LAS COMPLEJAS REALIDADES DE LA
COLABORACIÓN EDUCATIVA
Juana
María Sancho Virginia Ferrer
Este trabajo reflexiona sobre el
significado de la colaboración educativa contemplando las ventajas que supone
en los procesos de enseñanza/aprendizaje y llamando la atención sobre los
muchos obstáculos contextuales, institucionales, personales y materiales que
dificultan su desarrollo en la práctica.
“La gente
nos parece real, es decir, parte de nuestra vida, en la medida que somos
conscientes de que nuestras respectivas voluntades se modifcan entre sí”.
Auden
El valor de una jornada
No es la
primera vez que de uno u otro modo se trata en estas páginas temas relacionados
con la colaboración, la cooperación, o la participación democrática en la
educación. De hecho, una de las banderas de los diferentes movimientos de
renovación pedagógica ha sido la democratización de la enseñanza. Una de las
características definitorias de este colectivo ha sido considerar al alumnado
como un conjunto de individuos con voz propia, con un papel activo en su
proceso de aprendizaje y con capacidad para tomar decisiones en aspectos
relevantes de su educación. Al tiempo de configurar al profesorado como un
grupo profesional con criterio pedagógico para proporcionar al alumnado el
ambiente de aprendizaje adecuado a sus necesidades formativas, para tomar
decisiones informadas sobre lo que parece más conveniente y con capacidad para
llevarlas a cabo en colaboración entre sus colegas, en ocasiones con las
familias y, desde luego, con los propios alumnos. En este sentido, no tratamos
de presentar un tema novedoso para la educación. Aunque sí lo sea la forma que
ha seguido la elaboración y selección de los textos de este dossier. Teniendo
como referente una estrategia de formación utilizada por los colegas del
I.R.R.S.A.E. de Liguria (Italia) que consiste en “escuchar a otros para poder
hablar de nosotros mismos”; aprovechamos la estancia de una profesora de la
Universidad Estatal de Ohio (Estados Unidos), en visita sabática al
Departamento de Didáctica y Organización Educativa de la Universidad de
Barcelona, para abordar una vez más el tema de la colaboración en un momento en
el que nuestro sistema educativo parece haber olvidado parte de su bagaje y
tradición pedagógica. En un momento en el que la acentuación de los aspectos
de una democracia representativa (en la que el papel del ciudadano en la toma
de decisiones sobre todo aquello que configurará su vida de manera sustancial
se acaba en el momento que emite el voto) no está precisamente ayudando a la
creación da actitudes de tolerancia y responsabilización. Y sobre todo, en un
momento en el que la formación inicial y permanente del profesorado,
estrechamente relacionada con la reforma, mantiene y ha venido reforzando de
forma patente los modelos transmisivos de formación.
La
profesora Marilyn Johnston había pasado los últimos cinco años de su vida
académica participando en un proyecto para mejorar la formación inicial del
profesorado fomentando la colaboración entre la universidad y las escuelas.
Así mismo, durante una serie de años había trabajado en una escuela en la que
se intentaban recrear las ideas de Dewey sobre la educación en contextos
democráticos. Desde la concepción de que las actitudes democráticas sólo se
desarrollan y aprenden en situaciones de ejercicio real de la libertad, en las
que uno se puede equivocar, disentir e intercambiar puntos de vista. En las que
el conflicto se convierte en fuente de aprendizaje, negociación y
reconocimiento de los límites entre uno mismo frente a los demás. En
definitiva, desde la convicción de que, como dice la colega argentina Susana
Vior, “los males de la democracia sólo se curan con más democracia”.
De este
modo, su estancia entre nosotros, constituía una oportunidad que no podíamos
desechar. Así, dos grupos del Departamento de Didáctica y Organización
Educativa (I), juntamos nuestros esfuerzos para organizar una actividad
académica que rompiese el modelo transmisivo e individualista dominante. De
este modo se preparó la jornada de trabajo sobre La colaboración en la
educación (2).
La problemática de los términos.
En una de
las tareas humanas que necesita más del esfuerzo y la voluntad de todos como
es la de la educación, podría pensarse que plantearse el tema de la
colaboración viene a ser como una perogrullada. Sin embargo, como en otras
muchas ocasiones, a veces lo más básico y central, lo que se da por sentado y
nunca se discute y explicita, es lo que a menudo se nos escapa y de tahto en
tanto tenemos que recuperar.
¿Cómo es
posible educar sin la colaboración, cooperación o participación de todos los
implicados? En los procesos educativos, ¿no contribuímos todos con el propio
trabajo a la consecución o realización de un plan? ¿No ayudamos y unimos la propia
acción o influencia a otras para producir ciertos resultados? Entonces, ya
estamos colaborando, ya estamos cooperando, de hecho, no puede haber proceso
educativo sin que exista una mínima unión de voluntades.
