¿Autonomía por decreto?
Paradojas en la redefinición del trabajo del profesorado

José Contreras Domingo
Universitat de Barcelona

Abstract

En el actual ambiente de reformas educativas que estamos viviendo, la autonomía del profesorado y de los centros educativos está siendo una referencia habitual. Presentada como devolución de competencias al profesorado, en realidad, la autonomía, tal y como viene siendo propiciada y argumentada en las nuevas políticas educativas, no puede ser considerada como una simple ganancia de atribuciones profesionales. Cuando menos supone una paradoja: la que representa que ésta venga obligada. Pero hay otras. El presente texto está organizado en cuatro secciones. En la primera se exponen diversos factores -que van desde las nuevas formas de organización de los servicios sociales y su relación con el estado, hasta los actuales patrones de producción y consumo, pasando por el papel de legitimación que desempeña la clase académica- que están dando lugar a la retórica de la autonomía. En la segunda, se describen algunos de los cambios que se vienen produciendo en la institución escolar y que están proporcionando un sentido muy especial a la autonomía escolar y profesional. En la tercera sección se analizan las paradojas que acompañan a las políticas actuales de autonomía escolar. En la cuarta, por fin, se extraen algunas conclusiones de los análisis precedentes y se sugieren algunos elementos que deberían tenerse en cuenta para recuperar otro significado político y pedagógico para la autonomía.

Abstract

In the present atmosphere of education reform in Spain, autonomy of the faculty and the educational institutions is continually referred to. "Autonomy" as it is currently used in this context poses a paradox: autonomy as obligation. Not just this paradox but others as well are discussed. The present article is organized in four sections. In the first section, the article analyzes a set of factors (from the new organizational arrangments of social services and their relationship with the State to the current patterns of production and consumption) present in the autonomy rethoric. In the second section the author describes the main changes in the school as institution, changes that are affecting academic and professional autonomy. In the third section, the paradoxes surrounding present policies of scholastic autonomy are analyzed. In the fourth, suggestions are made for recovering the political and pedagogical meaning of autonomy.

1. Los nuevos discursos: las paradojas de las retóricas del cambio… y de los académicos hablando sobre la autonomía del profesorado

