IDEOLOGÍA Y PRACTICA DE LA
EVALUACION EN LA E. S.O.
José
Ignacio Rivas*
Flores
Miguel Sola Fernández*
La idea
de la evaluación como proyecto global en centros de Secundaria se desarrolla a
lo largo de este amplio e interesante trabajo realizado por dos profesores de
la Universidad de Málaga. Los conceptos de eficacia y rendimiento en la
institución escolar son enfrentados aquí a aquéllos que defienden la idea de la
evaluación como instrumento facilitador de información al alumno para mejorar
su aprendizaje y al docente para reflexionar sobre su propia práctica
educativa.
La
evaluación es la piedra donde normalmente tropiezan las propuestas
curriculares y los proyectos educativos. Esta consideración le da una
relevancia especial a este aspecto de la vida escolar de forma que no siendo
el factor principal para el aprendizaje de los alumnos se convierte en el
elemento clave que condiciona tanto la consecución de éste como la interacción
que tiene lugar en el aula (RivAs, 1993).
Esta es
la perspectiva en que entendemos que hay que afrontar el tema de la evaluación
y desde la que abordaremos este trabajo. De alguna forma se puede decir que
todo el sistema educativo, la reforma y su credibilidad, se ponen a prueba en
la forma de concebir la evaluación y en los métodos, estrategias y actividades
en que ésta se materializa. Los legisladores y la administración, en primera
instancia, elaboran propuestas educativas fundamentadas en supuestos
pedagógicos y psicológicos que podemos considerar progresistas, abiertos y que
buscan favorecer una socialización cognitiva, afectiva y social adecuada en
los niños y jóvenes. Los docentes, en segunda instancia, son capaces de asumir,
en mayor o menor grado, estas propuestas y elaboran a partir de ellas proyectos
curriculares y planes de actuación que gozan de las mismas características.
El
auténtico problema empieza cuando estas propuestas tienen que concretarse en un
sistema de evaluación que mantenga la misma línea de actuación y de
pensamiento y que, por lo tanto, dé coherencia a todo el proceso en su
conjunto. La administración educativa promulga normas acerca de la evaluación
basadas, bien en criterios administrativistas y de control, bien en
declaraciones y buenos propósitos que finalmente se concretan en orientaciones
tras de las cuales vuelven a aflorar los mismos propósitos administrativos,
burocráticos y controladores. La situación es de tal complejidad que buen
número de docentes sienten derrumbarse el suelo bajo sus pies al comprobar la
dificultad que entraña evaluar de una manera aparentemente distinta y en
diferentes ámbitos simultáneos, y especialmente cuando sienten que ya no pueden
concretar el "aprendizaje" de los alumnos en una calificación que dé
la medida de lo aprendido.
Desde
nuestro punto de vista es en la evaluación donde salen a flote las auténticas
ideologías educativas que mueven la actuación de las diferentes instancias
mencionadas y se descubre lo que realmente pensamos acerca de lo que es la
educación y el aprendizaje, y por lo tanto, nuestra labor como docentes. No es
posible cambiar realmente nuestras prácticas pedagógicas si no modificamos, al
mismo tiempo, nuestros conceptos acerca de la evaluación. En definitiva, porque
el problema no se puede resumir en una cuestión técnica, sino que tiene sus
raíces en los substratos ideológicos en que nos sustentamos. La evaluación, en
la medida en que consiste en realizar complejos juicios de valor referidos a
criterios, no es un problema en última instancia técnico ni metodológico, sino
ante todo una cuestión de carácter ideológico y ético, lo mismo que nuestra
actuación docente se corresponde con los modos en que pensamos y valoramos el
hecho educativo.
En
definitiva, no basta con asignar etiquetas a nuestras actuaciones escolares. El
aprendizaje por descubrimiento, por ejemplo, como uno de los pilares de la
reforma educativa, puede encubrir, tal como demuestran EDWARDS y MERCER
(1.988), prácticas tan rígidas, autoritarias y directivas como aquellas que
denominamos genéricamente enseñanza tradicional. Es el valor que asignamos al
conocimiento, a la capacidad del alumno de construir un pensamiento autónomo,
el valor que le damos a la verdad como criterio absoluto..., en definitiva,
nuestra ideología profunda de la enseñanza, lo que determina los mecanismos de
nuestra actuación. Y es esta ideología la que se pone al descubierto en el
hecho de la evaluación.
