ASPIRACIONES EMANCIPADORAS EN LA ERA POSTMODERNA
Stephen Kemmis
Este artículo describe tres perspectivas sobre el
cambio: técnica, interpretativa postestructuralista
y crítica. Su autor defiende en él la permanente relevancia de las
perspectivas críticas en la educación, que nos comprometen a todos como
participantes activos en el proceso del cambio educativo y que aún pueden
ofrecernos formas de responder a los problemas que plantea la presente era “postmoderna”.
No cabe
duda de que estamos viviendo en “tiempos interesantes”. En todos los
aspectos de nuestra sociedad ‑saber, prácticas sociales, estructuras
sociales y los mismos medios de comunicación social a través de los cuales nos
conectamos‑ están produciéndose cambios sociales importantes (2). ¿Y qué
hacemos nosotros, en cuanto trabajadores del currículo ‑las personas
cuyo trabajo consiste en dar vida y forma a los currículos‑, cuando nos
encontramos con tantos cambios, tan rápidos y tan profundos y sutiles? Tenemos
que responder a las demandas que la nueva era nos impone e impone a la
educación y a nuestros currículos, pero no debemos hacerlo con la estrechez de
miras que, a menudo, provocan las amenazas y la incertidumbre; en la medida en
que seamos capaces, debemos responder tratando de situar los cambios ‑los
que ya se están produciendo y los que aún estén por venir‑ en una
perspectiva crítica.
Según la
opinión de muchos autores, estamos en la era de la postmodernidad y los postmodernismos
y, aunque haya diferencias en cuanto al grado en que estas transformaciones y
rupturas puedan considerarse características de una “época”, parece
razonable concluir que las sociedades del mundo se enfrentan a nuevos problemas
como consecuencia de la “condición postmoderna” en la que nos
encontramos.
FREDERIC
JAMESON (1983:112‑113) describe así el concepto de la postmodernidad: “un
concepto marcador de un período cuya función consiste en correlacionar la
aparición de características formales nuevas en la cultura con la aparición de
un nuevo tipo de vida social y un nuevo orden económico, al que a menudo se
denomina eufemísticamente como modernización, sociedad postindustrial o del
consumidor, la sociedad de los medios de comunicación o del espectáculo o
capitalismo multinacional o el capitalismo multinacional. Podemos fijar la
fecha de aparición de este nuevo momento del capitalismo en la expansión
inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial en los Estados Unidos, a
finales de los años 40 y primeros 50, o, en Francia, al establecerse la Quinto
República, en 1958. En muchos aspectos, los años 60 constituyen el período de
transición clave, el período en el que el nuevo orden internacional
(neocolonialismo, la revolución verde, la informatización y la información
electrónico) se establece y, al mismo tiempo, se ve arrastrado y zarandeado por
sus propias contradicciones internas y por la oposición externa”.
Un poco
más adelante, dice que: “en algún momento inmediatamente posterior a la II
Guerra Mundial, comenzó a surgir un nuevo tipo de sociedad (descrito de
diversas maneras como sociedad postindustrial, capitalismo multinacional,
sociedad de consumo, sociedad de los medios de comunicación, etcétera). Los
nuevos tipos de consumo; la obsolescencia planificado; un ritmo aún más rápido
de cambios de modo y de peinados; la penetración de la publicidad, la
televisión y los medios de comunicación, en general, en la sociedad, en un
grado hasta entonces sin parangón; la sustitución de la antigua tensión entre
el campo y la ciudad, el centro y la provincia, por el suburbio y la
estandarización universal, el crecimiento de las grandes redes de
superautopistas y el advenimiento de la cultura del automóvil son algunas de
las características que parecen marcar una ruptura radical con la sociedad
prebélica, en la que el modernismo era aún una fuerza subterránea” (pp.
124‑125).
Basándose en tales características, Jameson concluye que ha surgido un tipo nuevo de formación social. Puede admitirse que esta formación social nueva se caracterice por unas estructuras y funciones sociales modificadas, pero no es éste su único aspecto importante. Se dice que, en el nivel del individuo y en el del grupo social, este nuevo período ha producido cambios sustanciales de la forma en que las personas experimentan el mundo.
Si
nuestras sociedades han cambiado de una forma tan espectacular y si nuestras
formas de experimentar el mundo han cambiado con ellas, esos cambios deben
tener unas consecuencias muy significativas para el desarrollo de la vida
social y de la educación. Es posible que exijan nuevas formas de análisis y
nuevas prácticas sociales en filosofía, las artes, las ciencias naturales y
sociales y la educación. Sin embargo, para algunos, estos cambios son tan significativos
que pueden considerarse decisivos ‑suscitan la cuestión de la misma
posibilidad de hacer filosofía, arte, ciencia y educación tal como se han
entendido estas actividades durante el último siglo y, quizá, durante los cuatro
últimos siglos o más.
Se dice
que una serie de transformaciones clave señalan la nueva era “postmoderna”,
entre las que se incluyen las transformaciones del contenido y las formas de la
cultura contemporánea (abarcando también las transformaciones de
nuestras ideas de “cultura” ‑por ejemplo, la alta cultura y la
baja o popular‑); los cambios espectaculares del carácter de los medios
de comunicación y del contenido y las formas de presentación de las imágenes
de esos medios (la “generación de la televisión”, la “era electrónica”,
la “edad de la información”, la “sociedad del espectáculo”,
etc.); una mayor conciencia de la pluralidad de puntos de vista nacionales,
étnicos y lingüísticos con la internacionalización de las comunicaciones y la
interacción global, etc.‑, el cambio radical de las perspectivas
colonialistas a las neocolonialistas acerca de la modernización, las reacciones
norte‑sur y las cuestiones del “Tercer Mundo” y el desarrollo
comunitario, que plantea problemas con respecto a la pluralidad de perspectivas
sobre el mundo sin que haya una fuente fidedigna de interpretaciones autorizadas
de las sociedades y sus relaciones mutuas; la “superficialidad” de las
perspectivas sobre la historia y la sociedad, cuando hacen su aparición unas
perspectivas histórica y regionalmente distintas en el montaje cotidiano de
las presentaciones de los medios de comunicación; la pérdida de la relativa
autonomía de la esfera cultural (con respecto a las esferas económicas y
políticas), al reconocerse que la cultura y las comunicaciones constituyen una
industria y están politizadas, sin que sean “objetivas”, “neutrales”
ni necesariamente críticas, y la aparente pérdida de un espacio crítico para
los movimientos intelectuales y de vanguardia.
Se
afirma también que un segundo grupo de transformaciones se ha producido en la
naturaleza, el contenido y la forma de los estructuras e interrelaciones
económicas, por ejemplo, a través de
los cambios que han hecho que la producción
cultural y la producción de información constituyan una gran proporción de la
producción mundial, en vez de la producción de bienes y servicios, tal como se
entendían antes de la II Guerra Mundial (y en etapas anteriores del
capitalismo); el desarrollo del “capitalismo tardío”; la unificación mundial
del control de los medios de producción y la difusión, fragmentación y
privatización (individualización) complementarias del consumo, y los nuevos
conflictos entre los imperativos del desarrollo, la modernización y la
explotación y los imperativos del movimiento ecológico, la conservación y la
preservación de la diversidad natural.
Un
tercer grupo de transformaciones está relacionado con la naturaleza, el
contenido y las formas de la vida política, por ejemplo, a través de la
internacionalización; el declive del estado nacional con la aparición de las
estructuras económicas transnacionales; la reestructuración de la política por
los medios de comunicación; la aparición de movimientos sociales que han
reestructurado previamente las relaciones entre clases sociales, ricos y
pobres, hombres y mujeres, grupos étnicos y entre agrupaciones regionales y
subnacionales, y el declive de la autoridad (y las crisis de
legitimación) del estado y las instituciones
culturales (como las iglesias y las universidades), con la consiguiente pérdida
de una función clara para las voces y perspectivas críticas (a las que parecen
absorber y asimilar la “industria de la información” y la industria de
los medios de comunicación).
Basándonos en esas transformaciones, todas ellas
muy relacionadas entre sí, parece razonable concluir que tenemos cierto
fundamento para decir que estamos entrando en una nueva era, aunque pueda
tratarse de una fase nueva de la era “moderna” y no de otra
completamente distinta. Es más, nuestra conciencia (reflexiva) de la condición
de la postmodernidad significa que debemos tomar en serio la idea de que la
nueva era en la que acabamos de entrar requiere una importante reevaluación
crítica de las categorías teóricas utilizadas para comprender la educación y
no sólo las formas de pensamiento y las categorías teóricas “modernas”
que se emplean normalmente en las ciencias sociales.
Hay
quienes sostienen que debemos abandonar la mayoría de nuestras formas de
análisis anteriores, “modernas” ‑sobre todo JEAN BAUDRILLARD
(1983), aunque otros, COMO JEAN‑FRAMÇOIS LYOTARD (1984), comparten la
idea, pero más matizada‑. Otros creen que las formas de análisis “modernas”,
tal como están o revisadas, pueden satisfacer y, de hecho, satisfacen nuestras
necesidades ‑entre ellos, cada uno a su modo, están ALASDAIR MACINTYRE
(1990), STENPHEN TOULMIN (1990) Y ANTHONY GIDDENS (1990, 1991). En cambio,
JÜRGEN HABERMAS (1981; 1983; 1984; 1987a, b; 1990a, b; 1992) cree que los
recursos teóricos que ha producido la modernidad pueden constituir aún el
fundamento de formas sustancialmente nuevas de enfocar los trabajos teóricos
necesarios. Hay otros más que creen que nuestras formas de análisis precisan
complementos y modificaciones considerables, entre los que están FREDERIC
JAMESON (1983, 1984, 1991), DOUGLAS KELLNER (1988, 1989), STEVEN CONNOR (1989),
STUART HALL (1986A, B) Y EDWARD SAID (1978, 1983,
1993), junto con una serie de teóricas feministas que han adoptado posturas muy
diferentes en los debates sobre la postmodernidad, desde quienes creen, como
JANE FLAX (1990), que la teorización postmoderna
proporciona recursos para encuadrar de otra manera la ciencia y la filosofía
patriarcales, hasta quienes, como SEYLA BENHABIB (1992), creen que proporciona
unos puntos de partida nuevos para comprender nuestro mundo y a nosotros
mismos, aunque muestran evidentes afinidades con la teorización
“moderna” de las últimas décadas.
Es
evidente que estas transformaciones de la sociedad y de las formas de pensar
en la sociedad, las transformaciones de la postmodernidad y los
postmodernismos, tienen consecuencias importantes para la educación y la
escuela. Es evidente que no sólo la teoría de la educación y la investigación
educativa, sino la educación también deben tener en cuenta los cambios sociales
que han producido la “postmodernidad” y “la condición postmoderna”.
Dicho esto, no está tan claro cómo haya que reconsiderar nuestro pensamiento
sobre el currículo y nuestras prácticas curriculares, la administración
educativa, la formación del profesorado y la investigación y evaluación educativas,
a la luz de los diversos postmodernismos. Es ésta una tarea que no puedo ni
pensar en acometer aquí, pero, a continuación, trataré de identificar algunas
formas de posible reformulación de ciertas tradiciones nuestras de teorización educativa.
La
posibilidad misma de la educación depende de que nos hagamos una idea de cómo
pueden y deben representarse las personas y las sociedades. Esto supone
adoptar una postura acerca de la naturaleza del saber, la cuestión de lo que
pueda ser conocido y la de qué merece la pena saber, cuestiones que ponen muy
en duda los defensores de ciertos postmodernismos (en especial, los postmodernistas postestructuralistas,
como Lyotard y Baudrillard).
La
educación requiere que los educadores traten de representar la sociedad ante
las nuevas generaciones con unas representaciones que puedan tomarse como
formas de conocimiento sobre la sociedad o algún aspecto de sus actividades.
