RECONSIDERAR EL PROYECTO DE LA
MODERNIDAD EN EDUCACION
J. Félix
Angulo Rasco*
Con pluma
ágil e incisiva, el autor nos va desvelando desde el campo teórico, los
distintos elementos que conforman la modernidad y la postmodernidad. Se
adentra en el campo de la economía política para resituarla como teoría de
vida y de organización social. Rechaza el neoliberalismo y defiende el
mantenimiento del proyecto moderno de educación.
Tiempos de mudanza y tiempos de
crisis.
La vieja
y eterna pregunta de ¿dónde estamos? puede tener tantas respuestas como sujetos
la formulan; pero más allá de dicha pluralidad, es posible y, desde luego,
necesario, acotar sus diversidades.
Una
primera, y en ocasiones única respuesta viene a mostrar la inseguridad de toda
generación con respecto al tiempo que le ha tocado en suerte. Esta respuesta
suele expresarse con un rotundo: estamos en crisis; acompañado, con el muy
conocido, aunque a veces velado en su expresión: hay tiempos pasados que fueron
mejores que el presente. La verdad es que este presente, como cualquier otro,
nos amedrenta un tanto, nos intranquiliza en relación al futuro que prefigura
pero que apenas vislumbra, como si fuera una imagen borrosa que requiere de la
corrección óptica de la experiencia que nos queda por vivir y sentir. Ese
temor nos lleva con demasiada frecuencia a lamentar el estado en el que se
encuentran generaciones más jóvenes que la nuestra o, alcanzada la madurez, a
lamentar el futuro que les espera a la vuelta de sus bisagras experienciales.
He de
confesar que aunque he llegado a caer en tales loci comunes, también he
conseguido arreglar esta distorsión. Nuestro tiempo es el que nos ha tocado y
tiene la complejidad que tiene. El pasado tuvo sus complejidades, sus logros y
sus errores, como así lo tendrá nuestro presente y el futuro de los demás. La
cosa es simple y llana, cada generación afronta sus problemas, que en parte son
de su exclusividad y en parte heredados de generaciones precedentes.
Hemos de
reconocer que esta posición es más una cura de urgencia que una solución
definitiva desde la que pensar y actuar. Nuestra primera responsabilidad se
encuentra en escapar de la paralización a la que nos pueden llevar nuestros
temores y ejercer aquello que nos dignifica como seres humanos; estoy hablando
de nuestra capacidad de análisis.
Cualquier
análisis necesita unas mínimas coordenadas, así que quisiera establecer las
mías, esperando la benevolencia de las lectoras.
Tengo la
impresión que para comprender el momento actual, de un modo que pueda iluminar
nuestro campo de trabajo y de desvelos, necesitamos conjugar tres parámetros
que formarían una encrucijada desigual, pero encrucijada al fin y al cabo.
En estos
momentos nos encontramos en la confrontación de tres tendencias, o tensiones no
equiparables y, hasta ahora, no excluyentes: por un lado, la modernidad, que
todavía en todos sus aspectos, respira por los poros intelectuales de algunos
pensadores y por las escisiones y resquicios de nuestro mundo social y
político; por el otro, la, así denominada, post modernidad ha irrumpido
con enorme fuerza discursiva, y con más que notable aceptación, como
sustitución de los viejos arcaísmos, caducidades y errores de la modernidad.
Entre estas dos coordenadas, podemos ver la infiltración de una economía
política que más allá de su campo propio de acción se está transformando, o si
lo prefieren, se ha transformado en una teoría de vida y de organización
social.
Estas son
mis coordenadas. Veámoslas con más detalle.
¿Pasada modernidad?
