
deben adaptarse al alumnado. La adaptación del curriculum
es el reconocimiento de que vivimos en una sociedad plural, con
características y necesidades diferentes, pero también
con aspiraciones e intereses variados. Pero lo que supone la
nueva política curricular no es sólo un
reconocimiento pasivo de este hecho, sino también una
nueva exigencia: la sociedad y el alumnado deben ser reconocidos
como diversos y plurales, y es función de centros y
enseñantes considerar la relación entre tal
diversidad y la forma en que concretan el curriculum. El acento
ya no se pone en la idea de un curriculum igual para todos, sino
en la de un curriculum para la diversidad.
El mensaje de un curriculum adaptado a la diversidad
social no es sólo para los enseñantes, sino
también para la sociedad en general: vivimos en una
sociedad variada y la escuela (o mejor dicho, las escuelas, esto
es, cada una de ellas) deben adaptarse a este hecho. Si la
sociedad es variada, las escuelas deben serlo también. No
sólo debe mirar la escuela a lo variado de la sociedad,
sino que también la sociedad debe atender a lo variado de
las escuelas. Es así como el derecho o la posibilidad de
elección se convierte ahora en una obligación.
La idea de un curriculum descentralizado y para la
diversidad no significa, sin embargo que el estado abandone el
control de un curriculum nacional ni los procesos de regulación
acerca de la forma en que deben desarrollarse localmente las
reformas. Precisamente una de las características de las
nuevas políticas de los servicios públicos está
en la fijación por el estado de los objetivos de
productividad. La legitimidad del estado se ve doblemente
reforzada en la medida en que estas reformas (esto es, la
fijación del curriculum nacional, su contenido y su
justificación) se hacen más aceptables, al
abandonar la responsabilidad sobre conflictos sociales asociados
a la educación (que ya no podrían achacarse a la
política central, sino a los propios centros), y en la
medida en que este abandono de responsabilidad consigue
presentarse satisfactoriamente como una devolución a la
sociedad y a los enseñantes de espacios de decisión,
manteniendo el control central sobre aspectos fundamentales del
curriculum y de la gestión educativa.
La autonomía de centros parece cobrar aquí
su significado expreso como forma de organizar la aspiración
a que los distintos centros educativos asuman responsabilidades
en la adecuación de su actuación a las
características y necesidades sociales y personales del
alumnado al que atenderán. Se espera que los centros no
sean ahora sólo el espacio material en el que ocurre la
enseñanza, sino también el lugar orgánico
en el que se configura "autónomamente" un plan
específico para gestionar el encuentro entre un
curriculum nacional y una realidad social concreta. La
"devolución" de competencias a los centros
públicos es la forma de encomendarles el desarrollo y la
concreción de los planes administrativos, de forma que
puedan ser adecuados a la variedad social. Pero también,
en buena lógica con las nuevas tendencias en innovación
educativa, se espera que los centros funcionen también
como entidades con identidad propia, que generen un sentido de
pertenencia entre el profesorado. De esta manera, al sentirse
más implicados en la concreción administrativa de
la reforma, asumiendo responsabilidades respecto a la misma, se
espera que se involucren más en sus principios y en sus
prácticas.
Que cada centro asuma "autónomamente" la
reponsabilidad de su propio proyecto educativo tiene su
traducción práctica en que ante quien asumen dicha
responsabilidad es ante la "sociedad", y por ella
suele entenderse en este caso las familias concretas que acuden
a los centros escolares concretos. La sociedad, particularizada
en las familias singulares con hijos en edad escolar, asume las
responsabilidades "devueltas" por el estado, asumiendo
la obligación de exigir a los centros una educación
de calidad (esto es, aquella educación que mejor se
adecue a sus valoraciones y expectativas). La forma en que se
está entendiendo este principio de participación
de las familias en la educación es sobre todo animando y
facilitando la elección de centros. Este factor de
elección se supone que animará a la comunidad
educativa, de manera que cada escuela e instituto estará
pendiente de su valoración pública y la
"sociedad", pendiente de los mejores centros. De esta
forma, como decía antes, la devolución de
responsabilidades es entendida como la entrega a los actores
concretos (las escuelas específicas y las familias
afectadas en cada una de ellas) de la responsabilidad de los
efectos de sus decisiones aisladas. Efectos que en ocasiones
sólo pueden ser entendidos en su dimensión
sociológica, cultural y política, y no sólo
en la dimensión particular en las que estas decisiones se
toman.