Si esto
es así, ¿por qué periódicamente y de forma más o menos amplia y profunda,
aparecen acciones, movimientos, iniciativas encaminadas a “resolver los
problemas educativos en colaboración”?, ¿por qué se sigue planteando la
necesidad de coordinación entre el profesorado de un mismo centro?, ¿por qué
surgen llamadas para aumentar la participación del alumnado en la toma de
decisiones sobre lo que han de aprender, la forma de hacerlo y la manera de evaluar
su progreso?, ¿por qué se viene repitiendo hasta la saciedad, sobre todo en la
enseñanza superior, la necesidad de que el alumnado aprenda a trabajar en
grupo de forma colaborativa?, ¿por qué se sigue hablando de la importancia de
que las familias se impliquen en la enseñanza escolar?, ¿por qué se evidencia
la separación y, a veces, contraposición entre los intereses y expectativas de
la escuela y la Administración?
En todas
estas preguntas subyace esa condición fundamental para que cualquier acción
humana que implique a más de un individuo pueda tener lugar. Pero también
apunta algunas de las problemáticas básicas de la interacción y la actividad
social. Nos referimos al sentido de esa colaboración, al papel de cada uno de
los implicados en la misma, su grado de protagonismo, reconocimiento,
responsabilidad y posibilidad de sentirse realmente parte del proceso. En este
punto colaboración, cooperación, participación democrática, o cualquiera que
sea el nombre que le demos, comienza a connotarse, planteando otro conjunto de
preguntas. ¿Dónde comienza la colaboración, cooperación o participación
democrática en el propio planteamiento del proyecto o en el momento de su
realización? ¿Quiénes detentan el protagonismo y la capacidad real para tomar
decisiones? ¿Cómo se sienten representados y reconocidos los diferentes
implicados? ¿Cómo se elaboran las inevitables relaciones de poder? ¿Cómo se
garantiza el respeto a la diversidad y la diferencia? ¿Cómo se asegura la
asunción de las responsabilidades individuales y grupales? ¿Hasta qué punto los
“discursos para la colaboración” son propuestas de reinstrumentalización
escolar, para una mayor eficacia en las organizaciones? ¿Es la colaboración
entonces otra técnica de eficiencia grupa¡ más o tiene sentido y fin en sí
misma como propuesta ética y sociopolítica de convivencia y relación democrática
desde en la educación?
El tipo
de preguntas planteadas al inicio o en el curso de un plan de acción marcarán
de forma significativa el sentido de la colaboración, su talante más o menos
democrático y la exigencia real que supone para los participantes. La práctica
más arraigada, y no sólo en el campo de la educación, es que se pida a los
individuos su colaboración para llevar a cabo proyectos elaborados por otros.
Que a veces coinciden o no con sus necesidades y expectativas. Proyectos que se
concretan en marcadas divisiones de trabajo, organizaciones jerárquicas,
dependencia ciega y, por tanto, responsabilidad diluida. Proyectos que
conducen a prácticas en las que resulta difícil aprender del otro, ensayar
roles diferentes, explorar otras formas de actuar, plantear otro tipo de
relaciones y experimentar otras formas de ejercer la responsabilidad.
La importancia de las metáforas o
representaciones
La
perspectiva de la colaboración esbozada significa una representación diferente
del propio sentido de la actuación humana. Transformar este sentido implica
replantearse las concepciones más profundas sobre nosotros mismos y nuestro
papel como individuos en colectividad, sobre los demás en interacción con
nosotros y sobre las estructuras sociales creadas o en creación. En el caso
concreto de la educación, cuando alguien (desde la Administración al docente
que acaba de empezar su carrera) piensa en educar (enseñar, instruir) a
alguien, el papel que se otorga y otorga a los demás depende de como se vea, se
represente sí mismo como individuo y en su relación con los demás.
“El
primer objetivo de la educación consiste en hacernos conscientes de la realidad
de nuestros semejantes. Es decir, tenemos que aprender a leer sus mentes, lo
cual no equivale simplemente a la destreza estratégica de prevenir sus
reacciones y adelantarnos a ellas para condicionarlas en nuestro beneficio,
sino que implica ante todo atribuirles estados mentales como los nuestros y
de los que depende la propia calidad de los nuestros. Lo cual implica
considerarles sujetos y no meros objetos; protagonistas de su vida y no meros
comparsas vacíos de la nuestra” (Sabater, 1997:34)
Sin
reconocimiento del otro, sin el esfuerzo de entender sus posiciones, puntos de
vista, anhelos, conflictos y problemáticas, no puede existir proyecto real de
colaboración. Una participación auténtica, no meramente formal, que no
pervierta y enmarcare las relaciones y las discrepancias que pueda generar,
necesita de confianza en los otros. Pero sobre todo necesita una enorme
capacidad de aprendizaje. Capacidad que comenzamos a perder en la escuela y
acabamos olvidando cuanto más nos situamos en posiciones en las que podemos
actuar casi impunemente sin escuchar a los demás. Tendencia que llega a su máximo
punto de incidencia cuando se actúa desde esferas de poder que permiten acallar
las voces consideradas disonantes.