Si comparamos
con detenimiento, son muchas más las cosas que la modernidad ha prometido de
las que en definitiva ha traído y logrado, en todos y cada uno de los terrenos
en los que nos propongamos rastrearla. En el conocimiento no podemos negar el
avance de la ciencia y la tecnología que ha ocupado el lugar más alto de lo
que hemos denominado progreso de la razón. En las ciencias sociales, no sin
enormes tensiones, hemos sido testigos del surgimiento de grandes teorías, de
nuevos enfoques no positivistas para acceder a la comprensión del mundo;
incluso en alguna medida no banal, hemos redescubierto la idea práctica (la
praxis aristotélica) como forma propia (y hasta revolucionaria) de cambiar
nuestra realidad social, en contraposición a la racionalidad tecnológica.
La
modernidad política, nos permitió conjugar al menos el ideal de la autonomía
del individuo y de la libertad, del consenso ciudadano bajo la protección benévola
de estados naciones reconciliadores, de la ampliación del espacio público
de diálogo y confrontación política justa, de participación democrática en la
conformación de la voluntad política y de un cierto liberalismo compenetrado
en ocasiones con una socialdemocracia renovada o, a decir de algunos,
transmutada.
Si en el
conocimiento, la modernidad, pareció que nos había alejado definitivamente de
la oscuridad, en la política nos ha permitido mantener la confianza en la
sociedad, en la libre disposición de los individuos y en su capacidad de
organización y relación comunicativa como ciudadanos.
Bien es
cierto, que en ninguna de las esferas que acabamos de señalar, las invocaciones
y las realizaciones han estado exentas de enormes y dolorosos conflictos,
además de que analizada nación por nación y momento histórico por momento
histórico el resultado no es, desde luego, ni armónico, ni positivo.
El
conocimiento científico arrastra la pesada carga de sus consecuencias desestabilizadoras,
el desequilibrio que está provocando en nuestro planeta, su utilización
interesada y arrogante. Las epistemologías empiristas han dejado una impronta
indeleble en nuestras concepciones, y la razón tecnológica todavía aparece
bajo el reflujo de nuestras pretensiones de cambio.
Pero la
política se ha mostrado, es triste decirlo, mucho más desequilibrada e
incumplidora de sus anunciadas promesas y sus esperanzadoras nuevas. Apenas
hemos podido ver realizada la idea de ciudadanía y de individualidad autónoma,
los estados han consolidado una burocracias autoperpetuadoras, omnívoras e
insensibles y la democracia se ha convertido, bajo el férreo dictado de los
partidos, en monopolios aislados y en asunto de mercadería. La disidencia, la
diferencia y la crítica han sido perseguidas y anatemizadas; la búsqueda de
libertad ha estado siempre bajo sospecha y en general proscrita.
Entraríamos
en un terreno del autoengaño si no fuéramos conscientes de estas y otras
negatividades de las que DAVID LYON (1996) ha ofrecido un inventario:
alienación, explotación, anomia, control, extranjerización, burocratización (jaula
de hierro). Pero también, nos arrojaríamos en brazos de la imperdonable
demagogia si no contrapusiésemos las pretensiones no realizadas, los logros más
relevantes y las posibilidades abiertas y, ahora, no sólo imprescindibles sino
inclausurables, con su legado más negativo.
¿El futuro postmoderno?
Parece,
no obstante, que la situación es otra y que la modernidad está agotada y
exhausta. Desde hace más de una década, se nos ha repetido con insistencia que
nuestro mundo se ha transformado y que hemos de abrir paso a las nuevas concepciones
que sustituirán, cuando no borrarán de nuestro entorno vital, a la vieja
modernidad. Se trata de un paso adelante, de algo que viene luego, que nos
lleva al futuro y que constituye nuestro presente; se trata en definitiva de
una postmodernidad.