Esta importancia que adquiere el centro educativo en el
contexto de las nuevas reformas ha hecho que se haya puesto un
especial interés en la conducción de las mismas,
en los procedimientos mediante los cuales debe desarrollarse
esta nueva forma de gestión. Y para ello se elaboran
nuevas pautas o reglamentaciones sobre las formas en que debe
trabajar un centro para desarrollar su proyectos y para mejorar
institucionalmente. Son pautas que se refieren a las formas de
trabajo en equipo, a los procedimientos para la elaboración
y desarrollo de proyectos educativos y a la manera de implicar
al profesorado en este tipo de tareas. Uno de los factores
fundamentales que se descubre en este esfuerzo por convertir a
los centros en instituciones más dinámicas y
preocupadas por su mejora como colectivo profesional, es el del
liderazgo, esto es, la importancia de figuras institucionales
concretas que asuman el papel de dinamizadores del equipo
docente. Reforzar el liderazgo, e incluso profesionalizarlo
(instituyendo figuras específicas con una formación
también específica, o bien dignificando el cargo,
o concediéndole mayor autoridad institucional a
directores, jefes de estudios o jefes de departamentos), es una
de las preocupaciones de estos planes administrativos para el
desarrollo organizativo y pedagógico de los centros
escolares.
Expertos y administradores
insisten en la importancia de que los centros se autoconsideren
como unidades que se gestionan a sí mismas, sensibles a
su contexto, tratando de atender a sus demandas y en continuo
desarrollo profesional e institucional. Los enseñantes
harán suya la reforma si hacen suyo el curriculum y si se
comprometen con su centro educativo, confiriéndole un
carácter propio y singular. La calidad de la educación
depende de la calidad de los centros, y ésta a su vez
depende de que el profesorado se comprometa con los mismos, de
que trabaje en colaboración con sus compañeras y
compañeros para su permanente mejora, atendiendo a las
necesidades del contexto y dando respuesta a las demandas. El
trabajo profesional del profesorado ya no se circunscribe al
aula y al alumnado concreto al que se enseña, sino que
ahora abarca la preocupación por el centro como unidad
educativa. La responsabilidad de los centros públicos (de
su evolución, de su calidad y de su futuro) ya no es
solamente del estado, sino que también lo es del equipo
docente que trabaja en ellos. Ahora, la valoración que
pudiera hacerse sobre la calidad de una escuela o de un
instituto no podrá disociarse de la valoración
sobre la calidad de su profesorado.
3. Análisis de las actuales políticas de
autonomía de centros (Note 9)
¿Supone este cambio de perspectiva realmente que los
enseñantes pasan a ser sujetos autónomos en la
definición del cambio educativo, que se convierten en
generadores de nuevas prácticas docentes y en los
impulsores de nuevas direcciones para la educación
escolar? ¿De qué manera? ¿En qué
dirección? Mi
hipótesis es que la "autonomía por decreto"
no es sino el reflejo de formas más sutiles de control
mezcladas con formas de responsabilización del profesorado
en la elaboración de servicios adaptados a la clientela,
junto con una pretensión, en muchas ocasiones honesta,
pero probablemente desenfocada y equivocada, de racionalización
de una práctica que ha perdido su potencial transformador
al crear modelos universales de cambio que han perdido su
significado político. Porque la auténtica autonomía
profesional no existe al margen de la definición del
sentido político de la misma, y este sentido político
está relacionado con la autonomía social en la que
busca desarrollarse la profesional y en la que busca su
significado potencial.
Deberíamos poder calibrar cuándo el cambio
educativo que se pretende está propiciando valores
educativos y sociales dirigidos a favorecer que las personas, los
colectivos y las comunidades sociales se hagan más
autónomas, más dueñas de sus propias vidas y
con mayores posibilidades de dirigir su futuro (en un contexto de
cohesión social y solidaridad en la diversidad), y cuándo
estamos ante pretensiones de control (y por tanto de dependencia
profesional y social respecto de propósitos que no son los
propios), sólo que ahora dirigido hacia la capacidad de
autocontrol.
¿Cuál es el análisis que cabe hacer sobre el
sentido de estos cambios, sobre su significación, su
dirección y sus (posibles) consecuencias?
A) Competitividad y oferta-demanda: movimientos
particulares, no diálogo social Cada vez se entiende más
la escuela como un bien de consumo para el ciudadano en el que
éste debe manifestar su participación en la oferta
de bienes escolares, eligiendo unos y rechazando otros. La
escuela es más democrática —se piensa—
si tenemos más capacidad de elegir la que nos interesa.
Es decir, si las escuelas son más diferentes entre ellas.
Esto conduce a las escuelas a la competitividad en la que el
mercado de oferta y demanda debe ajustarse.
Es evidente que este planteamiento de la
competitividad y del ajuste entre la oferta y la demanda tiene
su perversión. En primer lugar, ni la oferta es igual
para todos, ni la capacidad de opción es equivalente
entre todos, dadas las diferencias económicas, sociales y
culturales de partida entre los usuarios. Implicar a las
familias en la elección es hacerlas responsables de sus
recursos personales de elección (ya sean económicos,
culturales, de dedicación, etc.). Pero los recursos ya
están desigualmente distribuidos. En segundo lugar, la
competitividad como motivación de la sociedad no es ni
mucho menos neutra. El criterio a partir del cual se compite no
es libremente decidido por "la sociedad", puesto que
viene decidido por la capacidad de rendimiento en los términos
que fija el curriculum oficial (Hatcher, 1994). En efecto, el
curriculum no sólo actúa como modo de control
sobre los objetivos de los centros, sino que además
permite hacer evaluaciones comparables entre los distintos
centros, y al hacerlo así, impulsa a éstos a
intentar elevar el rendimiento según viene definido por
dichos objetivos, y a las familias a asimilar que la calidad de
las escuelas depende del éxito en el rendimiento. Así
se evita que puedan proliferar otras filosofías y
prácticas educativas que pudieran guiarse por otras
pretensiones, por otros objetivos y contenidos que no sean los
que ya se han convertido en patrón de competitividad.
