ASPIRACIONES EMANCIPADORAS EN LA ERA POSTMODERNA

Stephen Kemmis

 

Este artículo describe tres perspectivas sobre el cambio: técnica, interpretati­va postestructuralista y crítica. Su autor defiende en él la permanente rele­vancia de las perspectivas críticas en la educación, que nos comprometen a todos como participantes activos en el proceso del cambio educativo y que aún pueden ofrecernos formas de responder a los problemas que plantea la presente era “postmoderna”.

 

Introducción

 

No cabe duda de que estamos viviendo en “tiempos interesantes”. En todos los aspectos de nuestra sociedad ‑saber, prácticas sociales, estructuras sociales y los mismos medios de comunicación social a través de los cuales nos conec­tamos‑ están produciéndose cambios sociales importantes (2). ¿Y qué hace­mos nosotros, en cuanto trabajadores del currículo ‑las personas cuyo trabajo consiste en dar vida y forma a los currí­culos‑, cuando nos encontramos con tantos cambios, tan rápidos y tan pro­fundos y sutiles? Tenemos que respon­der a las demandas que la nueva era nos impone e impone a la educación y a nuestros currículos, pero no debemos hacerlo con la estrechez de miras que, a menudo, provocan las amenazas y la incertidumbre; en la medida en que sea­mos capaces, debemos responder tra­tando de situar los cambios ‑los que ya se están produciendo y los que aún estén por venir‑ en una perspectiva crí­tica.

 

La “condición postmoderna” y los postmodernismos

 

Según la opinión de muchos autores, estamos en la era de la postmodernidad y los postmodernismos y, aunque haya diferencias en cuanto al grado en que estas transformaciones y rupturas pue­dan considerarse características de una “época”, parece razonable concluir que las sociedades del mundo se enfrentan a nuevos problemas como consecuencia de la “condición postmoderna” en la que nos encontramos.

FREDERIC JAMESON (1983:112‑113) describe así el concepto de la postmodernidad: “un concepto marcador de un período cuya función consiste en correlacio­nar la aparición de características formales nuevas en la cultura con la aparición de un nuevo tipo de vida social y un nuevo orden económico, al que a menudo se denomina eufemísticamente como modernización, sociedad postindustrial o del consumidor, la sociedad de los medios de comunicación o del espectáculo o capitalismo multinacional o el capitalismo multinacional. Podemos fijar la fecha de aparición de este nuevo momento del capitalismo en la expansión inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial en los Estados Unidos, a finales de los años 40 y primeros 50, o, en Francia, al establecerse la Quinto República, en 1958. En muchos aspectos, los años 60 constitu­yen el período de transición clave, el perío­do en el que el nuevo orden internacional (neocolonialismo, la revolución verde, la informatización y la información electrónico) se establece y, al mismo tiempo, se ve arrastrado y zarandeado por sus propias contradicciones internas y por la oposición externa”.

Un poco más adelante, dice que: “en algún momento inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial, comenzó a surgir un nuevo tipo de sociedad (descrito de diversas maneras como sociedad postindus­trial, capitalismo multinacional, sociedad de consumo, sociedad de los medios de comu­nicación, etcétera). Los nuevos tipos de con­sumo; la obsolescencia planificado; un ritmo aún más rápido de cambios de modo y de peinados; la penetración de la publici­dad, la televisión y los medios de comunica­ción, en general, en la sociedad, en un grado hasta entonces sin parangón; la sus­titución de la antigua tensión entre el campo y la ciudad, el centro y la provincia, por el suburbio y la estandarización univer­sal, el crecimiento de las grandes redes de superautopistas y el advenimiento de la cul­tura del automóvil son algunas de las características que parecen marcar una ruptura radical con la sociedad prebélica, en la que el modernismo era aún una fuer­za subterránea” (pp. 124‑125).

Basándose en tales características, Jameson concluye que ha surgido un tipo nuevo de formación social. Puede admitirse que esta formación social nueva se caracterice por unas estructu­ras y funciones sociales modificadas, pero no es éste su único aspecto importante. Se dice que, en el nivel del individuo y en el del grupo social, este nuevo período ha producido cambios sustanciales de la forma en que las per­sonas experimentan el mundo.

Si nuestras sociedades han cambia­do de una forma tan espectacular y si nuestras formas de experimentar el mundo han cambiado con ellas, esos cambios deben tener unas consecuen­cias muy significativas para el desarrollo de la vida social y de la educación. Es posible que exijan nuevas formas de análisis y nuevas prácticas sociales en filosofía, las artes, las ciencias naturales y sociales y la educación. Sin embargo, para algunos, estos cambios son tan sig­nificativos que pueden considerarse decisivos ‑suscitan la cuestión de la misma posibilidad de hacer filosofía, arte, ciencia y educación tal como se han entendido estas actividades durante el último siglo y, quizá, durante los cua­tro últimos siglos o más.

Se dice que una serie de transfor­maciones clave señalan la nueva era “postmoderna”, entre las que se incluyen las transformaciones del contenido y las formas de la cultura contemporánea (abarcando también las transformacio­nes de nuestras ideas de “cultura” ‑por ejemplo, la alta cultura y la baja o popu­lar‑); los cambios espectaculares del carácter de los medios de comunicación y del contenido y las formas de presen­tación de las imágenes de esos medios (la “generación de la televisión”, la “era electrónica”, la “edad de la información”, la “sociedad del espectáculo”, etc.); una mayor conciencia de la pluralidad de puntos de vista nacionales, étnicos y lin­güísticos con la internacionalización de las comunicaciones y la interacción glo­bal, etc.‑, el cambio radical de las pers­pectivas colonialistas a las neocolonialis­tas acerca de la modernización, las reac­ciones norte‑sur y las cuestiones del “Tercer Mundo” y el desarrollo comuni­tario, que plantea problemas con res­pecto a la pluralidad de perspectivas sobre el mundo sin que haya una fuente fidedigna de interpretaciones autoriza­das de las sociedades y sus relaciones mutuas; la “superficialidad” de las pers­pectivas sobre la historia y la sociedad, cuando hacen su aparición unas pers­pectivas histórica y regionalmente dis­tintas en el montaje cotidiano de las presentaciones de los medios de comu­nicación; la pérdida de la relativa auto­nomía de la esfera cultural (con respec­to a las esferas económicas y políticas), al reconocerse que la cultura y las comunicaciones constituyen una indus­tria y están politizadas, sin que sean “objetivas”, “neutrales” ni necesariamente críticas, y la aparente pérdida de un espacio crítico para los movimientos intelectuales y de vanguardia.

Se afirma también que un segundo grupo de transformaciones se ha pro­ducido en la naturaleza, el contenido y la forma de los estructuras e interrelaciones económicas, por ejemplo, a través de

los cambios que han hecho que la pro­ducción cultural y la producción de información constituyan una gran pro­porción de la producción mundial, en vez de la producción de bienes y servi­cios, tal como se entendían antes de la II Guerra Mundial (y en etapas anteriores del capitalismo); el desarrollo del “capitalismo tardío”; la unificación mundial del control de los medios de producción y la difusión, fragmentación y privatización (individualización) complementarias del consumo, y los nuevos conflictos entre los imperativos del desarrollo, la modernización y la explotación y los imperativos del movimiento ecológico, la conservación y la preservación de la diversidad natural.

Un tercer grupo de transformacio­nes está relacionado con la naturaleza, el contenido y las formas de la vida políti­ca, por ejemplo, a través de la interna­cionalización; el declive del estado nacional con la aparición de las estruc­turas económicas transnacionales; la reestructuración de la política por los medios de comunicación; la aparición de movimientos sociales que han reestruc­turado previamente las relaciones entre clases sociales, ricos y pobres, hombres y mujeres, grupos étnicos y entre agru­paciones regionales y subnacionales, y el declive de la autoridad (y las crisis de

legitimación) del estado y las institucio­nes culturales (como las iglesias y las universidades), con la consiguiente pér­dida de una función clara para las voces y perspectivas críticas (a las que parecen absorber y asimilar la “industria de la información” y la industria de los medios de comunicación).

Basándonos en esas transformacio­nes, todas ellas muy relacionadas entre sí, parece razonable concluir que tene­mos cierto fundamento para decir que estamos entrando en una nueva era, aunque pueda tratarse de una fase nueva de la era “moderna” y no de otra completamente distinta. Es más, nuestra conciencia (reflexiva) de la condición de la postmodernidad significa que debemos tomar en serio la idea de que la nueva era en la que acabamos de entrar requiere una importante reevaluación crítica de las categorías teóricas utiliza­das para comprender la educación y no sólo las formas de pensamiento y las categorías teóricas “modernas” que se emplean normalmente en las ciencias sociales.

Hay quienes sostienen que debemos abandonar la mayoría de nuestras for­mas de análisis anteriores, “modernas” ‑sobre todo JEAN BAUDRILLARD (1983), aunque otros, COMO JEAN‑FRAMÇOIS LYO­TARD (1984), comparten la idea, pero más matizada‑. Otros creen que las for­mas de análisis “modernas”, tal como están o revisadas, pueden satisfacer y, de hecho, satisfacen nuestras necesida­des ‑entre ellos, cada uno a su modo, están ALASDAIR MACINTYRE (1990), STENPHEN TOULMIN (1990) Y ANTHONY GID­DENS (1990, 1991). En cambio, JÜRGEN HABERMAS (1981; 1983; 1984; 1987a, b; 1990a, b; 1992) cree que los recursos teóricos que ha producido la moderni­dad pueden constituir aún el fundamen­to de formas sustancialmente nuevas de enfocar los trabajos teóricos necesarios. Hay otros más que creen que nuestras formas de análisis precisan complemen­tos y modificaciones considerables, entre los que están FREDERIC JAMESON (1983, 1984, 1991), DOUGLAS KELLNER (1988, 1989), STEVEN CONNOR (1989), STUART HALL (1986A, B) Y EDWARD SAID (1978, 1983, 1993), junto con una serie de teóricas feministas que han adoptado posturas muy diferentes en los debates sobre la postmodernidad, desde quienes creen, como JANE FLAX (1990), que la teorización postmoderna proporciona recursos para encuadrar de otra mane­ra la ciencia y la filosofía patriarcales, hasta quienes, como SEYLA BENHABIB (1992), creen que proporciona unos puntos de partida nuevos para com­prender nuestro mundo y a nosotros mismos, aunque muestran evidentes afi­nidades con la teorizaciónmoderna” de las últimas décadas.

Es evidente que estas transforma­ciones de la sociedad y de las formas de pensar en la sociedad, las transforma­ciones de la postmodernidad y los postmodernismos, tienen consecuencias importantes para la educación y la escuela. Es evidente que no sólo la teo­ría de la educación y la investigación educativa, sino la educación también deben tener en cuenta los cambios sociales que han producido la “postmodernidad” y “la condición postmoderna”. Dicho esto, no está tan claro cómo haya que reconsiderar nuestro pensa­miento sobre el currículo y nuestras prácticas curriculares, la administración educativa, la formación del profesorado y la investigación y evaluación educati­vas, a la luz de los diversos postmoder­nismos. Es ésta una tarea que no puedo ni pensar en acometer aquí, pero, a continuación, trataré de identificar algu­nas formas de posible reformulación de ciertas tradiciones nuestras de teoriza­ción educativa.

 

Una visión funcionalista del come­tido de la educación

 

REPRESENTACIÓN

La posibilidad misma de la educación depende de que nos hagamos una idea de cómo pueden y deben representarse las personas y las sociedades. Esto supo­ne adoptar una postura acerca de la naturaleza del saber, la cuestión de lo que pueda ser conocido y la de qué merece la pena saber, cuestiones que ponen muy en duda los defensores de ciertos postmodernismos (en especial, los postmodernistas postestructuralistas, como Lyotard y Baudrillard).