¿Es posible la colaboración en
educación?
Hay dos
sentidos básicos en la propia raíz etimológica y en la práctica de la
educación. Para uno, educar implica conducir. Imponer un camino por convicción
o conveniencia. Guiar por el “camino del bien”, la “senda del saber”; a partir
de lo que quien conduce cree que es “lo mejor”. Para el otro significa
iluminar y sugerir los caminos del bien, las sendas del saber sobre uno mismo y
el mundo que le rodea. Son dos concepciones que pueden parecer distintas, casi
contrapuestas. Son dos ontologías de la educación. Representan las formas
básicas de entender la relación entre el adulto y el niño/a o joven en formación.
Sin embargo, las dos presuponen que existe un mundo exterior, ya construido,
en el que es posible establecer una distinción entre el bien y el mal y tomar
decisiones.
En
cualquier caso, para que pueda establecerse una relación educadora el individuo
en formación ha de colaborar de alguna forma, si no la relación educativa no
existe (un caso extremo sería el autismo). Pero para crecer, para
independizarse, para llegar a poderse responsabilizar de uno mismo hay que
“matar al padre”; polemizar con las normas, desmitificar las estructuras,
cuestionar las jerarquías.
Esto
llevó a algunos pensadores en los años sesenta a plantear la educación como
confrontación, como conflicto y resistencia á la institución y al propio
docente como representante de “la autoridad”. Otros, como lllich, apostaron
por la desescolarización, es decir, por plantear una enmienda a la globalidad
a la institución escolar del capitalismo avanzado, a cambio del
establecimiento de redes de autoaprendizaje cooperativo. Este pensador planteó
la grave contradicción que existe entre las lógicas productivas y las lógicas
relacionales en la sociedad. Un colectivo humano que se ocupa y preocupa por el
aumento de la producción, el consumo y el beneficio, automáticamente se despreocupa
y retrasa el progreso relacional y el proyecto de convivencia humanizadora. El
tiempo empleado en las relaciones con los otros, se desinvierte de las
acciones productivas. Cuanto más estrechas, amplias, profundas y variadas sean
las relaciones con los otros, más angostas, limitadas y recortadas quedarán
nuestras actividades productivas. Una de las razones de las pérdidas
comunicativas en nuestras sociedades es la imposición de las lógicas
productivas que son directamente opuestas a las lógicas relacionales. De este
modo, la convivencialidad como fin de la colaboración es un valor que puede
ser opuesto a la productividad, el primero de orden ético y social, el segundo
de orden técnico y material. En este sentido, “La relación convivencia¡, en
cambio siempre nueva, es acción de personas que participan en la creación de
la vida social. Trasladarse de la productividad a la convivencialidad, es
sustituir un valor técnico por uno ético, un valor material por un valor
logrado. La convivencialidad es la libertad individual, realizada dentro del
proceso de producción, en el seno de una sociedad equipado con herramientas
eficaces” (lllich, 1975:40).
Esta
lógica de la productividad se está transfiriendo a la educación, a veces como
indicador de calidad. La pregunta que podríamos hacernos, desde estos
planteamientos, es si es posible la convivencia entre unos esquemas y fines
fundamentalmente instrumentales y productivos en la selva del mercado frente a
unas actividades y metas humanizadoras y convivenciales hacia una posibilidad
de crecimiento cooperativo sostenible y pacífica.
El
discurso del avance democrático (todavía más formal que real) y la emergencia
de otras voces han venido apuntando que es posible discrepar, expresarse,
desarrollar visiones propias sin necesidad de confrontación desgarrada y
violenta (aunque, en ocasiones, la violencia cotidiana más profunda es la
ejercida por determinados individuos y sistemas). Que el aprendizaje del
respeto y reconocimiento del otro es un intercambio en el que quizás no haya
“buenos ni malos” aunque sí individuos e instituciones con mayor o menor grado
de responsabilidad (3).
Sin
embargo, la cultura inercial educativa familiar y escolar se basa más en la
“autoridad” o ausencia de ella y se sitúa más en el continuo
paternalismo autoritarismo, que en la explicitación y construcción de un
proyecto compartido en el que todos aprenden de sí mismos, de los otros y del
mundo en el que viven.
En el
plano escolar, las concepciones del aprendizaje como un proceso individual
derivado exclusivamente de la enseñanza impartida por el profesor; el sistema
de evaluación más decantado a la clasificación que a la detección y superación
de los problemas de aprendizaje; y la latente competitividad del propio
sistema, por las consecuencias que implica “no tener la mejor nota”; configuran
un panorama poco propicio para que prenda la cultura de la colaboración. El
ejemplo reseñado más adelante constituye una de las muchas evidencias de esta
constatación.
