LOS VALORES EN LA ESCUELA Y EL
VALOR DE LA EDUCACION
Jaume
Martínez Bonafé
Esta
colaboración, que reproduce textualmente una ponencia de su autor en unas
jornadas pedagógicas organizadas por un MRPs, reflexiona de una manera abierta
apoyándose en los presupuestos epistemológicos del paradigma crítico sobre la
necesidad de reinterpretar el significado de conceptos clave como los
valores democráticos de la educación, la calidad de la educación o la escuela
pública en las sociedades postmodernas para clarificar y delimitar las
funciones de la actividad educativa.
Cuando
unas amigas de un Movimiento de Renovación Pedagógica me propusieron acudir a
Sevilla a hablar de los valores en la educación les dije inmediatamente que sí.
No sabía entonces cómo iba a abordar el tema, puesto que no soy un “experto” en
esa cuestión, pero constituía para mi una verdadera aventura intelectual, y un
reto que me interesaba asumir. ¿Porqué?
Un marco de relaciones
teoría práctica
Quizá
porque el compromiso me implicaba en el estudio de un campo nuevo y desconocido
y uno siempre busca excusas para seguir aprendiendo , pero más
todavía, porque ese desconocimiento me permitía abordar el tema desde otro
saber. Otro saber que, en la medida que no provenía directamente del campo
académico especializado, permitía tal vez esquemas de reflexión más integrados
e integradores. Yo sabía que no podría aportar mucho dentro de ese ámbito
especializado en el que había nombres propios Victoria Camps, entre
otros con autoridad indiscutible. Pero defiendo la hipótesis de que a
menudo esa autoridad se edifica sobre discursos parcelarios, especializados y
por tanto, también parceladores y separados. Y a mí me parece que la
construcción social, cultural y pedagógica de la práctica educativa
requiere otras formas de razonamiento y de entender las relaciones entre los
razonamientos y las prácticas. En ese sentido me apropio de las siguientes
palabras de Edgar Morin:
“La
inteligencia parcelada, compartimentada, mecanicista, disyuntiva,
reduccionista, rompe lo complejo del mundo en fragmentos disyuntos, fracciona
los problemas, separa lo que está enlazado, unidimensionaliza lo
multidimensional. Es una inteligencia a la vez miope, présbita, daltónica y
tuerta; lo más habitual es que acabe ciega. Destruye en embrión toda
posibilidad de comprensión y reflexión, eliminando cualquier eventual juicio
correctivo o perspectiva a largo plazo. Así, cuanto más multidimensionales se
hacen los problemas, mayor incapacidad hay para pensar su multidimensionalidad;
cuanto más progresa la crisis, más progresa la incapacidad para pensar la
crisis; cuanto más planetarios se hacen los problemas, más impensables se
hacen. Incapaz de enfocar el contexto y el complejo planetario, la inteligencia
ciega se vuelve inconsciente e irresponsable” (2).
Anuncio,
pues, una primera cuestión para la polémica. Creo que deberíamos negarnos a
reconocer la hegemonía de la fragmentación, porque es una forma de
racionalidad que no enriquece nuestro pensamiento práctico y no favorece que
nuestras representaciones de la realidad se nutran de la necesaria pluralidad
discursiva, de la necesaria complejidad conceptual y de la necesaria construcción
dialéctica de los significados de nuestras prácticas.
No me
interesa tanto “el problema de los valores” en la educación como pensar
radicalmente en el valor de la educación. En otro lugar (3) planteé una idea
similar en relación con las llamadas “áreas transversales” del curriculum. Mi
argumento era que en un buen entender la educación, los adjetivos de
“ambiental”, “intercultural”; “para la paz”; “para la salud”; etc, que
acompañan al concepto “educación” deberían ser innecesarios por lo que tienen
de redundantes respecto de este concepto. No encuentro otra posibilidad para la
buena educación que no sea ambientalista, intercultural, o pácifista, por
ejemplo. Es una característica intrínseca a la práctica de la buena educación.