La educación requiere que los edu­cadores traten de representar la socie­dad ante las nuevas generaciones con unas representaciones que puedan tomarse como formas de conocimiento sobre la sociedad o algún aspecto de sus actividades. Por tanto, supone “interpre­tar” la sociedad de forma deliberada, elaborando textos que organicen y expresen estas “interpretaciones” de for­mas concretas (unas escritas, otras ora­les y algunas encarnadas en las formas y ritos del trabajo de la educación; unas más “literales” y otras más “simbólicas”), poniendo estos textos a disposición de grupos específicos de “lectores” capaces de conocer la sociedad a partir de esos textos. Para poder disponer de esas “interpretaciones” y “textos”, hace falta algún modo de representar las cosas, unas personas “alfabetizadas” (en cual­quier sentido), “autoras” e “intérpretes” de estas representaciones y formas de comunicar los distintos tipos de “modos” implicados (mediante la ense­ñanza y el aprendizaje en las escuelas u otros medios formales, informales o no formales, a través de la participación en ritos y ceremonias o mediante cuales­quiera otros medios). Lo que deban contener los textos, cómo haya que organizarlos de manera que cada grupo concreto de aprendices pueda aprender de ellos y cómo convenga transmitirlos (así como el modo de evaluar el apren­dizaje logrado gracias a ellos) son algu­nas de las preocupaciones permanentes del currículo. Según el teórico sueco de la educación ULF LUNIDGREN (1983, 1991), el “problema de la representación” es el fundamental del currículo, preocu­pación fundamental no sólo con respec­to al desarrollo curricular, sino también a la teoría del currículo.

Algunas escuelas de teoría curricu­lar, en especial la funcionalista, conside­ran la cuestión de la representación de un modo relativamente sencillo. Con respecto a la cuestión de la naturaleza del saber, los defensores de esta escuela se inclinan a aceptar que el lenguaje se corresponde de alguna manera con la realidad; acerca de la cuestión de lo que pueda conocerse, adoptan una visión objetivista (o fundamentalista) del saber, y sobre la cuestión de lo que merezca la pena conocer, adoptan una visión utili­taria que considera conveniente lo que sirva para el mayor bien.

Como la educación supone siempre inducir a los individuos hacia uno u otro aspecto concreto de la vida de la socie­dad, obliga a activar formas prácticas de relacionar el ámbito del individuo con el ámbito social. En relación con la especi­ficación de los currículos, los defensores de la escuela funcionalista definen lo que deba figurar en el currículo consideran­do las relaciones entre los ámbitos individual y social teniendo en cuenta, por una parte, el saber, definido en términos de conocimientos, destrezas y valores (cf. los campos cognoscitivo, psicomotor y afectivo del saber de BENJAMIN BLOOM, 1956) y, por otra, las estructuras sociales de la cultura, la economía y la vida política.

Espero no violentar en exceso las ideas de esta escuela de pensamiento si traduzco su visión del problema esencial de definición de los currículos mediante las categorías teóricas que aparecen en la tabla 1.

En la escuela funcionalista, el teórico curricular y el responsable de la elabo­ración del currículo pretenden “interpre­tar” el ámbito social y representarlo en los currículos en forma de un saber que, a su vez, pueda ser “interpretado” por los alumnos. En esta perspectiva, carac­terística quizá de la visión del currículo de RALPH TYLER (1949), la “interpreta­ción” de la sociedad era, por supuesto, problemática, pero los medios de representación de lo interpretado lo eran menos (aunque hubiera que poner una especial atención para especificarlos en grado suficiente para la enseñanza,  preferentemente enunciando objetivos educativos mensurables), y el problema de representarlo para los alumnos podía resolverse mediante el enfoque pragmá­tico de probar y revisar los currículos hasta que los alumnos pudieran desa­rrollar las tareas resultantes de la ope­racionalización de los objetivos.

La visión técnica del currículo, de la que Tyler fue uno de sus más sofistica­dos defensores, asume que los debates sobre las metas adecuadas de la educa­ción y los objetivos de un currículo con­creto pueden resolverse de manera más o menos satisfactoria, al menos en la medida en que puedan constituir la base para especificar un elemento determina­do del currículo, y que el cometido

principal del desarrollo curricular con­siste en refinar los currículos de manera que el rendimiento de los alumnos se ajuste a las ideas que los responsables del desarrollo curricular tengan con res­pecto al dominio de los contenidos curriculares. Esta visión ha sido objeto de crítica generalizada durante cuatro decenios (véanse, por ejemplo, SCHWAB, 1969; STENHOUSE, 1975; LUNDGREN, 1983; KEMMIS y FITZCLARENCE, 1986).

 

Los oponentes a la visión técnica del currículo: interpretacionistas y postestructuralistas

 

La primera oleada de críticas contra la visión técnica del currículo provino de pensadores que se basaban en perspec­tivas pretécnicas de la educación, es decir, visiones de la misma que conside­raban la educación como una actividad práctica en la que no sólo los medios, sino también los fines de la educación resultan muy problemáticos (SCHWAB, 1969; STENHOUSE, 1975; REID, 1978). Según esta visión, la educación necesita que los docentes interpreten las situa­ciones en las que ellos mismos se desenvuelven en el mundo cotidiano de la enseñanza y el aprendizaje y decidan los medios y los fines que, a su juicio, sean adecuados a esa determinada situa­ción. Los docentes deben hacer esos juicios de manera muy responsable, teniendo en cuenta que la educación es siempre una actividad moral y práctica (además de técnica). Estos críticos con­sideraban que la visión técnica del currí­culo es demasiado estrecha e inflexible para permitir un ejercicio reflexivo y prudente del juicio profesional con res­pecto a lo que pudiera ser adecuado un día determinado, con determinados gru­pos de alumnos y en una situación social e histórica dada.

Una oleada nueva y más reciente de críticas relacionada con diversas corrientes postmodernistas y postes­tructuralistas de pensamiento (véase, por ejemplo, CHERRYHOLMES, 1988) ha reemplazado esta antigua línea de argu­mentación contra la visión técnica del currículo. Esta segunda oleada adopta una perspectiva más radical. Los inter­pretacionistas parten de la base de que lo que puede representarse es una interpretación del mundo y esas inter­pretaciones pueden cambiar cuando lo hacen las perspectivas de quienes inter­vienen (docentes, alumnos, responsa­bles de la elaboración de currículos, por ejemplo), de manera que lo que poda­mos “interpretar” del mundo social variará según los tiempos y lugares y lo que convenga “interpretar” del mundo social también será diferente en momentos distintos. En cambio, los postestructuralistas parten de que la representación nunca puede ser inocen­te ni independiente de los valores, de que la representación nunca irá más allá de la fabricación de simulacros que deforman (y configuran) nuestras per­cepciones (las representaciones no pue­den “corresponderse” nunca con la reali­dad) y de que la interpretación cambia radicalmente dependiendo de quién, cuándo, dónde y desde qué punto de vista interprete. En el contexto de esta visión más radical, el lector de un texto contempla uno muy diferente del escri­to por su autor porque, por ejemplo, las lecturas (interpretaciones) que cada uno hace del texto están configuradas por redes distintas de referencias cruza­das intertextuales.

Teniendo en cuenta esta duda radi­cal acerca de lo que pueda representar­se e interpretarse del mundo social, la segunda oleada de críticas de la visión técnica del currículo niega la posibilidad

de representar las características clave de la vida social (las estructuras de la cultura, la economía y la vida política) en formas de saber (conocimientos, destrezas y valores). Se centran, en cambio, en los medios sociales, en cuyos términos se estructura la vida social: len­guaje (discursos), trabajo y poder. Estos medios sociales configuran y son confi­gurados por distintos tipos de prácticas sociales: comunicación, producción y orga­nización social. En vez de centrarse en el sujeto cognoscente (sea el docente o el alumno) como sujeto de conocimiento, consideran al sujeto como portador de los medios sociales (lenguaje, trabajo y relaciones sociales de poder), cuya misma subjetividad está configurada por esos medios, y como agente capaz de reconfigurarlos, en cierta pequeña medi­da, mediante la forma concreta de parti­cipar el agente en las prácticas sociales de comunicación, producción y organi­zación social.

Una vez más, sin pretender violen­tar en exceso la diversidad de perspecti­vas postestructuralistas en liza, quizá podamos resumir algunos aspectos de estas visiones del currículo en términos de categorías teóricas generales, como en la tabla II.

En una visión del currículo de este tipo, los currículos concretos no se limitan a representar el mundo para los alumnos; en realidad, los autores de los textos curriculares (sean los redactores del currículo los autores de la ejecución “en vivo” del currículo en el aula) fabri­can el mundo que escriben construyen­do narraciones sobre él, y nunca queda completamente claro lo que los alum­nos interpreten de ellos. De ahí, por ejemplo, que MICHEL FOUCAULT (1970, 1977, 1978, 1980) hable de las “prácticas discursivas” que configuran las institucio­nes y los “regímenes de verdad”; de ahí también que algunos autores contempo­ráneos (por ejemplo, BILL GREEN, 1992, 1993) se centren en las “prácticas textua­les” implicadas en distintos tipos de alfa­betizaciones contemporáneas (incluyen­do las de carácter informático).

No disponemos del tiempo ni del espacio necesarios para un análisis de las propuestas no coincidentes de estos enfoques del currículo, la teoría curricu­lar y el desarrollo curricular. En relación con los fines que me propongo aquí, poco más puedo hacer que yuxtaponer estos puntos de vista como una forma de explorar la posibilidad de una pers­pectiva que, al menos, pueda afrontar algunos problemas suscitados por los teóricos técnicos y postestructuralistas del currículo.

 

La perspectiva crítica sobre el currículo

 

Algunos teóricos sociales adoptan la idea de que la postmodernidad y la “con­dición postmoderna” ‑si es que existe una época realmente nueva‑ no constituyen una ruptura radical con la modernidad, sino que la condición social contempo­ránea es una nueva fase de la moderni­dad. Por ejemplo, para TOULMIN(1990), la época actual es un verdadero produc­to de los debates y tradiciones que die­ron lugar, en los siglos XVI y XVII, al período que conocemos como “moder­nidad” (en especial, gracias a las ideas filosóficas innovadoras de René Descar­tes). De modo similar, para GIDIDENS (1990, 1991), la mejor forma de carac­terizar el período actual consiste en considerarlo como la “alta modernidad” o “modernidad reciente”. Para diversos teóricos, como JAMESON (1984, 1991) y KIELLNER (1988, 1989), la nueva época está marcada por unas condiciones mundiales modificadas del capitalismo, provocadas por la mundialización de los mercados y las comunicaciones, en especial gracias a la aparición de las nue­vas tecnologías, y esta nueva fase del “capitalismo reciente” ha engendrado nuevas formas sociales y nuevos proble­mas sociales y requiere formas nuevas de análisis teóricos que mantienen cier­tas continuidades con las modalidades “modernas” de análisis, aunque también lleven consigo unas formas nuevas de conceptuar nuestras sociedades y nues­tra condición social. Sin embargo, para otros teóricos, en especial para JÜRGEN HABERMAS (198 1; 1984; 1987a, b; 1990b; 1992), es posible que el análisis de las nuevas condiciones sociales y de los problemas sociales nuevos requiera unas perspectivas filosóficas y teóricas nuevas, pero estas perspectivas pueden desarrollarse a partir de las ricas tradi­ciones filosóficas y teóricas de los “modernismos”, del mismo modo que los cambios sociales de otros tiempos del pasado permitieron las innovaciones teóricas que han formado parte del desarrollo de la teoría y filosofía socia­les “rnodemas”, tal como las conocemos en nuestros días.