          Quizás nunca como ahora se había vivido internacionalmente un ambiente de reformas escolares simultáneas. Ello significa no sólo que en la actualidad la mayoría de los países están preocupados por sus sistemas educativos. Significa también, que la reforma, o el cambio de la educación (con sus diferentes conceptualizaciones y estrategias) se ha convertido en preocupación, en tema, y en justificación de intervenciones continuas sobre el sistema educativo. Ha invadido el ambiente de lo escolar como un rasgo definitorio: lo estable es ya la reforma. En España, por ejemplo, tras varios años de experimentación, se aprobó la actual ley educativa (la LOGSE) en 1990, y hoy, tras ocho años, seguimos hablando de "la Reforma", como si fuera algo que está ocurriendo ahora, como una novedad todavía por culminarse. (Note 1) En este ambiente internacional de reformas, aunque éstas puede que sean muy variadas de un país a otro, sí parecen obedecer, sin embargo, a pretensiones similares. Son políticas de cambio que se basan en supuestos semejantes de reacomodación de la educación a nuevas exigencias internas y externas. Aunque con traducciones variadas, adaptadas a las distintas peculiaridades de cada país, con sus diferentes coyunturas políticas y económicas, con sus tradiciones y trayectorias diferenciadas en cada sistema educativo, social, político y cultural, todas ellas parecen compartir los mismos principios de una filosofía de fondo y semejantes sistemas de legitimación (Ginsburg, 1991).
          Normalmente, la mayoría de estas nuevas políticas educativas se han referido al curriculum, a la organización y gestión de los centros educativos, a las relaciones de éstos con su entorno, y también al propio trabajo del profesorado, que se ha visto redefinido, bien como producto de políticas expresas dirigidas a este fin, bien como consecuencia de las anteriores. (Note 2) Todos estos cambios están siendo especialmente profundos, porque no se limitan a ser una cuestión de contenido pedagógico, como tampoco son sólo cambios en el interior del sistema educativo. Por ejemplo, no es sólo que se hayan defendido nuevos contenidos curriculares para la educación escolar, sino que, en cada país de distinta forma y a partir de diferentes posiciones de partida, (Note 3) lo que se ha establecido es una nueva relación entre el estado, los centros educativos y los enseñantes en la forma de decidir y controlar el curriculum, modificándose las competencias respectivas. Y la trascendencia especial de estos cambios se encuentra en que, lo que se está transformando, en cada país con sus traducciones y estrategias particulares, son las relaciones entre el estado, los servicios públicos y sus usuarios, transformaciones que vienen determinadas por un cambio en la forma del estado, y en la forma de la sociedad civil (Ball, 1997; Whitty, et al., 1998).
          Básicamente, podemos cifrar el carácter de estos cambios generales en la tendencia creciente a pasar de un sistema en el que el estado era el garante de los servicios públicos, fijando sus propósitos, financiándolos, planificándolos y administrándolos mediante su organización profesional-burocrática y ofreciéndolos en condiciones semejantes a toda la población, a otro sistema en el que el estado tiende a reducir su función a la fijación de objetivos, dejando a los centros y organismos proveedores de los servicios un mayor margen de planificación y regulación interna para alcanzarlos. Esta reducción del estado de sus competencias planificadoras y administrativas para cederlas a los proveedores de los servicios se ha producido utilizando como factor de motivación la capacidad de variación en las formas de provisión de los servicios, en competitividad con otros proveedores.
          Estos cambios no aparecen al margen de la introducción de modificaciones sustanciales, como filosofía y como práctica, en muchos ámbitos de la vida productiva y social en general. Ideas y prácticas tomadas de los nuevos modos de producción post-fordista (Robertson, 1996; 1997) hacen su aparición aquí. Es el caso, por ejemplo de muchas empresas en las que se está introduciendo la flexibilidad en la producción, poniendo en relación la iniciativa del trabajador y la adaptación al consumidor. Los llamados "círculos de calidad", en los que se reconoce la capacidad de iniciativa del trabajador en la adaptación de los procesos de producción son un ejemplo de esto. Los sistemas homogéneos, en los que la "cadena de montaje" era el prototipo de la racionalidad y la productividad en otros tiempos, son ahora cuestionados, en beneficio de la capacidad de decisión de los trabajadores en su trabajo (Allen, et al., 1992). Lo que parece estarse imitando en los servicios públicos son formas de gestión y de producción semejantes.
          Las formas de producción flexible, y por tanto también, la filosofía de los servicios públicos como unidades no homogéneas, parten precisamente de la idea de la diversidad social, de las diferentes demandas y necesidades a las que sistema productivo y servicios deben atender de forma diferenciada. Este reconocimiento de la diversidad social tiene varios efectos. De una parte, puede reconocerse como la atención al derecho a elegir, el reconocimiento de las diferencias y la adaptación a las exigencias. Pero de otra, el propio derecho de elección se ha convertido en una obligación. Cuando los productos de consumo se diversifican, el cliente se ve obligado a sopesar entre la diversidad de oferta, y a elegir entre ellas. Hasta en los productos de consumo más cotidianos, la compra se está convirtiendo en una tarea cada vez más compleja. Ya no podemos elegir sólo la leche más barata, o la de nuestra marca preferida o de confianza; ahora tenemos que decidir si la queremos más o menos desnatada, o si la preferimos con calcio o con vitaminas añadidas; además de que, no podemos elegir ya la leche al margen de la invasión de noticias y teorías en competición sobre las ventajas e inconvenientes de este producto para un tipo u otro de dieta. Si esto es así en la construcción de nuestra subjetividad como consumidores de productos alimenticios, mucho más puede llegar a serlo en nuestra elección de ofertas variadas de servicios, en los que la diferencia tiene claros componentes respecto al significado o consecuencias en nuestro estatus o en nuestras oportunidades sociales (Bowe et al., 1994). (Note 4)
          Una consecuencia importante de estos cambios, que ya comienzan a parecer inevitables es que se empieza a transformar la imagen de la ciudadanía, acentuando cada vez más su función como consumidora y electora racional. Así, de la misma forma que los trabajadores parecen obtener una mayor capacidad en las decisiones sobre su trabajo, igualmente, los ciudadanos parecen también recuperar una mayor capacidad en la decisión sobre lo que quieren. En relación a los servicios públicos, esta filosofía parece referirse a que el estado disminuye su papel como regulador de los servicios en su provisión a los ciudadanos, para que sean las relaciones de oferta y demanda las que encuentren su equilibrio directamente, o con menos intermediarios.
          Autonomía (de los servicios públicos y de los ciudadanos), descentralización, desregulación y devolución del poder del estado a la sociedad son, parece, términos que designan y resumen en sus máximos valores y aspiraciones todas estas transformaciones. Evidentemente, la retórica que acompaña a estos cambios, por parte de quien los patrocina, es que suponen una ganancia en la libertad social y personal, una recuperación en la capacidad de iniciativa y de actuación libre. Pero ¿es esto así? O, planteando la pregunta en una clara posición de sospecha ¿Los estados ceden (devuelven) poder?
          Pondré un ejemplo. Como parte del proceso de integración europea en el que estamos inmersos, a partir del año 1995 se pusieron en vigor los llamados Acuerdos de Schengen sobre libre circulación de personas y mercancías entre los países de la Unión Europea. Según esos acuerdos, desparecían los controles aduaneros entre los países afectados. Antes de ese año, en el aeropuerto de Barcelona era posible circular libremente por la primera planta (una planta llena de tiendas y cafeterías), salvo unos metros antes de las puertas de embarque en donde se producía el control de pasajeros para su acceso al avión. A los pocos meses de aplicación del acuerdo, acompañaba al aeropuerto a un familiar que partía de viaje y tras los trámites de billetes, me disponía a acompañarlo a la primera planta para esperar junto a él, tomando un café, hasta la hora de partir. Cuál no sería mi sorpresa cuando me encontré con que no se nos permitía el paso a dicha planta a quienes no tuviéramos la correspondiente tarjeta de embarque. Incómodo, pregunté por las razones para ello, y me respondieron que era por la aplicación de los acuerdos de Schengen. Efectivamente, toda la primera planta pasó de ser un lugar de "libre circulación" a un lugar de "acceso restringido a la libre circulación de pasajeros". Al desaparacer la clara distinción entre vuelos nacionales e internacionales, todo el espacio del aeropuerto pasa a ser un lugar de acceso restringido. Desaparecen las fronteras, pero los nuevos espacios fronterizos parecen hacerse a la vez que más flexibles, más amplios.
          ¿Devuelve poder el estado? Quizás debamos ser más cautelosos y en primera instancia reconocer que lo que ocurre es que los controles cambian en sus formas, se redefinen, se reterritorializan: cambian en los lugares y en las formas. Para mí, este ejemplo del aeropuerto es una metáfora respecto a lo que significan los nuevos cambios sobre la autonomía de las instituciones auspiciada desde el estado. Y es un ejemplo que creo que nos advierte que debemos mirar a los cambios políticos como transformaciones que generan nuevos efectos de control y nuevas redistribuciones de la manera en que se ejerce el poder (Popkewitz, 1994). Deberíamos quizás entender que muchos de estos nuevos procesos que estamos viviendo suponen una transformación sobre los controles, los lugares y formas en que se ejerecen, cambios que aparentemente son una entrega de poderes y capacidades de decisión a sectores más cercanos a los afectados, pero que luego resultan ser una nueva manera de situar la relación entre quienes ejerecen el control y quienes creen haberlo conquistado. La situación escolar no está al margen de estas paradojas: qué está cambiando, en qué dirección, qué parece que ganamos y qué estamos perdiendo. Y lo preocupante de esto es si no estaremos ante una mayor apariencia de libertad que puede impedir una conciencia de nuestra falta de libertad y de los nuevos sutiles controles, quizás más débiles en apariencia, pero quizás también más extensos, a los que estamos sometidos.
          Podría pensarse que analizar los actuales cambios desde la teoría de la sospecha es excesivamente tendencioso, que deja poco espacio para encontrar nuevos significados y posibilidades de acción. Puede ser. Pero entonces, lo menos que se puede decir al respecto es que todos estos cambios no tienen una lectura fácil. No son simplemente lo que prometen. Dependen de un contexto más amplio en el que significan una cosa u otra, están afectados por otros cambios hacia los que no se nos dirige la atención, y también por las mentalidades que, como producto de toda la red de cambios, vamos desarrollando, y bajo las que les damos un significado, o desarrollamos una actuación. El discurso y la política de la autonomía de las escuelas, para ser entendidos en su significado y alcance real, deben ser situados en el contexto de cambios recientes en las políticas sociales y en la política de las organizaciones. Autonomía, descentralización y devolución de poder a la sociedad y a los profesionales constituyen tendencias que deben ser interpretadas en un marco más amplio para ver lo que significan realmente, hacia dónde dirigen nuestra imaginación y nuestras energías o qué es lo que tienen de ambiguo o de paradójico.
          Una de las cosas que habrá que hacer es prestarle atención a la retórica completa de estos nuevos cambios, al conjunto de sistemas ideológicos que se introducen juntamente con la autonomía profesional e institucional, y con los nuevos sistemas de producción. Por ejemplo, no creo que podamos desligar el sentido de los nuevos modos de producción y consumo (o de provisión de servicios públicos y de su elección por los usuarios) de una cultura de competitividad, rentabilidad y eficacia y de una ética que combina la identificación con los objetivos de la empresa (o del estado) con el autointerés de los particulares como modos de motivación (Ball, 1997). (Note 5)
          Uno de los aspectos paradójicos del discurso y las propuestas sobre la autonomía se encuentra en que parecen ser a la vez nuevos sistemas de regulación del trabajo y de las instituciones y nuevos espacios de acción más libre y creativa. Se constituyen como procedimientos para la identificación con los objetivos impuestos a la vez que formas de aumentar la satisfacción con el trabajo. Una de las paradojas que tendremos que analizar es el hecho de que el discurso sobre la autonomía del profesorado y de los centros educativos esté instalado no en estos agentes e instituciones, sino en la academia y en la administración. Aunque la forma en que he titulado mi exposición (¿Autonomía por decreto?) puede dar a entender que me refiero a lo paradójico que resulta el hecho de que la administración "imponga" la autonomía a los centros, no quisiera que esto sirviera de distracción a la otra paradoja importante: somos los académicos, investigadores y profesores universitarios quienes estamos a vueltas con esta cuestión, igual que con la del profesionalismo del profesorado.
          La división social del trabajo en educación convierte en normal algo que debiera resultarnos chocante: se habla sobre la autonomía de los enseñantes desde un lugar que parece fuera de los propios enseñantes. Se habla de la autonomía como una aspiración que se tiene para ellos, pero que no parece nacer de ellos. ¿A qué obedece dicho interés? ¿Desde qué interés hablamos los académicos en defensa de la autonomía del profesorado o de los centros escolares? ¿Desde dónde hablo yo?
          Los discursos universitarios, al dirigir nuestra mirada sobre otro lugar distinto al propio desde el que se habla y al proyectar aspiraciones nobles en apariencia, pueden estar ocultando los ventajas académicas que se procuran desde dichos discursos. Diversos autores (Labaree, 1992; Popkewitz, 1994; Hargreaves y Goodson, 1996) han señalado los beneficios para el mundo universitario de la pedagogía que supone la preocupación por el profesionalismo de la enseñanza, ya que supone "elevar el estatus de quienes tienen que aumentar el estatus" del profesorado (Labaree, cit. por Popkewitz, 1994, p. 206). Pero también, la defensa de la profesionalidad, los nuevos planes de formación del profesorado no son ajenos a otros fenómenos asociados, pero a los que parece que no solemos dirigir nuestra atención todo lo que debiéramos. Es el caso, por ejemplo, de la aparición y defensa interesada de nuevos profesionales de la educación, o de la progresiva tecnologización de la práctica pedagógica. (Note 6) Paradójicamente, la autonomía del profesorado y de los centros educativos (y en general, toda la defensa del profesionalismo docente y de las nuevas reformas educativas) está dando lugar al desarrollo de nuevas figuras de "experto" que crean nuevas dependencias del profesorado respecto del conocimiento académico, conservando así el estatus superior de quien "desarrolla" la autonomía del profesorado (Contreras, 1996; Gentili, 1997; Pérez de Lara, 1998).
          Este estado de cosas no es ajeno tampoco a las condiciones en que tienen que trabajar las universidades, también sometidas a las mismas nuevas formas de producción y organización del trabajo. La productividad, la evaluación por objetivos, la empresarialización, la competitividad y el autointerés, la comercialización, en definitiva del trabajo intelectual, son parte de las condiciones de trabajo también en la universidad, y en las que hay que reinterpretar el sentido de la actual "autonomía intelectual" del trabajo académico (Alonso, 1997; Neave, 1998). De una forma cada vez más evidente, la financiación del trabajo académico depende de la dirección que éste tome. La propia universidad pública sólo consigue fondos si éstos se dirigen a los objetivos de los patrocinadores, sean éstos públicos o privados. Y como ha dejado claro Lundgren (1989), el desarrollo de la investigación educativa está claramente determinado por los objetivos políticos de la Administración como financiadora fundamental de la misma.
          En este contexto, hay que entender que los intelectuales, desde sus posiciones ideológicas, o desde sus intereses de clase, están siendo la vía de expresión y legitimación de políticas, así como los expertos técnicos en su desarrollo operativo y en su justificación ideológica (arropada en recursos de legitimación de los que dispone el mundo académico). El lenguaje académico, atrapado en ideologías de progreso (Popkewitz, 1994), tiende a hablar de grandes conceptos, como cambio, innovación, calidad, autonomía, como términos que remiten a significados positivos y homogéneos que nunca se aclaran y que se desvisten de lo que les daría su auténtica significación: qué cambio, qué innovación, qué autonomía, etc. Al presentarse el profesionalismo y la autonomía como valores en sí, se convierten en ideas fácilmente instrumentalizables por otros intereses, ya que no se analiza el complejo semántico, ideológico, retórico y político en el que se insertan, utilizan y operativizan las propuestas. (Note 7)
          Precisamente por esto, entiendo que la función intelectual fundamental que debe ejercer el trabajo académico, si quiere evitar la tentación y la trampa del uso de las retóricas interesadas, dirigidas a fines que no son los que aparentemente anuncian con su lenguaje, es la de desvelar las tramas discursivas en las que se sitúan estos conceptos y propuestas, poniendo en relación dichas retóricas con el resto de la red ideológica y con los significados operativos y las consecuencias prácticas de las políticas generales en las que se insertan. Se trata de "desnaturalizar" y hacer visible lo que quiere ser presentado como la tendencia inevitable de los hechos y el significado incuestionable de los valores en los que se justifican. Y en esa desnaturalización, mostrar las formas en que las políticas, las prácticas, los discursos en que se sostienen nunca son, aunque se presenten así, soluciones definitivas a los problemas. Las nuevas propuestas lo que hacen es cambiar la forma en que se manifiestan las circunstancias de la vida, presentando, en el mejor de los casos, las paradojas por las que lo que parecía un valor indiscutible puede venir acompañdo de una pérdida insospechada. Atender a lo que de paradójico pueden tener hechos como las nuevas formas de organización de los servicios, o aspiraciones humanas y profesionales, como la de la autonomía, puede ponernos sobre aviso, a la vez que mostrarnos la riqueza potencial de lo que puede ser de muchas maneras y significar más de una cosa. Sin embargo, es conveniente una nota de precaución.
          Recientemente, Hargreaves (1997) en una interesante autocrítica, ha puesto en cuestión el lenguaje complaciente de las paradojas (que él mismo había utilizado para describir ciertas tendencias actuales en el cambio escolar) como una forma atractiva y casi lúdica de mirar a la realidad. Parece que la paradoja nos sitúa en el campo de la curiosidad que incita nuestra mente en la comprensión de tales fenómenos. Pero también es cierto que lo que tal aproximación puede ocultar (como viene a decir el propio Hargreaves) es que, en primer lugar lo que presentamos (visto desde el avión, mientras revisamos una conferencia sobre el profesorado que se ve allí abajo) como una curiosa y atractiva paradoja, puede ser una experiencia dolorosa o frustrante para quien es víctima de ella, a diferencia de quien disfruta del juego intelectual que sugiere, o de la pasión investigadora que despierta. De otra parte, el lenguaje de la paradoja nos hace pensar en dichos fenómenos, así analizados, como si poseyeran una dialéctica estable y atractiva, perdiendo de vista su origen y su naturaleza interesadamente provocada. Las supuestas paradojas no son muchas veces más que juegos del poder para, haciendo aparentar una cosa, dar lugar a otra. Leerlo como paradoja puede ser un error de apreciación de lo que quizás sería mejor presentar como trampas, como intereses aparentemente contradictorios, pero unidos por una lógica oculta que conviene desvelar. Afianzar la visión de ciertos fenómenos como paradójicos puede ser un placer intelectual, pero puede impedir a quienes son víctimas de ellos a entender por qué pasan determinadas cosas que parecen afirmar una cosa y su contraria, sirviendo sólo para paralizarles en su capacidad de acción creativa.
          Parte de nuestro trabajo es, por consiguiente, denunciar la paradoja allá donde es provocada ficticiamente; desentrañarla allá donde tenemos que aprender a convivir con ella; captar dónde y cuando nos ha conducido a pensar de otra manera, o dónde nos está impidiendo pensar con claridad. Lo cual no tiene por qué ser un impedimento para que a la vez aprendamos a convivir con la complejidad, sabiendo pensar complejamente, esto es, no simplificando los fenómenos complejos (Arnaus, en prensa). Como profesores universitarios, tal tarea no es sino la auténtica tarea educativa, dirigida a favorecer la consciencia de la gente sobre sus propias concepciones y condiciones de vida. En el fondo, es tanto como aceptar, para darle un sentido de posibilidad, la paradoja y tensión de la división social del trabajo en educación: utilizar la posición laboral de intelectual para crear nuevas posibilidades de pensamiento y acción, pero de forma tal que no ahonden la desautorización del profesorado (re)produciendo su dependencia intelectual. Pero enfrentado a mi propia tarea educativa, yo también me descubro como un enseñante, sometido a los mismos problemas y a las mismas retóricas sobre la autonomía en un contexto de creciente comercialización del sentido de la formación universitaria. En cuanto que enseñante, no siempre tengo que mirar a otros docentes para tratar de entender y procurar dar sentido a la complejidad de un trabajo en el que además, por dignidad humana, uno aspira a una mayor autonomía personal y profesional.