Este
panorama que se completa con la componente autoritaria, jerárquica y
funcionaria¡ de las actuaciones de la Administración y de las direcciones de
los centros (desde la escuela infantil a la Universidad). En estos entornos, la
discusión, el intercambio de puntos de vista, la toma de decisiones
compartida, las consultas con la finalidad de entender mejor la realidad,
etcétera, no sólo son inexistentes sino consideradas como una muestra de
debilidad por parte de los que detentan el poder.
Un ejemplo en la docencia
universitaria
En la
asignatura de Tecnología Educativa de la Universidad de Barcelona, se proponía
al alumnado trabajar en grupos de 4 o 5 con la finalidad de preparar un total
de nueve talleres para realizar el trabajo relativo a los créditos prácticos.
La distribución se
podía
haber enfocado de distinta maneras, pero para ser coherente con el
planteamiento y las finalidades del curso, se planteó al alumnado que formase
los grupos y eligiesen los talleres. Se fue anotando a las personas que querían
formar parte de cada taller y nos encontramos con dos que provocaban poco
interés y dos que provocaban demasiado. Se volvió a explicar el sentido de los
talleres, el hecho de que todos ellos podrían realizar uno y asistir a dos como
alumnos; así como la importancia de explorar todos los aspectos de la materia.
Esto sirvió para que un par de estudiantes dejara la primera opción y
escogiesen otra menos concurrida, pero todavía seguía el problema. Se pensó,
precisamente por tratarse de los primeros días del curso, que podía ser un
buen momento para plantear una discusión y ver cómo entre todos se podía
resolver el problema, sin que la docente tuviese que poner la última palabra.
Alumnas y
alumnos, no todos, como cabía esperar, expusieron sus puntos de vista. Desde
los que hubieran preferido que los distribuyese la profesora sin más, a los
que planteaban que de forma inevitable, en cualquier situación, unos siempre
estarían más contentos que otros con lo que les hubiese tocado o pudiesen
elegir, por lo que era mejor tener la opción de hacerlo, hasta los que hablaban
del egoísmo de los que eligen primero y no quieren cambiar, con más o menos
conciencia de que en una elección siempre habrá un primero y un último. Al
final, sin demasiada dilación, se tomó una decisión consensuada que, a lo largo
del curso, todas las personas consideraron satisfactoria. Sin embargo, lo
interesante de la historia no es la historia en sí, sino cómo los estudiantes
lo reflejaron en su diario de clase.
Aquí, las
respuestas fueron variadas. Desde quienes no realizaron ninguna referencia,
por considerar que lo que se aprende en la Universidad son “hechos”, “cosas” y
no tanto a pensar y a entender lo que nos pasa como individuos y como grupos (a
pesar de tratarse de una Facultad de Pedagogía), a quienes consideraron (los
menos) que había sido una pérdida de tiempo y un error de la profesora no
haber dividido los grupos sin más (aunque en estos casos los estudiantes
siempre pueden buscar formas de negociar a posteriori con sus compañeros o la
profesora para conseguir su opción), a quienes convirtieron el hecho en un
acto de aprendizaje sobre la gestión de grupos, el comportamiento humano y el
compromiso que adquieren los miembros de un grupo cuando toman una decisión compartida.
El contexto de la jornada de
trabajo sobre La colaboración en educación
Como
hemos podido observar, distintos discursos, incluso a veces contrapuestos, se
hacen eco del paradigma colaborativo en los contextos educativos. En nuestra
universidad y en concreto en el campo de la pedagogía y de la formación del
profesorado, en escasas ocasiones nos planteamos experiencias reales de tipo
colaborativo entre los distintos agentes culturales internos, con menor
frecuencia con colectivos externos a la Universidad, y en los escasos ejemplos
con notorias contradicciones, obstáculos y simulaciones. El movimiento de
Investigación en la Acción, propiciado por la influencia ejercida en España por
las ideas de Lawrence Stenhouse y John Elliot. entre otros a comienzos de los
años ochenta, propició el florecimiento de pequeños oasis de colaboración
entre universidades y escuelas que, por diferentes causas, no pudieron
sobrevivir.
Las
prácticas de colaboración, cuando son profundas y se asumen con compromisos,
implican un cuestionamiento de diversos órdenes para los que no poseemos ni
hábitos, ni capacidades ni actitudes suficientes para llevarlas a cabo. La
jornada sobre La colaboración en la educación se planteó entonces como un botón
de muestra de las posibilidades que implican dichos desafíos y los nuevos
aprendizajes que conllevan. Esta jornada de trabajo estuvo dirigida a todos
los educadores /as interesados/as en los planteamientos colaborativos en
cualquier nivel o ámbito educativo con la finalidad de compartir e
intercambiar sus propias experiencias, vivencias, estrategias y propuestas
prácticas. La motivación que nos impulsó a realizar este encuentro se basó en
la constatación de la dificultad de concretar en la realidad propuestas
democráticas, participativas y comunitarias en las distintas aulas debido a
los hábitos y tradiciones tecnocráticos, deshumanizadores, normativos,
individualistas aún imperantes en la educación. Modelos que siguen
paralizando, cancelando u ocultando la participación, el debate, la
negociación y el compromiso de los propios sujetos protagonistas docentes y
discentes en la concreción de su proyecto formativo.