No puedo hacer justicia aquí a la diversidad de tales perspectivas. No obstante, quizá sea posible yuxtaponer las perspectivas funcionalistas y postes­tructuralistas sobre el currículo que señalamos antes para describir el campo del currículo en términos generales, aprovechando las ideas de quienes con­sideran que la condición “postmoderna” es una nueva fase de la modernidad y las de quienes creen que los nuevos desa­rrollos de la teorizaciónmodernista” pueden ayudarnos a afrontar algunos problemas teóricos planteados por los postmodernistas y postestructuralistas. De este modo, espero poder introducir algunos aspectos de la perspectiva críti­ca sobre el currículo. La tabla III mues­tra un conjunto más general de relacio­nes que tener en cuenta al elaborar una teoría crítica del currículo.

Si, para pensar en el currículo, hay que tener en cuenta toda esta red de relaciones, la idea de que el currículo pueda proporcionar a los alumnos un “mapa” de la vida social empieza a derrumbarse. No puede darse una correspondencia simple entre el saber que se enseñe y aprenda, por una parte, y las estructuras de la vida cultural, eco­nómica y política, por otra. Del mismo modo, me parece que la complejidad de esta red de relaciones indica que quizá sea insuficiente contemplar el currículo como si consistiera meramente en la participación de los aprendices en las prácticas sociales de comunicación, producción y organización social, como forma de introducirlos a las pautas de lenguaje y de discurso, de trabajo y de poder que constituyen los medios socia­les de una sociedad, dado que esta visión prescinde de la consideración del saber y del aprendiz, por una parte, y de las evidentes estructuras de la vida social, por otra. La perspectiva crítica sobre el currículo utilizará una tabla de categorías como las presentadas en la tabla III para explorar las relaciones entre estas categorías a la hora de con­siderar una determinada situación edu­cativa y cualquier currículo concreto. El modo de relacionarnos con esa tabla de categorías nos dirá mucho de las políti­cas del cambio, así como también algo acerca de nuestra posición en estas políticas.

 

Perspectivas sobre el cambio

 

Caricaturizando un poco las situaciones, el administrador de un sistema relativa­mente potente puede interpretar el conjunto de relaciones indicadas en la tabla III como una descripción de la dinámica del mundo social capaz de sugerir formas de reorganizar un siste­ma educativo como un medio para la consecución de unos fines preestableci­dos. En cambio, un docente o un alum­no interpretarán la tabla III como la pre­sentación de una forma de pensar en lo que hacemos (y en lo que ha de tenerse en cuenta) cuando tenemos que hacer frente a decisiones prácticas en el mundo de sus ambientes educativos. También, un teórico crítico de la educa­ción (que puede ser un docente o un alumno) puede utilizar la tabla III para estudiar las contradicciones presentes en las estructuras y procesos de la edu­cación tal como se producen en un ambiente práctico concreto, como fun­damento para desarrollar unos conoci­mientos compartidos que lleven a una acción de colaboración para reconstruir las políticas o prácticas educativas de ese ambiente. La primera forma de con­templar la tabla III constituye un ejem­plo de las razones “técnicas” o “instru­mentales”, la segunda es un ejemplo de razón “práctica”, y la tercera, de la razón “crítica” o “emancipadora” (véanse: HABERMAS, 1972, 1974; CARR y KEMMIS, 1986).

Estas distintas formas de razonamien­to llevan consigo también unas pautas de relación social diferentes entre la persona (sujeto) que realiza el razonamiento, por una parte, y las personas o sistemas sociales o educativos que son objetos de ese razonamiento, por otra. Aunque no haya una correspondencia biunívoca perfecta, me parece que (en el contexto del cambio social y educativo) los enfo­ques instrumentales (técnicos) del cam­bio presuponen la posibilidad de descri­birlo como una relación en “tercera per­sona” entre la persona que piensa en el cambio y quienes están inmersos en los sistemas o ambientes que han de modi­ficarse; los enfoques prácticos suponen una relación en “segundo persona”, y los enfoques críticos (y, en especial, los emancipadores) presuponen una rela­ción en “primera persona”, en la que las personas piensan juntas sobre esas cuestiones y efectúan los cambios perti­nentes en sus propias prácticas respecti­vas.

En el razonamiento instrumental o téc­nico sobre el cambio social y educativo, el individuo adopta una postura objeti­vadora con respecto a los demás impli­cados en el ambiente que haya de modi­ficarse, tratándolos como elementos del “sistema”. En consecuencia, el individuo está predispuesto a considerar, en cier­to sentido, a los demás como objetos, como “ellos”, es decir, en tercera perso­na.

En el razonamiento práctico sobre el cambio social y educativo, el individuo adopta una postura más “subjetiva” con respecto al ambiente en el que haya de producirse el cambio, tratando a los

demás implicados como a miembros de un mundo común, como personas que, como él mismo, merecen el respeto debido a sujetos cognoscentes que no sólo son “otros”, sino también agentes autónomos y responsables. En conse­cuencia, el individuo está predispuesto a considerar, en cierto sentido, a los demás como personas a las que hay que dirigirse como “vosotros”, es decir, en segunda persona.

En el razonamiento crítico (o emanci­pador) sobre el cambio social y educati­vo, el individuo adopta una postura más dialéctica con respecto a los aspectos “objetivo” y “subjetivo” (mutuamente constitutivos y dialécticamente relacio­nados) del ambiente (considerando éste social, histórica y materialmente cons­truido), que hay que entender tanto en términos de “sistema” como de “mundo vital”. En ese contexto, el individuo trata a los demás implicados como copartíci­pes que, mediante su participación en las prácticas que constituyen y reconsti­tuyen a diario el ambiente, como siste­ma y como mundo vital, pueden trabajar en colaboración para modificar las for­mas de constituirlo y, en consecuencia, cambiar tanto el sistema como el mundo vital. Por tanto, el individuo está predispuesto a considerar a esas perso­nas como a miembros del grupo que constituye el “nosotros”, es decir, en pri­mera persona.

Estas formas de razonamiento (que he correlacionado en sentido amplio con las relaciones sociales en “tercera”, “segunda” y “primera” personas, en la medida en que suponen posturas mora­les y políticas diferentes con respecto a las personas involucradas en los siste­mas y mundos vitales socioeducativos) se manifiestan de formas muy distintas cuando nos ocupamos de las cuestiones de la estabilización y el cambio en la edu­cación y en la vida social en general. Estas tres modalidades de razonamiento y las relaciones sociales que con ellas se correlacionan orientan a las personas de formas muy diferentes con respecto a las relaciones entre las categorías pre­sentadas en la tabla III.

En general, el razonamiento instru­mental (técnico) se manifiesta en las actitudes de sistematización, regulación y control, centrándose en los aspectos de “sistema” de los medios sociales implica­dos (que se contemplan de un modo abstracto, generalizado y desligado). En cambio, la razón práctica se manifiesta en actitudes que valoran el juicio cuidado­so y prudente sobre lo que haya que hacer en los contextos sociales compartidos, cen­trándose en los aspectos del “mundo vital” de los ambientes concretos (entendidos de un modo más localizado, concreto e históricamente específico). El razonamiento crítico y emancipador se manifiesta en actitudes de reflexión, teorización y acción política en colaboración orientados a la reconstrucción emancipado­ra del ambiente (comprendidos de manera más dialéctica, como constitu­yentes de los aspectos interrelacionados personales y políticos, locales y globales del sistema y del mundo vital, a la vez que constituidos por ellos).

Podemos decir que los dos prime­ros enfoques, el instrumental y el prácti­co, estaban más entrelazados e interre­lacionados en la teoría, la política y la práctica de la educación occidentales de finales del siglo XIX, separándose en teorías, políticas y prácticas drástica­mente opuestas en el siglo XX (por ejemplo, en los debates entre “conserva­dores” y “progresistas” de la educación). El tercero, el enfoque crítico, surgió a principios de este siglo (como respuesta a los problemas que estaban aparecien­do en la teoría marxista), en un intento consciente de trascender la creciente polarización entre las tendencias instru­mentales y prácticas de la teoría y la práctica sociales y políticas; en la educa­ción, se ha utilizado para tratar de supe­rar unas tendencias similares de la teo­ría y la práctica de la educación eviden­tes, por ejemplo, en la polarización entre las tendencias educativas orienta­das a lo profesional y el progresismo. De todas formas, sería erróneo creer que los enfoques críticos hayan tenido éxito alguno, en un sentido práctico, en cuanto a la superación de esas polariza­ciones; de ninguna manera. En el último cuarto de este siglo, los tres enfoques han tenido sus defensores, en muchos casos implacablemente opuestos a los otros, de manera que, cuando los defen­sores de cada uno de estos enfoques discuten sobre los fundamentos de la teoría, la política y la práctica educati­vas, los debates contemporáneos sobre la naturaleza y los objetivos de la refor­ma educativa de finales del siglo XX resultan siempre confusos y politizados (en su sentido menos noble).

En esta tesitura,¿cómo podemos afrontar en la educación las exigencias de una nueva era, a la luz de las relaciones teóricas expuestas en la tabla III?

 

La búsqueda de la solidaridad con los demás en el mundo reglamen­tado de los sistemas educativos

 

Si queremos adoptar una postura de “primera persona” con respecto al cam­bio de la educación y de los sistemas educativos, debemos buscar formas de conectarnos con otros que compartan nuestros trabajos y preocupaciones. En una época en la que los sistemas educa­tivos nos obligan cada vez más a actuar como empleados y como técnicos a los que se exige que pongan en práctica un montón de normas y paquetes curricu­lares nuevos, en vez de como educadores profesionales, comprometidos con el desarrollo de nuestros alumnos y de nuestro mundo, puede sernos de una enorme utilidad establecer las necesa­rias conexiones entre nosotros para compartir la tarea crítica y autocrítica de mejorar la educación. Esto significa formar nuevos tipos de solidaridad (véase RORTY, 1989) con los demás ante los hiperracionalizados sistemas de masas mediante los cuales se “reparte” la educación a los alumnos de hoy día. En estas tareas pueden ayudarnos mucho diversas categorías conceptuales: la distinción entre prácticas e institucio­nes, entre mundo vital y sistema (3) y el concepto de “reflexividad institucional”.

En el mundo real y práctico de la política y la práctica educativas, poco está garantizado. Las cosas que los indi­viduos aprendan realmente y las conse­cuencias sociales que se deriven efecti­vamente del trabajo de los educadores son siempre inciertas. Los planes educa­tivos no son meros medios instrumen­tales para unos fines individuales y sociales, aunque, en la educación, surjan cuestiones relativas a los medios y los fines como en los demás campos del quehacer humano. Tampoco las prácti­cas educativas son meras expresiones del juicio práctico, sabio y prudente, de quienes participan en los procesos edu­cativos, aunque estos juicios sean siem­pre relevantes para decidir qué hacer en la práctica de la educación. Los planes, las políticas y las prácticas educativas se enmarcan siempre en unos contextos que parten de la cercanía y la inmedia­tez de las circunstancias locales para alcanzar y entrelazarse con unos marcos sociales más amplios, nacional e interna­cionalmente, comunal y globalmente. Son productos de una lucha que dan lugar a otras luchas posteriores en aras de una educación mejor para un mundo mejor.