Bajo esta
etiqueta se agrupa también la diversidad. Y es necesario que aquí seamos
cuidadosos y selectivos. En primer lugar, como anunció JEAN FRANÇOIS
LYOTARD (1989) el estatus del conocimiento está cambiando. Un cambio que afecta
radicalmente al núcleo de su desarrollo y progreso: las grandes narrativas que
han servido de legitimación del futuro humano anhelado están bajo sospecha o
prácticamente hechas trizas. En sustitución de las narrativas de emancipación,
libertad y democracia, los sujetos no tienen un punto central en el que
apoyarse vital e intelectualmente. "Postmodernidad afirman ROBIN
USHER y RICHARD EDWARDS (1994: 10) describe un mundo en el que la gente
tiene que proceder sin referentes fijos y puntos de anclaje tradicionales. Es
un mundo que cambio rápidamente, inestable, donde cambia el conocimiento y los
significados flotan sin las fijezas teleológicas tradicionales que le
proporcionaba fundamento y sin la creencia en el progreso inevitable".
Los sujetos
han de convivir ahora con la incertidumbre como vana sujeción intelectual; una
incertidumbre aclamada y reivindicada que se expresa por la complejidad, por
los significados plurales y flotantes. El desaparecido centro discursivo, tras
el big bang de la modernidad, se ha transformado, al decir de J F. LYOTARD
(1992:31), en "millares de historias, pequeñas o no tan pequeñas, que
continúan tramando el tejido de la vida cotidiana".
No
confundamos esta situación con la crisis de los paradigmas anunciada en la
década de los sesenta; allí se trataba de aflojar las férreas tenazas de un
positivismo estrecho y a histórico, de reintroducir en el conocimiento
científico nuevas posibilidades epistemológicas, de repensar la linealidad del
progreso en razón de los cambios revolucionarios, de aceptar la presencia del
contexto de descubrimiento y del juicio en toda creación de conocimiento y de
devolver a la 'verdad' un estatuto menos logicista y menos empirista (2).
Lyotard,
no rechaza, todo lo contrario, la preeminencia de la tecnociencia. Es más,
liberada de las ataduras de las metanarrativas, la tecnociencia moderna no
requiere legitimidades en las que apoyarse; el progreso científico es un
progreso sin fines humanos, nos lleva allí a donde podemos adquirir y realizar
nuestros deseos y nuestros consumos. La tecnociencia, y especialmente en las
comunicaciones, supone una nueva mediación cognitiva sin rumbo fijo, sin
bitácora. Nos encontramos ante dos posibilidades no excluyentes: las
micronarrativas y las no narrativas de una ciencia fuertemente tecnificada
(LYOTARD 1992). Parecería como si no hubiera otro lugar u otro espacio
epistemológico.
Quizás
tendríamos que plantear las cosas desde otra posición. No tengo muy claro que
la pérdida de dichas metanarrativas sea un acontecimiento a celebrar, pero sin
duda las tendencias que han enfrentado en los últimos 15 años ciertos supuestos
de la modernidad epistemológica, constituyen a mi juicio, elementos notables
para nuestra comprensión como sujetos y para la comprensión del mundo social,
sin que, por su aceptación, tengamos que dejarnos llevar por la
anti utopía de la innecesaria búsqueda de legitimidad.
Quisiera
señalar a la sociología crítica con parte del post estructuralismo-
(VALERA y ALVAREZ URIA 1994) y el influjo de los nuevos movimientos
sociales (SEIDMAN 1994), como ejemplos a tener en cuenta. No me puedo extender
aquí, pero me gustaría señalar algunos elementos interesantes como los
siguientes: el descubrimiento de la subjetividad y las formas de subjetivación
establecidas; la imposibilidad de separar el conocimiento, los valores y la
política; los nuevos ámbitos de análisis restituidos como el cuerpo, la
sexualidad, el género, la raza, la identidad y el poder que reproduce y produce
a todo lo demás.