Lo que refleja todo esto es
efectivamente un modelo de ajuste y demanda, pero no un modelo
de diálogo social en la definición de la
escolaridad. Escuelas y usuarios resultan estar haciendo
movimientos de ajuste a partir de demandas y necesidades que no
controlan, porque no actúan como colectivo que toma
decisiones deliberativas y compartidas, sino como agentes
aislados guiados por intereses individuales, no sociales. No
participan en la definición colectiva de la educación
y de sus vinculaciones con la sociedad, sino tan sólo en
procesos de elección y de adecuación a partir de
decisiones de las que están excluidos, porque son
decisiones que toma la Administración.
B) Descentralización: salto en el vacío La
descentralización se interpreta como el salto en el vacío
de las administraciones centrales a los centros particulares, de
tal forma que las escuelas quedan convertidas en islas (Brennan,
1993). La autonomía escolar se plantea sobre la base del
aislamiento de los centros. Esto significa, de una parte, la
ausencia de estructuras sociales intermedias con capacidad de
creación y actuación política, y no sólo
de ejecución administrativa (Angulo, 1992). La autonomía
escolar no consiste por tanto en sistemas de acción
social organizada para articular lo escolar de una forma más
amplia de lo que es posible desde las escuelas individuales. De
otra, el aislamiento de los centros abona la posibilidad de que
el desarrollo curricular y educativo en general que se espera de
ellos quede reducido a lo que pueda ser generado desde los
recursos aislados de cada escuela. Pero difícilmente
pueden los centros aislados generar políticas y recursos
adecuados para un desarrollo curricular que requiere algo más
que capacidad de decisión sobre la organización y
secuenciación de los contenidos, esto es, para un
desarrollo curricular que necesita capacidad de acción
transformadora de las condiciones de enseñanza. En el
aislamiento, la mayoría de las escuelas e institutos lo
único que pueden hacer es identificar el desarrollo
curricular con el desarrollo de documentos: los Proyectos de
Centro. Además, el aislamiento, como apariencia de
autonomía, anima al profesorado a centrarse sólo
en su escuela, más que a desarrollar una perspectiva
profesional según la cual comprender la relación
entre la enseñanza, el sistema educativo en general y las
condiciones sociales y políticas de su trabajo (Angus,
1994).
C) Paradojas control-abandono y flexibilización-
regulación: Autoadministración y despolitización
Una de las paradojas de las actuales políticas de reforma
es que combinan simultáneamente el control de la
educación por parte del estado y su abandono al mercado.
Por esta razón, la supuesta autonomía refleja la
contradicción entre la flexibilización y la
creciente reglamentación. Pero esta contradicción
es más aparente que real si entendemos que la autonomía
de centros está pensada como una forma de
autoadministración, que no como una forma de autogestión
política. La autonomía, entendida como desarrollo
administrativo queda claramente reflejado en una de los
principales tareas simbólicas de la reforma: escribir el
Proyecto de Centro. Es así como se explica que la
autonomía de los centros se haya convertido en una
complejidad burocrática y una sofisticación de las
formas de gestión de los centros, más que en un
proyecto político-educativo en el que implicar al
alumnado y a las familias. (Note 10) Es, como refieren Lima y
Afonso (1995) respecto al caso de Portugal, un concepto no
democrático de autonomía, sino instrumental, como
proceso de implementación. Se entiende como una técnica
de gestión para articular mejor el centro con la
periferia, consiguiendo una mejor realización en la
ejecución de las políticas (re)centralizadas.
En la medida en que la relación
con la comunidad se sustituye por la dinámica de
elección, centros y enseñantes se repliegan sobre
sí mismos, hacia la definición del producto
educativo que ofrecen al mercado, y hacia la gestión,
hacia el cumplimiento de las exigencias administrativas bajo las
cuales debe realizarse tal relación de oferta y demanda,
identificándose la autonomía con la
autoadministración para el éxito. Esto supone que
la enseñanza escolar pierde su sentido político
(que significaría la conciencia de que la educación
debe ser entendida como una práctica que tiene
presupuestos y consecuencias sociales, por lo que debe ser
objeto de participación, deliberación y acuerdo
social), quedando convertida en una cuestión meramente
técnica. Toda la
complejidad en el desarrollo y gestión de las actuales
exigencias a las escuelas favorece esta despolitización,
ya que dicha complejidad actúa como motivación
para la exclusión del alumnado y de la comunidad de
discusiones que han adoptado una forma muy tecnificada. A la
vez, esta despolitización hace creer que el problema
educativo es tan sólo uno de eficacia. Sólo que
ahora esta eficacia no hace sólo referencia a los métodos
de enseñanza, como ocurría hace unos años,
sino al funcionamiento general de los centros educativos. El
auge de la mentalidad tecnicista a que conduce la concepción
gerencialista de la autonomía se basa además en
una concepción ilusoria de la autonomía, porque
hace creer a los enseñantes que poseen un dominio sobre
su trabajo, cuando detrás se esconde la incapacidad para
entender las claves políticas que lo sostienen, así
como la incapacidad para enfrentarse a una de las
características fundamentales de la práctica
educativa: su ambigüedad, sus conflictos de valores y la
permanente reinterpretación necesaria de las situaciones
para dilucidar lo moralmente correcto, más que lo eficaz.