 

PRACTICAS E INSTITUCIONES

La educación es una práctica social (4). ALASIDAIR MACINTYRE (1983:175) define una práctica como “... una forma de actividad social coherente y complejo mediante la cual se realizan bienes propios de esa actividad, tratando de lograr los niveles de excelencia adecuados a esa forma de actividad, que en parte la defi­nen, con el resultado de que se amplíen sis­temáticamente las capacidades humanos de alcanzar la excelencia y las concepcio­nes humanas de los bienes en cuestión”.

No obstante, decir que la educación es una práctica no supone afirmar que lo sea sui géneris, como algo que exista de forma independiente y por su cuenta. Al contrario, como dice ALASIDAIR MACINTYRE (1983:181), “no hay práctica que pueda durar mucho tiempo sin apoyo de los instituciones. De hecho, es tan íntimo la relación de las prácticas con las institu­ciones que los instituciones y las prácticas forman característicamente un único orden causal”(5).

Sin embargo, como él mismo sigue mostrando, hay profundas tensiones entre los “bienes” internos que caracte­rizan las prácticas (como los valores que caracterizan la buena historia, el jugar bien al ajedrez o la buena docencia) y los bienes “externos” (como el dinero, el poder y la categoría social) necesarios para el funcionamiento de las institucio­nes. Así ocurre en la educación: hoy día, en Australia ‑y estoy seguro de que también es cierto en otros lugares‑, los educadores de cualquier nivel son cada vez más conscientes de la fuerza de la tensión existente entre los valores edu­cativos y los imperativos institucionales cuando las instituciones educativas se “racionalizan” en un clima de restriccio­nes económicas y una creciente supervi­sión burocrática del trabajo educativo. La dialéctica de las prácticas y las insti­tuciones es un importante elemento dialéctico constitutivo de la educación contemporánea.

En las formas institucionalizadas en las que la conocemos hoy día, la educa­ción está constituida mediante una constelación de prácticas que operan, al menos, en cuatro “niveles” educativos:

1. Primero y en el “nivel” más inmediato, la educación está constituida por prácti­cas curriculares (o, de manera más fami­liar, prácticas de enseñanza y aprendiza­je), que relacionan necesariamente los contenidos curriculares, las formas pedagógicas y (en especial, en la educa­ción institucionalizada) las pautas de autoridad y de evaluación que rigen las relaciones entre docentes y alumnos.

2. Segundo, en Europa al menos, cuando se formalizan los sistemas educativos (en especial, cuando los formalizaron primero la iglesia y después los gremios en el medievo y, en los siglos XVIII y XIX, el estado), se añade otro “nivel” por encima del primero, de manera que la práctica de la educación se enmarca dentro de las prácticas de la administra­ción educativa, que relacionan necesaria­mente la política educativa, las prácticas administrativas y las pautas de autoridad y de evaluación entre docentes y admi­nistradores y entre los distintos niveles de los administradores del sistema.

3. Tercero, cuando la formación del profesorado se hace más especializada, surge un nuevo “nivel”, de modo que la práctica de la educación queda aún más enmarcada por las prácticas de la forma­ción del profesorado (inicial y continua), que relacionan necesariamente los contenidos curriculares de la formación del profesorado, la pedagogía de la forma­ción del profesorado y las pautas de autoridad y de evaluación entre los for­madores del profesorado y sus alumnos.

4. Por último, cuando el continuo desa­rrollo de la educación queda sometido al control reflexivo de estas institucio­nes “enmarcadoras” (en especial, los sis­temas estatales de educación y las insti­tuciones de formación del profesorado), aparece otro “nivel” más, cuando la práctica de la educación se configura y reconfigura mediante las prácticas de la investigación y la evaluación educativas, que relacionan necesariamente la teoría, la política y la práctica de la educación, las prácticas de investigación y evalua­ción y las relaciones sociopolíticas de la investigación y la evaluación educativas.

 

SISTEMA Y MUNDO VITAL

Estos cuatro conjuntos de prácticas constituyen algunos de los elementos principales de los sistemas educativos contemporáneos. Hasta cierto punto, definen también algunos de los principa­les centros de trabajo de la educación. Sin embargo, cuando las personas se reúnen para realizar la educación, sus relaciones mutuas no se definen sólo en términos de “sistema” (por ejemplo, en términos de sus relaciones funcionales), sino que también se estructuran simul­táneamente en términos de la interac­ción humana y social correspondiente al mundo vital (en el que no sólo se inclu­yen las relaciones formales, sino tam­bién las informales; no sólo las relacio­nes funcionales, sino también la amistad y el sentido de compromiso que sienta cada persona con respecto al grupo). Aunque parezca que existe una distancia enorme entre el investigador de la edu­cación de la universidad y el padre del niño de la escuela o entre el responsa­ble de elaborar el currículo del organis­mo estatal correspondiente y el alumno adulto del curso a tiempo parcial perte­neciente al ámbito institucional de la educación, el mundo en que cada uno vive ha sido creado por y para el otro (aunque las influencias entre ellos no suelan ser iguales). Sin embargo, en los ambientes educativos del mundo real, los copartícipes en los mismos (sea el aula, el hogar, el despacho del responsa­ble de la elaboración del currículo o el lugar en el que desarrolla su trabajo de campo el investigador de la educación) mantienen entre ellos unas relaciones personales que, aunque siempre estén moduladas por los marcos instituciona­les en los que se encuentran, son direc­tas, inmediatas y humanas. En los ambientes de la vida real de la educa­ción contemporánea, como en otros campos de la vida actual, existe una fuerte tensión entre los valores del sis­tema y los valores del mundo vital, ten­sión que HABERMAS (1987b) caracteriza como la “colonización del mundo real” por los valores del sistema. Me parece que, en nuestra época, esta tensión es fundamental en la constitución de la educación: creo que la dialéctica del siste­ma y el mundo vital es otra relación dia­léctica clave que constituye la educación en proceso de formación social (6).

La dialéctica del sistema y el mundo vital no sólo se pone de manifiesto en los ambientes en los que se desarrolla la práctica educativa, la administración educativa, la formación del profesorado y la investigación educativa, cuando las personas aportan sus perspectivas e his­torias diferentes, forjadas en las narra­ciones de sus propias vidas (tensiones entre docentes y alumnos, responsables de la elaboración de los currículos, administradores educativos y el resto), sino también en las contradicciones y conflictos que experimentan las perso­nas cuando “atraviesan las fronteras” entre estos ámbitos diferentes y las fun­ciones institucionales relacionadas con ellos.

Estas relaciones entre prácticas e instituciones y entre sistemas y mundos vitales pueden resumirse en la proposi­ción siguiente: la educación media entre el saber del individuo y las estructuras de la sociedad a través de las prácticas específicas del currículo, la administra­ción educativa, la formación del profe­sorado y la investigación y evaluación educativas, que constituyen las institu­ciones educativas, así como los sistemas y los mundos vitales educativos; cuando cambian las instituciones, los sistemas y los mundos vitales de la educación, estas prácticas se convierten, reflexiva­mente, en objetos de discusión e insti­tucionalización.

 

REFLEXIVIDAD INSTITUCIONAL

Según ANTHONY GIDDENS (1990, 1991:120), diversas tensiones nuevas relativas al riesgo y a la incertidumbre son características de la vida actual, que él describe como “la edad moderna tar­dío”. Señala tres características clave del “dinamismo de la modernidad” en la época actual: “Separación de tiempo y espacio: la condición para la articulación de las relaciones sociales a través de grandes magnitudes de tiempo y espacio, hasta alcanzar, incluyéndolos, los sistemas globa­les.

Mecanismos descontextualizadores: consistentes en señales simbólicas y siste­mas expertos (formando juntos unos siste­mas abstractos). Los mecanismos descon­textualizadores independizan las interaccio­nes de las particularidades de los ámbitos locales.

Reflexividad institucional: el uso regula­rizado del conocimiento de las circunstan­cias de la vida social como elemento consti­tutivo de su organización y transforma­ción.

Según Giddens, la primera de estas dinámicas consiste en la regularización del espacio y el tiempo (por ejemplo, mediante mapas y la coordinación de actividades entre ambientes cada vez más distantes y el uso de relojes, la nor­malización de las zonas horarias mundiales, etcétera, que permiten la ordena­ción de las actividades en el tiempo y en el espacio de manera que trascienda los límites más “locales” e “inmediatos” den­tro de los cuales se coordinaban antes las actividades en el espacio y en el tiempo, sobre todo en las sociedades premodernas o “tradicionales”). La segunda dinámica, los mecanismos des­contextualizadores, consiste en el uso de sistemas simbólicos, con unos valo­res relativamente normalizados a través del tiempo y del espacio (por ejemplo, el dinero), y de sistemas expertos, que permiten la aplicación técnica del saber hacer con relativa independencia de lugares, profesionales y clientes concre­tos; unidos (como sistemas abstractos), las señales simbólicas y los sistemas expertos evocan unas posibilidades nue­vas y cada vez más diversas de ordena­ción de la vida social, con independencia de las particularidades del tiempo y del espacio. La tercera dinámica, la reflexivi­dad institucional, “alude a la susceptibili­dad de la mayoría de los aspectos de la actividad social y de las relaciones materia­les con la naturaleza a la revisión crónica a la luz de nuevas informaciones o conoci­mientos. Esas informaciones o conocimien­tos no son accidentales con respecto a las instituciones modernas, sino constitutivos de las mismas ‑un fenómeno complicado, por­que, en los condiciones sociales modernos, existen muchos posibilidades de reflexión sobre la reflexividad-” (p. 20, la expresión destacada la he señalado yo).

Cada uno de los cuatro “niveles” de “encuadramiento” que indiqué antes (prácticas sociales del currículo, de administración educativa, de formación del profesorado y de investigación y evaluación educativas) es objeto de la reflexividad institucional y no sólo en sus propios términos, sino también en relación con el resto de los niveles. Por ejemplo, las prácticas curriculares no sólo cambian en relación con las ideas acerca del contenido, la pedagogía y la autoridad adecuados a unos ambientes concretos, sino también en relación con los cambios que se produzcan en la administración educativa, la formación del profesorado y la investigación y eva­luación educativas. Cada nivel está refle­xivamente abierto a su reconstrucción a la luz de los cambios que se produzcan en los demás.

Teniendo en cuenta esta reflexivi­dad institucional, la educación contemporánea adquiere una fluidez nueva: es característicamente inestable en el tiem­po. De ello se sigue que cada nivel de “encuadramiento” es un ámbito constan­temente reabierto a la discusión y a una institucionalización cada vez menos per­manente. Paradójicamente, parece que, en nuestra época, el verdadero “éxito” de la institucionalización de los sistemas educativos consiste en que se interprete en el sentido del carácter extremada­mente transitorio de las formas institu­cionales que adopten el currículo, la administración educativa, la formación del profesorado y la investigación y eva­luación educativas (7).

Creo que sólo en los últimos tiem­pos se ha puesto de manifiesto que, en la sociedad contemporánea, las institu­ciones estarán sometidas a rápidos cam­bios a medida que se reformen reitera­tivamente (sometidas a una “revisión cró­nica”, como dice Giddens), a la luz de los nuevos conocimientos y técnicas de regulación del sistema. ¿Acaso el hecho de pensar que las instituciones educati­vas puedan ser relativamente estables es mera nostalgia? Parece un tanto impre­visto que la racionalización de los siste­mas educativos se exprese en una “revi­sión crónica”. La sorpresa estriba en que la resistencia de las formas instituciona­les postmodernas no se manifiesta en su estabilidad, sino en su capacidad de cambio reflexivo. La observación da un nuevo relieve a la memorable frase, acu­ñada por ALPHONSE KARR en 1849: “Plus ça change, Plus la même chose” (“cuanto más cambian las cosas, más se quedan como estaban”).