Convocamos
estas jornadas convencidos de que el valor de esta dimensión colaborativa de
la educación trasciende el propio ámbito del aula para insertarse como modelo
y propuesta de comportamiento social y de transformación instituyente en las
mismas instituciones educativas. Si lo que perseguimos es la construcción de
sociedades más democráticas, cooperantes y solidarias, la educación para la
colaboración será uno de los requisitos indispensables no sólo en la formación
teórica, no sólo como estrategia de eficiencia en el trabajo grupa¡, sino como
un fin incorporado a las prácticas reales, evidentemente impuras, pero por esa
razón vivas, de la realidad pedagógica.
Por esta
misma razón, una de las condiciones sine qua non para participar en la jornada
fue la de presentar por escrito un informe, relato, descripción,
problematización o análisis de una experiencia colaborativa vivenciada desde
la mirada de los propios actores , alumnado, profesorado, formadores,
investigadores de cualquier ámbito y nivel educativo. Por ello, el interés no
era sistematizar o reciasificar las prácticas, sino explorar las vivencias,
contradicciones, dificultades, simulacros, logros, percepciones y
transformaciones que ocurren desde lo colaborativo en educación.
Las
aportaciones de Marylin Johnston, protagonista de la jornada, formadora e
investigadora de procesos colaborativos en educación, nos dio pie para situar
el trabajo en torno a dos ejes fundamentales: la colaboración en el aula y la
colaboración en la formación del profesorado. Siendo conscientes, esta
separación podía ser falaz puesto que las prácticas colaborativas de formación
docente se daban también en aulas y, por otro lado, en las aulas colaborativas,
los mismos educadores se formaban a partir de sus propias experiencias
compartidas con el alumnado y, en ocasiones, con otros compañeros.
Una de
las premisas ineludibles de esta jornada fue mantener coherencia externa e
interna. Por un lado, no separar método de contenido; es decir si nos
proponíamos explorar qué, cómo y por qué la colaboración como fondo sustantivo,
también pretendíamos a la vez que los métodos de intercambio, comunicación y
organización de esta experiencia fueran de tipo colaborativo, pues el sentido
se perdía sin dicha coherencia. Al mismo tiempo, el requisito de participación
en el evento fue también la coherencia interna. Todos los participantes tenían
que presentar un relato experiencia¡ fruto de su propia vivencia colaborativa,
desde su percepción de alumnos, de educadores, de investigadores o de asesores
para contrarrestar la vacuidad de ciertos discursos sin fundamento
experiencia¡ o de vida. Así el formato de la jornada se configuró a través de
intercambios horizontales entre los asistentes, habiendo sólo una ponencia
central que situó algunas nociones polémicas. La mayor parte del tiempo lo
ocupó el trabajo en grupos de comunicantes y de discusión que se presentaban
sus experiencias y tras los debates se elaboraban conclusiones, interrogantes
o más paradojas.
La
vivencia fue rica y sorprendente, pues la diversidad de experiencias
colaborativas en distintos ámbitos nos mostró paradójicamente que al margen de
los movimientos oficiales de renovación pedagógica se están gestando prácticas
alternativas heterodoxas que no hallan espacios ni tiempos de encuentro o
reconocimiento, prácticas colaborativas por tanto invisibles a las miradas de los
clasificadores y relatores de la renovación institucionalizada y por ello
seguramente a los propios ojos de sus protagonistas. Dar voz a la autoría, a
las contradicciones, a las dificultades y dilemas didácticos, políticos,
personales, éticos y teóricos que estas prácticas acarrean, fue por tanto una
de las metas fundamentales de este intercambio. Así uno de los puntos más
críticos presentes en la mayoría de los relatos fue la identifcación de la
dimensión colaborativa y de las máscaras que muchas veces ocultan, pervierten,
rutinizan o simulan los procesos colaborativos. Del análisis de las
experiencias pudimos obtener algunas pistas sobre las distintas dimensiones
problemáticas de lo colaborativo en educación.
Dilemas, simulacros y falacias de la
colaboración educativa en nuestra realidad.
Uno de
los factores cruciales de reproducción de las relaciones existentes es el
momento de la formación inicial del docente. ¿Cómo se piensa, se representa y
se trabaja el ser docente? ¿Cómo se contrastan y explicitan los modelos
interiorizados de forma inconsciente? ¿Cómo se adquiere el saber y las
habilidades que permitan llevar a la práctica las promesas que todos nos
hacemos cuando somos alumnos, “yo nunca haré eso”?