Estamos
frente a un reto a la modernidad y sus olvidos, pero no creo que se trate de
una descalificación radical y total a la misma. La propia modernidad, como
antes señalaba, ha generado sus procesos de autocrítica. Si, por el contrario,
creyéramos que se trata de abandonar definitivamente y para siempre cualquier
afinidad con el marco de conocimiento de la modernidad, ciertas preguntas
aparecerían, no sólo como vitales, sino como desveladoras de una gran
mascarada, de un engaño epistemológico de gran alcance: ¿qué sentido tendría
reivindicar la subjetividad?, ¿para qué el género o la identidad si lo único
aceptable es una individualidad aislada movida por sí misma y sus deseos?, ¿de
qué la identidad si se nos habla de su imposibilidad?, ¿sin valores cómo
defender el multiculturalismo mismo y el movimiento feminista? ¿No estaremos
olvidando que cualquier postura plantea la legitimidad de su lugar y de su
discurso; y que lo que necesitamos es repensar la legitimidad moderna desde las
nuevas raíces y desde los nuevos acontecimientos? (3) Luego volveremos sobre
este punto.
En
segundo lugar, la postmodernidad también encuentra su expresión en una especie
de nueva plataforma cultural: el consumismo. La individualización expresiva,
que mencionábamos antes, se palpa en la importancia recobrada por las capacidades
expresivas del yo individual, que apuntan al emotivismo como, también, al
hedonismo (LIPOVETSKY 1994) (4). Un hedonismo reflejado para DANIEL BELL (1977)
en "la idea de placer como modo de vida" y la "satisfacción del
impulso como modo de conducta", que conforman la imago cultural de
nuestras sociedades avanzadas. Las 'restricciones puritanas y la ética
protestante' (WEBER 1969) que tanto coadyuvaron al desarrollo capitalista, han
sido relegadas y apartadas como formas culturales de vida, lo que, para dicho
autor, supone una quiebra cultural sin precedentes en y para el capitalismo.
Aunque
Daniel Bel¡ esté en lo cierto con respecto a la sintomatología, creemos que se
equivoca en el pronóstico. Los indicios son correctos, pero olvida el hecho de
que la postmodernidad 'cultural' sugiere una reacomodación económica. Puede
que la nueva imago cultural sea nada menos que el marco imprescindible para el
desarrollo económico a finales del siglo XX. El mercado, resituado en una
economía de oferta, encuentra en las nuevas necesidades emotivas el terreno
apropiado para su expansión. La satisfacción de la emotividad se troca en
consumismo: consumo de servicios, de bienes, de estéticas y de estatus.
Esta es
la otra faz de la post modernidad, la que nos dice que los estilos de
vida pivotan en tornó al consumo de masas y la circulación de bienes simbólicos
y materiales. Un consumo, en fin, que requiere una economía atenta a la demanda
y, en la materialización más impactante de la tecnociencia, la incitación
constante del deseo, de la posesión que no posee, de la insaciable mercadería
de la subjetividad y de la información subyugada por los mass media.
" No
sólo consumismos objetos y películas sino también la actualidad escenificada,
lo catastrófico, lo real a distancia. La información se produce y funciona
como animación hiperrealista y emocional de la vida cotidiana, como un show
semiangustiante semirrecreativo que ritmo las sociedades individualistas del
bienestar. La liturgia austera del deber se ha ahogado en la carrera jadeante
de la información, en el espectáculo y en el suspense posmoralista de las
noticias" (LIPOWETSKY, ¡bid: 54).
Aunque en
principio parezca que se han roto ciertas barreras como la que separaba la
cultura de masas de la cultura de élites, no nos encontramos tras el
derrumbe con un campo cultural de reconocimiento y mucho menos de
emancipación. Todo lo contrario: la cultura consumista, apropiándose de nuestro
deseo, descentrándolo y acaparándolo, nos han llenado de vacío y de insatisfacción.
Para LIPOVETSKY (1994:55 y ss.) se trata de un doble proceso: desculpabilizar y
liberar el culto individualista del presente. Parece que sólo se puede
consumir sin medida, sin término, cuando hemos aceptado que el consumo es parte
de nosotros, cuando consumir es un acto de afirmación, no un problema moral.
Pero el
consumo requiere oferta y provoca demanda; y la demanda, productividad. La
productividad post moderna se ha instaurado con el beneplácito y el apoyo
de un nuevo régimen económico, una nueva economía que exige a su vez consumo
constante, deseo infinitamente insatisfecho.