En
términos de la epistemología de la práctica, hace ya tiempo que se cuestionó la
idea de la educación como ciencia aplicada. La educación no debía seguir
bebiendo de teorías prestadas, decía Schwab en 1969 (4). No creo en la fuentes
ni en los fundamentos ni en los manantiales. Creo en el reconocimiento de la
mayoría de edad de la pedagogía y por tanto, de los maestros y de las maestras
(5). Creo que la educación tiene que pensar sus propios problemas y pensar sus
propias estrategias. Es cierto que paso buena parte de mi vida leyendo
filosofía política o sociología, o viendo cine, pero esa es otra cuestión. Seguramente
sin los marcos de reflexión que ofrecen esos y otros ámbitos de conocimiento no
podríamos pensar la escuela, pero la escuela debe edificar su propio
pensamiento, su propia epistemología, sus propios métodos de indagación, sus
propias estrategias de avance. W. Carr, en un libro publicado en Sevilla sobre
la Calidad de la Educación (6) dice que no son los políticos o los economistas
los que deben definir la calidad de la educación. Ellos hablan en términos
instrumentales, interpretan lo que ocurre con la educación en términos de
valores ajenos a la propia educación: por ejemplo las necesidades económicas y
las demandas del mercado del trabajo. A nosotros nos corresponde sin embargo
emitir un juicio sobre lo que hacemos desde el valor intrínseco que pueda tener
nuestra actividad. Desde el significado valorativo práctico que de por sí
tiene el educar. Así, lo que hacemos será o no de calidad en la medida en que
sea o no educativo. Y, como sugiere John Elliott, son nuestros juicios reflexivos
la base del necesario debate y justificación pública de la calidad educativas.
Dejo aquí de momento esta compleja cuestión simplemente apuntada.
Y la dejo
para abrir otro campo de incertidumbre y de complejidad. Sabéis que estamos
viviendo una época que Lyotard y tras él otros postmodernos anunciaron como “la
crisis de los metarrelatos”. De manera que lo que antes enuncié como “la
calidad” o “el valor” de la educación es todavía más discutible
dicen por lo que se ha perdido de refente o en térrriinos de
discurso, por la falta de lo que Sassure diría un valor semántico
trascendental que confiera sentido al encadenamiento de signos alrededor de la
idea del valor de la educación. Parece que resulta más difícil soportar el
discurso de la educación sobre la base de una serie de valores “universales” e
intrínsecos a la propia educación en un momento en que se defiende la
diversidad de lenguajes y miradas. Por tanto, como nos preguntaría Foucault:
¿de qué estamos hablando cuando decimos “el valor de la educación”? De nuevo,
otra cuestión no cerrada.
El mundo en que vivimos
Así que,
cuando las amigas del MRP de Sevilla me llamaron, les dije inmediatamente que
sí. ¿En qué contexto de subjetivación de preocupaciones y experiencias
profesionales y personales dije que sí?. En el momento de asumir este
compromiso, yo estaba revisando unos cuantos textos para argumentar un proyecto
de investigación que presentábamos a la convocatoria de los premios
nacionales de investigación del CIDE. El proyecto trata de construir
herramientas conceptuales y metodológicas para la profundización radical de la
democracia en la escuela.
¿Pero
cómo formular la idea de democracia? iY cómo asociar la idea de democracia a la
idea de escuela? Una primera ayuda la tomaba de la mano de J. Dewey en
Democracia y Educación : ya sabéis, más que una forma de gobierno o un conjunto
de aprendizajes que preparen para el futuro, la cuestión central es vivir en el
presente y en el presente de la escolarización situaciones de vida
democrática. Dewey, argumentó que la democracia constituía el compromiso
participativo en la construcción de los valores que regulan la convivencia
humana; y en ese compromiso, la educación tiene el papel fundamental del
desarrollo de la inteligencia, la comprensión de la experiencia, el aprendizaje
de la colaboración y la defensa de la igualdad (7).