Trabajar
en grupos no es colaborar, pues la organización grupal puede implicar
sencillamente una división del trabajo precisamente contraria al espíritu
cooperativo; repartir tareas, distribuir roles, marcar responsabilidades son
momentos a veces necesarios en la constitución de un grupo colaborativo, pero
sólo desde la finalidad de crecimiento y maduración comunitaria global hacia
dinámicas autoreguladoras y autogestionarias del mismo;
La
colaboración implica relaciones de poder, pues éstas no se anulan por el sólo
hecho de la voluntad. El poder, la dominación, las desigualdades, las
jerarquías, los autoritarismos, las dependencias están presentes en las
relaciones colaborativas porque están interiorizadas por sus miembros, y se
manifiestan en las relaciones comunicativas, en las interpersonales, en las
posibilidades de participación, en las asignaciones de tareas, en las disputas
internas, en los compromisos, en los roles institucionales;
Es una
ingenuidad pretender eludir o eliminar estas relaciones políticas y afectivas
dentro del grupo colaborativo, pues sería suprimir lo relacional. En una dinámica
colaborativa se han de reconocer, explicitar en la medida en que sea posible y
reelaborar estas relaciones de poder identificando los efectos y las
repercusiones que conllevan, así como las causas que las originan. La
colaboración no puede suprimir el poder, como mucho lo resitúa, lo
redistribuye, y lo hace fluir de forma más consciente entre sus actores
impidiendo que se cristalice en uno u otro miembro, en uno u otro sector, en
una u otra posición. Es decir, los grupos colaborativos son más sensibles,
críticos y autocorrectivos frente a las distorsiones que producen las
relaciones de dominio, pero no las anulan. En este punto, algunas experiencias
relatadas en la jornada apuntan contradicciones con la teoría habermasiana del
aprori ideal del habla, tal como apuntan sus críticos (McCarthy) al no
reconocer este autor los fuertes componentes de poder en el diálogo
comunitario.
El grupo
colaborativo no debería anular las diferencias ni las competencias
individualidades, sino todo lo contrario. El desarrollo y la contribución
individual son necesarias para que la riqueza grupa¡ sea mayor. Es por eso que
los grupos colaborativos han de reconocer las diferencias entre los sujetos y
contemplarlas desde la perspectiva de la complejidad de las construcciones
grupales que suelen ser caleidoscópicas. Las relaciones intersubjetivas
potencian el crecimiento intrapsíquico, siguiendo a Vygotski, pero a su vez,
las relaciones intrasubjetivas promueven las relaciones interpsíquicas. Un
grupo colaborativo formado por sujetos homogeneizados, que no muestran su
diversidad y su disenso, sin oportunidades de crecimiento individual autónomo
mermará la capacidad de construcción y de acción del mismo grupo. Incluso es
deseable un cierto espíritu de superación competitiva entre los individuos o
pequeños grupos de trabajo siempre que y cuando el marco de actuación
conjunta esté presidida por la colaboración. Es decir, a mayor crecimiento
personal, mayor crecimiento grupa¡. Por ello, la dinámica competitividad/colaboración
puede funcionar armónicamente en contextos educativos cooperativos.
Desde
posiciones supuestamente colaborativas, muchos coordinadores de grupos plantean
simulacros de la colaboración, es decir se utilizan pautas de gestión del
grupo parcial, formal o superficialmente colaborativas manteniendo en cambio
reglas ocultas de conducta grupal desde parámetros no colaborativos. Asimismo,
el resto de miembros del grupo, asume este juego de simulación y representa los
papeles que se le asignan para, de forma estratégica, adaptarse a las demandas
del coordinador. El resultado final es un simulacro e impostura de
colaboración que precisamente corrompe las posibilidades auténticas presentes y
futuras de trabajo colaborativo en ese grupo.
Un dilema
presente en muchas experiencias es el relativo a la imposición o no de
dinámicas colaborativas en los grupos. ¿Hasta qué punto se ha de imponer la
supuesta bondad de la colaboración o ésta ha de surgir como necesidad y deseo
del mismo grupo tras una negociación seria y rigurosa sobre las formas de
relación y de acción interna y externa de éste? Muchos coordinadores desde una
perspectiva parcial aplican metodologías colaborativas sin debatir el sentido
y la adecuación o no de éstas para y con el grupo, sino contra éste. La
colaboración no es un método universal aplicable a cualquier situación y con
todos los sujetos, sino que es un punto de llegada que requiere un proceso de
maduración grupa¡ y un florecimiento de sensibilidades y habilidades para la
interacción que, en general, no son innatas y hay que formar. De lo contrario
se desarrollará de forma mecánica sin producirse las transformaciones
subjetivas e intersubjetivas que el mismo proceso requiere y que hay que
observar y atender con sumo cuidado. Serán los mismos sujetos los que irán
renegociando y repactando los diversos niveles de compromiso y las modalidades
colaborativas que más se ajusten a sus necesidades y posibilidades.