Por tanto, supone “interpretar” la sociedad de forma deliberada,
elaborando textos que organicen y expresen estas “interpretaciones” de
formas concretas (unas escritas, otras orales y algunas encarnadas en las
formas y ritos del trabajo de la educación; unas más “literales” y otras
más “simbólicas”), poniendo estos textos a disposición de grupos
específicos de “lectores” capaces de conocer la sociedad a partir de
esos textos. Para poder disponer de esas “interpretaciones” y “textos”,
hace falta algún modo de representar las cosas, unas personas “alfabetizadas”
(en cualquier sentido), “autoras” e “intérpretes” de estas
representaciones y formas de comunicar los distintos tipos de “modos”
implicados (mediante la enseñanza y el aprendizaje en las escuelas u otros
medios formales, informales o no formales, a través de la participación en
ritos y ceremonias o mediante cualesquiera otros medios). Lo que deban
contener los textos, cómo haya que organizarlos de manera que cada grupo
concreto de aprendices pueda aprender de ellos y cómo convenga transmitirlos
(así como el modo de evaluar el aprendizaje logrado gracias a ellos) son algunas
de las preocupaciones permanentes del currículo. Según el teórico sueco
de la educación ULF LUNIDGREN (1983, 1991), el “problema de la
representación” es el fundamental del currículo, preocupación fundamental
no sólo con respecto al desarrollo curricular, sino también a la teoría del
currículo.
Algunas
escuelas de teoría curricular, en especial la funcionalista, consideran la
cuestión de la representación de un modo relativamente sencillo. Con respecto a
la cuestión de la naturaleza del saber, los defensores de esta escuela se
inclinan a aceptar que el lenguaje se corresponde de alguna manera con la
realidad; acerca de la cuestión de lo que pueda conocerse, adoptan una visión objetivista (o fundamentalista) del saber, y sobre la
cuestión de lo que merezca la pena conocer, adoptan una visión utilitaria que
considera conveniente lo que sirva para el mayor bien.
Como la educación supone siempre inducir a los
individuos hacia uno u otro aspecto concreto de la vida de la sociedad, obliga
a activar formas prácticas de relacionar el ámbito del individuo con el ámbito
social. En relación con la especificación de los currículos, los defensores de
la escuela funcionalista definen lo que deba figurar en el currículo considerando
las relaciones entre los ámbitos individual y social teniendo en cuenta, por
una parte, el saber, definido en términos de conocimientos, destrezas y
valores (cf. los campos cognoscitivo, psicomotor
y afectivo del saber de BENJAMIN BLOOM, 1956) y, por otra, las estructuras
sociales de la cultura, la economía y la vida política.
Espero no violentar en exceso las ideas de esta escuela de pensamiento si traduzco su visión del problema esencial de definición de los currículos mediante las categorías teóricas que aparecen en la tabla 1.
En la
escuela funcionalista, el teórico curricular y el responsable de la elaboración
del currículo pretenden “interpretar” el ámbito social y representarlo
en los currículos en forma de un saber que, a su vez, pueda ser “interpretado”
por los alumnos. En esta perspectiva, característica quizá de la visión del
currículo de RALPH TYLER (1949), la “interpretación” de la sociedad
era, por supuesto, problemática, pero los medios de representación de lo
interpretado lo eran menos (aunque hubiera que poner una especial atención para
especificarlos en grado suficiente para la enseñanza, preferentemente enunciando objetivos
educativos mensurables), y el problema de representarlo para los alumnos podía
resolverse mediante el enfoque pragmático de probar y revisar los currículos
hasta que los alumnos pudieran desarrollar las tareas resultantes de la operacionalización de los objetivos.
La
visión técnica del currículo, de la que Tyler fue uno
de sus más sofisticados defensores, asume que los debates sobre las metas
adecuadas de la educación y los objetivos de un currículo concreto pueden
resolverse de manera más o menos satisfactoria, al menos en la medida en que
puedan constituir la base para especificar un elemento determinado del
currículo, y que el cometido
principal del desarrollo curricular consiste en
refinar los currículos de manera que el rendimiento de los alumnos se ajuste a
las ideas que los responsables del desarrollo curricular tengan con respecto
al dominio de los contenidos curriculares. Esta visión ha sido objeto de
crítica generalizada durante cuatro decenios (véanse, por ejemplo, SCHWAB,
1969; STENHOUSE, 1975; LUNDGREN, 1983; KEMMIS y FITZCLARENCE, 1986).
La
primera oleada de críticas contra la visión técnica del currículo provino de
pensadores que se basaban en perspectivas pretécnicas
de la educación, es decir, visiones de la misma que consideraban la educación
como una actividad práctica en la que no sólo los medios, sino también los
fines de la educación resultan muy problemáticos (SCHWAB, 1969; STENHOUSE,
1975; REID, 1978). Según esta visión, la educación necesita que los docentes
interpreten las situaciones en las que ellos mismos se desenvuelven en el
mundo cotidiano de la enseñanza y el aprendizaje y decidan los medios y los
fines que, a su juicio, sean adecuados a esa determinada situación. Los
docentes deben hacer esos juicios de manera muy responsable, teniendo en cuenta
que la educación es siempre una actividad moral y práctica (además de técnica).
Estos críticos consideraban que la visión técnica del currículo es demasiado
estrecha e inflexible para permitir un ejercicio reflexivo y prudente del
juicio profesional con respecto a lo que pudiera ser adecuado un día
determinado, con determinados grupos de alumnos y en una situación social e
histórica dada.
Una
oleada nueva y más reciente de críticas relacionada con diversas corrientes postmodernistas y postestructuralistas
de pensamiento (véase, por ejemplo, CHERRYHOLMES, 1988) ha reemplazado esta
antigua línea de argumentación contra la visión técnica del currículo. Esta
segunda oleada adopta una perspectiva más radical. Los interpretacionistas
parten de la base de que lo que puede representarse es una interpretación del
mundo y esas interpretaciones pueden cambiar cuando lo hacen las perspectivas
de quienes intervienen (docentes, alumnos, responsables de la elaboración de
currículos, por ejemplo), de manera que lo que podamos “interpretar”
del mundo social variará según los tiempos y lugares y lo que convenga “interpretar”
del mundo social también será diferente en momentos distintos. En cambio, los postestructuralistas parten de que la representación nunca
puede ser inocente ni independiente de los valores, de que la representación
nunca irá más allá de la fabricación de simulacros que deforman (y configuran)
nuestras percepciones (las representaciones no pueden “corresponderse”
nunca con la realidad) y de que la interpretación cambia radicalmente
dependiendo de quién, cuándo, dónde y desde qué punto de vista interprete. En
el contexto de esta visión más radical, el lector de un texto contempla uno muy
diferente del escrito por su autor porque, por ejemplo, las lecturas
(interpretaciones) que cada uno hace del texto están configuradas por redes
distintas de referencias cruzadas intertextuales.
Teniendo
en cuenta esta duda radical acerca de lo que pueda representarse e
interpretarse del mundo social, la segunda oleada de críticas de la visión
técnica del currículo niega la posibilidad
de representar las características clave de la vida
social (las estructuras de la cultura, la economía y la vida política) en
formas de saber (conocimientos, destrezas y valores). Se centran, en cambio, en
los medios sociales, en cuyos términos se estructura la vida social: lenguaje
(discursos), trabajo y poder. Estos medios sociales configuran y son configurados
por distintos tipos de prácticas sociales: comunicación, producción y organización
social. En vez de centrarse en el sujeto cognoscente (sea el docente o el
alumno) como sujeto de conocimiento, consideran al sujeto como portador
de los medios sociales (lenguaje, trabajo y relaciones sociales de poder), cuya
misma subjetividad está configurada por esos medios, y como agente capaz
de reconfigurarlos, en cierta pequeña medida, mediante la forma concreta de
participar el agente en las prácticas sociales de comunicación, producción y
organización social.
Una vez
más, sin pretender violentar en exceso la diversidad de perspectivas postestructuralistas en liza, quizá podamos resumir algunos
aspectos de estas visiones del currículo en términos de categorías teóricas
generales, como en la tabla II.
En una
visión del currículo de este tipo, los currículos concretos no se limitan a
representar el mundo para los alumnos; en realidad, los autores de los textos
curriculares (sean los redactores del currículo los autores de la ejecución “en
vivo” del currículo en el aula) fabrican el mundo que escriben construyendo
narraciones sobre él, y nunca queda completamente claro lo que los alumnos
interpreten de ellos. De ahí, por ejemplo, que MICHEL FOUCAULT (1970, 1977,
1978, 1980) hable de las “prácticas discursivas” que configuran las
instituciones y los “regímenes de verdad”; de ahí también que algunos
autores contemporáneos (por ejemplo, BILL GREEN, 1992, 1993) se centren en las
“prácticas textuales” implicadas en distintos tipos de alfabetizaciones
contemporáneas (incluyendo las de carácter informático).
No
disponemos del tiempo ni del espacio necesarios para un análisis de las
propuestas no coincidentes de estos enfoques del currículo, la teoría curricular
y el desarrollo curricular. En relación con los fines que me propongo aquí,
poco más puedo hacer que yuxtaponer estos puntos de vista como una forma de
explorar la posibilidad de una perspectiva que, al menos, pueda afrontar
algunos problemas suscitados por los teóricos técnicos y postestructuralistas
del currículo.
Algunos
teóricos sociales adoptan la idea de que la postmodernidad y la “condición
postmoderna” ‑si es que existe una época realmente nueva‑ no
constituyen una ruptura radical con la modernidad, sino que la condición social
contemporánea es una nueva fase de la modernidad. Por ejemplo, para
TOULMIN(1990), la época actual es un verdadero producto de los debates y
tradiciones que dieron lugar, en los siglos XVI y XVII, al período que
conocemos como “modernidad” (en especial, gracias a las ideas
filosóficas innovadoras de René Descartes). De modo similar, para GIDIDENS
(1990, 1991), la mejor forma de caracterizar el período actual consiste en
considerarlo como la “alta modernidad” o “modernidad reciente”. Para diversos teóricos, como JAMESON (1984,
1991) y KIELLNER (1988, 1989), la nueva época está marcada por unas condiciones
mundiales modificadas del capitalismo, provocadas por la mundialización
de los mercados y las comunicaciones, en especial gracias a la aparición de las
nuevas tecnologías, y esta nueva fase del “capitalismo reciente” ha
engendrado nuevas formas sociales y nuevos problemas sociales y requiere
formas nuevas de análisis teóricos que mantienen ciertas continuidades con las
modalidades “modernas” de análisis, aunque también lleven consigo unas
formas nuevas de conceptuar nuestras sociedades y nuestra condición social.
Sin embargo, para otros teóricos, en especial para JÜRGEN HABERMAS (198 1;
1984; 1987a, b; 1990b; 1992), es posible que el análisis de las nuevas
condiciones sociales y de los problemas sociales nuevos requiera unas
perspectivas filosóficas y teóricas nuevas, pero estas perspectivas pueden
desarrollarse a partir de las ricas tradiciones filosóficas y teóricas de los
“modernismos”, del mismo modo que los cambios sociales de otros tiempos
del pasado permitieron las innovaciones teóricas que han formado parte del
desarrollo de la teoría y filosofía sociales “rnodemas”,
tal como las conocemos en nuestros días.
No puedo
hacer justicia aquí a la diversidad de tales perspectivas. No obstante, quizá
sea posible yuxtaponer las perspectivas funcionalistas y postestructuralistas
sobre el currículo que señalamos antes para describir el campo del currículo en
términos generales, aprovechando las ideas de quienes consideran que la
condición “postmoderna” es una nueva fase de la modernidad y las de
quienes creen que los nuevos desarrollos de la teorización
“modernista” pueden ayudarnos a afrontar algunos problemas teóricos
planteados por los postmodernistas y postestructuralistas. De este modo, espero poder introducir
algunos aspectos de la perspectiva crítica sobre el currículo. La tabla III
muestra un conjunto más general de relaciones que tener en cuenta al elaborar
una teoría crítica del currículo.
Si, para
pensar en el currículo, hay que tener en cuenta toda esta red de relaciones, la
idea de que el currículo pueda proporcionar a los alumnos un “mapa” de
la vida social empieza a derrumbarse. No puede darse una correspondencia simple
entre el saber que se enseñe y aprenda, por una parte, y las estructuras de la
vida cultural, económica y política, por otra. Del mismo modo, me parece que
la complejidad de esta red de relaciones indica que quizá sea insuficiente
contemplar el currículo como si consistiera meramente en la participación de
los aprendices en las prácticas sociales de comunicación, producción y
organización social, como forma de introducirlos a las pautas de lenguaje y de
discurso, de trabajo y de poder que constituyen los medios sociales de una
sociedad, dado que esta visión prescinde de la consideración del saber y del
aprendiz, por una parte, y de las evidentes estructuras de la vida social, por
otra. La perspectiva crítica sobre el currículo utilizará una tabla de
categorías como las presentadas en la tabla III para explorar las relaciones
entre estas categorías a la hora de considerar una determinada situación educativa
y cualquier currículo concreto. El modo de relacionarnos con esa tabla de
categorías nos dirá mucho de las políticas del cambio, así como también algo
acerca de nuestra posición en estas políticas.