La forma
en que actúa la evaluación configurando los significados de lo que acontece en
el aula (DOYLE, 1977; RivAs, 1993) es clave para comprender esto. En la medida
en que le estamos asignando un valor sancionador y de control del aprendizaje
de los alumnos, las actividades académicas que se desarrollan en el aula sólo
adquieren significado en tanto en cuanto están en relación con el hecho
evaluador. Una actividad es más o menos importante si va "a contar para
nota"; por ejemplo. De esta forma, las actividades y el aprendizaje no
tienen valor por sí mismos, sino que se convierten en instrumentos para
obtener la calificación que certifica la realización de aquéllas o la
consecución de éste.
Se puede
decir que la evaluación se convierte en un sistema económico de funcionamiento
del aula, de tal forma que intercambiamos calificaciones por actuaciones de
los alumnos, en un proceso de negociación implícita en el que se van
construyendo los significados de la vida del aula.
De esta
forma el sentido de la actuación didáctica y curricular se invierte. De ser la
evaluación un componente de una concepción curricular determinada, en la cual
se enmarca, todo el desarrollo del curriculum queda a expensas de las
exigencias que determina la evaluación. Exigencias que, como luego veremos,
son de orden muy distinto: internas y externas, académicas y sociales, educativas
y políticas, formativas y laborales, etc. Son las pruebas evaluadoras
concretas las que dan la medida de lo que los docentes enseñan y determinan
aquello que a los estudiantes les conviene aprender.
En
definitiva, pues, tal como J. M. ALVAREZ (1.994) nos recuerda atinadamente, la
evaluación va necesariamente ligada y unida a todo el proceso de enseñanza.
El qué, cómo y cuándo evaluar carece de sentido si al mismo tiempo no sabemos
qué, cómo y cuándo enseñar, qué, cómo y cuándo el alumno aprende, cuál es el
contexto más amplio en que tienen lugar estos procesos, etc. La evaluación es
siempre parte de un proyecto donde todos los componentes del proceso educativo
entran en juego simultáneamente, sin que sea posible pensarlos, preverlos o
realizarlos por separado. En este sentido ella misma se convierte en un factor
más del proceso de enseñanza aprendizaje y no sólo en el control de los
resultados del proceso.
En
función de este presupuesto inicial vamos a intentar abordar la cuestión de la
evaluación en la E.S.O. desde tres aspectos. En primer lugar desde el
significado de la evaluación, tanto desde su propia conceptualización como
desde el valor que adquiere en el contexto de la Enseñanza Obligatoria. En
segundo lugar intentaremos delimitar algunas de las funciones que cumple la
evaluación en este mismo contexto. Y por último, trazaremos algunos apuntes
sobre la incidencia de la evaluación en el desarrollo profesional del docente
y de los procesos propios de la vida escolar. Tal como vemos la cuestión, no es
posible hablar de la evaluación de los aprendizajes sin incluirla en un proceso
más global de evaluación en que el propio proyecto curricular, el centro en su
conjunto y los docentes no sean también objeto de la misma reflexión valorativa
permanente. Sólo se puede concebir la evaluación en un proyecto global.
Significado de la Evaluación
Como
punto de partida para comprender el significado de la evaluación deberíamos
desdramatizar el propio término. Normalmente tendemos a enmarcarla en un
contexto técnico, plagado de complejidades y ajeno a la cotidianidad de nuestra
vida. La realidad es que la evaluación es un comportamiento inherente a la
propia condición humana y al progreso de la sociedad. Actuamos y tomamos decisiones,
en todo momento, de acuerdo a los juicios previos que elaboramos sobre las
cosas y procesos de los que se compone la vida social. Sobre estas decisiones
construimos nuestros modelos de comportamiento y de actuación, nuestras
relaciones sociales, nuestros sistemas laborales y profesionales, etc.
En
definitiva, actuamos porque desarrollamos pensamientos, sistemas ideológicos,
sobre aquellas cosas y procesos con los que nos enfrentamos. Más allá de las
rutinas de las que se compone la vida social, nuestras formas de pensar
(consciente o inconscientemente) orientan nuestra actuación en todos los
órdenes. Muy a menudo, estas formas de pensar son fruto de consensos
institucionales preestablecidos, elaborados desde presupuestos implícitos de
ámbitos ajenos a los propios sujetos participantes (sistema económico, sistema
productivo, sistema cultural, sistema político, sistema administrativo, etc.).