A mantener esta ilusión ayuda el espejismo que provoca la
retórica del profesionalismo, identificando dominio con
tecnificación y haciendo creer que autonomía
significa especialización y exclusividad de una práctica
no compartible.
D) Devolución sin participar en esa política:
Pseudoparticipación
No deja de llamar la atención, a la vez que es muy
clarificador sobre el auténtico alcance y valor de la
autonomía del profesorado que representan las actuales
reformas educativas, el hecho de que la supuesta autonomía
concedida no sólo no nace de una demanda del profesorado
(Gimeno, 1994), sino que éste ni siquiera participa en su
proyecto político. Paradójicamente, al profesorado
y a las escuelas se les "devuelve" algo que no han
pedido y ni siquiera participan en la formulación de las
políticas de devolución. Esta paradoja se
convierte necesariamente en otra: se concede autonomía
escolar, pero los parámetros de las políticas ya
están fijados (Robertson, 1993).
Que esta aparente autonomía no significa
gran capacidad de acción lo demuestra el hecho de que la
capacidad de decisión e intervención sólo
es "concedida" a partir del centro, siendo excluido el
profesorado de todos los presupuestos, condiciones y
organizaciones previas. Una vez que otros, otras instancias han
decidido y planificado todo hasta las puertas de la escuela, los
enseñantes actúan, pero sin capacidad de
intervenir "hacia arriba" para transformar las
condiciones en que se les deja "autónomos" Son
sólo obedientes funcionarios que deben resolver los
problemas en los que se encuentran, tal y como se los han
definido y con los recursos que les han concedido. Su autonomía
no es política, sino tan sólo de gestión.
Como ha dicho Angus (1994), una nueva burocracia ahora
disfrazada de participación. Es lo que Bottery (1992) ha
llamado la pseudoparticipación, esto es, se promueve la
participación del profesorado en la realización de
las tareas específicas del trabajo, pero se va
desanimando ésta conforme se asciende hacia la
organización del mismo, y más aún en las
esferas de definición de las políticas de la
institución. E)
Asunción de la nueva ideología: implicación,
competitividad, autointerés, control entre colegas Sin
embargo, el éxito de las nuevas reformas depende de que
el profesorado "sienta" que su autonomía ha
aumentado, por lo que es necesaria la creación de un
sentido de propiedad en un juego que no ha elegido. No se trata
solamente de que realice "autónomamente" las
reformas previstas, de que adaptándolas las adopte. El
modelo del mercado requiere además que participe
ideológicamente del principio de la competitividad, que
asuma las nuevas reglas del juego, a la vez que respeta los
márgenes del curriculum oficial. Según ha puesto
de relieve Hatcher (1994), los mecanismos del mercado requieren
la socialización del profesorado en nuevos valores:
requieren pasar de una ética de servicio a un sentido de
autointerés competitivo. Y en su opinión, este
cambio se produce asociado a una transformación en la
ideología del profesionalismo, en donde el acento pasa de
situarse en la noción de autonomía, a centrarse en
la competencia técnica y la competitividad en el mercado.
Al fín y al cabo, el profesionalismo suele estar asociado
al ejercicio liberal de la profesión, que incluye este
sentido de autointerés, riesgo y ganancia.
El éxito de una política de
este tipo depende por consiguiente de la forma en que la propia
institución escolar y la propia cultura profesional se
transforma, adoptando procesos de autocontrol, en vez de control
externo. Es, como lo ha llamado Smyth (1993), un control
participativo. Pero también, como lo llama Ball (1993,
pág. 66), una conducción a distancia, donde "la
coerción es reemplazada por el autocontrol —la
apariencia de autonomía." Y es que, bajo la
necesidad de coherencia y cohesión, las técnicas
de gestión y los proyectos curriculares de centro pueden
convertirse en una forma de control más estricto y
cercano y en un impedimento del disenso de los colegas (Ball,
1997). De la misma forma que la apariencia de autonomía y
la pseudoparticipación, aunque puede aumentar la
capacidad de acción de los enseñantes en algunos
aspectos, simultáneamente los puede hacer también
más dóciles.