Caricaturizando
un poco las situaciones, el administrador de un sistema relativamente potente
puede interpretar el conjunto de relaciones indicadas en la tabla III como una
descripción de la dinámica del mundo social capaz de sugerir formas de
reorganizar un sistema educativo como un medio para la consecución de unos
fines preestablecidos. En cambio, un docente o un alumno interpretarán la
tabla III como la presentación de una forma de pensar en lo que hacemos (y en
lo que ha de tenerse en cuenta) cuando tenemos que hacer frente a decisiones
prácticas en el mundo de sus ambientes educativos. También, un teórico crítico
de la educación (que puede ser un docente o un alumno) puede utilizar la tabla
III para estudiar las contradicciones presentes en las estructuras y procesos
de la educación tal como se producen en un ambiente práctico concreto, como
fundamento para desarrollar unos conocimientos compartidos que lleven a una
acción de colaboración para reconstruir las políticas o prácticas educativas de
ese ambiente. La primera forma de contemplar la tabla III constituye un ejemplo
de las razones “técnicas” o “instrumentales”, la segunda es un
ejemplo de razón “práctica”, y la tercera, de la razón “crítica”
o “emancipadora” (véanse: HABERMAS, 1972, 1974; CARR y KEMMIS, 1986).
Estas
distintas formas de razonamiento llevan consigo también unas pautas
de relación social diferentes entre la persona (sujeto) que realiza el
razonamiento, por una parte, y las personas o sistemas sociales o educativos
que son objetos de ese razonamiento, por otra. Aunque no haya una
correspondencia biunívoca perfecta, me parece que (en el contexto del cambio
social y educativo) los enfoques instrumentales (técnicos) del cambio
presuponen la posibilidad de describirlo como una relación en “tercera persona”
entre la persona que piensa en el cambio y quienes están inmersos en los
sistemas o ambientes que han de modificarse; los enfoques prácticos suponen
una relación en “segundo persona”, y los enfoques críticos (y, en
especial, los emancipadores) presuponen una relación en “primera persona”,
en la que las personas piensan juntas sobre esas cuestiones y efectúan los
cambios pertinentes en sus propias prácticas respectivas.
En el razonamiento
instrumental o técnico sobre el cambio social y educativo, el individuo
adopta una postura objetivadora con respecto a los
demás implicados en el ambiente que haya de modificarse, tratándolos como
elementos del “sistema”. En consecuencia, el individuo está predispuesto
a considerar, en cierto sentido, a los demás como objetos, como “ellos”,
es decir, en tercera persona.
En el razonamiento
práctico sobre el cambio social y educativo, el individuo adopta una
postura más “subjetiva” con respecto al ambiente en el que haya de
producirse el cambio, tratando a los
demás implicados como a miembros de un mundo común,
como personas que, como él mismo, merecen el respeto debido a sujetos
cognoscentes que no sólo son “otros”, sino también agentes autónomos y
responsables. En consecuencia, el individuo está predispuesto a considerar, en
cierto sentido, a los demás como personas a las que hay que dirigirse como “vosotros”,
es decir, en segunda persona.
En el razonamiento
crítico (o emancipador) sobre el cambio social y educativo, el individuo
adopta una postura más dialéctica con respecto a los aspectos “objetivo”
y “subjetivo” (mutuamente constitutivos y dialécticamente relacionados)
del ambiente (considerando éste social, histórica y materialmente construido),
que hay que entender tanto en términos de “sistema” como de “mundo
vital”. En ese contexto, el individuo trata a los demás implicados como
copartícipes que, mediante su participación en las prácticas que constituyen y
reconstituyen a diario el ambiente, como sistema y como mundo vital, pueden
trabajar en colaboración para modificar las formas de constituirlo y, en
consecuencia, cambiar tanto el sistema como el mundo vital. Por tanto, el
individuo está predispuesto a considerar a esas personas como a miembros del
grupo que constituye el “nosotros”, es decir, en primera persona.
Estas
formas de razonamiento (que he correlacionado en sentido amplio con las
relaciones sociales en “tercera”, “segunda” y “primera”
personas, en la medida en que suponen posturas morales y políticas diferentes
con respecto a las personas involucradas en los sistemas y mundos vitales
socioeducativos) se manifiestan de formas muy distintas cuando nos ocupamos de
las cuestiones de la estabilización y el cambio en la educación y en la
vida social en general. Estas tres modalidades de razonamiento y las relaciones
sociales que con ellas se correlacionan orientan a las personas de formas muy
diferentes con respecto a las relaciones entre las categorías presentadas en
la tabla III.
En
general, el razonamiento instrumental (técnico) se manifiesta en las actitudes
de sistematización, regulación y control, centrándose en los aspectos de
“sistema” de los medios sociales implicados (que se contemplan de un
modo abstracto, generalizado y desligado). En cambio, la razón práctica se
manifiesta en actitudes que valoran el juicio cuidadoso y prudente sobre lo
que haya que hacer en los contextos sociales compartidos, centrándose en
los aspectos del “mundo vital” de los ambientes concretos (entendidos de
un modo más localizado, concreto e históricamente específico). El razonamiento
crítico y emancipador se manifiesta en actitudes de reflexión, teorización y acción política en colaboración orientados a
la reconstrucción emancipadora del ambiente (comprendidos de manera más
dialéctica, como constituyentes de los aspectos interrelacionados personales y
políticos, locales y globales del sistema y del mundo vital, a la vez que
constituidos por ellos).
Podemos
decir que los dos primeros enfoques, el instrumental y el práctico, estaban
más entrelazados e interrelacionados en la teoría, la política y la práctica
de la educación occidentales de finales del siglo XIX, separándose en teorías,
políticas y prácticas drásticamente opuestas en el siglo XX (por ejemplo, en
los debates entre “conservadores” y “progresistas” de la
educación). El tercero, el enfoque crítico, surgió a principios de este siglo
(como respuesta a los problemas que estaban apareciendo en la teoría
marxista), en un intento consciente de trascender la creciente polarización
entre las tendencias instrumentales y prácticas de la teoría y la práctica
sociales y políticas; en la educación, se ha utilizado para tratar de superar
unas tendencias similares de la teoría y la práctica de la educación evidentes,
por ejemplo, en la polarización entre las tendencias educativas orientadas a
lo profesional y el progresismo. De todas formas, sería erróneo creer que los
enfoques críticos hayan tenido éxito alguno, en un sentido práctico, en cuanto
a la superación de esas polarizaciones; de ninguna manera. En el último cuarto
de este siglo, los tres enfoques han tenido sus defensores, en muchos casos
implacablemente opuestos a los otros, de manera que, cuando los defensores de
cada uno de estos enfoques discuten sobre los fundamentos de la teoría, la
política y la práctica educativas, los debates contemporáneos sobre la
naturaleza y los objetivos de la reforma educativa de finales del siglo XX
resultan siempre confusos y politizados (en su sentido menos noble).
En esta
tesitura,¿cómo podemos afrontar en la educación las exigencias de una nueva
era, a la luz de las relaciones teóricas expuestas en la tabla III?
La
búsqueda de la solidaridad con los demás en el mundo reglamentado de los
sistemas educativos
Si
queremos adoptar una postura de “primera persona” con respecto al cambio
de la educación y de los sistemas educativos, debemos buscar formas de
conectarnos con otros que compartan nuestros trabajos y preocupaciones. En una
época en la que los sistemas educativos nos obligan cada vez más a actuar como
empleados y como técnicos a los que se exige que pongan en práctica un montón
de normas y paquetes curriculares nuevos, en vez de como educadores
profesionales, comprometidos con el desarrollo de nuestros alumnos y de nuestro
mundo, puede sernos de una enorme utilidad establecer las necesarias
conexiones entre nosotros para compartir la tarea crítica y autocrítica de
mejorar la educación. Esto significa formar nuevos tipos de solidaridad (véase
RORTY, 1989) con los demás ante los hiperracionalizados
sistemas de masas mediante los cuales se “reparte” la educación a los
alumnos de hoy día. En estas tareas pueden ayudarnos mucho diversas categorías
conceptuales: la distinción entre prácticas e instituciones, entre mundo vital
y sistema (3) y el concepto de “reflexividad
institucional”.
En el mundo real y práctico de la política y la práctica educativas, poco está garantizado. Las cosas que los individuos aprendan realmente y las consecuencias sociales que se deriven efectivamente del trabajo de los educadores son siempre inciertas. Los planes educativos no son meros medios instrumentales para unos fines individuales y sociales, aunque, en la educación, surjan cuestiones relativas a los medios y los fines como en los demás campos del quehacer humano. Tampoco las prácticas educativas son meras expresiones del juicio práctico, sabio y prudente, de quienes participan en los procesos educativos, aunque estos juicios sean siempre relevantes para decidir qué hacer en la práctica de la educación. Los planes, las políticas y las prácticas educativas se enmarcan siempre en unos contextos que parten de la cercanía y la inmediatez de las circunstancias locales para alcanzar y entrelazarse con unos marcos sociales más amplios, nacional e internacionalmente, comunal y globalmente. Son productos de una lucha que dan lugar a otras luchas posteriores en aras de una educación mejor para un mundo mejor.
La
educación es una práctica social (4). ALASIDAIR MACINTYRE (1983:175) define una
práctica como “... una forma de actividad social coherente y complejo
mediante la cual se realizan bienes propios de esa actividad, tratando de
lograr los niveles de excelencia adecuados a esa forma de actividad, que en
parte la definen, con el resultado de que se amplíen sistemáticamente las
capacidades humanos de alcanzar la excelencia y las concepciones humanas de
los bienes en cuestión”.
No obstante, decir que la educación es una práctica no supone afirmar que lo sea sui géneris, como algo que exista de forma independiente y por su cuenta. Al contrario, como dice ALASIDAIR MACINTYRE (1983:181), “no hay práctica que pueda durar mucho tiempo sin apoyo de los instituciones. De hecho, es tan íntimo la relación de las prácticas con las instituciones que los instituciones y las prácticas forman característicamente un único orden causal”(5).
Sin
embargo, como él mismo sigue mostrando, hay profundas tensiones entre los “bienes”
internos que caracterizan las prácticas (como los valores que caracterizan la
buena historia, el jugar bien al ajedrez o la buena docencia) y los bienes “externos”
(como el dinero, el poder y la categoría social) necesarios para el
funcionamiento de las instituciones. Así ocurre en la educación: hoy día, en
Australia ‑y estoy seguro de que también es cierto en otros lugares‑,
los educadores de cualquier nivel son cada vez más conscientes de la fuerza de
la tensión existente entre los valores educativos y los imperativos
institucionales cuando las instituciones educativas se “racionalizan” en
un clima de restricciones económicas y una creciente supervisión burocrática
del trabajo educativo. La dialéctica de las prácticas y las instituciones es
un importante elemento dialéctico constitutivo de la educación contemporánea.
En las
formas institucionalizadas en las que la conocemos hoy día, la educación está
constituida mediante una constelación de prácticas que operan, al menos, en
cuatro “niveles” educativos:
1. Primero y en el “nivel” más inmediato, la
educación está constituida por prácticas curriculares (o, de manera más
familiar, prácticas de enseñanza y aprendizaje), que relacionan
necesariamente los contenidos curriculares, las formas pedagógicas y (en
especial, en la educación institucionalizada) las pautas de autoridad y de
evaluación que rigen las relaciones entre docentes y alumnos.
2. Segundo, en Europa al menos, cuando se
formalizan los sistemas educativos (en especial, cuando los formalizaron
primero la iglesia y después los gremios en el medievo
y, en los siglos XVIII y XIX, el estado), se añade otro “nivel” por
encima del primero, de manera que la práctica de la educación se enmarca dentro
de las prácticas de la administración educativa, que relacionan
necesariamente la política educativa, las prácticas administrativas y las
pautas de autoridad y de evaluación entre docentes y administradores y entre
los distintos niveles de los administradores del sistema.
3. Tercero, cuando la formación del profesorado se
hace más especializada, surge un nuevo “nivel”, de modo que la práctica de la
educación queda aún más enmarcada por las prácticas de la formación del
profesorado (inicial y continua), que relacionan necesariamente los contenidos
curriculares de la formación del profesorado, la pedagogía de la formación del
profesorado y las pautas de autoridad y de evaluación entre los formadores del
profesorado y sus alumnos.