En otro
texto más reciente, A. Touraine (8) reclama una “cultura democrática” que
incrementando la diversidad, nos permita vivir en la mayor parte de espacios y
tiempos posibles, a través del diálogo de los individuos y las culturas. La
sociedad no es un orden, una jerarquía, un organismo; está hecha de relaciones
sociales y de actores definidos por sus valores, sus culturas y sus conflictos,
al mismo tiempo que por sus relaciones de cooperación y compromiso con otros
actores sociales. La democracia es entonces, la penetración del mayor número
de actores sociales, individuales y colectivos, en el campo de la decisión, de
tal modo dice Touraine, parafraseando a C. Lefort que el lugar del
poder llegue a convertirse en un lugar vacío.
“...la
democracia es el régimen que reconoce a los individuos y a las colectividades
como sujetos, es decir, que los protege y los alienta en su voluntad de “vivir
su vida”, de dar una unidad y sentido a su experiencia vivida. De suerte que
lo que limita el poder no es sólo un conjunto de reglas de procedimiento, sino
la voluntad positiva de incrementar la libertad de cada uno. La democracia es
la subordinación de la organización social, y del poder político en
particular, a un objetivo que no es social ni moral: la liberación de cada uno.
Tarea que sería contradictoria si pudiera ser realizada enteramente,
puesto que disolvería la sociedad, pero que es puesta en práctica en las sociedades
democráticas, en oposición a las fuerzas de dominación y de control social,
para incrementar la parte de iniciativa de cada uno y su búsqueda de la
felicidad, haciendo que cada actor social reconozca los derechos de los demás
para formar proyectos y conservar la memoria.” (Touraine, A. 1994 pp. 401)
Claro
que, en las primeras páginas del mismo libro, este autor advierte: “la mejor
forma de definir la democracia en cada época es por los ataques que sufre” (p.
33). Es sabido que asistimos a un nuevo ciclo en el que se acrecientan las
tendencias neoconservadoras en el ámbito social y cultural, y se incrementan
las estrategias neoliberales en las relaciones de producción y el
funcionamiento del mercado. Asistimos a una recomposición de las relaciones
entre la representación política y la ciudadanía, sustentada en una amplia
clase media “satisfecha” (en el sentido de Galbraith) (9); y la llamada “crisis
del Estado del Bienestar” tan anunciada como esperada por la derecha
política debilita a los Estados y pone en peligro las políticas redistributivas
y las conquistas sociales de atención y asistencia a los sectores sociales más
desfavorecidos (10).
Por otra
parte, M. Castells acuña el término de “sociedad informacional” para hacer
referencia a un proceso de transformación estructural de las sociedades
avanzadas vinculado a la revolución tecnológica, la mundializaci6n económica y
cultural, y el control en la generación de conocimiento y procesamiento de la
información. La idea teórica en este punto es que la productividad, el
crecimiento económico y la generación de riqueza y de poder se estructuran
socialmente sobre el control del conocimiento y la información. Y algunas de
las consecuencias, entre otras no menos significativas, son: la interdependencia
de los procesos políticos y el mundo de la economía y la tecnología informacional;
la dualidad creciente económica. y cultural entre sociedades
avanzadas y paises subdesarrollados; y la penetración de una hegemonía cultural
que reduce al ciudadano a receptor pasivo e individualizado de mensajes y
flujos de información. Consumiendo la representación de la “realidad virtual” a
través de las redes informáticas el ciudadano se individualiza aumentando la
separación respecto de su propia realidad experiencia¡ y de las posibilidades
comunicativas de la vida pública (11).