2. Los cambios en la institución escolar: del cambio educativo a las reformas políticas

          ¿De dónde procede toda la preocupación por la autonomía? ¿En qué contexto de cambios generales sobre el mundo escolar se está introduciendo ahora esta idea y qué es lo que tiene de paradójico: de ambivalencias y de ambigüedades, pero también de contradicciones y de trampas, y quizás también de posibilidades creativas? Un elemento que me parece de especial importancia para entender parte de las paradojas sobre la autonomía del profesorado y de los centros escolares es que ésta se ha convertido en un referente común en la teoría de la innovación y del cambio educativo. A lo largo de los últimos años, se ha producido en este campo de estudio una abundante producción, así como una sorprendente evolución en perspectivas, teorías y enfoques. Ello es producto, tanto de las insuficiencias percibidas en la forma de interpretar los procesos de cambio, como también de las modificaciones que se vienen produciendo en estos últimos años en la forma de promoverlos.
          Por ejemplo, Fullan (1998) acaba de hacer una revisión de su evolución personal como estudioso del cambio educativo en estos últimos 25 años. En él distingue tres etapas por las que ha pasado su forma de entender dónde se encuentran las claves del mismo, etapas que reflejan no sólo su personal visión, sino también los hitos de la evolución en el campo: en una primera época, fue la idea de implementación la que dominó su teoría del cambio. Al destacar el papel fundamental de quien tenia que "adoptar" y realizar las innovaciones, su análisis permitía criticar los modelos imperantes hasta entonces de innovación, y el fracaso de los mismos para provocar cambios significativos. Eran innovaciones pensadas de arriba a abajo, elaboradas fuera de la escuela y luego transmitidas dentro, sin tener en cuenta los factores personales y contextuales que afectan a la aplicación de una innovación, y desconsiderando también el papel activo que podían tener los enseñantes en su desarrollo. Pero como el mismo Fullan reconoce, la recuperación del papel de los enseñantes en esta primera etapa se seguía haciendo bajo una perspectiva lineal y dependiente, como implementadores activos de innovaciones ya pensadas.
          La segunda época que señala Fullan tiene como preocupación central el significado del cambio, esto es, la pretensión de entender fenomenológicamente la diferencia entre cómo se pretende el cambio y cómo lo experimenta realmente la gente, en cuanto que factor clave para comprender el fracaso de la mayoría de las reformas sociales. Para ello, necesitaba entender los diversos factores, macroorganizativos, institucionales y personales. Una creciente comprensión de la forma en que estos diversos factores estaban presentes en los procesos de cambio, le permitió darse cuenta de que el punto de partida del cambio educativo no debía situarse tanto en las innovaciones como en los individuos y en las instituciones.
          La tercera época, la actual, la denomina este autor la de la capacidad de cambio; en esta época sitúa las fuerzas fundamentales del cambio en el individuo y en el grupo, dentro de una organización y una sociedad con capacidad de aprendizaje: considera que el núcleo de la reforma educativa lo constituyen el desarrollo individual y el institucional. La cultura institucional de la escuela debe transformarse, de manera que admita formas más variadas e interactivas de profesionalidad; pero son los enseñantes concretos quienes sostienen y por tanto pueden transformar la cultura del centro.

"No podemos depender de, o esperar a que el sistema cambie… Debemos desarrollar nuestras propias capacidades para aprender permanentemente, y no dejar que las vicisitudes del cambio nos depriman." (Fullan, 1998, pág. 224).