F) Más
responsabilidad sin poder. Meritocracia de escuelas Pero hay aún
otro logro político de estas reformas: los enseñantes
aumentan su responsabilidad, pero sin aumentar su poder, esto
es, sin disponer de más posibilidades de transformación
de las circunstancias en las que se desenvuelve su trabajo
(Ball, 1993). En la medida en que más responsabilidad no
significa más poder de cambiar las cosas (no sólo
por los controles burocráticos, sino por la imposibilidad
de cambiar la imagen de un futuro incierto, en el que la promesa
de la escuela acerca de mayores oportunidades sociales queda
desmentida por la presencia del paro y la marginación),
mayor responsabilidad supone un mayor deterioro de la profesión
y un mayor rechazo social, al recibir todas las culpas por la
incapacidad de hacerse cargo de todas las misiones sociales que
ahora se le encomiendan a la educación. Un efecto de esta
responsabilidad sin poder es una redefinición de la
meritocracia, en una época en la que los excluidos
aumentan y donde la movilidad social es descendente. Al aumentar
la responsabilidad hacia las escuelas se resitúa
ideológicamente el principio de la meritocracia, en
función de la capacidad o incapacidad de las escuelas
para dar cuenta de las nuevas necesidades de la sociedad y de la
juventud. Ante la falta de políticas no escolares para
remediar la crisis, la política de la autonomía
escolar hará ver que algunas escuelas sacan adelante a su
alumnado, mientras que otras no. Así, si clásicamente
la meritocracia era la justificación de que las
diferencias no eran sociales, sino individuales, ahora se añade
a ello que la solución de las mismas no depende sólo
de los méritos propios de los individuos, sino también
de la calidad de las escuelas. Serán las escuelas, las
que fracasen o tengan éxito; serán ellas las
responsables del deterioro social, no las políticas
económicas y sociales.
4. Conclusiones: buscando un futuro
Si bien el panorama que acabo de presentar no es muy halagüeño
respecto al significado que está adquiriendo la autonomía
de centros y de enseñantes y las consecuencias que puede
llegar a tener, no debe deducirse de aquí, como es lógico,
que deba minusvalorarse la importancia de que el profesorado
piense en lo que están haciendo colectivamente y trate de
entender y atender a las necesidades de su alumnado. El problema
no es, por supuesto, que los centros realicen sus planes y
proyectos, sino más bien, en qué contexto se está
definiendo esta tarea y bajo qué mentalidad hegemónica
la podemos estar entendiendo y realizando.
Lo que significa esto es que, a pesar de la crítica
realizada, las actuales reformas contienen en su interior
elementos de paradoja. Por ejemplo, en principio puede aceptarse
como una ganancia potencial el hecho de que a las instituciones
escolares se les reconozca el derecho y la obligación de
pensar en sí mismas en conjunto, tratando de determinar
cuáles son sus propósitos educativos y cómo
piensan desarrollarlos. De igual manera, hay que interpretar como
un beneficio, y como la posibilidad de mayor satisfacción
profesional, el reconocimiento y la legitimación de
elementos de reflexión autónoma en la definición
del trabajo docente. No obstante, estas supuestas ganancias
pueden ser aparentes si sólo pueden generar procesos de
discusión sobre los cómos de la práctica
educativa, sin capacidad de decisión sobre los qué
y los hacia dónde, que tienen que ser aceptados, o sin
capacidad de intervención sobre las condiciones en las que
transcurre la escolaridad. El éxito político de
estas reformas depende precisamente de que los enseñantes
acepten estas limitaciones como una ganancia. (Note 11)
Lo que es importante entender aquí
es que más autonomía no significa más margen
de maniobra (ya sea por parte de los centros y enseñantes,
o por parte de las familias y los particulares), sino más
capacidad de intervenir en las decisiones políticas por
las que se ceden responsabilidades a las escuelas, así
como más capacidad de intervención en las
condiciones por las que tales cesiones pueden usarse para una
mayor vinculación social en el desarrollo del bien común.
No puede hablarse de
autonomía sin una clara conciencia del papel social y
político que desempeña la escuela y cómo
éste se concreta en cada caso. Esto significa no sólo
una comprensión sociológica de cómo la
escuela contribuye o puede contribuir a la igualdad o a la
desigualdad social. Significa también una comprensión
de cómo la enseñanza debe procurar dotar a todo el
alumnado de recursos culturales e intelectuales socialmente
equivalentes e internamente plurales. Esto es, una clara
conciencia de cuáles son las bases culturales que debe
proporcionar la escuela en cualquier caso y cómo esto debe
ser leído y garantizado (más que diferenciado) para
cada caso (Gimeno, 1994; Elliott, 1998).
En este sentido, no creo que sea defendible una
autonomía de los centros si, en vez de referirse a las
condiciones institucionales, sociales, políticas y de
recursos para garantizar lo anterior, ésta se convierte,
por el contrario, en una forma de asegurar unas "señas
de identidad" o una "línea pedagógica"
con la que justificar nuevas formas de control sobre el
pensamiento y la práctica de unos enseñantes sobre
otros, en nuevas formas de exclusión de alumnado y de
somentimiento del profesorado. Los peligros de la autonomía
no son sólo los de la privatización y el
clientelismo, sino además todos los relativos a las
presiones de los grupos de poder internos a los centros para
imponer un "consenso", para excluir posiciones o
prácticas pedagógicas diferentes (algo que hay que
pensar que actuará más para frenar posiciones
progresistas en claustros conservadores, que no al revés).