4. Por último, cuando el continuo desarrollo de la
educación queda sometido al control reflexivo de estas instituciones “enmarcadoras” (en especial, los sistemas estatales
de educación y las instituciones de formación del profesorado), aparece otro “nivel”
más, cuando la práctica de la educación se configura y reconfigura mediante las
prácticas de la investigación y la evaluación educativas, que relacionan
necesariamente la teoría, la política y la práctica de la educación, las
prácticas de investigación y evaluación y las relaciones sociopolíticas de la
investigación y la evaluación educativas.
Estos
cuatro conjuntos de prácticas constituyen algunos de los elementos principales
de los sistemas educativos contemporáneos. Hasta cierto punto, definen también
algunos de los principales centros de trabajo de la educación. Sin embargo,
cuando las personas se reúnen para realizar la educación, sus relaciones mutuas
no se definen sólo en términos de “sistema” (por ejemplo, en términos de
sus relaciones funcionales), sino que también se estructuran simultáneamente
en términos de la interacción humana y social correspondiente al mundo vital
(en el que no sólo se incluyen las relaciones formales, sino también las
informales; no sólo las relaciones funcionales, sino también la amistad y el
sentido de compromiso que sienta cada persona con respecto al grupo). Aunque
parezca que existe una distancia enorme entre el investigador de la educación
de la universidad y el padre del niño de la escuela o entre el responsable de
elaborar el currículo del organismo estatal correspondiente y el alumno adulto
del curso a tiempo parcial perteneciente al ámbito institucional de la
educación, el mundo en que cada uno vive ha sido creado por y para el otro
(aunque las influencias entre ellos no suelan ser iguales). Sin embargo, en los
ambientes educativos del mundo real, los copartícipes en los mismos (sea el
aula, el hogar, el despacho del responsable de la elaboración del currículo o
el lugar en el que desarrolla su trabajo de campo el investigador de la
educación) mantienen entre ellos unas relaciones personales que, aunque siempre
estén moduladas por los marcos institucionales en los que se encuentran, son
directas, inmediatas y humanas. En los ambientes de la vida real de la educación
contemporánea, como en otros campos de la vida actual, existe una fuerte
tensión entre los valores del sistema y los valores del mundo vital, tensión
que HABERMAS (1987b) caracteriza como la “colonización del mundo real”
por los valores del sistema. Me parece que, en nuestra época, esta tensión es
fundamental en la constitución de la educación: creo que la dialéctica del
sistema y el mundo vital es otra relación dialéctica clave que constituye
la educación en proceso de formación social (6).
La
dialéctica del sistema y el mundo vital no sólo se pone de manifiesto en los
ambientes en los que se desarrolla la práctica educativa, la administración
educativa, la formación del profesorado y la investigación educativa, cuando
las personas aportan sus perspectivas e historias diferentes, forjadas en las
narraciones de sus propias vidas (tensiones entre docentes y alumnos,
responsables de la elaboración de los currículos, administradores educativos y
el resto), sino también en las contradicciones y conflictos que experimentan
las personas cuando “atraviesan las fronteras” entre estos ámbitos
diferentes y las funciones institucionales relacionadas con ellos.
Estas
relaciones entre prácticas e instituciones y entre sistemas y mundos vitales
pueden resumirse en la proposición siguiente: la educación media entre el
saber del individuo y las estructuras de la sociedad a través de las prácticas
específicas del currículo, la administración educativa, la formación del profesorado
y la investigación y evaluación educativas, que constituyen las instituciones
educativas, así como los sistemas y los mundos vitales educativos; cuando
cambian las instituciones, los sistemas y los mundos vitales de la educación,
estas prácticas se convierten, reflexivamente, en objetos de discusión e institucionalización.
Según
ANTHONY GIDDENS (1990, 1991:120), diversas tensiones nuevas relativas al riesgo
y a la incertidumbre son características de la vida actual, que él describe
como “la edad moderna tardío”. Señala tres características clave del “dinamismo
de la modernidad” en la época actual: “Separación de tiempo y espacio:
la condición para la articulación de las relaciones sociales a través de
grandes magnitudes de tiempo y espacio, hasta alcanzar, incluyéndolos, los
sistemas globales.
Mecanismos
descontextualizadores: consistentes en señales
simbólicas y sistemas expertos (formando juntos unos sistemas abstractos).
Los mecanismos descontextualizadores independizan
las interacciones de las particularidades de los ámbitos locales.
Reflexividad institucional: el uso regularizado
del conocimiento de las circunstancias de la vida social como elemento constitutivo
de su organización y transformación.”
Según Giddens, la primera de estas dinámicas consiste en la
regularización del espacio y el tiempo (por ejemplo, mediante mapas y la
coordinación de actividades entre ambientes cada vez más distantes y el uso de
relojes, la normalización de las zonas horarias mundiales, etcétera, que
permiten la ordenación de las actividades en el tiempo y en el espacio de
manera que trascienda los límites más “locales” e “inmediatos”
dentro de los cuales se coordinaban antes las actividades en el espacio y en
el tiempo, sobre todo en las sociedades premodernas o “tradicionales”).
La segunda dinámica, los mecanismos descontextualizadores,
consiste en el uso de sistemas simbólicos, con unos valores relativamente
normalizados a través del tiempo y del espacio (por ejemplo, el dinero), y de
sistemas expertos, que permiten la aplicación técnica del saber hacer con
relativa independencia de lugares, profesionales y clientes concretos; unidos
(como sistemas abstractos), las señales simbólicas y los sistemas expertos
evocan unas posibilidades nuevas y cada vez más diversas de ordenación de la
vida social, con independencia de las particularidades del tiempo y del
espacio. La tercera dinámica, la reflexividad
institucional, “alude a la susceptibilidad de la mayoría de los aspectos de
la actividad social y de las relaciones materiales con la naturaleza a la
revisión crónica a la luz de nuevas informaciones o conocimientos. Esas
informaciones o conocimientos no son accidentales con respecto a las
instituciones modernas, sino constitutivos de las mismas ‑un fenómeno
complicado, porque, en los condiciones sociales modernos, existen muchos posibilidades
de reflexión sobre la reflexividad-” (p. 20, la
expresión destacada la he señalado yo).
Cada uno
de los cuatro “niveles” de “encuadramiento” que indiqué antes
(prácticas sociales del currículo, de administración educativa, de formación
del profesorado y de investigación y evaluación educativas) es objeto de la reflexividad institucional y no sólo en sus propios
términos, sino también en relación con el resto de los niveles. Por ejemplo,
las prácticas curriculares no sólo cambian en relación con las ideas acerca del
contenido, la pedagogía y la autoridad adecuados a unos ambientes concretos,
sino también en relación con los cambios que se produzcan en la administración
educativa, la formación del profesorado y la investigación y evaluación educativas.
Cada nivel está reflexivamente abierto a su reconstrucción a la luz de los
cambios que se produzcan en los demás.
Teniendo
en cuenta esta reflexividad institucional, la
educación contemporánea adquiere una fluidez nueva: es característicamente inestable
en el tiempo. De ello se sigue que cada nivel de “encuadramiento” es un
ámbito constantemente reabierto a la discusión y a una institucionalización
cada vez menos permanente. Paradójicamente, parece que, en nuestra época, el
verdadero “éxito” de la institucionalización de los sistemas educativos
consiste en que se interprete en el sentido del carácter extremadamente
transitorio de las formas institucionales que adopten el currículo, la
administración educativa, la formación del profesorado y la investigación y evaluación
educativas (7).
Creo que
sólo en los últimos tiempos se ha puesto de manifiesto que, en la sociedad
contemporánea, las instituciones estarán sometidas a rápidos cambios a medida
que se reformen reiterativamente (sometidas a una “revisión crónica”,
como dice Giddens), a la luz de los nuevos
conocimientos y técnicas de regulación del sistema. ¿Acaso el hecho de pensar
que las instituciones educativas puedan ser relativamente estables es mera
nostalgia? Parece un tanto imprevisto que la racionalización de los sistemas
educativos se exprese en una “revisión crónica”. La sorpresa estriba en
que la resistencia de las formas institucionales postmodernas no se manifiesta
en su estabilidad, sino en su capacidad de cambio reflexivo. La observación da
un nuevo relieve a la memorable frase, acuñada por ALPHONSE KARR en 1849: “Plus ça change, Plus la même chose” (“cuanto más
cambian las cosas, más se quedan como estaban”).
Esta
crónica de las instituciones contemporáneas muy racionalizadas puede
considerarse como una nueva y difícil patología característica de la modernidad
tardía, que Giddens describe como “cabalgar sobre
el monstruo destructor de seres humanos” de la modernidad. Sin embargo,
quizá nuestra sensación de que las cosas escapan a nuestro control no sólo
genere respuestas críticas, sino también formas nuevas de acción para afrontar
el problema. Para Giddens, una respuesta práctica
consiste en el desarrollo de lo que él llama “política de vida”, una “política
de autoactualización, en el contexto de la
dialéctica de lo local y lo global y la aparición de sistemas internamente
referenciales de modernidad” (1991, p. 243). HABERMAS (por ejemplo, 1987b,
pp. 391‑396; 1990a, b; HOLUB, 1991) habla también del potencial de protesta
de diversos movimientos sociales contemporáneos (el movimiento de la mujer,
el movimiento por la paz, los verdes y otros), pero su respuesta al problema
social fundamental que él diagnostica ‑la colonización del mundo vital
por las formas sociales institucionalizadas que constituyen los sistemas
sociales‑, tanto en sus comentarios públicos como en sus trabajos filosóficos
y teóricos sociales (8), es, no obstante, cautelosamente optimista. Digo que es
“cautelosamente optimista” porque Habermas sugiere que, precisamente al
tomar conciencia de los imperativos que llevan consigo las formas
institucionalizadas de interacción de los sistemas, estamos capacitados para
recuperar los modos de pensamiento y de interacción que constituyen el mundo
vital como tal (en particular, la acción comunicativa), es decir, en oposición
a las formas de interacción características de los sistemas
institucionalizados (9).
Me
parece que los valores de la comunicación y la solidaridad que he venido
defendiendo como parte de la perspectiva crítica “en primera persona”
adquieren una nueva orientación en los tiempos postmodernos: aunque se articularan
hace mucho tiempo en un contexto en el que las personas vislumbraban que la
ciencia moderna llevaría al desarrollo de un orden social nuevo y estable que
podría superar las patologías de los sistemas social y educativo entonces
vigentes, quizá estos valores comunicativos sean también relevantes en el
contexto de unos sistemas nuevos intrínsecamente inestables. Quizá los valores
comunicativos proporcionen una perspectiva crítica desde la que pueda
mantenerse y desarrollarse la solidaridad entre las personas que viven y trabajan
juntas en unos mundos vitales compartidos, incluso dentro de unos sistemas
sociales y educativos cada vez más reglamentados e hiperracionalizados.
En esta perspectiva, lo que FREIRE (1970) describía como “la acción cultural
desde la libertad” no sólo ha de entenderse como emancipación de las
formas vigentes de falta de libertad, sino también como emancipación para la
tarea continuada de trascender las formas aún no reconocidas de dependencia,
opresión, sufrimiento e irracionalidad que surgen con las formas nuevas de
estructurar unos sistemas institucionales crónicamente cambiantes.
Cuando
hablé antes de las perspectivas en “tercero”, “segundo” y “primera”
personas sobre el cambio social y educativo, lo hice con el fin de llamar la
atención sobre la posibilidad de mantener una perspectiva crítica y emancipadora
acerca de la educación, a pesar de los problemas que plantea la postmodernidad
y, más en concreto, los postmodernismos. En la actualidad, está abierto un
amplio debate acerca de la posibilidad de mantener las aspiraciones emancipadoras
de las teorías “moderna” y crítica de la educación ante los retos de
los postmodernismos.
En la
teoría social y educativa, se han producido intensos debates metodológicos que
han hecho mucho más problemática de lo que sugiere mi exposición precedente la
cuestión de la emancipación; esos debates se han debido a la aparición de las
perspectivas postestructuralistas en la teoría social
y literaria, al desarrollo de diversos “postmodernismos” que se derivan
de ellas y a distintos tipos de reconstrucciones del “proyecto incompleto de
la modernidad” a la luz de estos desafíos a la
“modernidad”.