La llegada de la economía
neoliberal
Seríamos
injustos si cargáramos todas las culpas del neoliberalismo a la postmodernidad.
En la cultura postmoderna, es cierto, que predominan y se hacen presentes los
mecanismos neoliberales del consumo, estoy incluso dispuesto a aceptar que el
consumo se ha enseñoreado como un nuevo Jano que sirve a uno y a otro, como
interface por la que la economía de mercado capitalista se relaciona
biunívocamente con los deseos y placeres de los sujetos, en ocasiones
compulsivos.
El
capitalismo los necesita, son parte de su motor productivo. La diferencia la
encontramos en que este capitalismo renovado, no centra su discurso ideológico
exclusivamente en la productividad, sino en la oferta. Tener mucho para consumir,
afectar a las psicologías individuales de los sujetos en la compulsión de sus
deseos y sus demandas, y es a ésto a lo que se aspira; la producción, por
decirlo así, viene luego.
La
economía nueva sigue siendo una economía capitalista, remodelada pero
capitalista al fin y al cabo. El fordismo modernista, el industrialismo (que
desolaron nuestra naturaleza y denigraron a sectores enteros de la sociedad)
y, desde luego, sus complementos como las políticas públicas keynesianas de
bienestar y la regulación 'pactada' del trabajo, son ahora obstáculos,
disfunciones en la acumulación capitalista, no crean más que déficit fiscal,
paro e inflación. La respuesta, se dice, no puede ser otra que volver a situar
la primacía del individuo allí donde surgió: en el mercado (HAYECK 1980;
FRIEDMAN y FRIEDMAN 1980; BUCHANAN y WAGNER 1983).
La vía
experimentada parcial o totalmente por las economías de los países avanzados
(y trasladada de la mano del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional
a otras naciones) ha sido una especie de mezcla entre economía monetarista y
políticas de oferta. Se ha pretendido reforzar las fuerzas del mercado, libres
de la mano visible del estado, devolviendo a la iniciativa privada lo que,
supuestamente, se le había sustraído, reformulando, además, la organización
productiva a través del así denominado postfordismo. Los nuevos lemas son los
de privatización, globalización, desregulación, estado ligero, productividad
sin excedentes y otros por el estilo (5).
Me
gustaría insistir aquí en dos cuestiones que están íntimamente imbricadas con
la postmodernidad cultural; me refiero a la ideología social del mercado y la
sobre estimación de lo privado sobre lo público. Me parece que pocas dudas
pueden abrigarse sobre la necesidad que una cultura del consumo tiene para
desarrollarse de la existencia de un mercado ilimitado; un mercado que no
hace únicamente referencia al hecho de la compra venta de mercancías,
servicios, informaciones y símbolos, sino a algo más importante: a la
asunción del mismo como motor y conformador de la vida cotidiana, como espacio
de relación 'social'. Lo privado aparece como principio general, en razón de
que sólo agentes privados (en su propia individualidad) pueden ser agentes del
consumo, únicamente los agentes privados son consumidores.
Los
derechos generales y públicos de la ciudadanía, los derechos que se adquirían
por nacer en y pertenecer a una colectividad, han sido suplantados por los
derechos del consumidor. Lo público, lo que nos permite asumir nuestras obligaciones
frente al resto de la colectividad, se sustituye por lo privado, por el poder
del cliente que exige sus derechos en razón de su posición en el mercado.