Este es
el mundo en qué vivimos. En la primera página de un reciente número de Le Monde
diplomatique (12) se inician dos artículos que muestran en sus primeros
renglones una certera síntesis de lo que vengo apuntando. Ignacio Ramonet
señala:
“Con su
formidable rebelión social de diciembre de 1995, los franceses han expresado,
por primera vez colectivamente, su rechazo a un modelo de sociedad basado en el
economicismo, el liberalismo integral, el totalitarismo de los mercados, y la
tiranía de la mundialización. Han recordado a los dirigentes un viejo principio
republicano: los ciudadanos prefieren el desorden a la injusticia.”
También
Eduardo Galeano comienza su artículo de esta manera:
“Nunca el
mundo ha sido tan desigual en las oportunidades que brinda, pero tampoco ha
sido tan igualador en las ideas y las costumbres que impone. La igualación
obligatoria, que actúa contra la diversidad cultural del mundo, impone un totalitarismo
simétrico al totalitarismo de la desigualdad de la economía, impuesto por el
Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otros fundamentalistas de la
libertad del dinero. En el mundo sin alma que se nos obliga a aceptar como
único mundo posible, no hay pueblos, sino mercados; no hay ciudadanos, sino
consumidores; no hay naciones, sino empresas; no hay ciudades; sino
aglomeraciones; no hay relaciones humanas, sino competencias mercantiles.”
Este es
el mundo en que vivimos. Por otra parte, en el micromundo particular en el que
yo me muevo, empieza a ser habitual que a la cerveza que comparto en el bar
con colegas que trabajan en la enseñanza primaria le acompañen cuestiones
como ésta: “no puedo enseñar historia, o no puedo enseñar Física. Cada vez ocupo
más tiempo dentro del aula tratando de explicar a los chavales lo que no se
puede o lo que no se debe hacer, ... tratando de evitar agresiones de todo
tipo, ... me niego a tolerar la violencia, y cada vez encuentro más violencia,
sea del tipo que sea, ...así que me paso el tiempo sermoneando”.
En una
investigación para la evaluación de la Reforma en Secundaria, entrevistaba a
una profesora de Inglés que me decía: “mira tío, ponlo así si quieres, a mí ya
me da igual, ... me paso el día tratando que de paredes hacia afuera del aula
parezca todo normal, que no haya demasiada bronca, si además alguna vez puedo
enseñar algo de inglés, pues esa suerte que he tenido, pero trabajo más de
policía o de guardadora o de servicio de seguridad que de profesora”.
Todo lo
cual, por cierto, ofrece un desgarrado contraste con la pedagogía ilusionada
de la colaboración y el compromiso que revisaba por esos días en los textos
Freinet con mis alumnos y alumnas de Didáctica.
Así que
cuando dije que sí a las amigas de Sevilla, ésta era la red de influjos de
subjetivación desde la que me puse a pensar en qué podría deciros hoy. Lo
normal es empezar por el título, y escribí: Escuela, Valores y Educación. Pero
eso dice bien poco; es decir, no identifica. Empecé, por tanto, a dar
calificativos: Escuela pública, valores democráticos y educación para la
ciudadanía crítica. Bueno eso ya tenía significado; digamos que orientaba
hacia la identificación con un discurso progresista sobre la educación.
Sin
embargo, volviendo a Foucault ¿qué tratamos de decir, cuando enunciamos así
las cosas? Empecé a pensar que:
a)
probablemente, con esa trilogía enunciativa no estaba más que redundando en
una misma base conceptual. Es decir, que de algún modo, “hablamos de lo mismo”
al decir la Escuela Pública, los valores democráticos y la educación para la
ciudadanía crítica;
y b) que
probablemente, la clave conceptual era la idea de “lo público” y la necesidad,
por tanto, de la reconceptualización de la idea de “Escuela Pública”.