Los
debates de la postmodernidad han creado un sentido nuevo de incomodidad con
respecto al modo adecuado de entender la vida y el cambio sociales, habiéndose
producido un ataque crítico importante contra las pretensiones emancipadoras
de la teoría crítica y de la ciencia social crítica, ataque que, según creen
algunos, ha destruido el fundamento de la misma idea de emancipación. Por
ejemplo, JEAN FRANÇOIS LYOTARD (1984), en su famoso post scríptum:
“What is Postmodernism?”, a su libro The
Postmodern Condition,
define el postmodernismo en relación con una creciente incredulidad con
respecto a las “grandes narraciones” de progreso y emancipación; dice
que ocurre, incluso, que “la mayoría de la gente ha perdido la nostalgia por
[esta] narración perdida” (p. 41). Los representantes de otras posturas
en los debates de la postmodernidad comparten sospechas similares, sobre todo
con respecto a las afirmaciones de la ciencia positiva, manifestándose de
acuerdo con Lyotard acerca de la imposibilidad de
ver cumplida la esperanza de la Ilustración de la emancipación a través de la
ciencia.
Surge,
entonces, la siguiente dificultad: “¿Desde qué perspectiva es posible
formular teorías para y no de la transformación social?” Parece que, para
una serie de postestructuralistas y postmodernistas, las teorías para la transformación social
son poco más que las manifestaciones de una ideología ahora desacreditada,
por lo que no nos queda mucho más que la posibilidad de construir teorías de
la transformación social, quizá “genealógicas” o “arqueológicas”, del estilo que defiende FOUCAULT (1970, 1972), o deconstrucciones literarias de textos, al estilo de DERRIDA
(1978). Ahora bien, ¿desde qué punto de vista pueden crearse estas teorías? Si
el punto de vista no ha de ser el de la teoría crítica y emancipadora, ¿acaso
hay que “volver” a los puntos de vista técnicos e instrumentales o
prácticos?
Las
respuestas a estas cuestiones no están en absoluto claras. Aunque, en un
determinado momento, Foucault describe el enfoque
genealógico en términos de un “oportuno positivismo”, es muy poco
probable que se trate de una descripción seria, aunque sea evidente que, en
cierto sentido, los materiales históricos con los que trabaja y la “mirada
escéptica” con la que observa los textos que analiza lo sitúan en una
relación de tercera persona con los objetos de sus investigaciones
(característica, como indiqué antes, de un enfoque técnico e instrumental del
cambio social). Sin embargo, en otros lugares (por ejemplo, en GORDON, 1972, y
en RABINOVV, 1984), es obvio que Foucault aborda los
problemas contemporáneos de la transformación social de un modo vigoroso que
indica que, en último término, adopta un punto de vista práctico con respecto a
tales cuestiones, como comentarista y con aportaciones al debate público. Ahora
bien, es muy posible que su postura esté aún más ¿conectada?. En su ensayo:
Taking aim at the heart of the present: on Foucault's lecture on Kant's. What is Enlightment?, HABERMAS (1990b) llega a decir que “quizá... en este último
texto, [Foucault se] vuelve a una esfera de
influencia que ha tratado de evitar por todos los medios, la del discurso filosófico
de la modernidad” (p. 179), que puede suponer que el mismo Foucault se viera abocado al enfoque crítico y emancipador
de la reconstrucción (por ejemplo, la tarea crítica de la reconstrucción de los
discursos contemporáneos sobre el discurso).
Así,
presentando la cuestión del modo más claro posible, me parece que diversos postestructuralistas y postmodernistas
han procurado repudiar las tres formas de razonamiento que he indicado: la
técnica o instrumental, la práctica y la crítica y emancipadora. En este
sentido, parece que algunos buscan unas formas de análisis que se distancien de
sus objetos hasta adoptar un punto de vista “escéptico” o de fría
objetividad (en un sentido nuevo) o hacia un compromiso reflexivo permanente
son los textos que, al “interpretarlos”, no hace sino añadir algo o reescribirlos. Como señalaba Foucault,
esta última respuesta recuerda el positivismo; la primera me parece una forma
de repudiar la dialéctica entre teoría y práctica que, de formas diferentes,
anima las tres formas de razonamiento (instrumental, práctico y crítico) que yo
he señalado.
Pero la
historia no acaba aquí. Da la sensación de que los postestructuralistas
y postmodernistas que he mencionado aquí quieren
distanciar su trabajo del ámbito de los asuntos humanos y sociales y
desligarlo de las tareas políticas de la transformación social. En cierto sentido,
parece que quieran rechazar la responsabilidad de adoptar un papel en la
reconstrucción de la sociedad, que se ha convertido en una carga porque, tal
como ellos lo ven, las perspectivas emancipadoras ya no parecen justificables.
Diversos autores han señalado que esta postura supone una “incoherencia autorreferente” (10) o una “contradicción de hecho”
(11): da la sensación de que esos postestructuralistas
y postmodernistas quieren afirmar la potencia
crítica (y, podríamos decir, emancipadora) de sus intuiciones al tiempo que
niegan la posibilidad de justificación del proyecto crítico y emancipador.
La
caracterización del punto de vista de cada una de las tres formas de razonamiento
que señalé antes, más bien simple, por otra parte, puede brindarnos pistas de
lo que sucede aquí. Es evidente que estas teorías postestructuralistas
y postmodernistas mantienen una forma concreta de
relación social con: a) aquéllos sobre quienes teorizan y b) aquéllos para
quienes teorizan. Aunque
adopten una postura decidida de tercera persona
con respecto a sobre quienes teorizan (los autores, fallecidos y distantes, de
los textos históricos o los autores, vivos pero distantes, de los textos
contemporáneos), su postura con respecto a aquéllos para quienes teorizan es
más ambigua. Aunque da la sensación de que Lyotard‑escribe
de un modo plenamente objetivadora sobre la ciencia
y los científicos contemporáneos, The Postmodern Condition fue
escrito para un organismo gubernamental canadiense, de donde su subtítulo: A
Report on Knowledge. En la medida en que adopta esa postura,
escribe para el organismo como “tú” (en segunda persona), pero, a pesar
de que sostiene el carácter incontrolable de la ciencia y el significado en el
mundo contemporáneo, parece que trata de dar al organismo gubernamental
ciertas ideas acerca de cómo pueda regularse (o no) la ciencia. En este plano,
escribe con una finalidad técnica, instrumental, principalmente “sobre ello”
(es decir, sobre los implicados en la producción y divulgación del saber
narrativo).
En
cambio, no cabe duda de que Foucault escribe sobre
los textos como “cosas” (nótese la ironía del título de su libro de
1970: The Order of Things), pero también es
obvio que escribe para un público al que espera galvanizar mediante sus ideas
(“tú”, en segunda persona). Quizá sea razonable decir que, en las formas
de solidaridad que muestra con respecto a sus contemporáneos y colegas intelectuales,
aprisionados, como él, por las prácticas discursivas de una época muy
institucionalizada, adopta un punto de vista de “primera persona” ‑“ésta
es nuestra situación”, “nos está ocurriendo esto”, “tenemos que
hallar formas de afrontar esto”‑. Si es así, esto indicaría que
adopta, en un sentido más estratificado y complejo, un punto de vista crítico
(aunque me inclino a creer que se trata más bien del punto de vista convencional,
práctico, del intelectual liberal: “por favor, tengo en cuento esto cuando
usted se ocupe de los problemas con los que nos enfrentamos en nuestros día”).
En todo caso, las relaciones sociales materiales de la investigación ‑sobre quién, para quién‑ aportan indicios sobre las formas de razonamiento empleadas. Teniendo en cuenta lo hasta aquí estudiado, me inclino a conceder que, en ciertas versiones de la teoría social postestructuralista y postmodernista, pueda darse un punto de vista que difiera de los implicados en formas precedentes de razonamiento sobre el cambio y la transformación sociales (el punto de vista que se considera a sí mismo como una simple ampliación o reinterpretaci6n de los textos de otros teóricos o agentes sociales; es decir, en el mismo nivel de los textos y no como un comentario desde una postura que los “trascienda” o se sitúe “por encima de ellos”), pero me parece que las relaciones sociales materiales de sus textos traicionan los fines anunciados y acaban cayendo en una u otra de las tres formas generales de razonamiento que yo he descrito. Hay una contradicción de hecho entre lo que anuncian los textos
de estos autores: tratan de repudiar la posibilidad
de escribir sobre y para las personas que abordan en sus escritos, pero
su trabajo crea las mismas relaciones que pretenden repudiar (12).
En la
práctica ‑la práctica de la lucha política en el mundo contemporáneo‑,
la posición, cada vez más de moda, de los diversos postmodernismos está acabando
con las condiciones filosóficas y
teóricas necesarias para cualquier proyecto
emancipador. Esta situación es preocupante y no porque no haya nada que
aprender de estas perspectivas, sino porque la tarea de emancipación sigue
siendo necesaria en un amplio conjunto de luchas políticas del mundo contemporáneo.
Estas luchas no sólo siguen siendo necesarias en los ambientes del Tercer
Mundo, sino también en las nuevas condiciones de la vida social del Primer
Mundo, desesperadas a veces, especialmente cuando la vida social del Primer
Mundo se desfigura cada vez más por las nuevas formas de división entre los
empleados y los desempleados, por los nuevos niveles de alienación, nuevas
formas de anomia y nuevas formas de sufrimiento y de patología cuando las
relaciones de instituciones clave (por ejemplo, la familia, la iglesia, la
escuela y el estado) establecidas en el mundo vital se atenúan hasta la crisis
a causa de demandas como las que GIDDENS (1990, 1991) describe en términos de
desligamiento, revisión crónica y riesgos en ascenso.
Creo que
Habermas tiene razón cuando describe a los oponentes de la modernidad en
relación con tres formas de conservadurismo (13), distinguiendo entre el antimodernismo de las “juventudes conservadoras”,
que “recapitulan la experiencia básica de la modernidad estética” (traza
esta línea de pensamiento partiendo “de Georges Botaille, pasando por Michel Foucault, hasta Jacques Derrida”);
el premodernismo de los “viejos conservadores”,
que rechazan de mala gana las promesas incumplidas de la modernidad y
defienden la vuelta al aristotelismo (aquí, Habermas cita a Léo Strauss, Hans
Jonas y Robert Spaemann, aunque en algunos aspectos, quizá pudieran
incluirse también algunos trabajos recientes de Alasdair
Macintyre), y el postmodernismo de los “neoconservadores”,
que celebran (si el ésa la palabra adecuada) los avances técnicos que ha hecho
posibles la modernidad tardía, al tiempo que recomiendan “una política de
desarme de los contenida culturales de la modernidad cultural” , mantener “lo
más alejada posible la política de los exigencias de justificación práctica y
moral” (aquí, Habermas menciona entre otros, al primer Wittgenstein
aunque no cita a Lyotard ni a Baudrillard).
Centrándonos
en la última de esta posturas, el postmodernismo de los “neoconservadores”
es especialmente problemático en relación con la política práctica, ya que
sugiere que los fundamentos racionales del proyecto emancipador no pueden
aportarlos la ciencia, la teoría ni la filosofía por estar
más allá del ámbito de sus competencias. Me parece que esta postura se sostiene
y fracasa a causa de su presupuesto de que el problema consiste en hallar “fundamentos
racionales”. El antirracionalismo de
Lyotard y de Baudrillard se define por oposición a
las ideas desechadas (“¿hombre de paja?”) de racionalidad y fundamentalismo
(en especial, el racionalismo cartesiano), en vez de a las sucesoras, muy
diferentes, de esas ideas en la tradición moderna, que divergen de ciertos
aspectos del proyecto de la Ilustración, al tiempo que lo mantienen. Los postwittgensteinianos, como Toulmin
y Macintyre, defienden unas ideas de la racionalidad
que no dependen de perspectivas fundamentalistas, por ejemplo, y la teoría de
la acción comunicativa de Habermas, aunque se muestre de acuerdo con algunos
argumentos de los postmodernistas acerca de la
imposibilidad de mantener “la filosofía del sujeto”, encuentra una
alternativa en la racionalidad comunicativa. Es mas, en ambas posturas, el
recurso al lenguaje ordinario se utiliza como base para afrontar los problemas
contemporáneos de la teoría y la práctica sociales: en los postwittgensteinianos,
en formas de razón práctica nutridas por la autoconciencia histórica del
potencial iluminador de las tradiciones, y en Habermas, mediante la idea de que
la práctica comunicativa cotidiana (el discurso ordinario sobre cuestiones
prácticas) exhibe, aunque a menudo de forma desvaída y poco destacad, las
cualidades de la racionalidad comunicativa.