Desde estas formas compartidas elaboramos pautas de actuación normalmente
acríticas, que actúan sin saber muy bien por qué o para qué.
En otras
ocasiones nuestros modos de pensamiento son el producto de creencias
construidas subjetivamente mediante procesos cognitivos en los que
intervienen más nuestros deseos y pulsiones que una argumentación racional
acerca de las condiciones de la realidad (ELSTER, 1988; SOLA, 1995a). Se
basan, por tanto, en una comprensión interesada, influenciada ideológicamente,
de los hechos y sucesos, por lo que las decisiones que se derivan de tales
creencias irracionales se caracterizan frecuentemente por su irracionalidad,
por la ausencia de juicios elaborados desde el conocimiento.
En
cualquier caso, se puede decir que nuestras decisiones siempre están
mediatizados por la visión que tenemos acerca de los procesos sobre los que
actúan, lo cual supone una cierta evaluación previa, normalmente implícita. En
unos casos construida individualmente, en otras desde el pensamiento colectivo
que asigna valor y significado a las cosas y los procesos. Qué pensamos acerca
de la infancia y de la condición de aprendiz, por ejemplo, condiciona buena
parte de la relación que establecemos con los alumnos, con nuestros hijos,
etc. Lo cual no siempre es fruto de la información, de la reflexión y del
conocimiento, sino de procesos de distinta índole.
En este
sentido, la evaluación de los aprendizajes y proyectos educativos no es muy
diferente. Realizamos juicios de valor acerca de los procesos escolares y, a
partir de ellos, tomamos decisiones acerca de nuestras prácticas educativas.
jugamos con ideas más o menos implícitas acerca de los procesos de aprendizaje,
del significado del conocimiento y del saber, del valor de la educación, etc.,
sobre las cuales valoramos. Entendemos, por tanto, que la evaluación está
orientada siempre a la mejora o, al menos, al cambio; y no se trata sólo de un
mero proceso valorativo.
Desde
esta perspectiva queremos hacer dos puntual izaciones previas. En primer lugar,
en el sentido ya indicado, la evaluación es un proceso de conocimiento
fundamentado que nos debería llevar a modificar nuestras estrategias de
actuación curricular. Este es uno de los pilares básicos de nuestro discurso.
Actuaremos de una forma más fundamentada en la medida en que nuestro
conocimiento de los procesos educativos, escolares e institucionales en los que
nos desenvolvemos, así como de los efectos reales de nuestra actuación sobre
los alumnos, sean más precisos. La evaluación de los aprendizajes, en este
sentido, es siempre un proceso de mejora y de desarrollo profesional.
En
segundo lugar, y en correspondencia con esta forma de pensar, el propio
proceso de evaluación está mediatizado por las ideas que tenemos acerca de los
hechos educativos e institucionales. En función de cómo entendemos el
curriculum y el proyecto educativo en el que nos movemos desarrollaremos
nuestros modelos de evaluación. En esta dirección es en la que tenemos que
incidir en primer lugar. Esto es, cuál es el significado de los procesos
educativos, en esta etapa específica de la Enseñanza Obligatoria.
Así pues,
qué modelo de curriculum (y de institución escolar, en definitiva), determina
qué modelo de evaluación. Los modelos desde los que desarrollamos nuestras
prácticas educativas suponen un conjunto de valores específicos, de modos de
entender la educación, el alumno y el conocimiento, entre otros aspectos que
se ponen en juego en toda la globalidad del proceso de enseñanza aprendizaje.
La institución escolar misma, su peculiar configuración con la que elabora la
experiencia social y política de los alumnos y profesores que en ella viven,
está forjada desde supuestos ideológicos, desde valores determinados, fruto de
su peculiar proceso socio histórico, que actúan implícitamente en la
construcción de los significados que caracterizan la vida escolar.
Dentro de
esta ideología con la que actúa la institución escolar, uno de los valores más
fuertemente arraigados es el de eficacia.