Ingresar
en dinámicas colaborativas implica enfrentarse a numerosas resistencias,
negaciones y barreras por parte de los mismos sujetos y de las instituciones
en las que se trabaja. Hemos de prever y atender a dichos obstáculos no como
patologías grupales sino como momentos a veces conflictivos y críticos pero
necesarios para la toma de conciencia colaborativa. Ello implicará por tanto un
desarrollo desigual, con fases de mayor crecimiento y maduración grupa¡ y
otras con regresiones; asimismo podrán implicar procesos de análisis y crítica
institucional que podrán llevar a enfrentamientos internos y/o contra la
institución hacia procesos supuestamente instituyentes y de transformación
institucional. Los grupos colaborativos plantean muchos retos personales e
institucionales, en cuanto a las formas de trabajo, los fines de la
organización, los estilos de dirección y los modos de relación que suelen
chocar con los establecidos.
Uno de
los aspectos más importantes de los individuos y del grupo como realidad
pedagógica es su posibilidad y capacidad de expresión. En todo momento se han
de cuidar las distintas posibilidades de intervención, de manifestación, de
contribución, de invención, de creatividad, de crítica y en general de
comunicación de los miembros de un grupo y del colectivo en sí mismo. Sin voz
no hay identidad. Si la colaboración permite generar procesos identificatorios
en los sujetos, éstos han de tener acceso a diversos canales de expresión y a
defender la autoría de sus aportaciones, por lo que la capacidad de escucha,
las sensibilidades afectivas, el cuidado del otro y las habilidades y disposiciones
para el diálogo juegan aquí un papel crucial.
La
paradoja del género. Un aspecto importante a reseñar en el análisis de las
prácticas de colaboración es el tema del género. Por un lado, constatamos cómo
las pretensiones de igualdad de oportunidades educativas entre sexos no se
concretan plenamente en realidades curriculares, profesionales,
organizativas, disciplinares, comunicativas o académicas. La población
femenina sigue siendo objeto de exclusión, descriminación, marginación y
ocultación en las instituciones educativas. Esta realidad, de forma paradójica,
se opone a la cada vez mayor presencia de alumnado femenino en las aulas de
todos los niveles y ámbitos de la educación formal e informal. Desde la
educación social a la formación de adultos, pasando por la formación en la
enseñanza universitaria, con cuotas de matriculación cuantitativamente
superiores y con actitudes y rendimientos académicos cualitativamente más
elevados. A su vez, esta constatación choca con la desproporción de la
representatividad de los cargos directivos y de gestión política de los
establecimientos educativos, en los que se mantiene la estructura piramidal y
androcéntrica, aunque el profesorado sea eminentemente femenino. ¿Hasta qué
punto podemos hablar de colaboración educativa si, en términos de género no se
ha llegado tan sólo a una justa igualdad real en cuanto a la participación de
las mujeres en los distintos ámbitos de la educación? ¿Es posible la
colaboración sexogenérica cuando la mayor parte de las decisiones clave están
en manos de los varones? ¿Podemos plantear prácticas colaborativas, libre
discusión, negociación y toma de decisiones conjunta en el curriculum, el aula,
la gestión, la evaluación o la investigación cuando las voces femeninas suelen
ser acalladas, interrumpidas o menospreciadas por las masculinas, como observa
Ball (1988), en su estudio pormenorizado de los centros de secundaria en Gran
Bretaña?
Por otro
lado, deberíamos plantearnos cómo el carácter marcadamente patriarcal,
jerarquizado, autoritario y androcéntrico de la mayoría de las instituciones
educativas impone modelos de actuación masculina incluso a mujeres docentes,
directivas o gestoras y reprime las cualidades supuestamente “negativas” y
“débiles” de lo femenino (afectividad, solidaridad, sensibilidad, visión
global, comunicabilidad, cooperación, escuchas y cuidado del otro, etc.) en
los estilos docentes y de liderazgo tanto de mujeres como de hombres en su
práctica cotidiana.
Algunos
estudios han mostrado una tendencia mayor de las mujeres y de lo femenino hacia
la colaboración, actitudes más cooperativas, menos competitivas y más
alocéntricas o de orientación al otro que los varones. En este sentido ¿sería
arriesgado hablar de la existencia de indicios de un tipo de colaboración
femenina versus masculina? En Italia (Puissi Letizia, 1996) existen
varias experiencias y grupos de trabajo colaborativos y de intercambio de
sujetos educadores muy potentes por las transformaciones subjetivas e
institucionales que están logrando. Curiosamente estos grupos son
exclusivamente de mujeres educadoras, investigadoras, administrativas, madres
de familia y personal no docente de las escuelas del norte de Italia.
Frente a
esto, persiste y se alimenta el prejuicio y las connotaciones despectivas de
la “feminización de la educación”; como un indicador de la proletarización y
desprofesionalización del profesorado. Se infiere ahí que las mujeres, o lo
femenino, influyen negativamente en la construcción de mentalidades y valores
competitivos, productivos y tecnocráticos, a favor de actitudes más
convivenciales, de sostenibilidad y cooperación en la escuela. El reto de la
colaboración, entonces, ha de pasar también por el desafío de la cooperación y
el respeto intersexual y de la mayor comprensión y aceptación de la
diferencia.