Como ya
he señalado en otro texto ( 13), con la idea de Escuela pública quiero hacer
referencia al marco estructural y cultural de la comunidad democrática de
aprendizaje. La escuela pública es la herramienta conceptual y metodológica
para el desarrollo de la ciudadanía. La escuela pública es, en este sentido,
la escuela de la democracia. H. Giroux recupera la noción de “espacio público”
de Hannah Arendt para expresar la idea de la escuela como un cuerpo político,
como un locus de ciudadanía:
“Por espacio público quiero dar a entender,
como lo hacía H. Arendt, un conjunto concreto de condiciones de aprendizaje en
torno a las cuales las personas se reúnen para hablar, dialogar, compartir sus
relatos y lucharjuntas dentro de relaciones sociales que vigoricen, en vez de
debilitar, las posibilidades de la ciudadanía activa” (14).
Sin
olvidar el viejo y enmascarado debate entre escuela pública/escuela privada, y
lejos del reduccionismo perverso que identifica a la escuela pública como la
escuela del Estado, lo que se sugiere aquí es una reconceptualización de la
idea de servicio público, y del modo en que la escuela, en un contexto
democrático, debe orientar ese servicio a la afirmación de las posibilidades
del sujeto y la ciudadanía. Durante el efervescente proceso social de
transición de la dictadura a la democracia, el modelo de escuela pública
constituyó el referente social y pedagógico en el que la izquierda política
identificó el pensamiento estratégico de la nueva escuela para la democracia
venidera. La historia dejó por el camino luchas esperanzadas y encadenó
prácticas disuasorias de cualquier referente utópico.
Y la
racionalidad instrumental y burocrática ocupó el espacio estructural y
cultural en el que ha venido elaborándose en una especie de progresiva
adaptación darwinista el desmantelamiento de aquel referente pedagógico de la
izquierda política. Hoy, enfrentados en el contexto de la sociedad civil a
nuevos y complejos retos, es necesaria la reconstrucción de la escuela pública
tanto en términos conceptuales como políticos , como principal
garantía institucional de la posibilidad de la cultura democrática. Si el valor
de la razón y la libertad deben primar en la educación democrática, la escuela
pública es el espacio institucional en el que el sujeto encuentra su
posibilidad de afirmación en la interacción del pensamiento científico, la
expresión comunicativa de la experiencia y el reconocimiento de las
identidades y las diferencias. Compartir y negociar creencias y valores,
establecer relaciones directas, multilaterales, y basadas en la cooperación y
el apoyo mútuo, son caracterisiticas definitorias de una comunidad democrática.
Tales características, dice Rizvi ( 15 ), abren vías estratégicas para
enfrentar los valores educativos de la democracia al desarrollo de una
racionalidad administrativo técnica y al avance estructural y político de
la burocracia.
En ese
contexto de escuela pública cobra especial relevancia el importante debate
sobre la calidad de la enseñanza. ¿Con qué criterios puede la sociedad civil
intervenir en la deliberación y juzgar la calidad del trabajo en las escuelas?
Los responsables políticos suelen sustituir ese necesario debate por el
criterio instrumental de someter la calidad nunca explicada y
definida a la supervisión y control de los logros o niveles alcanzados.
Tal es el criterio implícito en el actual Proyecto de Ley de participación,
evaluación y gobierno de centros docentes. Otra cosa distinta es juzgar la
calidad por los valores intrínsecos del popio proceso educativo, es decir, por
lo que realmente tiene de educativa. La cuestión radical, en este punto, es
someter a escrutinio público las formas en que la enseñanza se hace educativa
contribuyendo al más amplio proceso de educación global en el que consiste el
desarrollo de la ciudadanía crítica. ¿Con qué criterios discernimos las
calidades inherentes al proceso educativo, de tal manera que posibilitemos
desde la escuela la construcción del sujeto, la identidad y la ciudadanía?
Quizá,
ahora que ya he consumido casi todo el espacio asignado sea ésta
la cuestión crucial en el tema que nos ocupa. Pero quizá también era necesario
recorrer ese camino en realidad, un camino alrededor del título; estamos,
por tanto, en el inicio , para llegar a plantear esta cuestión.