Apple (1998) se ha
referido a que, en gran medida, la huida de las familias hacia
modelos de elección y de mercado es producto de las
propias prácticas "profesionales" de secretismo
y de exclusión de la participación de la comunidad.
Pero igualmente, en un contexto como el actual, en el que la
autonomía y las políticas de elección les
caen de arriba, sin tomar parte en las formas en que ahora se les
crean nuevas reponsabilidades, la reacción docente puede
ser la de la excerbación de los intereses y beneficios
personales o grupales, no la de la reflexión meditada de
sus responsabilidad y la reconstrucción de su compromiso
con ideales educativos. La autonomía puede actuar como
excusa para políticas reaccionarias en los centros si, a
la ausencia de vínculos con la colectividad y formas
políticas de participación en niveles más
generales que los de las escuelas aisladas, se une la reacción
conservadora del profesorado (amparada en la propia autonomía
como derecho a sus propias decisiones) como respuesta ante
políticas que les desautorizan, a la vez que les obligan a
asumir riesgos y les convierten en responsables de las
consecuencias de lo que no pueden determinar.
No creo que puedan desvincularse estas
consecuencias del hecho de que los debates teóricos sobre
la autonomía, al igual que la producción académica
sobre el cambio educativo, hayan volcado sus energías en
los aspectos formales y procedimentales: cómo se genera el
cambio, las capacidades de desarrollo individual e institucional,
la estructura organizativa y los procesos de la institución
que aprende, etc. (Hargreaves y Hopkins, 1991; Holly y
Southworth, 1989). El precio ha sido el abandono del contenido
pedagógico, esto es de la cuestión sobre qué
prácticas pedagógicas, dirigidas a qué fin
(Mitter, 1997). Ello ha conducido a la legitimación de la
autonomía del profesorado como una cuestión de
procedimientos sin contenidos y sin marco socio-político.
En donde por ejemplo, como se viene quejando Elliott (1998), la
investigación en la acción se ha desligado del
curriculum y la pedagogía. Y en concreto, de una visión
del curriculum entendido como un proceso abierto de
experimentación pedagógica dirigida por la
aspiración de hacer igualmente accesible a todo el
alumnado los recursos culturales de la sociedad. Al convertirla
en una cuestión formal, la autonomía se ha
convertido en una conceptualización que ignora las
auténticas autonomías del profesorado, en una
intelectualización que ignora el capital intelectual y la
experiencia práctica de a quien se dirige el discurso
académico; la invención de procedimientos para el
desarrollo de la autonomía del profesorado, como forma de
mantenimiento del estatus de los académicos, se hace sin
tener en cuenta los propios recursos y tradiciones de los
docentes para ello. Que las teorías sobre el cambio y la
autonomía hayan perdido el contenido pedagógico y
las referencias a los compromisos socio-políticos, como
algo más que mero procedimiento es probable que tenga que
ver (al margen de otros oscuros intereses que en ocasiones puedan
estarse instrumentando) con la propia tendencia académica
de búsqueda de "la teoría del cambio", de
visiones universales, por encima de las diferencias ideológicas.
Pero aquí está el error: en la pérdida de
comprensión de que las reformas, las innovaciones, los
procesos de cambio, son procesos de tensión política
entre diversos intereses, grupos sociales, ideologías y
estrategias de acción. La idea de la escuela como unidad
orgánica de la acción educativa y del cambio puede
ser entendida sólo si también se entiende que esto
no está al margen de las diferencias sociales, ideológicas
y políticas que pueden representarse entre diversos
centros y en el interior de los mismos. Y más, en una
institución como la escuela que es en sí misma
espacio de contradicciones y conflictos sociales. La escuela es
un espacio permanente de conflictividad, por lo que es absurdo
esperar a saber "cómo se cambia". En ese espacio
permanente de conflictividad y contradicción es donde hay
que pensar las posibilidades de defensa de ciertas ideas que
pueden argumentarse en su valor pedagógico y social y que
entrarán en necesaria conflictividad con otras ideas y
prácticas. Pero si
se quiere que el debate permanente y abierto sobre los
compromisos educativos y sociales trascienda el ámbito
académico, y si se aspira a que éste sea un debate
fundamentalmente profesional (en el sentido de que se vertebre
con las formas prácticas y los pensamientos subyacentes
con que los enseñantes realizan su trabajo), entonces es
necesario que los docentes puedan tener el reconocimiento y la
posibilidad real de tomar parte activa en la elaboración y
desarrollo de políticas educativas, así como en la
defensa de ideas educativas (en la red semántica que
puebla el imaginario sobre la educación y su finalidad) y
en el análisis y la denuncia de las condiciones de
enseñanza y sus consecuencias. Quizás lo más
necesario y urgente, más que inventar procedimientos de
"autonomización del otro", sea apoyar la
elaboración de voces públicas en las que la
discusión pública, política, sobre la
educación no esté instrumentalizada por intereses
extraños. Pero ello sólo será posible en el
contexto de movimientos de enseñantes, entendidos como
fuerzas sociales activas, movilizadoras de prácticas e
ideas. Y entiendo que aquí el trabajo académico no
puede ser otra vez el de tecnologizar otro procedimiento, ahora
el de articulación de movimientos. Supongo que no cabe ese
riesgo, ni ese error de apreciación. Porque los
movimientos sociales se producen en las prácticas y en los
compromisos concretos, en la discusión de ideas dentro de
colectivos que buscan en su propia práctica profesional
dar sentido a su trabajo, expresar públicamente tales
motivaciones y las formas en que la enseñanza escolar se
encuentra atrapada en conflictos que no siempre son educativos,
aunque se proyecten sobre ella.