El dilema
de la cooperación entre el profesorado vs. la jerarquización y reproducción en
el aula. Una de las directrices impulsadas por la reforma de la enseñanza ha
consistido en fomentar la coordinación entre el profesorado con la finalidad de
diseñar un Proyecto de Centro y un Proyecto Curricular coherente con las
necesidades educativas del alumnado. Transformar una cultura balcanizada,
caracterizada por la desestructuración y las actuaciones individuales
(Hargreaves, 1994) requiere un cambio de mentalidad importante y el desarrollo
y adquisición de unos saberes y habilidades que el profesorado no ha podido
adquirir ni en su formación inicial o permanente, ni en su propio trabajo. Sin
embargo, generar el entramado que posibilite esta coordinación, aunque sea a
golpe de decreto ley, puede ser un punto de partida interesante.
El
problema se encuentra al entrar a analizar las configuraciones prácticas. Las
contradicciones y paradojas de la reforma han sido apuntados por algunos
autores (Hernández, 1993; Hernández y Sancho, 1995), pero en el plano
específico de la formación y el desarrollo del currículum en los centros hemos
de apuntar dos aspectos que parecen consustanciales a la posibilidad (o
imposibilidad) de fomentar las actuaciones de colaboración, de participación
democrática, entre el propio profesorado y entre éste y el alumnado. Y por qué
no, entre los centros y las familias.
Nos
referimos al modelo de formación seguido por la reforma. ¿Cómo puede fomentar
un modelo transmisivo actitudes y comportamientos colaborativos,
participativos? ¿Cómo puede el profesorado aprender de la diferencia si su
voz, su saber, sus problemas reales son sistemáticamente ignorados y
acallados? ¿Cómo pueden los docentes experimentar nuevas formas de analizar
las problemáticas asociadas a su profesión si ya tienen las respuestas los
expertos?
Otro
punto de tensión lo encontramos en el momento de diseñar, poner en práctica y
evaluar el currículum. La mayoría de las escuelas cuentan con un Proyecto de
Centro y un Proyecto Curricular, realizado mediante fórmulas más o menos
desarrolladas de consenso. Sin embargo, ¿dónde está la voz del alumnado? ¿qué
papel se le reserva? En la práctica, la secuenciación predeterminada y
“experta” de unos contenidos que determinan el saber oficial (Apple, 1993) y
por tanto el no saber. Lo que el alumnado tiene que aprender, y por tanto no
aprender, encorseta de tal forma los contenidos, aumenta de tal manera el
grado de jerarquización y pone tal presión horaria que hace desaparecer toda
incertidumbre. El alumnado no tiene que pensar, no tiene que ejercer su
capacidad de discrepancia, ni aprender de las dudas, tiene que interiorizar
un “saber ofcial” que es el “mejor y único de los saberes posibles para él”.
Confrontados
con la complejidad del mundo postmoderno y la sociedad de la Información, en
la que el desarrollo de criterios, la capacidad para tomar decisiones y de
aprender en contextos de cambio, no parece la mejor de las experiencias
posibles. No parece existir un gran espacio para aprender a afrontar de forma
productiva los desgarros de la contradicción y el ejercicio de construcción
del uno mismo en un mundo plural.
Referencias bibliográficas
APPLE, M.
(1993): Official Knowledge: Democratic Education in a Conservative Age,
London: Routledge.
BALL, S.
(1988): La micropolítica de la escuela. Barcelona: Paidós.
HARGREAVES,
A. (1994):. Changing teachers, changing times: teachers' work culture in the
postmodern age. London: Cassell & New York: Teachers' College Press.
(Versión castellana en Morata).
HERNANDEz,
F. (1993): Para aprender del desacuerdo. Cuadernos de Pedagogía, 219
73 76.
HERNANDEz,
F. Y SANCHO, J. MA (1995): La compresión de la cultura de las innovaciones
educativas como contrapunto a la homogeneización de la realidad escolar.
Kikiriki Cooperación Educativa, 36, pp. 4 11.
ILLICH,
I. (1975): La convivencialidad. Barcelona: Barral.
MCCARTHY,
TH. (19): Ideales o Ilusiones.
SABATER,
F. (1997): El valor de educar. Barcelona: Ariel.
Notas
(I) Nos
referimos al Grupo Formación y Desarrollo profesional y al Grupo de investigación
consolidado: Formación, Innovación y Nuevas Tecnologías.
(2) Para
su realización recibimos ayuda del Departamento de Didáctica y Organización
Educativa y del Vicerectorado de Investigación de la Universidad de Barcelona.
(3) En la
enseñanza escolar, el alumno, por estar en formación, detenta un menor grado de
responsabilidad que el docente, éste que la administración del centro que ha de
proporcionarle un entorno de trabajo adecuado, éste menor que la
Administración que ha de velar por el cumplimiento de unas leyes. Sin embargo,
en la práctica, se actúa como si el grado de responsabilidad fuera ala inversa.
La responsabilidad del “fracaso escolar” se adjudica al alumnado y al
profesorado.