El
problema es cómo desde la reconceptualización de la escuela como espacio
público en el sentido arriba señalado discutimos sobre las
estrategias valorativas es decir, interpretativas, o sea, no
tecnológicas que orientan ese fin noble de la educación. La cuestión es,
de nuevo con Foucault (1 6), qué valores, “entendidos ellos como
los acuerdos establecidos entre los individuos humanos para compartir su
existencia en un espacio común” se construyen son constitutivos a la vez
que constituyen en la ordenación de la escuela como esfera pública.
No hablé
de “los valores” en la escuela; al menos de un modo explicito. A modo de
epílogo recurro a un par de textos que sí hacen esto. El primero es una
ponencia de Sergio Gómez Montero titulada “construcción de valores en espacios
multiculturales” que presentó en un encuentro sobre Diversidad en la Educación
celebrado en México, en 1994:
“La
disolución de ese reduccionismo maniqueo (17) trae a la palestra, básicamente,
cuatro nuevos principios de operación, a partir de los cuales se construyen
los nuevos valores: el trabajo, el tiempo, el medio ambiente y la interacción
social.
El
trabajo, al ser la base de la reproducción social, funda valores que afectan
no sólo a la vida productiva (nuevas formas de organización para producir
elementos de reproducción huamana), sino que puede penetrar entre otros
muchos también en el termeo de la estética: lo bello, si se piensa hoy,
está fundado en el no trabajo (bella es una mujer que no está en una fábrica y
cuya piel, por ende, es lisa y tersa, su complexión delgada y sus ojos sólo ven
hacia adelante, por ejemplo), lo que llevado a la educación, nos hace
preguntornos con Aurora Lizondo ¿por qué la verdadera educación preescolar
privilegia lo bello y lo bonito.
En
términos de tiempo vinculado de manera estrecha con trabajo , se
debe de pensar en la utopía, es decir, en una acción que no tiene el presente
como objetivo, sino que, en tanto trabajo, su visión es siempre una visión de
futuro. Allí se rompería de ese modo con la egolatría y sobre todo con la razón
instrumental y la mercancía.
Más
cercano a nosotros, más que nada por cuestiones de sobrevivencia está el
medio ambiente, su preservación, que en todos sentidos quiere decir
preservación de la especie humana, dado que la energía si bien infnita en
tanto esencia, como forma es fnita, tal como lo muestra hoy, con dramatismo, la
cotidianidad. Comprometerse a fondo para modificar las relaciones del hombre
con la naturaleza sería una parte sustantiva de los quehaceres que se realizan
en los espacios multiculturales para organizar la realidad social.
En esta
apretada síntesis estaría finalmente la interacción social fundada ya no en
términos de jerarquías burocraticas (aquí asoma de nuevo la cola el trabajo),
sino de desarrollo de una sociedad no política (la sociedad civil) organizada
para establecer el saber como base del oficio y no las relaciones perversas del
poder como base inmanente del accionar social” ( 1 8).
El
segundo texto es de un documento de trabajo publicado en el programa de la XX
Escola d'estiu, y que firma Anna Ros (1 9):
“Parece
evidente que nos hace falta un trabajo
de reconceptualización y contextualización de los valores; los valores van
ligados a las maneras de entender el mundo, a las experiencias de los pueblos y
de los grupos sociales, a la posición que se quiere ocupar en el mundo, y al
proyecto de sociedad al que nos adscribimos. La historia de la apropiación de
las palabras por parte de las formas culturales dominantes es larga y antigua,
y parte de nuestra tarea se inscribre en un esfuerzo de desenmascarar el doble discurso que se hace de la disyunción entre
la teoría y la práctica, reconceptualizar y contextualizar de manera que el conflicto de valores emerja y escape a filosofía del
consenso.”
Porqué no
hablar, por ejemplo, de necesidad de:
-
complejizar el pensamiento y las valoraciones
-
relacionar vitalmente la teoría y la práctica
-
reforzar la interacción entre conceptos, valores, problemas,...
- vivir y
interrelacionar la diversidad en todos los sentidos (étnico, personal, de
género, de edad, pensamiento,...) de una manera crítica y autocrítica que nos
permita crecer.