Esta crónica de las instituciones contemporáneas muy racionalizadas puede considerarse como una nueva y difícil patología característica de la modernidad tardía, que Giddens descri­be como “cabalgar sobre el monstruo des­tructor de seres humanos” de la moderni­dad. Sin embargo, quizá nuestra sensa­ción de que las cosas escapan a nuestro control no sólo genere respuestas críti­cas, sino también formas nuevas de acción para afrontar el problema. Para Giddens, una respuesta práctica consis­te en el desarrollo de lo que él llama “política de vida”, una “política de autoac­tualización, en el contexto de la dialéctica de lo local y lo global y la aparición de siste­mas internamente referenciales de moder­nidad” (1991, p. 243). HABERMAS (por ejemplo, 1987b, pp. 391‑396; 1990a, b; HOLUB, 1991) habla también del poten­cial de protesta de diversos movimien­tos sociales contemporáneos (el movi­miento de la mujer, el movimiento por la paz, los verdes y otros), pero su res­puesta al problema social fundamental que él diagnostica ‑la colonización del mundo vital por las formas sociales ins­titucionalizadas que constituyen los sis­temas sociales‑, tanto en sus comenta­rios públicos como en sus trabajos filo­sóficos y teóricos sociales (8), es, no obstante, cautelosamente optimista. Digo que es “cautelosamente optimista” porque Habermas sugiere que, precisa­mente al tomar conciencia de los impe­rativos que llevan consigo las formas institucionalizadas de interacción de los sistemas, estamos capacitados para recuperar los modos de pensamiento y de interacción que constituyen el mundo vital como tal (en particular, la acción comunicativa), es decir, en oposi­ción a las formas de interacción caracte­rísticas de los sistemas institucionaliza­dos (9).

Me parece que los valores de la comunicación y la solidaridad que he venido defendiendo como parte de la perspectiva crítica “en primera persona” adquieren una nueva orientación en los tiempos postmodernos: aunque se arti­cularan hace mucho tiempo en un con­texto en el que las personas vislumbra­ban que la ciencia moderna llevaría al desarrollo de un orden social nuevo y estable que podría superar las patologías de los sistemas social y educativo entonces vigentes, quizá estos valores comunicativos sean también relevantes en el contexto de unos sistemas nuevos intrínsecamente inestables. Quizá los valo­res comunicativos proporcionen una perspectiva crítica desde la que pueda mantenerse y desarrollarse la solidari­dad entre las personas que viven y tra­bajan juntas en unos mundos vitales compartidos, incluso dentro de unos sistemas sociales y educativos cada vez más reglamentados e hiperracionaliza­dos. En esta perspectiva, lo que FREIRE (1970) describía como “la acción cultural desde la libertad” no sólo ha de enten­derse como emancipación de las formas vigentes de falta de libertad, sino tam­bién como emancipación para la tarea continuada de trascender las formas aún no reconocidas de dependencia, opre­sión, sufrimiento e irracionalidad que surgen con las formas nuevas de estruc­turar unos sistemas institucionales cró­nicamente cambiantes.

 

La emancipación como meta con­temporánea de una teoría crítica de la educación

 

Cuando hablé antes de las perspec­tivas en “tercero”, “segundo” y “primera” personas sobre el cambio social y edu­cativo, lo hice con el fin de llamar la atención sobre la posibilidad de mante­ner una perspectiva crítica y emancipa­dora acerca de la educación, a pesar de los problemas que plantea la postmoder­nidad y, más en concreto, los postmodernismos. En la actualidad, está abierto un amplio debate acerca de la posibili­dad de mantener las aspiraciones eman­cipadoras de las teorías “moderna” y crí­tica de la educación ante los retos de los postmodernismos.

En la teoría social y educativa, se han producido intensos debates meto­dológicos que han hecho mucho más problemática de lo que sugiere mi exposición precedente la cuestión de la emancipación; esos debates se han debi­do a la aparición de las perspectivas postestructuralistas en la teoría social y literaria, al desarrollo de diversos “postmodernismos” que se derivan de ellas y a distintos tipos de reconstrucciones del “proyecto incompleto de la modernidad” a la luz de estos desafíos a la

modernidad”.

Los debates de la postmodernidad han creado un sentido nuevo de inco­modidad con respecto al modo adecua­do de entender la vida y el cambio sociales, habiéndose producido un ata­que crítico importante contra las pre­tensiones emancipadoras de la teoría crítica y de la ciencia social crítica, ata­que que, según creen algunos, ha des­truido el fundamento de la misma idea de emancipación. Por ejemplo, JEAN ­FRANÇOIS LYOTARD (1984), en su famoso post scríptum: “What is Postmodernism?”, a su libro The Postmodern Condition, defi­ne el postmodernismo en relación con una creciente incredulidad con respecto a las “grandes narraciones” de progreso y emancipación; dice que ocurre, incluso, que “la mayoría de la gente ha perdido la nostalgia por [esta] narración perdida” (p. 41). Los representantes de otras postu­ras en los debates de la postmodernidad comparten sospechas similares, sobre todo con respecto a las afirmaciones de la ciencia positiva, manifestándose de acuerdo con Lyotard acerca de la impo­sibilidad de ver cumplida la esperanza de la Ilustración de la emancipación a tra­vés de la ciencia.

Surge, entonces, la siguiente dificul­tad: “¿Desde qué perspectiva es posible formular teorías para y no de la transfor­mación social?” Parece que, para una serie de postestructuralistas y postmodernistas, las teorías para la transforma­ción social son poco más que las mani­festaciones de una ideología ahora desa­creditada, por lo que no nos queda mucho más que la posibilidad de cons­truir teorías de la transformación social, quizá “genealógicas” o “arqueológicas”, del estilo que defiende FOUCAULT (1970, 1972), o deconstrucciones literarias de textos, al estilo de DERRIDA (1978). Ahora bien, ¿desde qué punto de vista pueden crearse estas teorías? Si el punto de vista no ha de ser el de la teo­ría crítica y emancipadora, ¿acaso hay que “volver” a los puntos de vista técni­cos e instrumentales o prácticos?

Las respuestas a estas cuestiones no están en absoluto claras. Aunque, en un determinado momento, Foucault descri­be el enfoque genealógico en términos de un “oportuno positivismo”, es muy poco probable que se trate de una des­cripción seria, aunque sea evidente que, en cierto sentido, los materiales históri­cos con los que trabaja y la “mirada escéptica” con la que observa los textos que analiza lo sitúan en una relación de tercera persona con los objetos de sus investigaciones (característica, como indiqué antes, de un enfoque técnico e instrumental del cambio social). Sin embargo, en otros lugares (por ejemplo, en GORDON, 1972, y en RABINOVV, 1984), es obvio que Foucault aborda los problemas contemporáneos de la trans­formación social de un modo vigoroso que indica que, en último término, adopta un punto de vista práctico con respecto a tales cuestiones, como comentarista y con aportaciones al debate público. Ahora bien, es muy posible que su postura esté aún más ¿conectada?. En su ensayo: Taking aim at the heart of the present: on Foucault's lec­ture on Kant's. What is Enlightment?, HABERMAS (1990b) llega a decir que “quizá... en este último texto, [Foucault se] vuelve a una esfera de influencia que ha tratado de evitar por todos los medios, la del discurso filosófico de la modernidad” (p. 179), que puede suponer que el mismo Foucault se viera abocado al enfoque crítico y emancipador de la reconstrucción (por ejemplo, la tarea crítica de la reconstrucción de los dis­cursos contemporáneos sobre el discur­so).

Así, presentando la cuestión del modo más claro posible, me parece que diversos postestructuralistas y postmodernistas han procurado repudiar las tres formas de razonamiento que he indicado: la técnica o instrumental, la práctica y la crítica y emancipadora. En este sentido, parece que algunos buscan unas formas de análisis que se distancien de sus objetos hasta adoptar un punto de vista “escéptico” o de fría objetividad (en un sentido nuevo) o hacia un com­promiso reflexivo permanente son los textos que, al “interpretarlos”, no hace sino añadir algo o reescribirlos. Como señalaba Foucault, esta última respuesta recuerda el positivismo; la primera me parece una forma de repudiar la dialéc­tica entre teoría y práctica que, de for­mas diferentes, anima las tres formas de razonamiento (instrumental, práctico y crítico) que yo he señalado.

Pero la historia no acaba aquí. Da la sensación de que los postestructuralis­tas y postmodernistas que he menciona­do aquí quieren distanciar su trabajo del ámbito de los asuntos humanos y socia­les y desligarlo de las tareas políticas de la transformación social. En cierto senti­do, parece que quieran rechazar la res­ponsabilidad de adoptar un papel en la reconstrucción de la sociedad, que se ha convertido en una carga porque, tal como ellos lo ven, las perspectivas emancipadoras ya no parecen justifica­bles. Diversos autores han señalado que esta postura supone una “incoherencia autorreferente” (10) o una “contradicción de hecho” (11): da la sensación de que esos postestructuralistas y postmoder­nistas quieren afirmar la potencia crítica (y, podríamos decir, emancipadora) de sus intuiciones al tiempo que niegan la posibilidad de justificación del proyecto crítico y emancipador.

La caracterización del punto de vista de cada una de las tres formas de razo­namiento que señalé antes, más bien simple, por otra parte, puede brindar­nos pistas de lo que sucede aquí. Es evi­dente que estas teorías postestructura­listas y postmodernistas mantienen una forma concreta de relación social con: a) aquéllos sobre quienes teorizan y b) aquéllos para quienes teorizan. Aunque

adopten una postura decidida de terce­ra persona con respecto a sobre quienes teorizan (los autores, fallecidos y distan­tes, de los textos históricos o los auto­res, vivos pero distantes, de los textos contemporáneos), su postura con res­pecto a aquéllos para quienes teorizan es más ambigua. Aunque da la sensación de que Lyotard‑escribe de un modo ple­namente objetivadora sobre la ciencia y los científicos contemporáneos, The Postmodern Condition fue escrito para un organismo gubernamental canadiense, de donde su subtítulo: A Report on Know­ledge. En la medida en que adopta esa postura, escribe para el organismo como “” (en segunda persona), pero, a pesar de que sostiene el carácter incontrolable de la ciencia y el significa­do en el mundo contemporáneo, parece que trata de dar al organismo guberna­mental ciertas ideas acerca de cómo pueda regularse (o no) la ciencia. En este plano, escribe con una finalidad téc­nica, instrumental, principalmente “sobre ello” (es decir, sobre los implicados en la producción y divulgación del saber narrativo).

En cambio, no cabe duda de que Foucault escribe sobre los textos como “cosas” (nótese la ironía del título de su libro de 1970: The Order of Things), pero también es obvio que escribe para un público al que espera galvanizar median­te sus ideas (“”, en segunda persona). Quizá sea razonable decir que, en las formas de solidaridad que muestra con respecto a sus contemporáneos y cole­gas intelectuales, aprisionados, como él, por las prácticas discursivas de una época muy institucionalizada, adopta un punto de vista de “primera persona” ‑“ésta es nuestra situación”, “nos está ocu­rriendo esto”, “tenemos que hallar formas de afrontar esto”‑. Si es así, esto indicaría que adopta, en un sentido más estratifi­cado y complejo, un punto de vista críti­co (aunque me inclino a creer que se trata más bien del punto de vista con­vencional, práctico, del intelectual libe­ral: “por favor, tengo en cuento esto cuan­do usted se ocupe de los problemas con los que nos enfrentamos en nuestros día”).