Desde el propio origen de la institución escolar moderna este concepto forma
parte de su acervo ideológico, sin que no siempre esté claro el significado y
el valor que se le adjudica. Desde los presupuestos liberales sobre los que se
sustenta el edificio de la educación institucional, la eficacia se basa casi
exclusivamente en el concepto de rendimiento
en un sentido básicamente cuantitativo. Es decir, número de egresados en
relación al número de fracaso escolar; porcentajes de escolarización, índices
de características variadas, etc. Y el instrumento principal con el que la
institución escolar sirve a esta concepción de eficacia es la evaluación. La
idea de servicio público y de control de calidad de la institución, que cada
vez se abre más paso, incluso desde posiciones progresistas, contribuye
sustancialmente a afianzar este principio.
La
valoración técnica de la evaluación, mayoritariamente al uso, contribuye fuertemente
a ocultar estos valores desde los que se trabaja en la institución escolar,
haciendo que se actúe acríticamente a favor de estos modelos preestablecidos.
En la medida, como decíamos anteriormente, en que la evaluación es un elemento
clave para la construcción de los significados que componen la vida escolar y
curricular en particular, todo el esfuerzo académico de construir valores
nuevos queda anulado por ésta.
Desde
posicionamientos distintos es posible hablar del concepto de eficacia en cuanto
desempeño de una función social específica. Desde esta perspectiva es posible
edificar un modelo de enseñanza y curriculum basado en valores de carácter más
social y constructivos, donde la evaluación adquiere un significado más de
juicio de valor que de medida de unos resultados. Analizado desde esta
perspectiva, lo que concierne a la evaluación es comprender en profundidad las
características de la práctica y su relación con un proyecto educativo que
explicite valores que merezca la pena conseguir. Dentro de esta concepción, la
evaluación de los estudiantes consiste en constatar qué tipo de aprendizajes
se han producido y, sobre todo, en función de qué procesos, con la intención
de mejorar las cualidades de la propia práctica en orden a facilitar la
adquisición de más aprendizajes, y más valiosos, por parte de los alumnos.
Evaluar significaría sacar a la luz los procesos que constituyen la
experiencia de los alumnos en su contexto específico.
Desde el
punto de vista de la E.S.O., intentando aterrizar en nuestro objetivo, el
valor de la evaluación, así como del curriculum en general, viene determinado
por el significado propio de esta etapa educativa; esto es, desde su valor
social. Y este viene determinado fundamentalmente por las caracterísitcas de
obligatoriedad, comprensividad y diversidad y lo que ello conlleva en el funcionamiento
institucional del centro educativo. En virtud de esas tres caracterísitcas, la
idea de Educación Secundaria Obligatoria significa, por ejemplo, la necesidad
de promocionar o la de atender a todos los alumnos independientemente de su
condiciones personales. Esto es, los alumnos no pueden ser seleccionados en
función de unos supuestos rendimientos académicos. El problema, por tanto,
cambia de orientación. Ahora se trata, más bien, de valorar qué aprendizajes y
cómo se han producido y no cuántos.
Sin
embargo, el planteamiento quedaría incompleto desde el punto de vista educativo
y no meramente sancionador si no se enriqueciera con el análisis y valoración
de las condiciones de que han dispuesto los alumnos para realizar tales
aprendizajes, esto es, con la evaluación del proyecto y de la práctica
docente. Expresado de otra manera, lo que convierte a la evaluación en una
cuestión educativa, en un elemento más del proceso de enseñanza aprendizaje,
no es exactamente preguntarse qué han aprendido los alumnos y cómo, sino qué
han aprendido y cómo, en relación con las condiciones que hemos sido capaces de
disponer para que aprendan, y de qué manera es preciso reconducir algunos
elementos de esas condiciones para favorecer un aprendizaje más valioso.
Obviamente,
el planteamiento afecta a la significación de todo el proyecto curricular en su
conjunto. La vida académica no se puede plantear en términos de homogeneidad
sino de diversidad; el eje de la vida del aula no es el contenido sino la
actividad; el profesor no es informador sino facilitador, etc. Solamente desde
un proyecto educativo que comprenda y valore el significado de la
obligatoriedad y la necesidad de garantizar el máximo aprovechamiento de las
condiciones de cada alumno, es posible construir un modelo de evaluación
distinto.
En
definitiva, el significado social de la obligatoriedad y los valores que
acarrea desde una perspectiva crítica podríamos concretarlos en tres (por citar
algunos de los más relevantes desde nuestro punto de vista).