          Otra especialista en el cambio educativo, Rudduck (1994), ha presentado los diferentes estilos de reforma que se han sucedido en los últimos tiempos en Inglaterra, no ya como tendencias en el estudio, sino como formas de innovación que se han intentado llevar a cabo. Según esta autora, una secuencia semejante puede reconocerse en la mayoría de los países: una primera fase, de reforma curricular, propiamente dicha, en la que se pusieron en marcha grandes proyectos curriculares. El problema de este tipo de experiencias de innovación fue que si bien pudieron estar concebidas como proyectos coherentes, dejaban al profesorado en una posición pasiva respecto al mismo, como aplicadores, sin tener en cuenta las condiciones específicas en las que realizaban su trabajo; además, al ser proyectos normalmente referidos a áreas y materias particulares, sólo afectaban a algunos profesores dentro de una misma escuela, lo que normalmente provocaba conflictos dentro de los centros, los cuales, en ocasiones, podían encontrarse desarrollando simultáneamente diferentes experiencias de innovación con lógicas distintas. Una segunda fase, que pretendía evitar los problemas anteriores fue la del desarrollo curricular basado en las escuelas. En esta ocasión, los proyectos pretendían ganar en relevancia local, pensándolos como procesos internos a los centros, atendiendo a sus propias necesidades, pero eran procesos que requerían el despliegue de una gran energía y en donde no siempre se disponía de suficientes recursos para dotar al proceso de coherencia interna o para tratar los conflictos que se pudieran generar. La tercera fase que reseña Rudduck es la del desarrollo de la escuela como totalidad. En este caso, la preocupación se centra, más que en el desarrollo de programas, en la construcción de un sentido colectivo, dentro del propio centro, tomando algún propósito compartido como eje de desarrollo y aprendizaje de la escuela.
          En definitiva, la consideración del profesorado y de las instituciones escolares como mediadores activos en los procesos de cambio, de los centros como unidades y como culturas totales, del cambio como un proceso continuo de aprendizaje, y de los enseñantes como fuerzas individuales que pueden dirigir sus energías en cuanto que agentes activos, se han convertido en argumentos de peso para el apoyo de reformas en las que se reconozca la autonomía del profesorado y de los centros escolares. Pero sería ilusorio y reduccionista pensar que los cambios de concepción que se producen respecto a la institución escolar o al papel de los enseñantes sólo vienen determinadas por las conclusiones de los especialistas en el cambio educativo. Suponer que el auge en la preocupación por la autonomía depende de factores relativos al éxito o fracaso de experiencias de innovación es creer que las transformaciones en la educación dependen sólo del cambio planificado sobre ella o de las conclusiones de los especialistas en cambio planificado. Por ello, si queremos ampliar nuestra comprensión del fenómeno de la autonomía debemos dirigir nuestra mirada hacia factores sociológicos y políticos.
          Dubet y Martuccelli (1998), refiriéndose a Francia, han analizado los cambios que se han producido en los últimos tiempos en la institución escolar, desde un sistema estratificado y regulado, a otro de masas y desregulado. Es importante resaltar que de lo que hablan estos autores no es sólo de lo que han sido los cambios materiales, estructurales y funcionales, en el sistema escolar, sino sobre todo en lo que podríamos llamar la "imagen social" de la escuela, esto es, en la forma en que ésta ha sido percibida. Evidentemente, ambos niveles se alimentan mutuamente, pero no de una forma mecánica, lo que explica que determinadas percepciones o imágenes sociales puedan no corresponder con lo que la escuela es, pero afectan a la forma en que es vivida, y por tanto, a la forma en que la gente, sus diversos públicos, se relacionan con ella. (Note 8)
          En opinión de estos autores, mientras la escuela se constituyó como una institución elitista, mantuvo también la imagen de una institución internamente justa, en la que quienes "valían" eran elegidos para continuar estudios. En todo caso, era la sociedad quien era injusta al impedir el acceso a la escolaridad a grandes capas de la población. La lucha durante mucho tiempo fue por el acceso a la escuela, que parecía la única institución justa en una sociedad injusta. Suponía el acceso a una cultura, ciertamente elitista, alejada de lo social y de la utilidad inmediata o laboral, separada de la cultura no escolar. Una institución en donde sus actores se incorporaban a los roles establecidos, indiferentes a las necesidades y características de las personalidades específicas, dirigidos todos a los fines unificados de la escuela. Eso la convertía en homogénea en cuanto a contenidos y procesos pedagógicos (el mismo programa, las mismas reglas impersonales), con una regulación mecánica en donde lo importante es cada aula con su enseñante y su grupos de estudiantes. En todo caso, las divisiones son producto de la estratificación social, en donde los públicos están separados y jerarquizados, cada uno con sus formas escolares y sus objetivos diferenciados (escuela pública y privada, escuela primaria y secundaria, bachillerato y formación profesional, etc.). Era, pues, una institución con un fuerte consenso a su alrededor, con una fuerte definición de roles, normas y valores, con un claro sentido de las expectativas y del futuro que ofrecía.
          Sin embargo, la extensión de la escolarización a toda la sociedad y la ampliación de la obligatoriedad, juntamente con las críticas que recibió este sistema escolar, han ido cambiando no sólo las formas escolares sino también la forma en que es percibido. Un primer efecto de esta masificación escolar es la modificación de los sistemas selectivos; ya no es suficiente con la clasificación social previa a los estudios, sino que ahora se produce en el flujo de los recorridos escolares; si estudiar ha dejado de ser un modo de distinción, las nuevas distinciones buscan producirse dentro de la escolaridad, y no ya entre estudiar y no estudiar; si ya no hay un control estricto en el acceso a la secundaria, ahora es el proceso que se sigue dentro de ella quien cumple las funciones selectivas: los resultados escolares, las calificaciones, tienen ahora una especial importancia en la orientación de las posibilidades, de forma que es en el interior de la escuela en donde empieza a producirse la diversificación de las oportunidades.
          Un segundo efecto, asociado al anterior, es el de la diversificación continua dentro del sistema; continuas ramificaciones jerarquizadas dentro de la escuela vienen a sostener el sistema de clasificación interna; si ya no se trata de la división entre quienes van al bachillerato y quienes no van, ahora la diferencia la proporciona el tipo de bachillerato. La diversificación da lugar a la competencia interna del sistema (competencia entre itinerarios con distinto valor, oportunidades y consecuencias que se recomiendan en función de los logros y las expectativas, competencia entre disciplinas que se atribuyen diferente prestigio y valor escolar, entre centros, que procuran atraerse a los mejores estudiantes para mantener una reputación atractiva). Esta competencia interna del sistema lleva asociada una competencia por parte de los usuarios, que se manifiesta en su capacidad estratégica en la utilización del sistema en su propio beneficio; ya no estamos ante una incorporación a la institución escolar, a la espera de un proceso de formación, lo cual significaba el reconocimiento de una autoridad, la asunción de un rol y la aceptación de la misión que la institución prometía. Cada vez más el alumnado juega sus cartas en la oferta de la escuela, buscando una rentabilización de sus acciones, y las familias procuran orientarse en el sistema de selección. Y de la misma forma, es la escuela la que ahora es percibida como institución injusta al acumular mecanismos selectivos en su interior.
          Producto en parte de las críticas recibidas por la escuela como institución alejada de los intereses y necesidades de la infancia y la adolescencia a la que atiende, y también de las críticas por la falta de utilidad y de rentabilidad en la formación para el trabajo, el sistema educativo se ha visto sometido a una doble demanda de abrir la escuela a la infancia y de abrirla a la economía, mientras que, en oposición, algunos sectores pretenden mantener la tradición anterior de contenidos y relaciones pedagógicas. La concurrencia de diversas finalidades para la educación ha dado lugar a la aparición de nuevos conflictos, así como a la convivencia de propósitos no siempre compatibles o fácilmente conjugables. Por ejemplo, la atención a la diversidad del alumnado se ha pretendido juntamente con la igualdad de resultados; el respeto a las personalidades variadas del alumnado supone también la incorporación de nuevos conflictos, generados por la propia diversidad, a la vez que las discrepancias entre culturas profesionales, respecto a las fórmulas organizativas y pedagógicas para ello. De igual modo, la diversificación de ofertas e itinerarios para atender a las demandas de eficacia social y a la rentabilidad ha chocado con la resistencia de la cultura escolar académica, alejada de la social y de la idea de utilidad (a veces tanto por razones progresistas- críticas como por motivaciones conservadoras-elitistas). El resultado de todos estos cambios es que la escuela ha dejado de ser una institución de consenso para pasar a ser una institución diversificada, con una crisis difusa ante la diversidad de finalidades demandadas poco conciliables y en donde

"la unidad de juicio se ha roto. Los profesores, la administración y los padres forman… un cuadro dramático en el cual cada uno se percibe como hostil a todos. Los equilibrios precarios reemplazan al orden "natural" de la vida escolar." (Dubet y Martuccelli, 1998, pág. 58).

          La organización pedagógica se ha desestabilizado con el derrumbe de las antiguas formas pedagógicas, la "caída" del nivel, la pérdida de prestigio del profesorado, la competencia de la cultura escolar con las atractivas y poderosas culturas de masas, la presencia en las aulas de alumnos conflictivos. La escuela ya no es más una estructura institucional bien definida y estable en sus normas y contenidos, con reglas que puedan emanar del centro administrativo y ser cumplidas homogéneamente en todos los centros. Ya no hay soluciones generales, sino que deben ser hechas a medida. Ahora cada centro y cada enseñante deben elaborar sus propias políticas.

"El establecimiento escolar ya no es solamente el eslabón de una cadena burocrática: está obligado a construir una "política" ajustando las prácticas de los docentes y de los alumnos y dándoles un cierto dominio de su entorno. La escuela es una organización de fronteras flotantes, de objetivos cada vez redefinidos, de relaciones cada vez reconstruidas; ya no es reductible a la forma burocrática general que la encierra." (Dubet y Martuccelli, 1998, pág. 60).

          Como podemos ver, estos cambios sitúan el tema de la autonomía del profesorado y de los centros en otro orden de problemas bien diferente del señalado por Fullan, como capacidad de aprendizaje y de innovación, como fuerzas de cambio. Si la autonomía puede ser realmente el reconocimiento de que las energías del cambio nacen de la capacidad de las escuelas, al margen del sistema, también debemos entender que hay algo en su origen que es consecuencia de profundas alteraciones en el sentido de la escolaridad y en los problemas que acarrea. Los estados, las organizaciones burocráticas y administrativas han perdido legitimidad y capacidad para administrar desde el centro los conflictos y los traspasan a la propia capacidad y responsabilidad local de los establecimientos educativos particulares (Weiler, 1990).
          Esta situación a la que se ha visto abocado el sistema educativo, junto con los nuevos modos de entender los servicios públicos y la regulación del trabajo, de base post-fordista, alentados por una nueva ideología política centrada en la productividad, y amparada por la cobertura intelectual de las nuevas estrategias del cambio educativo, constituye la confluencia de intereses y circunstancias que ha dado lugar a las políticas de la autonomía de centros escolares. En resumen, podríamos destacar los siguientes rasgos de esta nueva política.

  1. La idea de un curriculum común y una escuela común, como un lugar filtrado y selectivo, dirigido por la idea de la meritocracia de los individuos, ha dejado de funcionar. La variedad de alumnado sociológicamente distribuido y desigual ha convertido en principio político lo que era una práctica real: el curriculum y la escuela deben adaptarse al alumnado. La adaptación del curriculum es el reconocimiento de que vivimos en una sociedad plural, con características y necesidades diferentes, pero también con aspiraciones e intereses variados. Pero lo que supone la nueva política curricular no es sólo un reconocimiento pasivo de este hecho, sino también una nueva exigencia: la sociedad y el alumnado deben ser reconocidos como diversos y plurales, y es función de centros y enseñantes considerar la relación entre tal diversidad y la forma en que concretan el curriculum. El acento ya no se pone en la idea de un curriculum igual para todos, sino en la de un curriculum para la diversidad.