Sería
extravagante exigir que la teoría de la acción comunicativa de Habermas
defendiera una visión crítica y emancipadora de la educación como la de PAULO
FREIRE (1970, 1972), ya que, en cierto sentido, son respuestas a cuestiones
diferentes, planteadas en contextos distintos y en momentos diferentes. Las ideas
de Freire sobre la educación son una respuesta crítica a los problemas de la
alfabetización en unas circunstancias en las que las formas institucionalizadas
de la educación negaban el acceso a la educación y el éxito en ella a grandes,
números de personas en las circunstancias culturales, económicas y políticas
concretas de unos determinados lugares del mundo; la teoría de la acción comunicativa
de Habermas es una respuesta a unas tendencias y orientaciones más generales de
las formaciones sociales del capitalismo avanzado y a las tendencias y
orientaciones de la filosofía y la teoría social que se relacionan con esas
formaciones sociales. Sin embargo, creo que la idea freiriana
de la educación puede recibir cierto apoyo de la teoría de la acción comunicativa
de Habermas y me parece que hay posibilidad de escribir algunas tesis, trabajos
y textos que critiquen y reconstruyan las ideas de Freire desde esta
perspectiva.
Esas
pretensiones críticas y emancipadoras no tienen sitio en las visiones contemporáneas
del currículo y la educación, postestructuralistas y
postmodernistas. Al no limitarse a rechazar las
pretensiones de la teorización crítica, algunas
teorías contemporáneas de la educación inspiradas por los escritos de Foucault (por ejemplo, CHERRYHOLMES, 1988; POPKEWITZ, 1991)
están marcadas, además, por una curiosa falta de conciencia de la naturaleza y
las necesidades del razonamiento práctico del mundo de asuntos en el que
habitan necesariamente quienes participan en la educación (y en la vida
social, más en general), sean los alumnos, los padres, los docentes, los
administradores o los responsables de la política (por mencionar sólo algunos
de los papeles más destacados). Privados por la teorización
postmodernista de la “inocencia” que caracterizara
la investigación positivista tradicional de mediados de siglo y ¿desconfiados
frente a las grandes narraciones? de la
modernidad y del proyecto emancipador, algunos de
estos postestructuralistas han optado por el
escepticismo y la reserva foucaultianas con respecto
al mundo de los asuntos educativos. Es demasiado violento decir que su hastío
del mundo sea una retirada de las luchas del cambio educativo hacia una
posición desde la que escribir (al margen, como la describió en un ocasión
JOSEPH SCHWAB, 1969) sobre el carácter de las luchas de quienes siguen en la
brecha; se trata más bien, dicen, de la función del intelectual en el
descubrimiento del carácter de la politización presente en esas luchas y de
evitar recaer en las posturas políticas vigentes, que sólo parecen justificar
los fines concretos a la vista. Así, por ejemplo, TOM POPKEWITZ (1991:244)
sostiene que “la teoría o los teóricos no suponen unos cometidos normativos”,
citando a Foucault (GORDON, 1972:190) en apoyo de
esta “postura crítica pragmática”: “El análisis y la crítica
políticos han de ser en gran medida inventados, como también las estrategias
que hagan posible modificar las relaciones de fuerza, para coordinarlos de
manera que sea posible esa modificación y pueda inscribirse en la realidad. Es
decir, el problema no consiste tanto en la definición de una “postura política”
(que se escoge de entre un conjunto preexistente de posibilidades) como en
imaginar y dar el ser a nuevos esquemas de politización. Si la “politización”
significa volver a opciones e instituciones preparados de antemano, los
esfuerzos de análisis implicados en el descubrimiento de las relaciones de
fuerza y los mecanismos del poder no merecen la pena”.
Me parece que esta “elección” entre instituciones y posibilidades políticas ya existentes, por una parte, y la tarea crítica del análisis político, por otra, supone una especie de juego de manos. Opone la práctica de la política a la teorización de la política, como si teorizar no fuese de por sí una práctica. La práctica de la política lleva consigo el razonamiento práctico sobre lo que haya de hacerse y cómo actuar en una serie de ambientes y, en no menor medida, la práctica del análisis político supone el razonamiento práctico en otro conjunto de ambientes. La práctica de la teoría y el análisis no puede dejar en suspenso la necesidad de hacer las habituales opciones, arriesgadas e inseguras, acerca de las consecuencias prácticas y políticas de las propias teorías y análisis.
Utilizando
las distinciones entre las formas de razonamiento, bien conocidas desde
Aristóteles, y teniendo en cuenta la idea de ciencia crítica de Marx (que se refracta a través de la obra de Horkheimer y de la primera Escuela de Francfort), la
teoría de los intereses constitutivos del saber de HABERMAS (1972, 1974)
pretendía demostrar que la ciencia siempre está guiada por uno u otro interés
constitutivo del saber (intereses que dan forma al modo de constitución del
saber): característicamente, las ciencias empírico‑analíticas expresan un
interés técnico (o instrumental); las ciencias hermenéuticas (interpretativas),
un interés práctico, y las ciencias críticas, un interés emancipador. ¿Acaso
pueden afirmar razonablemente Foucault o Popkewitz que hayan evitado elegir una u otra de este
conjunto de opciones? Creo que no.
Las
formas de razonamiento que han utilizado en realidad Popkewitz
y Foucault al hacer (practicar) su teorización han estado, sin lugar a dudas, envueltas en el
razonamiento práctico sobre qué hacer y cómo actuar con sabiduría y prudencia a
la luz de sus circunstancias. Además de este razonamiento práctico,
pueden o no haberse visto implicados con otros en el razonamiento crítico
sobre la reinterpretación concreta de los términos que utilizar en los debates
en los que han participado, así como en la reinterpretación de las formas en
las que debían desarrollarse estos debates; si así fuese, se hubiesen implicado
en formas críticas de razonamiento. Es indudable que, tanto Popkewitz como Foucault,
rechazarían la idea de que les hubieran movido unos simples intereses técnicos
para desarrollar formas nuevas de control de la vida social mediante sus obras
respectivas (aunque la cita de Foucault muestre un
interés por “las estrategias que hagan Posible modificar las relaciones de
fuerza para coordinarlas de manera que sea posible esa modificación y pueda
inscribirse en la realidad”) de hecho, hay muchos indicios que sugieren
que su obra tiene la cualidad interpretativa y hermenéutica característica del
trabajo orientado por un interés practico (al promover el juicio sabio y
prudente en las circunstancias prácticas). Además, es posible que también
tengan un interés crítico por reinterpretar, en el pensamiento y en la teoría,
al menos, la naturaleza y las condiciones de la política y del análisis político,
aunque traten por todos los medios de disociar esto de la idea de que
forme parte de un proyecto emancipador más amplio y más general, basándose
quizá en que, con demasiada frecuencia, la idea de emancipación se ha tomado,
domesticado y preparado para matar en la dinámica represiva de la política
mundial. En este sentido, puede dar la sensación de que el compromiso con la “emancipación”
suponga adoptar una postura política rígida y “prefabricada”.
Me parece,
por tanto, que, lejos de oponerse en este punto a la teoría crítica, Foucault y Popkewitz están de su
lado. La teoría crítica, primero como respuesta a la creciente insatisfacción
con las teorías y programas políticos marxistas de principios de siglo y después
(en especial, a través de los primeros trabajos de Habermas) como respuesta a
las tendencias ideológicas presentes en la misma ciencia, amplió el alcance
del proyecto emancipador hasta incluir la crítica de la ideología de la
ciencia. Aunque de formas muy distintas de las perspectivas teóricas críticas,
es razonable decir que las obras de Foucault y Popkewitz comparten algo de este interés emancipador (14),
aunque mantengan sus dudas (como hacen otras perspectivas críticas) acerca de
los programas políticos concretos que se anuncian como “emancipadores”
(15). La cuestión es: ¿Se puede mantener la fe en la aspiración a la
emancipación sin resultar engañado por estos intereses más generales?
La
visión crítica de la educación, a diferencia de los tipos de visiones
representados por Foucault y Popkewitz,
no se distancian de las posibilidades de transformación social. No presentan
excusas por su participación en un proyecto emancipador como el que Freire
describía como “acción cultural por la libertad”. Tiene dudas con respecto
a hablar en nombre de otros, pero su intención no es la de hablar en su nombre,
sino que pretende crear las condiciones en las que puedan hablar por sí
mismos. Reconociendo que las circunstancias de vida de muchas personas
oprimidas las privan de las condiciones aptas para que hablen por su cuenta,
pretende romper “la cultura del silencio” en la que y a través de la
cual se reproducen las relaciones sociales de dominio y dependencia.
Hay
muchas partes del mundo en las que “la cultura del silencio” sigue
caracterizando las relaciones sociales reales y no sólo en el Tercer Mundo,
sino también, de formas nuevas y en desarrollo, en el Primero. Quizá sea
demasiado fácil generalizar desde las condiciones de una cultura a las de otra
y desde las culturas de sociedades basadas en la tradición a aquéllas en las
que “la condición postmoderna” ha cambiado el aspecto de la realidad
vivida de muchas personas. Sin embargo, las formas nuevas y globalmente intrusivas de la edad moderna tardía o del capitalismo
tardío han modificado el carácter de las relaciones sociales y han producido
nuevas mayorías “silenciadas”, en el sentido de que han producido una “despolitización
de las masas” (como lo denomina HABERMAS, 1979), y un cambio del lugar de
la acción política, de manera que los movimientos sociales, situados, en cierto
sentido, al margen de la política “oficial”, aunque intrincadamente
entrelazados con ella también, se convierten en elementos aún más importantes
de la vida política (16) Ante estos problemas, me parece que sigue existiendo
la necesidad de emancipación, aunque haga falta una reinterpretación del
significado de “emancipación” para evitar las consecuencias de que
algunos programas políticos se hayan apropiado de esa denominación.
No
obstante, los defensores de algunos postmodernismos no comparten mi idea (17).
Para algunos, la justificación del proyecto emancipador no sólo se ha agotado
en la práctica y en la política, sino también en la teoría.
Uno de
tales postmodernistas es Lyotard.
En el contexto de la política cultural, sostiene que las “metanarraciones”
de “historia universal” (que podemos sustituir por “emancipación”)
son una forma de imperialismo cultural. Describiendo el punto de vista de Lyotard, CONNOR (1989:36‑37) escribe: “En fechas
más recientes,... Lyotard ha vuelto su miada a los problemas de la política cultural. Aquí, la
cuestión del declive de las metanarraciones tiene
menos que ver con las posibilidades de que los científicos estén o no de
acuerdo entre sí o de saber por qué lo están y más con cuestiones relativas a
las relaciones dentro de las culturas y entre ellos. En un ensayo titulado
“Misiva sobre la historia universal” (18), Lyotard
dispone un ataque contra el imperialismo cultural de la metanarración
mediante un argumento lingüístico. Dice que, si hacemos o tratamos de hacer una
pregunto como: “¿Debernos seguir entendiendo la multiplicidad de los fenómenos
sociales y no sociales a la luz de la Idea de una historia universal de la humanidad?”,
el problema central radica en el uso de la palabra “nosotros”. Este “nosotros”,
escribe, es una forma de violencia gramatical que pretende negar y ocultar la
especificidad del “tú” y el “ella” de otras culturas mediante la falsa promesa
de incorporación a una humanidad universal. En consecuencia, debemos apartamos
del 'nosotros, la categoría gramático‑político que nunca puede existir
excepto como instrumento legitimador al servicio de las culturas apropiadoras y
opresores. En cambio, debemos abrazar y promover todo forma de diversidad
cultural, sin recurrir a principios universales”.
A primera vista, da la sensación de que STUART HALL (citado en CONNOR, 1989, p. 195) se hace eco de esta visión, señalando que los grupos marginales, que quedan atrapados en la cultura global, tienen problemas:
En los
últimos diez o quince años, la marginalidad se ha convertido en un espacio muy
productivo. Hay personas que hablan desde los márgenes y reivindican una
representación de un modo que probablemente no reclamarían hace veinte o
treinta años. Sin embargo, ahora, el problema de levantar la cabeza por encima
del parapeto, por así decir, consiste en ser instantáneamente aspirado por
esta cultura global que, precisamente por tener una orientación más sensible
hacia la diferencia, la diversidad, el pluralismo, el eclecticismo, absorbe a
quien se le acerca. Ante cualquier voz nueva, dicen “sí”, puede formar porte
de la cultura global, y antes de saber dónde se encuentra, el pintor aborigen
queda reducido a un elemento del retrato heroico de alguien y pierde el sentido
de relación con una cultura”.