En primer
lugar, se basa en el concepto de democracia y en la democratización de la
enseñanza como valor esencial. Esto es, se basa en la necesidad de ofrecer a
cada ciudadano las condiciones para su participación social en condiciones de
igualdad, que no es lo mismo que tratar a todos como si fueran iguales.
En
segundo lugar, entendemos la enseñanza como un compromiso social por el cambio
y la mejora de la sociedad. Esto significa que todo el proceso educativo se
debe basar en valores construidos desde un punto de vista crítico como eje
principal de la actividad que se lleva a cabo.
En tercer
lugar, el conocimiento se entiende como un proceso de construcción compartida,
de forma que el aprendizaje individual de cada uno de los participantes es el
resultado de un proceso colectivo previo basado en la experiencia común y el
contraste de las diferentes subjetividades. De esta forma, no es posible la
evaluación de cada sujeto en particular sin la perspectiva del colectivo desde
el que elabora su propio pensamiento, en función de su propia historia socio cognitiva
y sus características personales.
Este
punto de vista pues, supone que la evaluación se debe enfocar desde la
globalidad de todo el proyecto educativo. Podríamos decir que no hay
evaluación sin proyecto. O dicho de otro modo, abordar el problema de la
evaluación supone necesariamente tocar todos los problemas fundamentales de la
educación. El significado que ésta adquiere es el de la valoración de los
procesos de construcción del conocimiento, en el que el componente individual
no es sino uno más de los factores.
En
síntesis, pues, podríamos decir que la evaluación no es una cuestión técnica
sino ética, consistente en la elaboración de juicios de valor. Igualmente, la
evaluación no es una cuestión técnica sino de actitud (ALVAREZ MÉNDEZ, 1985),
orientada a la comprensión y mejora de los procesos de trabajo y de
aprendizaje. En definitiva, la evaluación es un proceso de concepción,
recogida y comunicación de información y de pruebas con el fin de tomar
decisiones fundadas en ellas (SIMONS, 1.995).
En este
sentido, pues, nos encontramos ante un proceso cognitivo mucho más complejo
que el mero hecho de calificar o de medir. Cuando formulamos un juicio de
valor lo que se pone en juego son los valores, las ideologías propias y las
concepciones educativas. En los siguientes puntos intentaremos concretar y
aclarar algo más estos principios.
Funciones de la evaluación
Establecido
este punto de vista acerca de la evaluación es fácil concretar algunas de las
funciones más relevantes que desempeña, que deben pasar necesariamente por las
ideas de proyecto y de globalidad mencionadas anteriormente. La primera cuestión
que surge, en este sentido, teniendo en cuenta el fuerte contenido ideo¡ógico
y político de la evaluación, es su planteamiento y justificación institucional.
Desde el origen de la institución escolar, en el sentido moderno, está
presente el hecho evaluador como garante de la función selectiva y reproductora
que cumple. De hecho, como establece GIMENO SACRISTAN (1992)
"La
utilidad más llamativa no es, precisamente, la pedagógica pues el hecho de
evaluar no surge en la educación como una necesidad de conocimiento del alumno
y de los procesos
educativos.
Partimos de una realidad institucional históricamente condicionada y muy
asentada: se evalúa por la función social que con ello se cumple."
Es más,
los presupuestos teóricos sobre los que se asienta el planteamiento de la
evaluación tienen orígenes alejados del proceso de aprendizaje del alumno y
están más relacionados con intencionalidades ajenas a la propia institución.
Así, la evaluación educativa es analizada desde el punto de vista de la evaluación
clínica (médica y sobre todo psicológica), con claras pretensiones de
clasificación y objetivación e impregnada del afán objetivista de un
determinado enfoque de la ciencia basado en la medición, trasladado
acríticamente a los hechos educativos.
El valor
educativo de la evaluación queda anulado por mor de esta búsqueda de
objetividad y rigor cientifista. En función de este enfoque, por tanto, todo
el proceso educativo, tal como ya hemos indicado, quedaba sesgado por la
necesidad de establecer unos criterios de aprendizaje objetivos sobre los que
catalogar a los alumnos.
Es
necesario distinguir, pues, tres grandes funciones que desempeña la evaluación,
que deben ser analizadas desde esta perspectiva: la función social, la función
administrativa y la función educativa (GIMENO, 1989). Obviamente esta última es
la que más interés tiene para la enseñanza aprendizaje, pero no es
posible analizarla sin tener presente la globalidad de todas las funciones.