  2. El mensaje de un curriculum adaptado a la diversidad social no es sólo para los enseñantes, sino también para la sociedad en general: vivimos en una sociedad variada y la escuela (o mejor dicho, las escuelas, esto es, cada una de ellas) deben adaptarse a este hecho. Si la sociedad es variada, las escuelas deben serlo también. No sólo debe mirar la escuela a lo variado de la sociedad, sino que también la sociedad debe atender a lo variado de las escuelas. Es así como el derecho o la posibilidad de elección se convierte ahora en una obligación.

  3. La idea de un curriculum descentralizado y para la diversidad no significa, sin embargo que el estado abandone el control de un curriculum nacional ni los procesos de regulación acerca de la forma en que deben desarrollarse localmente las reformas. Precisamente una de las características de las nuevas políticas de los servicios públicos está en la fijación por el estado de los objetivos de productividad. La legitimidad del estado se ve doblemente reforzada en la medida en que estas reformas (esto es, la fijación del curriculum nacional, su contenido y su justificación) se hacen más aceptables, al abandonar la responsabilidad sobre conflictos sociales asociados a la educación (que ya no podrían achacarse a la política central, sino a los propios centros), y en la medida en que este abandono de responsabilidad consigue presentarse satisfactoriamente como una devolución a la sociedad y a los enseñantes de espacios de decisión, manteniendo el control central sobre aspectos fundamentales del curriculum y de la gestión educativa.

  4. La autonomía de centros parece cobrar aquí su significado expreso como forma de organizar la aspiración a que los distintos centros educativos asuman responsabilidades en la adecuación de su actuación a las características y necesidades sociales y personales del alumnado al que atenderán. Se espera que los centros no sean ahora sólo el espacio material en el que ocurre la enseñanza, sino también el lugar orgánico en el que se configura "autónomamente" un plan específico para gestionar el encuentro entre un curriculum nacional y una realidad social concreta. La "devolución" de competencias a los centros públicos es la forma de encomendarles el desarrollo y la concreción de los planes administrativos, de forma que puedan ser adecuados a la variedad social. Pero también, en buena lógica con las nuevas tendencias en innovación educativa, se espera que los centros funcionen también como entidades con identidad propia, que generen un sentido de pertenencia entre el profesorado. De esta manera, al sentirse más implicados en la concreción administrativa de la reforma, asumiendo responsabilidades respecto a la misma, se espera que se involucren más en sus principios y en sus prácticas.

  5. Que cada centro asuma "autónomamente" la reponsabilidad de su propio proyecto educativo tiene su traducción práctica en que ante quien asumen dicha responsabilidad es ante la "sociedad", y por ella suele entenderse en este caso las familias concretas que acuden a los centros escolares concretos. La sociedad, particularizada en las familias singulares con hijos en edad escolar, asume las responsabilidades "devueltas" por el estado, asumiendo la obligación de exigir a los centros una educación de calidad (esto es, aquella educación que mejor se adecue a sus valoraciones y expectativas). La forma en que se está entendiendo este principio de participación de las familias en la educación es sobre todo animando y facilitando la elección de centros. Este factor de elección se supone que animará a la comunidad educativa, de manera que cada escuela e instituto estará pendiente de su valoración pública y la "sociedad", pendiente de los mejores centros. De esta forma, como decía antes, la devolución de responsabilidades es entendida como la entrega a los actores concretos (las escuelas específicas y las familias afectadas en cada una de ellas) de la responsabilidad de los efectos de sus decisiones aisladas. Efectos que en ocasiones sólo pueden ser entendidos en su dimensión sociológica, cultural y política, y no sólo en la dimensión particular en las que estas decisiones se toman.

  6. Esta importancia que adquiere el centro educativo en el contexto de las nuevas reformas ha hecho que se haya puesto un especial interés en la conducción de las mismas, en los procedimientos mediante los cuales debe desarrollarse esta nueva forma de gestión. Y para ello se elaboran nuevas pautas o reglamentaciones sobre las formas en que debe trabajar un centro para desarrollar su proyectos y para mejorar institucionalmente. Son pautas que se refieren a las formas de trabajo en equipo, a los procedimientos para la elaboración y desarrollo de proyectos educativos y a la manera de implicar al profesorado en este tipo de tareas. Uno de los factores fundamentales que se descubre en este esfuerzo por convertir a los centros en instituciones más dinámicas y preocupadas por su mejora como colectivo profesional, es el del liderazgo, esto es, la importancia de figuras institucionales concretas que asuman el papel de dinamizadores del equipo docente. Reforzar el liderazgo, e incluso profesionalizarlo (instituyendo figuras específicas con una formación también específica, o bien dignificando el cargo, o concediéndole mayor autoridad institucional a directores, jefes de estudios o jefes de departamentos), es una de las preocupaciones de estos planes administrativos para el desarrollo organizativo y pedagógico de los centros escolares.

  7. Expertos y administradores insisten en la importancia de que los centros se autoconsideren como unidades que se gestionan a sí mismas, sensibles a su contexto, tratando de atender a sus demandas y en continuo desarrollo profesional e institucional. Los enseñantes harán suya la reforma si hacen suyo el curriculum y si se comprometen con su centro educativo, confiriéndole un carácter propio y singular. La calidad de la educación depende de la calidad de los centros, y ésta a su vez depende de que el profesorado se comprometa con los mismos, de que trabaje en colaboración con sus compañeras y compañeros para su permanente mejora, atendiendo a las necesidades del contexto y dando respuesta a las demandas. El trabajo profesional del profesorado ya no se circunscribe al aula y al alumnado concreto al que se enseña, sino que ahora abarca la preocupación por el centro como unidad educativa. La responsabilidad de los centros públicos (de su evolución, de su calidad y de su futuro) ya no es solamente del estado, sino que también lo es del equipo docente que trabaja en ellos. Ahora, la valoración que pudiera hacerse sobre la calidad de una escuela o de un instituto no podrá disociarse de la valoración sobre la calidad de su profesorado.

3. Análisis de las actuales políticas de autonomía de centros (Note 9)

          ¿Supone este cambio de perspectiva realmente que los enseñantes pasan a ser sujetos autónomos en la definición del cambio educativo, que se convierten en generadores de nuevas prácticas docentes y en los impulsores de nuevas direcciones para la educación escolar? ¿De qué manera? ¿En qué dirección?
          Mi hipótesis es que la "autonomía por decreto" no es sino el reflejo de formas más sutiles de control mezcladas con formas de responsabilización del profesorado en la elaboración de servicios adaptados a la clientela, junto con una pretensión, en muchas ocasiones honesta, pero probablemente desenfocada y equivocada, de racionalización de una práctica que ha perdido su potencial transformador al crear modelos universales de cambio que han perdido su significado político. Porque la auténtica autonomía profesional no existe al margen de la definición del sentido político de la misma, y este sentido político está relacionado con la autonomía social en la que busca desarrollarse la profesional y en la que busca su significado potencial.
          Deberíamos poder calibrar cuándo el cambio educativo que se pretende está propiciando valores educativos y sociales dirigidos a favorecer que las personas, los colectivos y las comunidades sociales se hagan más autónomas, más dueñas de sus propias vidas y con mayores posibilidades de dirigir su futuro (en un contexto de cohesión social y solidaridad en la diversidad), y cuándo estamos ante pretensiones de control (y por tanto de dependencia profesional y social respecto de propósitos que no son los propios), sólo que ahora dirigido hacia la capacidad de autocontrol.


          ¿Cuál es el análisis que cabe hacer sobre el sentido de estos cambios, sobre su significación, su dirección y sus (posibles) consecuencias?

  • A) Competitividad y oferta-demanda: movimientos particulares, no diálogo social Cada vez se entiende más la escuela como un bien de consumo para el ciudadano en el que éste debe manifestar su participación en la oferta de bienes escolares, eligiendo unos y rechazando otros. La escuela es más democrática —se piensa— si tenemos más capacidad de elegir la que nos interesa. Es decir, si las escuelas son más diferentes entre ellas. Esto conduce a las escuelas a la competitividad en la que el mercado de oferta y demanda debe ajustarse.
              Es evidente que este planteamiento de la competitividad y del ajuste entre la oferta y la demanda tiene su perversión. En primer lugar, ni la oferta es igual para todos, ni la capacidad de opción es equivalente entre todos, dadas las diferencias económicas, sociales y culturales de partida entre los usuarios. Implicar a las familias en la elección es hacerlas responsables de sus recursos personales de elección (ya sean económicos, culturales, de dedicación, etc.). Pero los recursos ya están desigualmente distribuidos. En segundo lugar, la competitividad como motivación de la sociedad no es ni mucho menos neutra. El criterio a partir del cual se compite no es libremente decidido por "la sociedad", puesto que viene decidido por la capacidad de rendimiento en los términos que fija el curriculum oficial (Hatcher, 1994). En efecto, el curriculum no sólo actúa como modo de control sobre los objetivos de los centros, sino que además permite hacer evaluaciones comparables entre los distintos centros, y al hacerlo así, impulsa a éstos a intentar elevar el rendimiento según viene definido por dichos objetivos, y a las familias a asimilar que la calidad de las escuelas depende del éxito en el rendimiento. Así se evita que puedan proliferar otras filosofías y prácticas educativas que pudieran guiarse por otras pretensiones, por otros objetivos y contenidos que no sean los que ya se han convertido en patrón de competitividad.
              Lo que refleja todo esto es efectivamente un modelo de ajuste y demanda, pero no un modelo de diálogo social en la definición de la escolaridad. Escuelas y usuarios resultan estar haciendo movimientos de ajuste a partir de demandas y necesidades que no controlan, porque no actúan como colectivo que toma decisiones deliberativas y compartidas, sino como agentes aislados guiados por intereses individuales, no sociales. No participan en la definición colectiva de la educación y de sus vinculaciones con la sociedad, sino tan sólo en procesos de elección y de adecuación a partir de decisiones de las que están excluidos, porque son decisiones que toma la Administración.
             