Este
acontecimiento afecta a otras esferas y no sólo a la economía, y se alimenta,
como ya hemos indicado, en las posibilidades ilimitadas de la globalización
informativa, de las redes que ahora ya definitivamente tienen su explicación en
los flujos económicos y en la acumulación no necesariamente productiva. ¿Para
qué necesitamos una democracia de participación si nos basta con que las
élites políticas velen por que la red permanezca en funcionamiento, si ya no
parece necesario referirnos a los ciudadanos y si siendo clientes el mercado
proporciona las más importantes satisfacciones? ¿Para qué necesitamos el
estado, si las redes son autónomas y no hay frontera que las detenga? ¿Para qué
necesitamos espacios públicos si la pantalla del televisor nos devuelve y
desnuda otras privacidades dándonos la posibilidad de hacer lo mismo, de hablar
sin esperar respuesta, de disputar sin que sea imprescindible razonar o llegar
a algún acuerdo, de ver sin identificarnos? ¿Para qué la libertad colectiva y
el bienestar público si la individualidad del consumidor y el arquetipo del
cliente son más que suficientes? ¿Para qué la solidaridad y la preocupación
humana, si todos tenemos, tal como se nos dice, la oportunidad de medrar en el
mercado; si es nuestra la responsabilidad del fracaso? ¿Para qué, en fin,
todavía arrastrar la pesada carga de la educación pública heredera del
lluminismo y consolidada en la Modernidad, si la educación es también una
mercancía?
La educación escolar: ¿antiguo
tesoro?
En la
educación escolarizada nos encontramos con estas mismas tesituras por poco que
nos esforcemos en nuestro análisis. Piénsese que la escuela se erige con la
modernidad en la institución educadora por excelencia, protegida y
monopolizada, a la par, por el estado, que sólo a regañadientes ha ido
consintiendo una participación ciudadana más amplia.
Con la
escolaridad, ha señalado TOMAZ TADEU DA SILVA, toman cuerpo "las ideas de
progreso constante a través de la razón y de la ciencia, de creencia en las
potencialidades del desarrollo de un sujeto autónomo y libre, de universalismo,
de emancipación del espacio público a través de la ciudadanía, de la
progresiva desaparición de privilegios hereditarios, de movilidad social La
escuela está en el centro de los ideales de justicia, igualdad y
distributividad del proyecto moderno de sociedad y política"
(1995:
273).Se trata de un doble vínculo: la escolaridad es la vía de acceso a los
derechos de ciudadanía, el terreno de la socialización individual; a su vez,
es un derecho ciudadano propio de la modernidad que no puede ser sustraído a
nadie.
Este
proyecto escolar está ciertamente en quiebra: mientras la postmodernidad ha
cuestionado al sujeto de la modernidad (TADEU DA SILVA 1997) cuya producción
primigenia estaba encargada a la escolaridad pública, el neoliberalismo está
arrasando los cimientos ideológicos, políticos y económicos en los que se
asentaba. Por todos los frentes la educación escolar se encuentra acosada.
No tengo
claro que la postmodernidad (y el post estructuralismo) hayan desbaratado
los supuestos teóricos de la escuela en la modernidad, como indica Tomaz Tadeo
da Silva; pero, desde luego, el neoliberalismo se está encargando de hacerlo en
la práctica. Y puede que por ello, como dicho autor afirma, el proyecto
educacional moderno sea "un paciente terminal".
Carente
de sentido este proyecto, no resulta complicado desplazar la educación de la
esfera pública y colocarla en las manos de la iniciativa privada, gerencializar
su funcionamiento, introducir en ella el ahora aplaudido sentido de la competencia
y la rentabilidad, y acentuar la acción técnica sobre la política. Los derechos
del ciudadano sobre la educación se trocan en derechos del cliente a elegir en
el incipiente pero considerable mercado educativo; se le ofrecen centros de
calidad, excelentes, diferenciados, con alto rendimiento y con un sistema de
gestión optimizado. La tentación para un amplio sector de la clase media es
enorme, e incluso para otros sectores menos acomodados económicamente (MUÑOZ
DEL BUSTILLO 1989).