Intentaremos
tener en cuenta esta triple perspectiva en el análisis de las distintas
funcionalidades.
Función Social: Tal como anunciábamos antes, el
papel fundamental de la evaluación desde el rol institucional del centro
escolar es el de la clasificación y selección de los alumnos. Se puede hablar
de un cierto carácter "notarial" de la institución escolar, que actúa
como fedataria del aprendizaje de los alumnos en relación a los cánones
oficiales establecidos a tal efecto. En definitiva, por medio de la evaluación
se "certifica" la valía y la competencia de los individuos. No es
casual, por ejemplo, que las evaluaciones de los alumnos sean expresadas en
forma de "actas", que le otorgan un valor documental legal determinado.
Debemos
hacer algunas precisiones en relación a esta idea. En primer lugar, para que
este mecanismo funcione es necesario establecer unos criterios homogéneos que
unifiquen el aprendizaje de todos los alumnos. Estos criterios normalmente
están en relación con un determinado contenido y un determinado enfoque acerca
de este contenido. La forma de conseguirlo es creando currículos nacionales
que representen el tipo de cultura y conocimiento que es considerado válido
para poder acceder al mundo adulto y productivo. El valor del aprendizaje y de
la educación queda mediatizado así por las exigencias del mercado de trabajo y
el modelo de conocimiento y formación que demanda.
Haciendo
un pequeño paréntesis, la existencia de esta ideología, firmemente arraigada
en el sistema escolar, supone que cualquier disposición del estado acerca de
los contenidos del curriculum se convierte automáticamente en criterio del
nivel de exigencia para todos los sujetos del sistema. Cuando la reforma
educativa establece, con mayor o menor acierto, unos contenidos sobre los que
elaborar los proyectos curriculares, la cultura escolar los traduce
automáticamente en objetivos a alcanzar y no en materia con la que trabajar.
El resultado es la supuesta rebaja de los niveles escolares.
Por otro
lado, y en estrecha relación con el comentario previo, la evaluación supone
poner en manos de los que evalúan (los docentes) el poder para controlar y
modelar la conducta de los evaluados. De esta forma se lleva a efecto otra de
las grandes funciones de la institución escolar: la de socializar a los niños y
jóvenes en aquellos patrones de conducta y normas de comportamiento
considerados como adecuados y más válidos para los contextos sociales y
profesionales en los que desarrollarán su acción futura. En este sentido ya
comentamos cómo la evaluación actuaba de moneda de cambio en relación a las
conductas de los alumnos (Rivas, 1.993). Por ejemplo, por medio de la
evaluación entendida como recompensa o castigo, se han estado potenciando la
memorización como pauta del aprendizaje (acumulación de conocimiento), la
selectividad y la competitividad como norma de conducta social, el silencio y
el orden como criterio del buen comportamiento, etc.
Función Administrativa: Necesariamente ligada a la
anterior, en cuanto que supone un modo de concretar las finalidades anteriores,
la función administrativa se erige como justificación para la mayoría de las
acciones que sobre este tema se llevan a cabo en la institución escolar. En
cierto sentido actúa como losa que aplasta los intentos de modificar los
valores que ésta defiende realmente (en contraposición a aquellos que dice
defender) . De alguna forma, siempre nos cabe escudarnos en las
"exigencias de la administración", renunciando a nuestra propia
autonomía y ala capacidad de movimiento que la reglamentación actual nos
permite.
Esta
función administrativa se fundamenta básicamente en la exigencia de
cumplimentación de documentos oficiales, lo cual actúa a favor de lo comentado
anteriormente en cuanto a la homogeneización de los criterios de evaluación en
escalas válidas para todo el Estado. Desde este punto de vista, esto significa
que desde estas escalas se determina el tránsito de los alumnos por el sistema
educativo orientando y mediando de forma trascendental en sus posibilidades
futuras.
A través
de estas exigencias administrativas se promociona a los alumnos de unos
niveles a otros, o se les conduce al abandono de unas determinadas opciones
académicas o incluso del sistema mismo; se favorecen determinadas elecciones a
determinados alumnos dando oportunidades de cara a las posibilidades
profesionales o de nuevos estudios, etc. Esto supone para los profesores un
grave compromiso que convierte la evaluación en uno de los tragos más amargos
y delicados de las tareas del docente, que le convierte en juez de sus alumnos
y responsable de su futuro profesional. Tanto por sus consecuencias como por
su ineludibilidad.