  • B) Descentralización: salto en el vacío La descentralización se interpreta como el salto en el vacío de las administraciones centrales a los centros particulares, de tal forma que las escuelas quedan convertidas en islas (Brennan, 1993). La autonomía escolar se plantea sobre la base del aislamiento de los centros. Esto significa, de una parte, la ausencia de estructuras sociales intermedias con capacidad de creación y actuación política, y no sólo de ejecución administrativa (Angulo, 1992). La autonomía escolar no consiste por tanto en sistemas de acción social organizada para articular lo escolar de una forma más amplia de lo que es posible desde las escuelas individuales. De otra, el aislamiento de los centros abona la posibilidad de que el desarrollo curricular y educativo en general que se espera de ellos quede reducido a lo que pueda ser generado desde los recursos aislados de cada escuela. Pero difícilmente pueden los centros aislados generar políticas y recursos adecuados para un desarrollo curricular que requiere algo más que capacidad de decisión sobre la organización y secuenciación de los contenidos, esto es, para un desarrollo curricular que necesita capacidad de acción transformadora de las condiciones de enseñanza. En el aislamiento, la mayoría de las escuelas e institutos lo único que pueden hacer es identificar el desarrollo curricular con el desarrollo de documentos: los Proyectos de Centro. Además, el aislamiento, como apariencia de autonomía, anima al profesorado a centrarse sólo en su escuela, más que a desarrollar una perspectiva profesional según la cual comprender la relación entre la enseñanza, el sistema educativo en general y las condiciones sociales y políticas de su trabajo (Angus, 1994).

  • C) Paradojas control-abandono y flexibilización- regulación: Autoadministración y despolitización Una de las paradojas de las actuales políticas de reforma es que combinan simultáneamente el control de la educación por parte del estado y su abandono al mercado. Por esta razón, la supuesta autonomía refleja la contradicción entre la flexibilización y la creciente reglamentación. Pero esta contradicción es más aparente que real si entendemos que la autonomía de centros está pensada como una forma de autoadministración, que no como una forma de autogestión política. La autonomía, entendida como desarrollo administrativo queda claramente reflejado en una de los principales tareas simbólicas de la reforma: escribir el Proyecto de Centro. Es así como se explica que la autonomía de los centros se haya convertido en una complejidad burocrática y una sofisticación de las formas de gestión de los centros, más que en un proyecto político-educativo en el que implicar al alumnado y a las familias. (Note 10) Es, como refieren Lima y Afonso (1995) respecto al caso de Portugal, un concepto no democrático de autonomía, sino instrumental, como proceso de implementación. Se entiende como una técnica de gestión para articular mejor el centro con la periferia, consiguiendo una mejor realización en la ejecución de las políticas (re)centralizadas.
              En la medida en que la relación con la comunidad se sustituye por la dinámica de elección, centros y enseñantes se repliegan sobre sí mismos, hacia la definición del producto educativo que ofrecen al mercado, y hacia la gestión, hacia el cumplimiento de las exigencias administrativas bajo las cuales debe realizarse tal relación de oferta y demanda, identificándose la autonomía con la autoadministración para el éxito. Esto supone que la enseñanza escolar pierde su sentido político (que significaría la conciencia de que la educación debe ser entendida como una práctica que tiene presupuestos y consecuencias sociales, por lo que debe ser objeto de participación, deliberación y acuerdo social), quedando convertida en una cuestión meramente técnica.
              Toda la complejidad en el desarrollo y gestión de las actuales exigencias a las escuelas favorece esta despolitización, ya que dicha complejidad actúa como motivación para la exclusión del alumnado y de la comunidad de discusiones que han adoptado una forma muy tecnificada. A la vez, esta despolitización hace creer que el problema educativo es tan sólo uno de eficacia. Sólo que ahora esta eficacia no hace sólo referencia a los métodos de enseñanza, como ocurría hace unos años, sino al funcionamiento general de los centros educativos. El auge de la mentalidad tecnicista a que conduce la concepción gerencialista de la autonomía se basa además en una concepción ilusoria de la autonomía, porque hace creer a los enseñantes que poseen un dominio sobre su trabajo, cuando detrás se esconde la incapacidad para entender las claves políticas que lo sostienen, así como la incapacidad para enfrentarse a una de las características fundamentales de la práctica educativa: su ambigüedad, sus conflictos de valores y la permanente reinterpretación necesaria de las situaciones para dilucidar lo moralmente correcto, más que lo eficaz. A mantener esta ilusión ayuda el espejismo que provoca la retórica del profesionalismo, identificando dominio con tecnificación y haciendo creer que autonomía significa especialización y exclusividad de una práctica no compartible.

  • D) Devolución sin participar en esa política: Pseudoparticipación
              No deja de llamar la atención, a la vez que es muy clarificador sobre el auténtico alcance y valor de la autonomía del profesorado que representan las actuales reformas educativas, el hecho de que la supuesta autonomía concedida no sólo no nace de una demanda del profesorado (Gimeno, 1994), sino que éste ni siquiera participa en su proyecto político. Paradójicamente, al profesorado y a las escuelas se les "devuelve" algo que no han pedido y ni siquiera participan en la formulación de las políticas de devolución. Esta paradoja se convierte necesariamente en otra: se concede autonomía escolar, pero los parámetros de las políticas ya están fijados (Robertson, 1993).
              Que esta aparente autonomía no significa gran capacidad de acción lo demuestra el hecho de que la capacidad de decisión e intervención sólo es "concedida" a partir del centro, siendo excluido el profesorado de todos los presupuestos, condiciones y organizaciones previas. Una vez que otros, otras instancias han decidido y planificado todo hasta las puertas de la escuela, los enseñantes actúan, pero sin capacidad de intervenir "hacia arriba" para transformar las condiciones en que se les deja "autónomos" Son sólo obedientes funcionarios que deben resolver los problemas en los que se encuentran, tal y como se los han definido y con los recursos que les han concedido. Su autonomía no es política, sino tan sólo de gestión. Como ha dicho Angus (1994), una nueva burocracia ahora disfrazada de participación. Es lo que Bottery (1992) ha llamado la pseudoparticipación, esto es, se promueve la participación del profesorado en la realización de las tareas específicas del trabajo, pero se va desanimando ésta conforme se asciende hacia la organización del mismo, y más aún en las esferas de definición de las políticas de la institución.
              E) Asunción de la nueva ideología: implicación, competitividad, autointerés, control entre colegas Sin embargo, el éxito de las nuevas reformas depende de que el profesorado "sienta" que su autonomía ha aumentado, por lo que es necesaria la creación de un sentido de propiedad en un juego que no ha elegido. No se trata solamente de que realice "autónomamente" las reformas previstas, de que adaptándolas las adopte. El modelo del mercado requiere además que participe ideológicamente del principio de la competitividad, que asuma las nuevas reglas del juego, a la vez que respeta los márgenes del curriculum oficial. Según ha puesto de relieve Hatcher (1994), los mecanismos del mercado requieren la socialización del profesorado en nuevos valores: requieren pasar de una ética de servicio a un sentido de autointerés competitivo. Y en su opinión, este cambio se produce asociado a una transformación en la ideología del profesionalismo, en donde el acento pasa de situarse en la noción de autonomía, a centrarse en la competencia técnica y la competitividad en el mercado. Al fín y al cabo, el profesionalismo suele estar asociado al ejercicio liberal de la profesión, que incluye este sentido de autointerés, riesgo y ganancia.
              El éxito de una política de este tipo depende por consiguiente de la forma en que la propia institución escolar y la propia cultura profesional se transforma, adoptando procesos de autocontrol, en vez de control externo. Es, como lo ha llamado Smyth (1993), un control participativo. Pero también, como lo llama Ball (1993, pág. 66), una conducción a distancia, donde "la coerción es reemplazada por el autocontrol —la apariencia de autonomía." Y es que, bajo la necesidad de coherencia y cohesión, las técnicas de gestión y los proyectos curriculares de centro pueden convertirse en una forma de control más estricto y cercano y en un impedimento del disenso de los colegas (Ball, 1997). De la misma forma que la apariencia de autonomía y la pseudoparticipación, aunque puede aumentar la capacidad de acción de los enseñantes en algunos aspectos, simultáneamente los puede hacer también más dóciles.