Notas
Conferencia presentada al
coloquio Pedagogia y Autonomia. Universidad del Minho
(Braga-Portugal) Braga, 23 de Noviembre de 1998
Y produciéndose también una especie de
ahistoricismo, en una suerte de —parafraseando a Ball
(1997)— post-90ismo, haciendo un vacío de cualquier
experiencia y tradición renovadora anterior, como si todo
hubiera empezado de nuevo a partir de entonces. Igualmente, se
ha producido una dislocación que hace creer que no existe
otro lugar fuera de la LOGSE, que no existen experiencias
alternativas al margen de lo que supone y propone la reforma
oficial.
En el caso español todos estos cambios han venido
acompañados de una nueva estructura del sistema educativo
(cuyo principal aspecto ha sido la ampliación de la
escolaridad obligatoria) y de la potente introducción de
una concepción constructivista del aprendizaje. Este
último factor se ha autojustificado por la pretensión
de que la reforma fuera no sólo estructural, sino también
metodológica (o como se ha dicho, psicopedagógica),
esto es, que afectara a los modos de enseñar. Pero lo que
indudablemente ha supuesto también ha sido el
establecimiento de toda una estrategia de legitimación de
la propia reforma, al ser presentada como una cuestión
técnica y científica, y no política,
ocultando, en su insistencia en el modo de enseñar, otras
decisiones respecto a los contenidos de la enseñanza, o
los controles sobre la práctica docente, en forma de una
remozada (al buscar su justificación en el cognitivismo,
en vez de en el conductismo) pedagogía por objetivos.
Además, ha servido, como producto de los mecanismos de
justificación de la reforma que se han puesto en marcha
de esta manera, para la introducción y consolidación
de un campo disciplinar y profesional: la psicopedagogía.
Véase, por ejemplo, (Boyd-Barrett, 1995), en donde
se analizan los casos de Inglaterra y España en cuanto
que tradiciones curriculares opuestas que, sin embargo, como
producto de sus actuales políticas educativas en cada
país se han acercado notablemente.
Una aproximación diferente a esta cuestión
es la que diversos autores están realizando a partir de
lo que han llamado “modernización reflexiva”.
Véase (Beck et al. 1997)
Sirva de ejemplo la forma en que un alto ejecutivo
español de empresas multinacionales del automóvil,
López de Arriortúa (conocido como “Superlópez”,
por su capacidad para dirigir las empresas en las que trabaja
hacia altas cotas de productividad con los nuevos modos de
gestión del trabajo), acaba sus conferencias en las que
expone sus teorías empresariales: «Para concluir la
conferencia López presenta una diapositiva con un pasaje
africano y en su mensaje final explica que cada mañana en
África, al salir el sol, se despierta una gacela que
piensa que tiene que correr más que el león si
quiere llegar viva al final del día. El león al
despertarse también piensa que tendrá que ser más
rápido que la gacela, si no quiere quedarse con el
estómago vacío. No importa ser gacela o león,
dice López, “lo importante es estar ya corriendo
cuando sale el sol”» (El País, 28/5/94). Algo
llamativo de este ejemplo, no se sabe si sólo como juego
de retórica o si como puro cinismo, es la celebración
de la ley de la selva; es la forma de presentar el hecho de
comerse unos a otros como una cuestión casi deportiva en
la que, como rezaba una vieja campaña española de
promoción del deporte, “lo importante no es ganar,
sino participar”.
Esta progresiva tecnologización de la educación
no se refiere solamente a los efectos de la aplicación de
las nuevas tecnologías y a los intereses que pueda haber
tras ello. Tiene que ver también con el desarrollo
creciente de programas a aplicar a diferentes órdenes de
la práctica educativa: habilidades sociales, educación
en valores, programas de tutorías, etc., tecnologización
que se mueve en el terreno de la descomposición de
aspectos cruciales de la práctica educativa que
desaparecen de la relación pedagógica cotidiana y
se recuperan como programas específicos, elaborados por
profesionales específicos. De esta forma, se disocian de
la práctica educativa de los enseñantes aspectos
cruciales de su trabajo que ahora deben ser pensados como
programas específicos en los que deben ser adiestrados
por los nuevos profesionales de la psicopedagogía. Es,
paradójicamente, una descualificación que aparece
como recualificación.