Función Educativa: Este último apartado nos sitúa
ante la función que podemos considerar más importante y necesaria y, sin
embargo, la más olvidada por mor de las exigencias sociales y administrativas
comentadas. De hecho, normalmente, al primar estas últimas por la propia
dinámica institucional, esta función educativa se diluye, pudiendo actuar,
incluso, como ya hemos comentado, en contra de un planteamiento curricular
determinado.
La
condición básica para que la evaluación pueda cumplir una función educativa es
que exista un proyecto educativo que le dé sentido. Qué duda cabe que cuando la
práctica educativa es rutinaria y sometida alas condiciones de los programas
preestablecidos, la evaluación no tiene más valor que el cumplir otra más de
las tareas impuestas por el devenir profesional diario. Solamente cuando la
evaluación se convierte en un acto de enseñanza aprendizaje ésta tiene sentido.
Es decir, sólo hablamos de evaluación educativa cuando mediante el acto de
evaluación, revista éste la forma que sea, potencialmente se está enseñando y
aprendiendo, y no únicamente calificando con números o categorías descriptivas
el conocimiento alcanzado por alguna de las partes.
Dos
serían las misiones que debería cumplir la evaluación desde este
planteamiento. Por un lado, y principalmente, tiene la función de comprobar
si las estrategias didácticas que se han puesto en marcha son las adecuadas o
no para desarrollar el tipo de conocimiento y los valores que se habían
planteado. Y decimos tipo de conocimiento y no el grado de conocimiento
adquirido. En definitiva, la evaluación es un proceso de comprensión por parte
del docente acerca de los procesos habidos en el alumno y en qué medida y
sentido éstos han sido provocados por las estrategias didáctica planteadas. La
evaluación, así entendida, es una reconstrucción crítica del aprendizaje del
alumno que ilumina, a su vez, la validez del proyecto educativo experimentado.
Las
pruebas de evaluación, por tanto, no son más que procedimientos de recogida de
información que actúan como soporte para este proceso de reconstrucción. La
información relevante para ello no es sólo la que hace referencia a las
competencias adquiridas por los estudiantes o a los conocimientos que
demuestran poseer, que desde este punto de vista no son tanto el objeto de
evaluación como un medio valioso con que cuenta el profesor y que le permite
analizar las cualidades del proceso de enseñanza. La información que permita
al docente comprobar la validez de sus estrategias de enseñanza debe proceder
de todos los momentos del continuo enseñanza aprendizaje y debe apoyarse
en los propios alumnos en cuanto que no son meros destinatarios de la
enseñanza, sino participantes en la práctica que se está desarrollando, cuya
percepción subjetiva no puede considerarse anecdótica. La información que
ayude al profesorado a someter a análisis la validez de sus decisiones y
actuaciones profesionales ha de sustentarse en la comunicación y el diálogo
permanentes. La evaluación no es, desde este punto de vista, un acto concreto
en un momento determinado del proceso, ni mucho menos posterior a la
enseñanza, sino una condición necesaria del desarrollo del proyecto educativo.
Como ya decíamos al principio, si el proceso de enseñanza es un acto
intencional del docente, con un planteamiento autónomo y fruto de decisiones
fundamentadas, la evaluación es una condición necesaria.
La otra
misión, desde la consideración educativa de la evaluación, es la de
proporcionar información al alumno para ayudarle a progresar en su proceso de
aprendizaje. El alumno no sólo es fuente de información sino también sujeto
activo y protagonista del proceso. Entendemos que no hay mayor fuente de
motivación que la información. Si el alumno actúa esperando un valor económico
a cambio, la calificación, todo el acto de enseñanza y aprendizaje se
instrumentaliza con esta finalidad, vaciándose de valor en cuanto conocimiento
por sí mismo. Además, normalmente el resultado del proceso es que el alumno
sabe qué premio ha obtenido o cuál ha sido el beneficio obtenido, pero no cuál
ha sido su proceso de construcción personal ni cómo ha mejorado su comprensión
del mundo y de su entorno.