Sin
embargo, para Hall, la cuestión es más dialéctica de
lo que indican las referencias de Lyotard a los “principios
universales”. Hall considera que el tipo de visión
que defiende Lyotard es tan peligroso como el que [Lyotard] rechaza. Para Hall
(véase en especial HALL, 1986a), existe el riesgo
presente y real de que la interdependencia de las circunstancias del rico y el
pobre, el sano y el enfermo, las mujeres y los hombres, la naturaleza y la
cultura quede al margen en la gran afirmación de que todos los discursos son
fragmentarios, parciales e interesados (19). Desde el punto de vista de Hall, el cometido de la teoría social consiste en
identificar y articular esas interdependencias y las contradicciones que
estructuran las divisiones y la fragmentación sociales y en descubrir formas de
articularlas de manera que las personas puedan actuar sobre ellas, en beneficio
de quienes más sufren las consecuencias de esas contradicciones.
También
EDWARD SAID (1983:157158) adopta la postura de que, en la política cultural,
hay más peligros que los de la “historia universal” de Lyotard; también está el riesgo de dejar el campo de la
política cultural a merced de las industrias de la información de la era
postmoderna: “La política de la interpretación exige una respuesta
dialéctica de una conciencia crítica digna de ese nombre. En vez de la no
interferencia y la especialización, debe haber interferencia, saltos de fronteras
y obstáculos, un intento decidido de generalizar exactamente en aquellos puntos
en los que las generalizaciones parecen imposibles. Así, una de los primeras
interferencias a las que hay que aventurarse es el paso de la literatura,
presuntamente subjetivo e impotente, a los ámbitos exactamente paralelos,
ahora cubiertos por el periodismo y la producción de información, que emplean
la representación, pero se presumen objetivos y poderosos.
Gran
parte del mundo de hoy se representa de este modo: un pequeño conjunto de
grandes y poderosas oligarquías controlan alrededor del 90% de los Pujas de
información y comunicación del mundo. Este dominio, manejado por expertos y
ejecutivos de los medios de comunicación, está
afiliado a un número aún menor de gobiernos, al
mismo tiempo que la retórica de la objetividad, el equilibrio, el realismo y la
libertad encubre lo que se está haciendo, y en su mayor parte, ofrecen esos
elementos destinados al consumidor como “las noticias” ‑un eufemismo de
las imágenes ideológicas del mundo que determinan la realidad política para
la inmensa mayoría de la población del mundo‑, sin alteración alguno
procedente de las interferencias de mentes seculares y críticas que, por todo
tipo de evidentes razones, no están inmersas en los sistemas de poder.
No es
éste el lugar, ni hay tiempo para ello, de presentar un programa de interferencias
completamente organizado. Sólo puedo indicar que tenemos que pensar en romper
los guetos disciplinarios en los que, como intelectuales, nos han confinado, en
reabrir los procesos sociales bloqueados que ceden la representación objetivo
(el poder, por tanto) del mundo a una pequeña cofradía de expertos y a sus
clientes, en considerar que el público de las letras no es un círculo cerrado
de 3000 críticos profesionales, sino la comunidad de los seres humanos que
viven en la sociedad y a contemplar la realidad social de un modo secular y
no místico, a pesar de todas las protestas de realismo y objetividad....
[De ese
modo, podemos recuperar] ....una historia hasta ahora mal representado o
hecha invisible... Tras haber tratado de conseguir ‑y, quizá incluso,
haberla logrado‑ esta recuperación, está la siguiente fase crucial.
conectar estas formas de interpretación, más políticamente alertos, con
una praxis social y política efectiva”.
Para
Said, la política cultural ofrece la posibilidad de una oposición crítica a las
tendencias homogeneizadoras de la cultura global y es evidente que el uso que
hace de la idea de “oposición crítica” supone la adopción de la idea de
emancipación, aunque sea más consciente y más dubitativa que la que aparece en
algunas fórmulas retóricas de emancipación.
Las
expresiones retóricas utilizadas por PAULO FREIRE (1970:39‑42) de la “pedagogía
utópica” y de la “denuncio y anuncio” quizá no fuesen lo bastante
prudentes con respecto a sus propios límites para organizar la visión del futuro
mejor que anunciaran. Los críticos simpatizantes de Freire, como las autoras
feministas KENWAY y MODRA (1992), aluden a los análisis críticos poco cuidadosos
de la concienciación, tal como se han practicado en algunos programas
inspirados en Freire (y a las posibilidades de manipulación de la “obra freiriano”) y advierten del peligro de dejar que las visiones
acríticas de la obra de Freire (“idolatría freiriana”) tomen “el lugar del desarrollo de la
conciencia crítica en el mismo proyecto de la educación liberadora” (p.
157; la cursiva aparece en el original). Como indican Kenway
y Modra, debemos adoptar una postura crítica ante el
proyecto de emancipación: no tiene sentido basarse en las perspectivas teóricas
concretas de Freire y en sus particulares propuestas educativas prácticas, tal
como están y por encima de las vicisitudes de la historia. La tarea de los
nuevos grupos y de las generaciones posteriores consiste en rehacer de nuevo la
teoría y la práctica emancipadoras, incluyendo la misma idea de “emancipación”,
en respuesta a unos tiempos y circunstancias diferentes.
En
consecuencia, parece que el espacio conceptual que ha de ocupar la “emancipación”
no es tan amplio ni tan bien aceptado como pudiéramos habernos figurado.
Aunque es evidente la necesidad práctica de un conjunto diversificado de
programas educativos, culturales y políticos de “emancipación de”
distintas formas de irracionalidad, sufrimiento e injusticia, el territorio de
la “emancipación para” se está reduciendo, como debe ser. Tal como yo
la entiendo, la emancipación no anuncia ningún programa positivo concreto; se
trata de un concepto crítico cuya fuerza reside en la negación crítica.
Puede “denunciar” estructuras de opresión, pero no tiene porqué ni está
pensado para ofrecer, además, una visión clara, positiva y universal de cómo
pueda efectuarse la liberación del sufrimiento, la irracionalidad, la injusticia
y la desigualdad, aunque podamos imaginar algunas de las formas que pueda o
deba adoptar una vida mejor en un determinado momento histórico y en un grupo
concreto. El genio de Freire residía en el ofrecimiento de una imagen de
algunas posibilidades, en ciertos momentos de la historia y para determinados
grupos. Muchas de estas condiciones históricas específicas ‑problemas
para los que sus ideas de la “pedagogía utópica” y la “acción
cultural para la libertad” constituían una respuesta‑ siguen existiendo
en la actualidad y aún sigue teniendo sentido, a primera vista, considerar la
adecuación de algunas de sus respuestas a esos problemas. Sin embargo, nuestra
tarea actual de reconceptuación de la “emancipación”
y de lo “crítico” acerca de la perspectiva “crítica” ha de ser
diferente, al encontrarnos con unas circunstancias distintas y unos problemas
nuevos, aunque podamos aprender de las respuestas dadas ante circunstancias
pretéritas y problemas del pasado.
Diversos
analistas de las condiciones sociales contemporáneas advierten que pueden darse
cambios significativos de las formas y estructuras de la vida social actual.
Aunque hay quienes se horrorizan ante las expresiones “postmodernidad” y
“condición postmoderno”, primando, en cambio, las denominaciones “modernidad
tardía”, “alta modernidad” o “capitalismo tardío”, se está
en general de acuerdo en que los análisis sociales y educativos recibidos, sean
de la teoría, la política o la práctica, no nos capacitan adecuadamente para afrontar
los problemas contemporáneos. Sin embargo, hay un evidente desacuerdo con
respecto a los tipos de recursos teóricos que puedan ayudarnos a analizar e
interpretar estos problemas, desacuerdos sobre las posibilidades y limitaciones
de los diversos postmodernismos y modernismos reestructurados. Tampoco hay
acuerdo sobre el modo en que esos recursos teóricos puedan orientarnos ante el
problema del cambio, sea ofreciéndonos nuevas formas de razonamiento técnico e
instrumental, nuevas formas de razonamiento práctico e interpretativo o nuevas
formas de razonamiento emancipador y crítico. En relación con los recursos
teóricos, me he centrado aquí en las afirmaciones encontradas de ciertos
postmodernismos postestructuralistas concretos (las
ideas de Foucault y de Lyotard,
por ejemplo), diversos modernismos reestructurados (las ideas de Jameson, Kellner, Hall y Said, por ejemplo) y del modernismo reconstructivo
de Habermas. Con respecto a las perspectivas de cambio, he tratado de argumentar
en contra del inmovilismo o conservadurismo de algunos postmodernismos y a
favor de un compromiso permanente con las perspectivas emancipadoras y
críticas.
A pesar
de la idea de Lyotard de que hablar en términos de “nosotros”
supone una “violencia gramatical”, creo que este “nosotros” es
indispensable para el proyecto de teorización social
y educativa emancipadora y crítica. Cuando, en la teorización
que pretende ser emancipadora y crítica, se utiliza este “nosotros” como
categoría universal, no cabe duda de que encierra una “abstracción
prodigiosa” (HABERMAS, 1990a:212213) que oscurece las diferencias entre
personas, grupos, culturas e intereses. Sin embargo, en los contextos comunicativos
concretos de establecimiento de acuerdos sin coacciones y de un compromiso
compartido para la acción transformadora ‑cuando ciertos grupos
de personas deciden analizar sus situaciones
compartidas y emprender acciones para superar las irracionalidades,
injusticias y sufrimientos que desfiguran sus vidas‑, utilizar la primera
persona del plural (“nosotros”) no supone perpetrar una violencia
gramatical ni oscurecer las diferencias tras el velo de una abstracción
prodigiosa, sino que es una señal de solidaridad. En esos contextos, utilizar
el término “nosotros” no supone la obliteración de las diferencias o los
desacuerdos, sino afrontarlos comunicativa, productiva, política y personalmente.
Corremos
el riesgo de convertir en ídolo la sensibilidad a las diferencias en la teoría,
la política y la práctica sociales de nuestros días, haciendo que dudemos más
de lo razonable acerca de la posibilidad de la solidaridad y del compromiso
compartido para una acción social capaz de modificar nuestras circunstancias.
A veces, esta misma actitud puede aherrojarnos: la igualdad de opiniones tiene
sus riesgos, incluyendo el de que nos dividan y conquisten. Cada uno a su modo,
ALASIDAIR MACINTYRE, STEPHEN TOULMIN, RAYMOND WILLIAMS (1983; 1989), ALAIN
TOURAINE (1981), Stuart Hall,
Edward Said, Seyla Benhabib, Anthony Giddens y Jürgen Habermas se encuentran entre quienes sostienen que
la dinámica y las circunstancias de la vida social contemporánea son tales que
ya estamos divididos y fragmentados por las relaciones sociales de la
burocracia, los sistemas expertos y el aparato del estado moderno, y cada uno
de estos autores, sin invocar las ideas pasadas de moda y románticas de la
comunidad Gemeinschaft (TONNIES,
1957), afirma que los recursos para oponerse a las incursiones de estas
relaciones sistémicas en nuestros mundos vitales y conciencias están en las
relaciones comunicativas, el trabajo en colaboración y la participación en la
política de los movimientos sociales.
Cuando
nosotros, como educadores, nos ocupamos de los problemas de la
reestructuración del currículo adecuada a nuestra época moderna tardía o
postmoderna, debemos considerar cómo podemos seguir ese consejo. Por supuesto,
las estructuras sistémicas de la educación contemporánea nos obligan a
participar en las mismas relaciones sociales que dividen y fragmentan el mundo
social, pero también podemos contar con que nuestras respectivas posiciones en
estos sistemas nos dan ocasión para establecer conexiones y la solidaridad a
través de estas divisiones. Podemos tener en cuenta que nuestras prácticas
sociales como educadores ‑prácticas sociales curriculares, de
administración educativa, de formación del profesorado y de investigación y
evaluación educativas‑ nos dan oportunidades para aumentar la
participación de aquéllos cuyas vidas y trabajos configuran estas prácticas e
incrementar la colaboración entre ellos. Podemos considerar que nuestro trabajo
contribuye ‑a menudo de forma simultáneaa los
procesos de inclusión y a los de exclusión y cómo ambos se configuran
mutuamente, así como las consecuencias posibles de estas inclusiones y
exclusiones. En fechas recientes y en algunos lugares, la política de inclusión
ha fomentado también la exclusión, por ejemplo, en el caso de algunas políticas
del “currículo inclusivo” de Australia en los años 80, que produjeron
divisiones entre quienes proclamaban unos valores culturales más inclusivos y
quienes defendían unos valores diferenciadores y potencialmente excluyentes en
beneficio de la reconstrucción económica. Como hemos visto, el mantenimiento
simultáneo de estos valores requiere algo más que la retórica fácil que proclama
eslóganes de valores potencialmente opuestos, como los de la “Justicia
social” y los del “desarrollo económico” en la política educativa.