  • F) Más responsabilidad sin poder. Meritocracia de escuelas Pero hay aún otro logro político de estas reformas: los enseñantes aumentan su responsabilidad, pero sin aumentar su poder, esto es, sin disponer de más posibilidades de transformación de las circunstancias en las que se desenvuelve su trabajo (Ball, 1993). En la medida en que más responsabilidad no significa más poder de cambiar las cosas (no sólo por los controles burocráticos, sino por la imposibilidad de cambiar la imagen de un futuro incierto, en el que la promesa de la escuela acerca de mayores oportunidades sociales queda desmentida por la presencia del paro y la marginación), mayor responsabilidad supone un mayor deterioro de la profesión y un mayor rechazo social, al recibir todas las culpas por la incapacidad de hacerse cargo de todas las misiones sociales que ahora se le encomiendan a la educación. Un efecto de esta responsabilidad sin poder es una redefinición de la meritocracia, en una época en la que los excluidos aumentan y donde la movilidad social es descendente. Al aumentar la responsabilidad hacia las escuelas se resitúa ideológicamente el principio de la meritocracia, en función de la capacidad o incapacidad de las escuelas para dar cuenta de las nuevas necesidades de la sociedad y de la juventud. Ante la falta de políticas no escolares para remediar la crisis, la política de la autonomía escolar hará ver que algunas escuelas sacan adelante a su alumnado, mientras que otras no. Así, si clásicamente la meritocracia era la justificación de que las diferencias no eran sociales, sino individuales, ahora se añade a ello que la solución de las mismas no depende sólo de los méritos propios de los individuos, sino también de la calidad de las escuelas. Serán las escuelas, las que fracasen o tengan éxito; serán ellas las responsables del deterioro social, no las políticas económicas y sociales.

4. Conclusiones: buscando un futuro

          Si bien el panorama que acabo de presentar no es muy halagüeño respecto al significado que está adquiriendo la autonomía de centros y de enseñantes y las consecuencias que puede llegar a tener, no debe deducirse de aquí, como es lógico, que deba minusvalorarse la importancia de que el profesorado piense en lo que están haciendo colectivamente y trate de entender y atender a las necesidades de su alumnado. El problema no es, por supuesto, que los centros realicen sus planes y proyectos, sino más bien, en qué contexto se está definiendo esta tarea y bajo qué mentalidad hegemónica la podemos estar entendiendo y realizando.
          Lo que significa esto es que, a pesar de la crítica realizada, las actuales reformas contienen en su interior elementos de paradoja. Por ejemplo, en principio puede aceptarse como una ganancia potencial el hecho de que a las instituciones escolares se les reconozca el derecho y la obligación de pensar en sí mismas en conjunto, tratando de determinar cuáles son sus propósitos educativos y cómo piensan desarrollarlos. De igual manera, hay que interpretar como un beneficio, y como la posibilidad de mayor satisfacción profesional, el reconocimiento y la legitimación de elementos de reflexión autónoma en la definición del trabajo docente. No obstante, estas supuestas ganancias pueden ser aparentes si sólo pueden generar procesos de discusión sobre los cómos de la práctica educativa, sin capacidad de decisión sobre los qué y los hacia dónde, que tienen que ser aceptados, o sin capacidad de intervención sobre las condiciones en las que transcurre la escolaridad. El éxito político de estas reformas depende precisamente de que los enseñantes acepten estas limitaciones como una ganancia. (Note 11)
          Lo que es importante entender aquí es que más autonomía no significa más margen de maniobra (ya sea por parte de los centros y enseñantes, o por parte de las familias y los particulares), sino más capacidad de intervenir en las decisiones políticas por las que se ceden responsabilidades a las escuelas, así como más capacidad de intervención en las condiciones por las que tales cesiones pueden usarse para una mayor vinculación social en el desarrollo del bien común.
          No puede hablarse de autonomía sin una clara conciencia del papel social y político que desempeña la escuela y cómo éste se concreta en cada caso. Esto significa no sólo una comprensión sociológica de cómo la escuela contribuye o puede contribuir a la igualdad o a la desigualdad social. Significa también una comprensión de cómo la enseñanza debe procurar dotar a todo el alumnado de recursos culturales e intelectuales socialmente equivalentes e internamente plurales. Esto es, una clara conciencia de cuáles son las bases culturales que debe proporcionar la escuela en cualquier caso y cómo esto debe ser leído y garantizado (más que diferenciado) para cada caso (Gimeno, 1994; Elliott, 1998).
          En este sentido, no creo que sea defendible una autonomía de los centros si, en vez de referirse a las condiciones institucionales, sociales, políticas y de recursos para garantizar lo anterior, ésta se convierte, por el contrario, en una forma de asegurar unas "señas de identidad" o una "línea pedagógica" con la que justificar nuevas formas de control sobre el pensamiento y la práctica de unos enseñantes sobre otros, en nuevas formas de exclusión de alumnado y de somentimiento del profesorado. Los peligros de la autonomía no son sólo los de la privatización y el clientelismo, sino además todos los relativos a las presiones de los grupos de poder internos a los centros para imponer un "consenso", para excluir posiciones o prácticas pedagógicas diferentes (algo que hay que pensar que actuará más para frenar posiciones progresistas en claustros conservadores, que no al revés).
          Apple (1998) se ha referido a que, en gran medida, la huida de las familias hacia modelos de elección y de mercado es producto de las propias prácticas "profesionales" de secretismo y de exclusión de la participación de la comunidad. Pero igualmente, en un contexto como el actual, en el que la autonomía y las políticas de elección les caen de arriba, sin tomar parte en las formas en que ahora se les crean nuevas reponsabilidades, la reacción docente puede ser la de la excerbación de los intereses y beneficios personales o grupales, no la de la reflexión meditada de sus responsabilidad y la reconstrucción de su compromiso con ideales educativos. La autonomía puede actuar como excusa para políticas reaccionarias en los centros si, a la ausencia de vínculos con la colectividad y formas políticas de participación en niveles más generales que los de las escuelas aisladas, se une la reacción conservadora del profesorado (amparada en la propia autonomía como derecho a sus propias decisiones) como respuesta ante políticas que les desautorizan, a la vez que les obligan a asumir riesgos y les convierten en responsables de las consecuencias de lo que no pueden determinar.
          No creo que puedan desvincularse estas consecuencias del hecho de que los debates teóricos sobre la autonomía, al igual que la producción académica sobre el cambio educativo, hayan volcado sus energías en los aspectos formales y procedimentales: cómo se genera el cambio, las capacidades de desarrollo individual e institucional, la estructura organizativa y los procesos de la institución que aprende, etc. (Hargreaves y Hopkins, 1991; Holly y Southworth, 1989). El precio ha sido el abandono del contenido pedagógico, esto es de la cuestión sobre qué prácticas pedagógicas, dirigidas a qué fin (Mitter, 1997). Ello ha conducido a la legitimación de la autonomía del profesorado como una cuestión de procedimientos sin contenidos y sin marco socio-político. En donde por ejemplo, como se viene quejando Elliott (1998), la investigación en la acción se ha desligado del curriculum y la pedagogía. Y en concreto, de una visión del curriculum entendido como un proceso abierto de experimentación pedagógica dirigida por la aspiración de hacer igualmente accesible a todo el alumnado los recursos culturales de la sociedad. Al convertirla en una cuestión formal, la autonomía se ha convertido en una conceptualización que ignora las auténticas autonomías del profesorado, en una intelectualización que ignora el capital intelectual y la experiencia práctica de a quien se dirige el discurso académico; la invención de procedimientos para el desarrollo de la autonomía del profesorado, como forma de mantenimiento del estatus de los académicos, se hace sin tener en cuenta los propios recursos y tradiciones de los docentes para ello. Que las teorías sobre el cambio y la autonomía hayan perdido el contenido pedagógico y las referencias a los compromisos socio-políticos, como algo más que mero procedimiento es probable que tenga que ver (al margen de otros oscuros intereses que en ocasiones puedan estarse instrumentando) con la propia tendencia académica de búsqueda de "la teoría del cambio", de visiones universales, por encima de las diferencias ideológicas. Pero aquí está el error: en la pérdida de comprensión de que las reformas, las innovaciones, los procesos de cambio, son procesos de tensión política entre diversos intereses, grupos sociales, ideologías y estrategias de acción. La idea de la escuela como unidad orgánica de la acción educativa y del cambio puede ser entendida sólo si también se entiende que esto no está al margen de las diferencias sociales, ideológicas y políticas que pueden representarse entre diversos centros y en el interior de los mismos. Y más, en una institución como la escuela que es en sí misma espacio de contradicciones y conflictos sociales. La escuela es un espacio permanente de conflictividad, por lo que es absurdo esperar a saber "cómo se cambia". En ese espacio permanente de conflictividad y contradicción es donde hay que pensar las posibilidades de defensa de ciertas ideas que pueden argumentarse en su valor pedagógico y social y que entrarán en necesaria conflictividad con otras ideas y prácticas.
          Pero si se quiere que el debate permanente y abierto sobre los compromisos educativos y sociales trascienda el ámbito académico, y si se aspira a que éste sea un debate fundamentalmente profesional (en el sentido de que se vertebre con las formas prácticas y los pensamientos subyacentes con que los enseñantes realizan su trabajo), entonces es necesario que los docentes puedan tener el reconocimiento y la posibilidad real de tomar parte activa en la elaboración y desarrollo de políticas educativas, así como en la defensa de ideas educativas (en la red semántica que puebla el imaginario sobre la educación y su finalidad) y en el análisis y la denuncia de las condiciones de enseñanza y sus consecuencias. Quizás lo más necesario y urgente, más que inventar procedimientos de "autonomización del otro", sea apoyar la elaboración de voces públicas en las que la discusión pública, política, sobre la educación no esté instrumentalizada por intereses extraños. Pero ello sólo será posible en el contexto de movimientos de enseñantes, entendidos como fuerzas sociales activas, movilizadoras de prácticas e ideas. Y entiendo que aquí el trabajo académico no puede ser otra vez el de tecnologizar otro procedimiento, ahora el de articulación de movimientos. Supongo que no cabe ese riesgo, ni ese error de apreciación. Porque los movimientos sociales se producen en las prácticas y en los compromisos concretos, en la discusión de ideas dentro de colectivos que buscan en su propia práctica profesional dar sentido a su trabajo, expresar públicamente tales motivaciones y las formas en que la enseñanza escolar se encuentra atrapada en conflictos que no siempre son educativos, aunque se proyecten sobre ella.