Una
consecuencia inmediata de la necesidad de informar al alumno y a su familia del
estado real de su progreso en la adquisición de conocimientos, habilidades o
destrezas es la toma de conciencia de hasta qué punto la reducción de juicios
valorativos complejos a un número o a una palabra, como acostumbra a resumirse
la evaluación, informa realmente de algo a alguien. Si la calificación es
suficiente desde el punto de vista burocrático o para cumplir con los
resquisitos de la selección y clasificación, no lo es en cuanto a informar con
rigor y profundidad sobre el progreso en el aprendizaje. El procedimiento
congruente con el deseo de informar es la descripción extensa basada en la
valoración de los datos obtenidos a lo largo de la práctica diaria, no la
reducción categoríal de todos ellos. La calificación, en su pretensión de
condensar con efectividad los juicios de valor, es una especie de fórmula
mágica que hace que todos creamos saber qué significa sin que en el fondo nadie
sepa exactamente qué hay debajo de ella.
La
función propiamente educativa tiene su repercusión inmediata en el último de
los temas que queríamos tratar en esta presentación. Nos referimos a la
incidencia de la evaluación en el desarrollo profesional del docente y en la mejora
de los procesos educativos.
La Evaluación y el Desarrollo
Profesional del Docente. Los Procesos de rnejora
Planteamos
este ultimo apartado, de algún modo, como conclusión de los comentarios que
hemos ido haciendo a lo largo de este trabajo. Fundamentalmente porque si la
evaluación sirve para algo, a lo largo de los diferentes aspectos comentados,
es para que los docentes obtengan información que les permita reorientar su
práctica profesional y mejorar los planteamientos didácticos y organizativos
sobre los que fundamentan su actuación. Y ello no sólo con la perspectiva de
mejorar el aprendizaje de los alumnos, sino sobre todo con la intención de
mejorar la cualidad educativa de la propia práctica.
Más allá
de todas las características que pueden asignarse a la evaluación,
desarrolladas algunas en los distintos escritos de la reforma y de la E.S.O.,
y otras por diversos autores (SANTOS GUERRA, 1990), nos encontramos ante un
proceso básico de investigación del docente sobre su propia práctica. En esta
función educativa que desarrollábamos en el punto anterior, el profesor se convierte
también en objeto de cambio.
Obviamente,
para que esto tenga lugar, deben de darse al menos dos condiciones inexcusables
(SOLA, 1995 b):
En primer
lugar, debe partir de un proyecto educativo común. Esto significa que no
estamos hablando de una acción individual de cada docente sino desde un punto
de vista más integral e institucional. Es el proyecto educativo total del
centro educativo el que se pone en juego; es, por tanto, la acción de todo el
colectivo docente la que entra en la valoración que se establece. Como ya se ha
repetido varias veces, no hay evaluación con un sentido propiamente educativo
sin proyecto.
En
segundo lugar, se establece un cambio del punto de mira de la evaluación.
Desde esta perspectiva, se trata de comprender que la valoración de los
aprendizajes de los alumnos deja de ser el objetivo de la acción de evaluar y
se convierte antes que otra cosa en una fuente de datos significativos y relevantes
para tomar decisiones acerca del proyecto común y de la forma en que se materializa
ese proyecto en cada aula concreta a cargo de un profesor (evaluación de la
tarea docente).
Al
establecer las condiciones del aprendizaje de los alumnos los profesores ponen
en juego su propia práctica docente, sometiéndola a un proceso de
conocimiento tanto individual como compartido. Lo cual abarca bastante más que
su práctica cotidiana en el aula. De hecho, al valorar el aprendizaje de los
alumnos y elaborar interpretaciones acerca de cómo se ha producido y de la
acción del curriculum se están valorando también las ideologías y los valores
que el profesor pone en juego en su actividad y que justifican sus decisiones.
Se enjuician asimismo los propios valores institucionales y el papel que el
docente juega en su reforzamiento o en su construcción crítica.
La
evaluación se convierte así, y necesariamente, en un instrumento de mejora y de
cambio educativo, dentro de las condiciones curriculares que hemos ido
indicando. De hecho, si la evaluación no sirve para modificar nada, si la
perspectiva sobre
la
enseñanza y el aprendizaje no sufre ningún proceso de cambio, ninguna
modificación, si la evaluación no sirve para enseñar aprender... antes que
modificarlas por el mero hecho de someterse a supuestas nuevas orientaciones
que no se comprenden, es preferible mantenerse en las prácticas evaluadoras
tradicionales, que al menos son capaces de ofrecer seguridad a quienes las
practican.
Referencias bibliográficas
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