En todo caso, las relaciones sociales materiales de la investigación ‑sobre quién, para quién‑ aportan indicios sobre las formas de razonamiento empleadas. Teniendo en cuenta lo hasta aquí estu­diado, me inclino a conceder que, en ciertas versiones de la teoría social postestructuralista y postmodernista, pueda darse un punto de vista que difiera de los implicados en formas precedentes de razonamiento sobre el cambio y la transformación sociales (el punto de vista que se considera a sí mismo como una simple ampliación o reinterpreta­ci6n de los textos de otros teóricos o agentes sociales; es decir, en el mismo nivel de los textos y no como un comentario desde una postura que los “trascienda” o se sitúe “por encima de ellos”), pero me parece que las relacio­nes sociales materiales de sus textos traicionan los fines anunciados y acaban cayendo en una u otra de las tres for­mas generales de razonamiento que yo he descrito. Hay una contradicción de hecho entre lo que anuncian los textos

de estos autores: tratan de repudiar la posibilidad de escribir sobre y para las personas que abordan en sus escritos, pero su trabajo crea las mismas relacio­nes que pretenden repudiar (12).

 

REFLEXIONES SOBRE LA “EMANCIPACIÓN” EN RELACIÓN CON LA VISIÓN CRÍTICA DE LA EDUCA­CIÓN

En la práctica ‑la práctica de la lucha política en el mundo contemporáneo‑, la posición, cada vez más de moda, de los diversos postmodernismos está aca­bando con las condiciones filosóficas y

teóricas necesarias para cualquier pro­yecto emancipador. Esta situación es preocupante y no porque no haya nada que aprender de estas perspectivas, sino porque la tarea de emancipación sigue siendo necesaria en un amplio conjunto de luchas políticas del mundo contem­poráneo. Estas luchas no sólo siguen siendo necesarias en los ambientes del Tercer Mundo, sino también en las nue­vas condiciones de la vida social del Pri­mer Mundo, desesperadas a veces, especialmente cuando la vida social del Primer Mundo se desfigura cada vez más por las nuevas formas de división entre los empleados y los desemplea­dos, por los nuevos niveles de aliena­ción, nuevas formas de anomia y nuevas formas de sufrimiento y de patología cuando las relaciones de instituciones clave (por ejemplo, la familia, la iglesia, la escuela y el estado) establecidas en el mundo vital se atenúan hasta la crisis a causa de demandas como las que GID­DENS (1990, 1991) describe en términos de desligamiento, revisión crónica y riesgos en ascenso.

Creo que Habermas tiene razón cuando describe a los oponentes de la modernidad en relación con tres formas de conservadurismo (13), distinguiendo entre el antimodernismo de las “juventu­des conservadoras”, que “recapitulan la experiencia básica de la modernidad estética” (traza esta línea de pensamiento partiendo “de Georges Botaille, pasando por Michel Foucault, hasta Jacques Derri­da”); el premodernismo de los “viejos con­servadores”, que rechazan de mala gana las promesas incumplidas de la moderni­dad y defienden la vuelta al aristotelis­mo (aquí, Habermas cita a Léo Strauss, Hans Jonas y Robert Spaemann, aunque en algunos aspectos, quizá pudieran incluirse también algunos trabajos recientes de Alasdair Macintyre), y el postmodernismo de los “neoconservadores”, que celebran (si el ésa la palabra adecuada) los avances técnicos que ha hecho posibles la modernidad tardía, al tiempo que recomiendan “una política de desarme de los contenida culturales de la modernidad cultural” , mantener “lo más alejada posible la política de los exigencias de justificación práctica y moral” (aquí, Habermas menciona entre otros, al primer Wittgenstein aunque no cita a Lyotard ni a Baudrillard).

Centrándonos en la última de esta posturas, el postmodernismo de los “neoconservadores” es especialmente problemático en relación con la política práctica, ya que sugiere que los funda­mentos racionales del proyecto emanci­pador no pueden aportarlos la ciencia, la teoría ni la filosofía por estar más allá del ámbito de sus competencias. Me parece que esta postura se sostiene y fracasa a causa de su presupuesto de que el problema consiste en hallar “fundamentos racionales”. El antirracionalismo de

Lyotard y de Baudrillard se define por opo­sición a las ideas desechadas (“¿hombre de paja?”) de racionalidad y fundamenta­lismo (en especial, el racionalismo carte­siano), en vez de a las sucesoras, muy diferentes, de esas ideas en la tradición moderna, que divergen de ciertos aspectos del proyecto de la Ilustración, al tiempo que lo mantienen. Los post­wittgensteinianos, como Toulmin y Macintyre, defienden unas ideas de la racionalidad que no dependen de pers­pectivas fundamentalistas, por ejemplo, y la teoría de la acción comunicativa de Habermas, aunque se muestre de acuer­do con algunos argumentos de los postmodernistas acerca de la imposibilidad de mantener “la filosofía del sujeto”, encuentra una alternativa en la racionali­dad comunicativa. Es mas, en ambas posturas, el recurso al lenguaje ordina­rio se utiliza como base para afrontar los problemas contemporáneos de la teoría y la práctica sociales: en los post­wittgensteinianos, en formas de razón práctica nutridas por la autoconciencia histórica del potencial iluminador de las tradiciones, y en Habermas, mediante la idea de que la práctica comunicativa cotidiana (el discurso ordinario sobre cuestiones prácticas) exhibe, aunque a menudo de forma desvaída y poco des­tacad, las cualidades de la racionalidad comunicativa.

Sería extravagante exigir que la teo­ría de la acción comunicativa de Haber­mas defendiera una visión crítica y emancipadora de la educación como la de PAULO FREIRE (1970, 1972), ya que, en cierto sentido, son respuestas a cuestio­nes diferentes, planteadas en contextos distintos y en momentos diferentes. Las ideas de Freire sobre la educación son una respuesta crítica a los problemas de la alfabetización en unas circunstancias en las que las formas institucionalizadas de la educación negaban el acceso a la educación y el éxito en ella a grandes, números de personas en las circunstan­cias culturales, económicas y políticas concretas de unos determinados lugares del mundo; la teoría de la acción comu­nicativa de Habermas es una respuesta a unas tendencias y orientaciones más generales de las formaciones sociales del capitalismo avanzado y a las tenden­cias y orientaciones de la filosofía y la teoría social que se relacionan con esas formaciones sociales. Sin embargo, creo que la idea freiriana de la educación puede recibir cierto apoyo de la teoría de la acción comunicativa de Habermas y me parece que hay posibilidad de escribir algunas tesis, trabajos y textos que critiquen y reconstruyan las ideas de Freire desde esta perspectiva.

Esas pretensiones críticas y emanci­padoras no tienen sitio en las visiones contemporáneas del currículo y la edu­cación, postestructuralistas y postmodernistas. Al no limitarse a rechazar las pretensiones de la teorización crítica, algunas teorías contemporáneas de la educación inspiradas por los escritos de Foucault (por ejemplo, CHERRYHOLMES, 1988; POPKEWITZ, 1991) están marcadas, además, por una curiosa falta de con­ciencia de la naturaleza y las necesidades del razonamiento práctico del mundo de asuntos en el que habitan necesaria­mente quienes participan en la educa­ción (y en la vida social, más en general), sean los alumnos, los padres, los docen­tes, los administradores o los responsa­bles de la política (por mencionar sólo algunos de los papeles más destacados). Privados por la teorización postmoder­nista de la “inocencia” que caracterizara la investigación positivista tradicional de mediados de siglo y ¿desconfiados fren­te a las grandes narraciones? de la

modernidad y del proyecto emancipa­dor, algunos de estos postestructuralis­tas han optado por el escepticismo y la reserva foucaultianas con respecto al mundo de los asuntos educativos. Es demasiado violento decir que su hastío del mundo sea una retirada de las luchas del cambio educativo hacia una posición desde la que escribir (al margen, como la describió en un ocasión JOSEPH SCH­WAB, 1969) sobre el carácter de las luchas de quienes siguen en la brecha; se trata más bien, dicen, de la función del intelectual en el descubrimiento del carácter de la politización presente en esas luchas y de evitar recaer en las posturas políticas vigentes, que sólo parecen justificar los fines concretos a la vista. Así, por ejemplo, TOM POPKEWITZ (1991:244) sostiene que “la teoría o los teóricos no suponen unos cometidos nor­mativos”, citando a Foucault (GORDON, 1972:190) en apoyo de esta “postura crí­tica pragmática”: “El análisis y la crítica políticos han de ser en gran medida inven­tados, como también las estrategias que hagan posible modificar las relaciones de fuerza, para coordinarlos de manera que sea posible esa modificación y pueda inscri­birse en la realidad. Es decir, el problema no consiste tanto en la definición de una “postura política” (que se escoge de entre un conjunto preexistente de posibilidades) como en imaginar y dar el ser a nuevos esquemas de politización. Si la “politiza­ción” significa volver a opciones e institucio­nes preparados de antemano, los esfuerzos de análisis implicados en el descubrimiento de las relaciones de fuerza y los mecanis­mos del poder no merecen la pena”.

Me parece que esta “elección” entre instituciones y posibilidades políticas ya existentes, por una parte, y la tarea crítica del análisis político, por otra, supo­ne una especie de juego de manos. Opone la práctica de la política a la teo­rización de la política, como si teorizar no fuese de por sí una práctica. La prác­tica de la política lleva consigo el razo­namiento práctico sobre lo que haya de hacerse y cómo actuar en una serie de ambientes y, en no menor medida, la práctica del análisis político supone el razonamiento práctico en otro conjunto de ambientes. La práctica de la teoría y el análisis no puede dejar en suspenso la necesidad de hacer las habituales opcio­nes, arriesgadas e inseguras, acerca de las consecuencias prácticas y políticas de las propias teorías y análisis.

Utilizando las distinciones entre las formas de razonamiento, bien conocidas desde Aristóteles, y teniendo en cuenta la idea de ciencia crítica de Marx (que se refracta a través de la obra de Hork­heimer y de la primera Escuela de Francfort), la teoría de los intereses constitutivos del saber de HABERMAS (1972, 1974) pretendía demostrar que la ciencia siempre está guiada por uno u otro interés constitutivo del saber (inte­reses que dan forma al modo de consti­tución del saber): característicamente, las ciencias empírico‑analíticas expresan un interés técnico (o instrumental); las ciencias hermenéuticas (interpretativas), un interés práctico, y las ciencias críti­cas, un interés emancipador. ¿Acaso pueden afirmar razonablemente Fou­cault o Popkewitz que hayan evitado elegir una u otra de este conjunto de opciones? Creo que no.

Las formas de razonamiento que han utilizado en realidad Popkewitz y Foucault al hacer (practicar) su teoriza­ción han estado, sin lugar a dudas, envueltas en el razonamiento práctico sobre qué hacer y cómo actuar con sabiduría y prudencia a la luz de sus cir­cunstancias. Además de este razona­miento práctico, pueden o no haberse visto implicados con otros en el razona­miento crítico sobre la reinterpretación concreta de los términos que utilizar en los debates en los que han participado, así como en la reinterpretación de las formas en las que debían desarrollarse estos debates; si así fuese, se hubiesen implicado en formas críticas de razona­miento. Es indudable que, tanto Popke­witz como Foucault, rechazarían la idea de que les hubieran movido unos sim­ples intereses técnicos para desarrollar formas nuevas de control de la vida social mediante sus obras respectivas (aunque la cita de Foucault muestre un interés por “las estrategias que hagan Posible modificar las relaciones de fuerza para coordinarlas de manera que sea posible esa modificación y pueda inscribirse en la realidad”) de hecho, hay muchos indi­cios que sugieren que su obra tiene la cualidad interpretativa y hermenéutica característica del trabajo orientado por un interés practico (al promover el jui­cio sabio y prudente en las circunstan­cias prácticas). Además, es posible que también tengan un interés crítico por reinterpretar, en el pensamiento y en la teoría, al menos, la naturaleza y las con­diciones de la política y del análisis polí­tico, aunque traten por todos los medios de disociar esto de la idea de que forme parte de un proyecto emancipa­dor más amplio y más general, basándo­se quizá en que, con demasiada frecuen­cia, la idea de emancipación se ha toma­do, domesticado y preparado para matar en la dinámica represiva de la política mundial. En este sentido, puede dar la sensación de que el compromiso con la “emancipación” suponga adoptar una postura política rígida y “prefabrica­da”.