Notas

Conferencia presentada al coloquio Pedagogia y Autonomia. Universidad del Minho (Braga-Portugal) Braga, 23 de Noviembre de 1998

  1. Y produciéndose también una especie de ahistoricismo, en una suerte de —parafraseando a Ball (1997)— post-90ismo, haciendo un vacío de cualquier experiencia y tradición renovadora anterior, como si todo hubiera empezado de nuevo a partir de entonces. Igualmente, se ha producido una dislocación que hace creer que no existe otro lugar fuera de la LOGSE, que no existen experiencias alternativas al margen de lo que supone y propone la reforma oficial.

  2. En el caso español todos estos cambios han venido acompañados de una nueva estructura del sistema educativo (cuyo principal aspecto ha sido la ampliación de la escolaridad obligatoria) y de la potente introducción de una concepción constructivista del aprendizaje. Este último factor se ha autojustificado por la pretensión de que la reforma fuera no sólo estructural, sino también metodológica (o como se ha dicho, psicopedagógica), esto es, que afectara a los modos de enseñar. Pero lo que indudablemente ha supuesto también ha sido el establecimiento de toda una estrategia de legitimación de la propia reforma, al ser presentada como una cuestión técnica y científica, y no política, ocultando, en su insistencia en el modo de enseñar, otras decisiones respecto a los contenidos de la enseñanza, o los controles sobre la práctica docente, en forma de una remozada (al buscar su justificación en el cognitivismo, en vez de en el conductismo) pedagogía por objetivos. Además, ha servido, como producto de los mecanismos de justificación de la reforma que se han puesto en marcha de esta manera, para la introducción y consolidación de un campo disciplinar y profesional: la psicopedagogía.

  3. Véase, por ejemplo, (Boyd-Barrett, 1995), en donde se analizan los casos de Inglaterra y España en cuanto que tradiciones curriculares opuestas que, sin embargo, como producto de sus actuales políticas educativas en cada país se han acercado notablemente.

  4. Una aproximación diferente a esta cuestión es la que diversos autores están realizando a partir de lo que han llamado “modernización reflexiva”. Véase (Beck et al. 1997)

  5. Sirva de ejemplo la forma en que un alto ejecutivo español de empresas multinacionales del automóvil, López de Arriortúa (conocido como “Superlópez”, por su capacidad para dirigir las empresas en las que trabaja hacia altas cotas de productividad con los nuevos modos de gestión del trabajo), acaba sus conferencias en las que expone sus teorías empresariales: «Para concluir la conferencia López presenta una diapositiva con un pasaje africano y en su mensaje final explica que cada mañana en África, al salir el sol, se despierta una gacela que piensa que tiene que correr más que el león si quiere llegar viva al final del día. El león al despertarse también piensa que tendrá que ser más rápido que la gacela, si no quiere quedarse con el estómago vacío. No importa ser gacela o león, dice López, “lo importante es estar ya corriendo cuando sale el sol”» (El País, 28/5/94). Algo llamativo de este ejemplo, no se sabe si sólo como juego de retórica o si como puro cinismo, es la celebración de la ley de la selva; es la forma de presentar el hecho de comerse unos a otros como una cuestión casi deportiva en la que, como rezaba una vieja campaña española de promoción del deporte, “lo importante no es ganar, sino participar”.

  6. Esta progresiva tecnologización de la educación no se refiere solamente a los efectos de la aplicación de las nuevas tecnologías y a los intereses que pueda haber tras ello. Tiene que ver también con el desarrollo creciente de programas a aplicar a diferentes órdenes de la práctica educativa: habilidades sociales, educación en valores, programas de tutorías, etc., tecnologización que se mueve en el terreno de la descomposición de aspectos cruciales de la práctica educativa que desaparecen de la relación pedagógica cotidiana y se recuperan como programas específicos, elaborados por profesionales específicos. De esta forma, se disocian de la práctica educativa de los enseñantes aspectos cruciales de su trabajo que ahora deben ser pensados como programas específicos en los que deben ser adiestrados por los nuevos profesionales de la psicopedagogía. Es, paradójicamente, una descualificación que aparece como recualificación.

  7. Por supuesto, hay que pensar que en muchas ocasiones todo ello no representa sino la posición ideológica de quienes defienden tales juegos de lenguaje y tales propuestas (véase como ejemplo, D. Hargreaves, 1994). Sin embargo, en muchas ocasiones, la argumentación a favor de ciertas políticas educativas tiene otros puntos de partida más zafios e intelectualmente más lamentables: desde la inconsciencia de la significación política de las propuestas, pensando que se trata sólo de cuestiones técnicas inocuas, hasta la aceptación de lo que se presenta como una moda, como la forma de pensar y de hacer las cosas ahora, hasta el realismo pragmático de que las cosas son así y más vale que las aceptemos, pasando por el interés gremial o personal, en la medida en que muchas de estas reformas suponen el afianzamiento de un papel social como protagonista de su saber especializado, experto necesario, y que tiene consecuencias en el grado de influencia de las instituciones a las que pertenece o en el beneficio personal (económico y de prestigio).

  8. Por supuesto que el análisis de Dubet y Marticcelli, referido a Francia, conserva diferencias muy notables respecto de otros casos. Ellos están hablando de la evolución sufrida por un sistema de escuela republicana y laica, mientras que, evidentemente, en el caso español tendríamos que hablar de la escuela en una dictadura y con una clara ideología nacional-católica. Sin embargo, para lo que aquí nos interesa, creo que la evolución que señalan se corresponde claramente con la seguida por los sistemas educativos en general en los últimos 50 años. Lerena (1980), refiriéndose al caso español (y con otras claves y preocupaciones en su análisis) ha hablado de escuela tradicional-elitista y escuela tecnocrática de masas.

  9. Este apartado, y parte del siguiente es un extracto del último capítulo de mi libro La autonomía del profesorado (Madrid: Morata, 1998)

  10. Recuérdese que en los años 70 las experiencias de autogestión se referían precisamente a esto, a proyectos de escuelas cooperativas que proponían sistemas de gestión democrática que constituían tanto alternativas de organización como experiencias en sí mismas educativas. Sirva de ejemplo de una experiencia de este tipo (Lara y Bastida, 1982).

  11. Este es, en definitiva, el núcleo fundamental de lo que supone el post-fordismo: conseguir la adhesión y la lealtad de los trabajadores haciéndoles participes y creativos en la mejora de los procesos de producción, sin discutir los objetivos de la empresa. Y por supuesto, sin discutir a quién pertenecen los beneficios (la plusvalía), ni la política de personal, ni la flexibilización laboral…

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Acerca del Autor

José Contreras Domingo

Profesor Titular de la Universitat de Barcelona

Tel.: (34) 934 03 50 45
Fax: (34) 934 03 50 14

Email: Jose.Contreras@doe.d5.ub.es

Dirección

Departament de Didactica i Organitzacio Educativa
Universitat de Barcelona
Passeig de la Vall d´Hebrón, 171
08035 Barcelona (Spain)

Doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Málaga (Título de la Tesis Doctoral: La investigación en la acción y el problema de la autonomía del profesorado).

Profesor de la Universidad de Málaga desde 1983 a 1992.

Profesor de la Universidad de Barcelona, en el Departamento de Didactica y Organización Educativa, desde 1992.

Ha colaborado en diversas investigaciones, entre las que destaca la «Evaluación de la Reforma del Ciclo Superior de EGB en Andalucía», dirigida por Angel Pérez Gómez y José Gimeno Sacristán, financiada por el Plan Andaluz de Investigación (duración: 1986-91), que fue Primer Premio de Investigación Educativa en la convocatoria de Premios Nacionales a la Investigación e Innovación Educativas 1992, realizada por el C.I.D.E. (M.E.C.).

Ha publicado los siguientes libros:

Enseñanza, Curriculum y Profesorado. Introducción Crítica a la Didáctica. Madrid: Ed. Akal. 1990. (2ª ed., 1994).

Models d’investigació a l’aula. (en coautoría con Angel Pérez Gómez y Félix Angulo Rasco). Barcelona: Universitat Oberta de Catalunya, 1996.

La Autonomía Profesional del Profesorado. Madrid: Morata, 1997.

Ha publicado también diversos artículos sobre teoría del curriculum, sobre profesorado y sobre investigación en la acción.

Asiduo colaborador de la revista Cuadernos de Pedagogía, ha coordinado el monográfico de la misma sobre «Tendencias educativas en la actualidad» Nº 253, Diciembre, 1996.

Es también miembro de los Consejos de Redacción de las revistas Investigación en la Escuela (Universidad de Sevilla), Temps d’Educació (Universitat de Barcelona) y de la revista electrónica HEURESIS: Revista Electrónica de Investigación Curricular y Educativa (Universidad de Cádiz).