Por supuesto, hay que pensar que en muchas ocasiones todo
ello no representa sino la posición ideológica de
quienes defienden tales juegos de lenguaje y tales propuestas
(véase como ejemplo, D. Hargreaves, 1994). Sin embargo,
en muchas ocasiones, la argumentación a favor de ciertas
políticas educativas tiene otros puntos de partida más
zafios e intelectualmente más lamentables: desde la
inconsciencia de la significación política de las
propuestas, pensando que se trata sólo de cuestiones
técnicas inocuas, hasta la aceptación de lo que se
presenta como una moda, como la forma de pensar y de hacer las
cosas ahora, hasta el realismo pragmático de que las
cosas son así y más vale que las aceptemos,
pasando por el interés gremial o personal, en la medida
en que muchas de estas reformas suponen el afianzamiento de un
papel social como protagonista de su saber especializado,
experto necesario, y que tiene consecuencias en el grado de
influencia de las instituciones a las que pertenece o en el
beneficio personal (económico y de prestigio).
Por supuesto que el análisis de Dubet y
Marticcelli, referido a Francia, conserva diferencias muy
notables respecto de otros casos. Ellos están hablando de
la evolución sufrida por un sistema de escuela
republicana y laica, mientras que, evidentemente, en el caso
español tendríamos que hablar de la escuela en una
dictadura y con una clara ideología nacional-católica.
Sin embargo, para lo que aquí nos interesa, creo que la
evolución que señalan se corresponde claramente
con la seguida por los sistemas educativos en general en los
últimos 50 años. Lerena (1980), refiriéndose
al caso español (y con otras claves y preocupaciones en
su análisis) ha hablado de escuela tradicional-elitista y
escuela tecnocrática de masas.
Este apartado, y parte del siguiente es un extracto del
último capítulo de mi libro La autonomía
del profesorado (Madrid: Morata, 1998)
Recuérdese que en los años 70 las
experiencias de autogestión se referían
precisamente a esto, a proyectos de escuelas cooperativas que
proponían sistemas de gestión democrática
que constituían tanto alternativas de organización
como experiencias en sí mismas educativas. Sirva de
ejemplo de una experiencia de este tipo (Lara y Bastida, 1982).
Este es, en definitiva, el
núcleo fundamental de lo que supone el post-fordismo:
conseguir la adhesión y la lealtad de los trabajadores
haciéndoles participes y creativos en la mejora de los
procesos de producción, sin discutir los objetivos de la
empresa. Y por supuesto, sin discutir a quién pertenecen
los beneficios (la plusvalía), ni la política de
personal, ni la flexibilización laboral…
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Acerca del Autor
José Contreras Domingo
Profesor Titular de la
Universitat de Barcelona
Tel.: (34) 934 03 50 45 Fax:
(34) 934 03 50 14
Email:
Jose.Contreras@doe.d5.ub.es
Dirección
Departament de Didactica i
Organitzacio Educativa Universitat de Barcelona Passeig de
la Vall d´Hebrón, 171 08035 Barcelona (Spain)
Doctor en Ciencias de la
Educación por la Universidad de Málaga (Título
de la Tesis Doctoral: La investigación en la acción
y el problema de la autonomía del profesorado).
Profesor de la
Universidad de Málaga desde 1983 a 1992.
Profesor de la
Universidad de Barcelona, en el Departamento de Didactica y
Organización Educativa, desde 1992.
Ha colaborado en
diversas investigaciones, entre las que destaca la «Evaluación
de la Reforma del Ciclo Superior de EGB en Andalucía»,
dirigida por Angel Pérez Gómez y José Gimeno
Sacristán, financiada por el Plan Andaluz de Investigación
(duración: 1986-91), que fue Primer Premio de
Investigación Educativa en la convocatoria de Premios
Nacionales a la Investigación e Innovación
Educativas 1992, realizada por el C.I.D.E. (M.E.C.).
Ha publicado los
siguientes libros:
Enseñanza,
Curriculum y Profesorado. Introducción Crítica a la
Didáctica. Madrid: Ed. Akal. 1990. (2ª ed.,
1994).
Models
d’investigació a l’aula. (en coautoría
con Angel Pérez Gómez y Félix Angulo Rasco).
Barcelona: Universitat Oberta de Catalunya, 1996.
La Autonomía
Profesional del Profesorado. Madrid: Morata, 1997.
Ha publicado
también diversos artículos sobre teoría del
curriculum, sobre profesorado y sobre investigación en la
acción.
Asiduo colaborador
de la revista Cuadernos de Pedagogía, ha coordinado
el monográfico de la misma sobre «Tendencias
educativas en la actualidad» Nº 253, Diciembre, 1996.
Es también miembro de los Consejos de
Redacción de las revistas Investigación en la
Escuela (Universidad de Sevilla), Temps d’Educació
(Universitat de Barcelona) y de la revista electrónica
HEURESIS: Revista Electrónica de Investigación
Curricular y Educativa (Universidad de Cádiz).
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