La superación de esas contradicciones no se consigue buscando más o mejores palabras para expresar esas políticas. Quizá, el mismo acto de creación de la política y, desde luego, la hiperracionalización de la política (WISE, 1977, 1979) contribuyan a la contradicción. No obstante, creo probable que la elaboración de unas teorías mejores nos resulte útil, sobre todo si entendemos que las mejores teorías son las que comprometen, problematizan y desarrollan las ideas e interpretaciones concretas de las circunstancias de las personas (alumnos, docentes, padres, administradores). Sin embargo, la cuestión no estriba en el mero perfeccionamiento de las teorías, sino en contribuir al perfeccionamiento de las prácticas sociales de la educación ‑currículo, administración educativa,
formación del profesorado, investigación y
evaluación educativas‑, las prácticas que enmarcan casi toda la actividad
de enseñanza y aprendizaje en las instituciones educativas de nuestros días, y
esto requiere la atención y el compromiso de cada docente y de cada alumno, de
cada responsable del currículo, de cada administrador y político de la
educación en la tarea de la reestructuraci6n crítica de la educación. Requiere
que cada uno de nosotros considere los tipos de relaciones que esbocé en la
tabla III, para descubrir cómo se expresan estas relaciones en nuestras ideas,
nuestras prácticas, nuestros ambientes y cómo están constituidas, y encontrar
el modo de reproducir los aspectos valiosos de nuestra vida social y
transformar los que contribuyen a nuestras dificultades. Creo que esta tarea
crítica es una tarea práctica para todos y cada uno de nosotros. En nuestras
circunstancias contemporáneas, las circunstancias de la modernidad tardía o
postmodernidad, es una tarea demasiado profunda y demasiado importante para
dejarla sólo en manos de la política y de los sistemas de educación.
(1) Este
artículo se preparó como conferencia inaugural del congreso “Curriculum Changes in Hong Kong: the
needs of the New Era”, en The Chinese University of Hong
Kong, 29‑30 de abril de 1994. Posteriormente
fue publicado en la revista Curriculum Studies, volumen 3, Nº 2 (1.995). Traducción del original
inglés a cargo de Pablo Manzano Bernárdez.
(2) En
este artículo, hablo de los medios sociales en relación con el lenguaje (y los
discursos), el trabajo y el poder.
(3)
También podría incluirse aquí la distinci6n entre orden social y movimiento
social de ALAIN TOURAINE (1981).
(4)
Puede verse una buena descripción de la naturaleza de las prácticas sociales (y
sus relaciones con las tradiciones, los valores y las virtudes) en: MACINTYRE
(1983), en especial, las pp. 175‑189. Una visión de las prácticas
claramente materialista, en contraste con la anterior, puede verse en:
ALTHUSSER (1971). Althusser dice sobre las prácticas:
“En general, entiendo por práctica cualquier proceso de transformación de
una determinado materia primo en un producto determinado, una transformación
efectuada mediante un trabajo humano determinado, utilizando determinados
medios de producción” (citado en BENNETT, 1979:111).
(5) Es
posible que la puesta en contexto de esta breve cita ayude a clarificar la relación
entre la práctica y las instituciones: “los prácticas no deben confundirse
con las instituciones. El ajedrez, la física y la medicina son prácticas; los
clubes de ajedrez, los laboratorios, las universidades y los hospitales son
instituciones. Los instituciones se preocupan de forma característica y
necesario de los bienes externos. Están involucradas en la adquisición de
dinero y otros bienes materiales; están estructurados en tomo al poder y a la
categoría social, y distribuyen dinero, poder y categoría social como recompensas.
No puede ser de otra manera, porque no sólo tienen que sostenerse ellos mismos,
sino también las prácticas de las que son portadoras, porque ninguna práctica
puede sobrevivir mucho tiempo sin el apoyo de las instituciones. De hecho, es
tan íntimo la relación entre las prácticos y las instituciones que los
instituciones y los prácticas forman característicamente un único orden causal
en el que los ideales y la creatividad de la práctico son siempre vulnerables
a la postura adquisitiva de la institución, en la medida en que la atención
cooperativa hacia los bienes comunes de la práctica es siempre vulnerable a
la competitividad de las instituciones” (MACINTYRE, 1983:181).
(6)
Véase la dialéctica entre la “integración social” (que supone la
reciprocidad y las relaciones de autonomía e independencia entre los actores)
y la “integración sistémica” (que supone la reciprocidad y las
relaciones de autonomía e independencia entre grupos o colectividades) en la
teoría de la estructuración de GIDDENS (1979, en especial, las páginas 76‑81).
(7) Esta
tendencia u orientación está magníficamente ejemplificada en un estudio de jennifer Angwin, del Centre for the Study
of Education and Change de la Deakin University (ANGWIN,
1992). Su investigación sobre las formas cambiantes del currículo y de la política
educativa del área de “Enseñanza del inglés a hablantes de otros idiomas”
(TESOL) en Australia pone de manifiesto que la racionalización de los enfoques
del currículo, la política y la dotación de personal docente de la TESOL ha
llevado a que: (a) no pueda garantizarse a los alumnos la articulación entre
unos cursos cortos pensados para satisfacer “sus” necesidades
(generalizadas); (b) los profesores de estos cursos, cuyos contratos son de
corta duración, no puedan desarrollar una carrera profesional aceptable en este
campo; (c) el desarrollo profesional del campo (en la medida en que pueda existir
de alguna manera) no permite mantener la enseñanza de la TESOL como una especialidad
madura dentro de la profesión docente, y (d) los currículos de la TESOL se han
fragmentado en “competencias” atomizadas que difícilmente pueden
satisfacer la bien conocida diversidad de necesidades y circunstancias de los
alumnos a los que se dirigen los cursos de TESOL. En parte (siguiendo a Habermas),
interpreta estos fenómenos en relación con “la colonización del mundo vital
[de la TESOL]” por los valores sistémicos.
(8)
ROBERT HOLUB (1991), en el primer capítulo de su libro: Jürgen
Habermas: critic in the public sphere, describe la
relación dialéctica entre el trabajo filosófico y teórico social de Habermas,
por una parte, y su participación en los debates públicos cotidianos (p. el.,
en sus comentarios sociales en artículos de prensa), por otra.
(9) Dice
HABERMAS: “la teoría de la modernidad que he esquematizado aquí a grandes
rasgos nos permite reconocer lo siguiente: en las sociedades modernos, hay una
expansión tal de/ ámbito de la contingencia, a causa de la interacción
desligada de los contextos normativos, que la lógica interno de la acción
comunicativo “se convierte en prácticamente verdadero” en los formas desinstitucionalizados de la interacción propios de la
esfera privada familiar, así como en una esfera pública marcado por los medios
de comunicación de masas. Al mismo tiempo, los imperativos sistémicos de los
subsistemas autónomos penetran en el mundo vital y, a través de lo monetarización y la burocratización, fuerzan una
equiparación de la acción comunicativo con los campos de acción formalmente
organizados, incluso en áreas en las que es funcionalmente necesario un
mecanismo coordinador de la acción para llegar al entendimiento. Quizá esta
amenaza provocativo, este desafío que cuestiono los estructuras simbólicas del
mundo vital en su conjunto, pueda explicar por qué se nos han hecho accesibles”
(1978b:403).
(10) Cf.
RORTY (1989:8ri): “Nietzsche ha provocado una gran
confusión al inferir que “lo que llamamos “verdades” sólo son simples mentiras”
a parir de que “la verdad no tiene que ver con la correspondencia con la
realidad”. La misma confusión aparece a veces en Derrida,
cuando infiere que lo que llamamos “real” no es realmente real “a partir de que”
no existe la realidad que los metafísicos esperaban hallar. Esas confusiones
hacen a Nietzsche y a Derrida
reos de los cargos de incoherencia referencial, por afirmar que saben lo que
ellos mismos dicen no poder saber”.
(11) HOLUB (1991:143) cree que Lyotard cae en “una contradicción de hecho que es típico del pensamiento postmodernista. Lyotard presenta su teoría como una crítica de la idea de consenso de Habermas y propone como alternativo que la disensión es la trayectoria de los actos de habla. Si asumimos que Lyotard tiene razón y que la disensión es el telos del hable, seremos incapaces de explicar la condición de su propia proposición. No podemos estar de acuerdo con el contenido proposicional de su proposición sin negar, al mismo tiempo, la validez de esa proposición”
(12) Una
cuestión interesante: ocurre que, al tratar de deconstruir
y, en cierto sentido, reinterpretar los textos de otros, “los postestructuralistas como Derrida
también establecen relaciones en primera persona con los autores de estos
textos” Partiendo de la idea de que leer un texto es, en cierto sentido,
una reinterpretación de quien lo lee y de que comentar un texto es, en cierto
sentido, reinterpretarlo para otros, ¿acaso esos autores establecen un tipo de
solidaridad (intertextual) con otros autores que los
sitúa en una primera persona del plural (“nosotros”), que es una
solidaridad de autoría, distinta de la sociedad de quienes no leen o no
escriben sobre las materias concretas de las que aquéllos escriben? Si es así,
¿acaso no presupone esto las relaciones en primera persona de las narraciones
emancipadoras que niega el contenido de sus textos?
(13)
Véase HABERMAS (1981 y 1987a). Puede verse un breve análisis crítico de las
ideas de Habermas en KELLNER (1988). Desde el punto de vista de Kellner, Habermas y algunos de sus seguidores han adoptado
una línea excesivamente defensiva frente a la postmodernidad, rompiendo con la
tradición de la teoría crítica de la Escuela de Francfort de aceptar
vigorosamente el desafío teórico de elaborar nuevos enfoques teóricos para el
análisis de unas condiciones culturales modificadas. Me parece que la crítica
no está justificada porque, durante más de un decenio, Habermas se ha ocupado
de: (a) presentar un análisis de las condiciones sociales modificadas de la
modernidad tardía y (b) desarrollar unos recursos filosóficos críticos y
teóricos sociales que no sólo nos permiten interpretar este mundo nuevo, sino
cambiarlo también.
(14)
Quizá esto recoja un elemento de la indicación de HABERMAS (1990b (en su ensayo
sobre “Foucault's Lecture
on Kants Whot is enlightnment?”)
de que la lección de Foucault ‑su último
trabajo‑ demuestra también una conexión con “el discurso filosófico
sobre la modernidad”.
(15) En
este punto, también Freire trata de evitar la identificación con algunos programas
específicos de acción revolucionaria en Sudamérica. En Cultural Action for Freedom,
trata de distinguir la “auténtica” conciencia revolucionaria de algunas
formas concretas adoptadas en Sudamérica, aunque, al celebrar las ideas
revolucionarias del Che Guevara corre el riesgo de tratar este programa
concreto como modelo de “la” revolución. Como Freire presenta una
crítica de ciertos aspectos del programa revolucionario de la izquierda en esa
época, quizá sea posible distinguir entre el interés educativo de Freire por
la emancipación y lo que él considera como la perspectiva revolucionaria
cultural que lo encuadra, por una parte, y su interés político práctico por las
posibilidades de los programas específicos de la “acción cultural para la
libertad”, por otra.
(16)
Sobre la dialéctica del orden social y el movimiento social, véase, por
ejemplo, TOURAINE (1981); sobre la posibilidad de una “política de la vida”,
véase GIDDENS (1991). También son relevantes a este respecto los comentarios de
HABERMAS (1987b) sobre las posibilidades de la protesta.
(17) No
es ésta la idea de los teóricos de lo postmoderno que pretenden elaborar respuestas
a las transformaciones culturales, económicas y políticas de la “era
postmoderna” que mantienen un compromiso con la perspectiva emancipadora,
reconociendo, al mismo tiempo, que es necesario entender de un modo nuevo la
naturaleza y la forma de la emancipación. Entre estos autores están: JAMESON
(1991), SAID (1983) y HALL (1986a; 1986b).
(18)
Publicado originalmente en 1985; reimpreso en LYOTARD (1987).
(19)
SEYLA BENHABIB (1992) se hace eco de esta idea en el capítulo “Feminism and the question of
postmodernism”.
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