- ser
responsable de las propias afirmaciones, decisiones, actitudes, etc. saber
combinar crítica, autocrítica y autoestima
- valorar
el debate argumentando como medio de resolución o clarificación de conflictos
imaginar
-
fomentar la sensibilidad de manera amplia y la reflexión
-
desarrollar la autonomía personal física, afectiva y intelectual
- valorar
la rigurosidad y coherencia en las afirmaciones y argumentaciones
-
participación activa en aquello que nos afecta desde una comprensión
globalizada de los problemas de las personas (pensar globalmente, actuar
globalmente)
- mirar
el mundo con curiosidad científica desde posiciones no androcéntricas
- etc.
Podríamos
tomar ambos documentos como invitación al diálogo.
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Notas
(1)
Depart° de Didáctica y Organizac. Escolar. Avda Blasco Ibáñez, 21 - 46010
Valencia- España
(2)
Tomado del monográfico sobre “La globalización”. Kikiriki. n° 39. diciembre,
febrero, 1996, p. 4.
(3) ver
Martínez Bonafé, J. (1994) “La conexión de la escuela al entorno y los dilemas
que la acompañan”; en Aula de Innovación Educativa n° 24, marzo.
(4) Al
menos desde que en 1969 J. Schwab escribiera aquel significativo artículo The
Practica¡: a language for Curriculum , esta idea ha permitido dar un importante
virage al dominio de la racionalidad instrumental en la concepción de las
relaciones teoría práctica en educación.
(5)
Recupero aquí con el sentido metafórico de la mayoría de edad el texto de Kant
de 1784, abriendo la Ilustración las púertas de la modernidad: “La Ilustración
es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad
signifca la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía del
otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no
reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor
para servirse por sí mismo de él sin la guía del otro. Sapere aude! ¡Ten valor
de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración.”
AA.VV. (1989) ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Tecnos 2., ed., p.18
(6) Carr,
W. (1993): Calidad de la Enseñanza e Investigación Acción. Sevilla: Diada
Ed.
(7)
DEWEY, J. (1946): Democracia y Educación . Buenos Aires: Losada. pp. 95 y
stes.
(8)
TOURAINE, A. (1994): ¿Qué es la democracia? Madrid: Edic.Temas de Hoy
(9)
GALBRAITH J.K. (1992): La cultura de la satisfacción. Barcelona: Ariel Soc.
(10) Una
buena revisión de la estrategia neo liberal y sus repercusiones en los
sistemas educativos puede verse en ANGULO, J.F. (1995): “El Neoliberalismo o
el surgimiento del Mercado Educativo”, en Kikiriki n° 35. pp. 25 33.
(11)
CASTELLS, M. (1994): “Flujos, redes e identidades; una teoría crítica de la
sociedad informacional”, en AA.VV. (1994) Nuevas perspectivas críticas en
educación. Barcelona: Paidós
(12) Le
Monde Diplomatique, edicación española. Año I. n° 3. enero, 1996.
(13) Ver
MARTINEZ BONAFE, J. (1995): “Cultura democrática y Escuela Pública”, en
Investigación en la Escuela n° 26 , 1995
(14)
GIROUX. H. (1993): La escuela y la lucha por la ciudadanía. Madrid: Siglo XXI
p. 303
(15)
RIZVI, F. (1993): “La racionalidad burocrática y la esperanza de una escuela
democrática', en CARR, W. (Ed) Op. cit pp. 49
(16)
FOUCAULT, M. (1985): Saber y Verdad. Madrid: La Piqueta
(17) El
autor se está refiriendo a la día¡idad ética entre bien y mal.
(18) En
AA.VV. (I 994): Diversidad en la Educación. México: UPN. pp. 131 132.
(19) Ros,
A.: “S'aprenen valors democrática a I'escola? Programa XXI Escala d'Estiu del
PV, Valéncia, 1995.