Reconsideraciones
He de
confesar que no me encuentro cómodo con muchos de los postulados del proyecto
postmoderno y me parece peligrosa la expansión del neoliberalismo. Acepto que
parte del cuestionamiento de la idea de escolaridad moderna por algunos
postestructuralistas como Foucault, es atractiva y permite refocalizar nuestro
análisis; como, por ejemplo, las relaciones entre saber y poder y la crítica a
la representación como adecuación a estados externos. Acepto también, que la
genealogía nos ofrezca un enfoque más profundo de nuestro pasado y de nuestra
actualidad, que, como señalan JULIA VALERA y FERNANDO ALVAREZ URIA hace
presente 'los saberes relegados', rechaza 'los efectos de poder de un discurso
definido como científico', y elimina "la tiranía de los discursos
globalizantes con sus privilegios y jerarquías institucionales" ( 1994:
19). Tenemos ante nosotros una enorme labor de análisis discursivo y
epistemológico, desvelando la diversidad disciplinar, el no universalismo de
nuestra teorías, las tensiones intelectuales y políticas que subyacen a las
concepciones pedagógicas; también nos queda por delante, terrenos nuevos que
desarrollar como el multiculturalismo, los estudios sobre género, sexo, y el
racismo por ejemplo. Estoy convencido que estas cuestiones merecen todo nuestro
esfuerzo intelectual. Pero una cosa es tenerlas presente y o tra muy distinta
abandonar unilateralmente el proyecto moderno de educación y de sociedad.
Con el
neoliberalismo la opción ha de ser distinta. No tratamos con retos intelectuales,
sino con una manera de concebir la economía política que desborda sus márgenes
introduciéndose en la política social y en la vida cotidiana. Es más, como
propuesta económica, el neoliberalismo está respaldando y apoya los lados menos
aceptables de la posmodernidad; me refiero, como ya he dicho, a los de la subjetividad
aislacionista y a la cultura consumista.
Para
hacer frente a esta potente tendencia se requiere algo más que su rechazo;
del mismo modo que poco ganaríamos si meramente nos limitásemos a desoir los
retos intelectuales que el postestructuralismo nos ha planteado.
Lo que
quisiera recalcar es que no puedo estar de acuerdo con la eliminación del
proyecto moderno de educación escolar ni en la teoría ni en la práctica. Y no
me parece que tengamos que abandonarlo, ni siquiera esperar que su agonía
concluya, porque en realidad, sus elementos y características más positivas no
se han realizado. Quizás estemos juzgando a dicho proyecto por sus
negatividades en comparación a lo que de emancipador y liberador siempre ha
planteado y nunca ha podido materializar y llevar a cabo. Esto no quiere decir
que el proyecto no deba ser remodelado; el momento histórico que nos ha tocado
vivir así lo exige. Puede que de esta manera los viejos ideales de la
modernidad vean por fin realizadas todas sus posibilidades pendientes. Muchas
gracias.
Referencias:
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(1969): La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona.
Península.
Notas
(I)
Lección Innaugural. Curso de Doctorado del Departamento de Didáctica y
Organización Escolar. Universidad de Barcelona. 1997.
(2) Esto
es en parte lo que intenta plantear Chistopher Norris (1997). Se trata, como
señala dicho autor, de no caer en la retórica postmodena "que alegremente
proclama el fin del régimen de la realidad, de la verdad y de la crítica
ilustrada" (p.24). Bien entendido que la realidad no es homogénea, que la
verda no es, necesariamente, lo que Tarski y Popper con su tercer
mundo propusieron y que la crítica ilustrada conlleva la alerta
epistemológica constante sobre los propios supuestos epistemológicos.
(3) El
trabajo de Daniel Bel¡ (1997), aun siendo excesivamente ad hominem para mi
gusto, es un excelente análisis crítico de la postmodernidad y enormemente clarificador
sobre algunos puntos oscuros de la terminología al uso. Véanse también los
monumentales y puntillosos trabajos de David Harvey (1990) y Margarete A. Rose
(1991).
(4)
Véanse también otros trabajos de Lipovetsky (I 986) y (I 990).
(5) La
mejor crítica al neoliberalismo, enraizada en análisis empíricos y no,
meramente, en posiciones ideológicas se encuentra en Vigens
Navarro
(1997).