Me parece, por tanto, que, lejos de oponerse en este punto a la teoría críti­ca, Foucault y Popkewitz están de su lado. La teoría crítica, primero como respuesta a la creciente insatisfacción con las teorías y programas políticos marxistas de principios de siglo y des­pués (en especial, a través de los prime­ros trabajos de Habermas) como res­puesta a las tendencias ideológicas pre­sentes en la misma ciencia, amplió el alcance del proyecto emancipador hasta incluir la crítica de la ideología de la ciencia. Aunque de formas muy distintas de las perspectivas teóricas críticas, es razonable decir que las obras de Fou­cault y Popkewitz comparten algo de este interés emancipador (14), aunque mantengan sus dudas (como hacen otras perspectivas críticas) acerca de los pro­gramas políticos concretos que se anun­cian como “emancipadores” (15). La cuestión es: ¿Se puede mantener la fe en la aspiración a la emancipación sin resul­tar engañado por estos intereses más generales?

La visión crítica de la educación, a diferencia de los tipos de visiones representados por Foucault y Popkewitz, no se distancian de las posibilida­des de transformación social. No pre­sentan excusas por su participación en un proyecto emancipador como el que Freire describía como “acción cultural por la libertad”. Tiene dudas con respec­to a hablar en nombre de otros, pero su intención no es la de hablar en su nom­bre, sino que pretende crear las condi­ciones en las que puedan hablar por sí mismos. Reconociendo que las circuns­tancias de vida de muchas personas oprimidas las privan de las condiciones aptas para que hablen por su cuenta, pretende romper “la cultura del silencio” en la que y a través de la cual se repro­ducen las relaciones sociales de dominio y dependencia.

Hay muchas partes del mundo en las que “la cultura del silencio” sigue caracterizando las relaciones sociales reales y no sólo en el Tercer Mundo, sino también, de formas nuevas y en desarrollo, en el Primero. Quizá sea demasiado fácil generalizar desde las condiciones de una cultura a las de otra y desde las culturas de sociedades basa­das en la tradición a aquéllas en las que “la condición postmoderna” ha cambiado el aspecto de la realidad vivida de muchas personas. Sin embargo, las for­mas nuevas y globalmente intrusivas de la edad moderna tardía o del capitalis­mo tardío han modificado el carácter de las relaciones sociales y han producido nuevas mayorías “silenciadas”, en el sen­tido de que han producido una “despoli­tización de las masas” (como lo denomi­na HABERMAS, 1979), y un cambio del lugar de la acción política, de manera que los movimientos sociales, situados, en cierto sentido, al margen de la políti­ca “oficial”, aunque intrincadamente entrelazados con ella también, se con­vierten en elementos aún más impor­tantes de la vida política (16) Ante estos problemas, me parece que sigue exis­tiendo la necesidad de emancipación, aunque haga falta una reinterpretación del significado de “emancipación” para evitar las consecuencias de que algunos programas políticos se hayan apropiado de esa denominación.

No obstante, los defensores de algunos postmodernismos no comparten mi idea (17). Para algunos, la justifica­ción del proyecto emancipador no sólo se ha agotado en la práctica y en la polí­tica, sino también en la teoría.

Uno de tales postmodernistas es Lyotard. En el contexto de la política cultural, sostiene que las “metanarracio­nes” de “historia universal” (que pode­mos sustituir por “emancipación”) son una forma de imperialismo cultural. Describiendo el punto de vista de Lyo­tard, CONNOR (1989:36‑37) escribe: “En fechas más recientes,... Lyotard ha vuelto su miada a los problemas de la política cul­tural. Aquí, la cuestión del declive de las metanarraciones tiene menos que ver con las posibilidades de que los científicos estén o no de acuerdo entre sí o de saber por qué lo están y más con cuestiones relativas a las relaciones dentro de las culturas y entre ellos. En un ensayo titulado “Misiva sobre la historia universal” (18), Lyotard dis­pone un ataque contra el imperialismo cul­tural de la metanarración mediante un argumento lingüístico. Dice que, si hacemos o tratamos de hacer una pregunto como: “¿Debernos seguir entendiendo la multiplici­dad de los fenómenos sociales y no sociales a la luz de la Idea de una historia universal de la humanidad?”, el problema central radica en el uso de la palabra “nosotros”. Este “nosotros”, escribe, es una forma de violencia gramatical que pretende negar y ocultar la especificidad del “tú” y el “ella” de otras culturas mediante la falsa promesa de incorporación a una humanidad univer­sal. En consecuencia, debemos apartamos del 'nosotros, la categoría gramático‑políti­co que nunca puede existir excepto como instrumento legitimador al servicio de las culturas apropiadoras y opresores. En cam­bio, debemos abrazar y promover todo forma de diversidad cultural, sin recurrir a principios universales”.

A primera vista, da la sensación de que STUART HALL (citado en CONNOR, 1989, p. 195) se hace eco de esta visión, señalando que los grupos marginales, que quedan atrapados en la cultura glo­bal, tienen problemas:

En los últimos diez o quince años, la marginalidad se ha convertido en un espa­cio muy productivo. Hay personas que hablan desde los márgenes y reivindican una representación de un modo que proba­blemente no reclamarían hace veinte o treinta años. Sin embargo, ahora, el proble­ma de levantar la cabeza por encima del parapeto, por así decir, consiste en ser ins­tantáneamente aspirado por esta cultura global que, precisamente por tener una orientación más sensible hacia la diferencia, la diversidad, el pluralismo, el eclecticismo, absorbe a quien se le acerca. Ante cual­quier voz nueva, dicen “sí”, puede formar porte de la cultura global, y antes de saber dónde se encuentra, el pintor aborigen queda reducido a un elemento del retrato heroico de alguien y pierde el sentido de relación con una cultura”.

Sin embargo, para Hall, la cuestión es más dialéctica de lo que indican las referencias de Lyotard a los “principios universales”. Hall considera que el tipo de visión que defiende Lyotard es tan peligroso como el que [Lyotard] recha­za. Para Hall (véase en especial HALL, 1986a), existe el riesgo presente y real de que la interdependencia de las cir­cunstancias del rico y el pobre, el sano y el enfermo, las mujeres y los hombres, la naturaleza y la cultura quede al mar­gen en la gran afirmación de que todos los discursos son fragmentarios, parcia­les e interesados (19). Desde el punto de vista de Hall, el cometido de la teoría social consiste en identificar y articular esas interdependencias y las contradic­ciones que estructuran las divisiones y la fragmentación sociales y en descubrir formas de articularlas de manera que las personas puedan actuar sobre ellas, en beneficio de quienes más sufren las con­secuencias de esas contradicciones.

También EDWARD SAID (1983:157­158) adopta la postura de que, en la política cultural, hay más peligros que los de la “historia universal” de Lyotard; también está el riesgo de dejar el campo de la política cultural a merced de las industrias de la información de la era postmoderna: “La política de la interpreta­ción exige una respuesta dialéctica de una conciencia crítica digna de ese nombre. En vez de la no interferencia y la especializa­ción, debe haber interferencia, saltos de fronteras y obstáculos, un intento decidido de generalizar exactamente en aquellos puntos en los que las generalizaciones parecen imposibles. Así, una de los prime­ras interferencias a las que hay que aventu­rarse es el paso de la literatura, presunta­mente subjetivo e impotente, a los ámbitos exactamente paralelos, ahora cubiertos por el periodismo y la producción de informa­ción, que emplean la representación, pero se presumen objetivos y poderosos.

Gran parte del mundo de hoy se repre­senta de este modo: un pequeño conjunto de grandes y poderosas oligarquías contro­lan alrededor del 90% de los Pujas de infor­mación y comunicación del mundo. Este dominio, manejado por expertos y ejecuti­vos de los medios de comunicación, está

afiliado a un número aún menor de gobiernos, al mismo tiempo que la retórica de la objetividad, el equilibrio, el realismo y la libertad encubre lo que se está haciendo, y en su mayor parte, ofrecen esos elementos destinados al consumidor como “las noti­cias” ‑un eufemismo de las imágenes ideo­lógicas del mundo que determinan la reali­dad política para la inmensa mayoría de la población del mundo‑, sin alteración alguno procedente de las interferencias de mentes seculares y críticas que, por todo tipo de evidentes razones, no están inmersas en los sistemas de poder.

No es éste el lugar, ni hay tiempo para ello, de presentar un programa de interfe­rencias completamente organizado. Sólo puedo indicar que tenemos que pensar en romper los guetos disciplinarios en los que, como intelectuales, nos han confinado, en reabrir los procesos sociales bloqueados que ceden la representación objetivo (el poder, por tanto) del mundo a una peque­ña cofradía de expertos y a sus clientes, en considerar que el público de las letras no es un círculo cerrado de 3000 críticos profe­sionales, sino la comunidad de los seres humanos que viven en la sociedad y a con­templar la realidad social de un modo secu­lar y no místico, a pesar de todas las pro­testas de realismo y objetividad....

[De ese modo, podemos recupe­rar] ....una historia hasta ahora mal repre­sentado o hecha invisible... Tras haber tra­tado de conseguir ‑y, quizá incluso, haberla logrado‑ esta recuperación, está la siguiente fase crucial. conectar estas formas de inter­pretación, más políticamente alertos, con

una praxis social y política efectiva”.

Para Said, la política cultural ofrece la posibilidad de una oposición crítica a las tendencias homogeneizadoras de la cultura global y es evidente que el uso que hace de la idea de “oposición crítica­” supone la adopción de la idea de eman­cipación, aunque sea más consciente y más dubitativa que la que aparece en algunas fórmulas retóricas de emancipa­ción.

Las expresiones retóricas utilizadas por PAULO FREIRE (1970:39‑42) de la “pedagogía utópica” y de la “denuncio y anuncio” quizá no fuesen lo bastante prudentes con respecto a sus propios límites para organizar la visión del futu­ro mejor que anunciaran. Los críticos simpatizantes de Freire, como las auto­ras feministas KENWAY y MODRA (1992), aluden a los análisis críticos poco cuida­dosos de la concienciación, tal como se han practicado en algunos programas inspirados en Freire (y a las posibilida­des de manipulación de la “obra freiria­no”) y advierten del peligro de dejar que las visiones acríticas de la obra de Freire (“idolatría freiriana”) tomen “el lugar del desarrollo de la conciencia crítica en el mismo proyecto de la educación liberado­ra” (p. 157; la cursiva aparece en el ori­ginal). Como indican Kenway y Modra, debemos adoptar una postura crítica ante el proyecto de emancipación: no tiene sentido basarse en las perspectivas teóricas concretas de Freire y en sus particulares propuestas educativas prác­ticas, tal como están y por encima de las vicisitudes de la historia. La tarea de los nuevos grupos y de las generaciones posteriores consiste en rehacer de nuevo la teoría y la práctica emancipa­doras, incluyendo la misma idea de “emancipación”, en respuesta a unos tiempos y circunstancias diferentes.

En consecuencia, parece que el espacio conceptual que ha de ocupar la “emancipación” no es tan amplio ni tan bien aceptado como pudiéramos haber­nos figurado. Aunque es evidente la necesidad práctica de un conjunto diversificado de programas educativos, culturales y políticos de “emancipación de” distintas formas de irracionalidad, sufrimiento e injusticia, el territorio de la “emancipación para” se está reducien­do, como debe ser. Tal como yo la entiendo, la emancipación no anuncia ningún programa positivo concreto; se trata de un concepto crítico cuya fuerza reside en la negación crítica. Puede “denunciar” estructuras de opresión, pero no tiene porqué ni está pensado para ofrecer, además, una visión clara, positiva y universal de cómo pueda efectuarse la liberación del sufrimiento, la irracionalidad, la injusticia y la desigual­dad, aunque podamos imaginar algunas de las formas que pueda o deba adoptar una vida mejor en un determinado momento histórico y en un grupo con­creto. El genio de Freire residía en el ofrecimiento de una imagen de algunas posibilidades, en ciertos momentos de la historia y para determinados grupos. Muchas de estas condiciones históricas específicas ‑problemas para los que sus ideas de la “pedagogía utópica” y la “acción cultural para la libertad” constituí­an una respuesta‑ siguen existiendo en la actualidad y aún sigue teniendo senti­do, a primera vista, considerar la ade­cuación de algunas de sus respuestas a esos problemas. Sin embargo, nuestra tarea actual de reconceptuación de la “emancipación” y de lo “crítico” acerca de la perspectiva “crítica” ha de ser diferen­te, al encontrarnos con unas circunstan­cias distintas y unos problemas nuevos, aunque podamos aprender de las res­puestas dadas ante circunstancias preté­ritas y problemas del pasado.

 

Conclusiones

 

Diversos analistas de las condiciones sociales contemporáneas advierten que pueden darse cambios significativos de las formas y estructuras de la vida social actual. Aunque hay quienes se horrorizan ante las expresiones “postmodernidad” y “condición postmoderno”, primando, en cambio, las denominacio­nes “modernidad tardía”, “alta moderni­dad” o “capitalismo tardío”, se está en general de acuerdo en que los análisis sociales y educativos recibidos, sean de la teoría, la política o la práctica, no nos capacitan adecuadamente para afrontar los problemas contemporáneos. Sin embargo, hay un evidente desacuerdo con respecto a los tipos de recursos teóricos que puedan ayudarnos a anali­zar e interpretar estos problemas, desacuerdos sobre las posibilidades y limitaciones de los diversos postmoder­nismos y modernismos reestructura­dos. Tampoco hay acuerdo sobre el modo en que esos recursos teóricos puedan orientarnos ante el problema del cambio, sea ofreciéndonos nuevas formas de razonamiento técnico e ins­trumental, nuevas formas de razona­miento práctico e interpretativo o nue­vas formas de razonamiento emancipador y crítico. En relación con los recur­sos teóricos, me he centrado aquí en las afirmaciones encontradas de ciertos postmodernismos postestructuralistas concretos (las ideas de Foucault y de Lyotard, por ejemplo), diversos moder­nismos reestructurados (las ideas de Jameson, Kellner, Hall y Said, por ejem­plo) y del modernismo reconstructivo de Habermas. Con respecto a las pers­pectivas de cambio, he tratado de argu­mentar en contra del inmovilismo o conservadurismo de algunos postmodernismos y a favor de un compromiso permanente con las perspectivas eman­cipadoras y críticas.

A pesar de la idea de Lyotard de que hablar en términos de “nosotros” supone una “violencia gramatical”, creo que este “nosotros” es indispensable para el proyecto de teorización social y educativa emancipadora y crítica. Cuan­do, en la teorización que pretende ser emancipadora y crítica, se utiliza este “nosotros” como categoría universal, no cabe duda de que encierra una “abstrac­ción prodigiosa” (HABERMAS, 1990a:212­213) que oscurece las diferencias entre personas, grupos, culturas e intereses. Sin embargo, en los contextos comuni­cativos concretos de establecimiento de acuerdos sin coacciones y de un compromiso compartido para la acción transformadora ‑cuando ciertos grupos

de personas deciden analizar sus situa­ciones compartidas y emprender accio­nes para superar las irracionalidades, injusticias y sufrimientos que desfiguran sus vidas‑, utilizar la primera persona del plural (“nosotros”) no supone perpe­trar una violencia gramatical ni oscure­cer las diferencias tras el velo de una abstracción prodigiosa, sino que es una señal de solidaridad. En esos contextos, utilizar el término “nosotros” no supone la obliteración de las diferencias o los desacuerdos, sino afrontarlos comuni­cativa, productiva, política y personal­mente.

Corremos el riesgo de convertir en ídolo la sensibilidad a las diferencias en la teoría, la política y la práctica sociales de nuestros días, haciendo que dude­mos más de lo razonable acerca de la posibilidad de la solidaridad y del com­promiso compartido para una acción social capaz de modificar nuestras cir­cunstancias. A veces, esta misma acti­tud puede aherrojarnos: la igualdad de opiniones tiene sus riesgos, incluyendo el de que nos dividan y conquisten. Cada uno a su modo, ALASIDAIR MACINTYRE, STEPHEN TOULMIN, RAY­MOND WILLIAMS (1983; 1989), ALAIN TOURAINE (1981), Stuart Hall, Edward Said, Seyla Benhabib, Anthony Giddens y Jürgen Habermas se encuentran entre quienes sostienen que la dinámica y las circunstancias de la vida social contem­poránea son tales que ya estamos divi­didos y fragmentados por las relaciones sociales de la burocracia, los sistemas expertos y el aparato del estado moderno, y cada uno de estos autores, sin invocar las ideas pasadas de moda y románticas de la comunidad Gemeins­chaft (TONNIES, 1957), afirma que los recursos para oponerse a las incursio­nes de estas relaciones sistémicas en nuestros mundos vitales y conciencias están en las relaciones comunicativas, el trabajo en colaboración y la partici­pación en la política de los movimien­tos sociales.

Cuando nosotros, como educado­res, nos ocupamos de los problemas de la reestructuración del currículo ade­cuada a nuestra época moderna tardía o postmoderna, debemos considerar cómo podemos seguir ese consejo. Por supuesto, las estructuras sistémicas de la educación contemporánea nos obli­gan a participar en las mismas relacio­nes sociales que dividen y fragmentan el mundo social, pero también podemos contar con que nuestras respectivas posiciones en estos sistemas nos dan ocasión para establecer conexiones y la solidaridad a través de estas divisiones. Podemos tener en cuenta que nuestras prácticas sociales como educadores ‑prácticas sociales curriculares, de administración educativa, de formación del profesorado y de investigación y evaluación educativas‑ nos dan oportu­nidades para aumentar la participación de aquéllos cuyas vidas y trabajos confi­guran estas prácticas e incrementar la colaboración entre ellos. Podemos considerar que nuestro trabajo contri­buye ‑a menudo de forma simultánea­a los procesos de inclusión y a los de exclusión y cómo ambos se configuran mutuamente, así como las consecuen­cias posibles de estas inclusiones y exclusiones. En fechas recientes y en algunos lugares, la política de inclusión ha fomentado también la exclusión, por ejemplo, en el caso de algunas políticas del “currículo inclusivo” de Australia en los años 80, que produjeron divisiones entre quienes proclamaban unos valo­res culturales más inclusivos y quienes defendían unos valores diferenciadores y potencialmente excluyentes en bene­ficio de la reconstrucción económica. Como hemos visto, el mantenimiento simultáneo de estos valores requiere algo más que la retórica fácil que pro­clama eslóganes de valores potencial­mente opuestos, como los de la “Justi­cia social” y los del “desarrollo económi­co” en la política educativa.

La superación de esas contradiccio­nes no se consigue buscando más o mejores palabras para expresar esas políticas. Quizá, el mismo acto de crea­ción de la política y, desde luego, la hiperracionalización de la política (WISE, 1977, 1979) contribuyan a la contradicción. No obstante, creo pro­bable que la elaboración de unas teorí­as mejores nos resulte útil, sobre todo si entendemos que las mejores teorías son las que comprometen, problemati­zan y desarrollan las ideas e interpreta­ciones concretas de las circunstancias de las personas (alumnos, docentes, padres, administradores). Sin embargo, la cuestión no estriba en el mero per­feccionamiento de las teorías, sino en contribuir al perfeccionamiento de las prácticas sociales de la educación ‑currículo, administración educativa,

formación del profesorado, investiga­ción y evaluación educativas‑, las prác­ticas que enmarcan casi toda la activi­dad de enseñanza y aprendizaje en las instituciones educativas de nuestros días, y esto requiere la atención y el compromiso de cada docente y de cada alumno, de cada responsable del currí­culo, de cada administrador y político de la educación en la tarea de la rees­tructuraci6n crítica de la educación. Requiere que cada uno de nosotros considere los tipos de relaciones que esbocé en la tabla III, para descubrir cómo se expresan estas relaciones en nuestras ideas, nuestras prácticas, nues­tros ambientes y cómo están constituidas, y encontrar el modo de reprodu­cir los aspectos valiosos de nuestra vida social y transformar los que contribu­yen a nuestras dificultades. Creo que esta tarea crítica es una tarea práctica para todos y cada uno de nosotros. En nuestras circunstancias contemporáne­as, las circunstancias de la modernidad tardía o postmodernidad, es una tarea demasiado profunda y demasiado importante para dejarla sólo en manos de la política y de los sistemas de edu­cación.

 

Notas

 

(1) Este artículo se preparó como confe­rencia inaugural del congreso “Curriculum Changes in Hong Kong: the needs of the New Era”, en The Chinese University of Hong Kong, 29‑30 de abril de 1994. Posteriormente fue publicado en la revista Curriculum Stu­dies, volumen 3, Nº 2 (1.995). Traducción del original inglés a cargo de Pablo Manzano Bernárdez.

(2) En este artículo, hablo de los medios sociales en relación con el lenguaje (y los dis­cursos), el trabajo y el poder.

(3) También podría incluirse aquí la distin­ci6n entre orden social y movimiento social de ALAIN TOURAINE (1981).

(4) Puede verse una buena descripción de la naturaleza de las prácticas sociales (y sus relaciones con las tradiciones, los valores y las virtudes) en: MACINTYRE (1983), en espe­cial, las pp. 175‑189. Una visión de las prácti­cas claramente materialista, en contraste con la anterior, puede verse en: ALTHUSSER (1971). Althusser dice sobre las prácticas: “En general, entiendo por práctica cualquier pro­ceso de transformación de una determinado materia primo en un producto determinado, una transformación efectuada mediante un trabajo humano determinado, utilizando determinados medios de producción” (citado en BENNETT, 1979:111).

(5) Es posible que la puesta en contexto de esta breve cita ayude a clarificar la rela­ción entre la práctica y las instituciones: “los prácticas no deben confundirse con las institucio­nes. El ajedrez, la física y la medicina son prácticas; los clubes de ajedrez, los laboratorios, las universidades y los hospitales son instituciones. Los instituciones se preocupan de forma caracte­rística y necesario de los bienes externos. Están involucradas en la adquisición de dinero y otros bienes materiales; están estructurados en tomo al poder y a la categoría social, y distribuyen dinero, poder y categoría social como recompen­sas. No puede ser de otra manera, porque no sólo tienen que sostenerse ellos mismos, sino también las prácticas de las que son portadoras, porque ninguna práctica puede sobrevivir mucho tiempo sin el apoyo de las instituciones. De hecho, es tan íntimo la relación entre las prácti­cos y las instituciones que los instituciones y los prácticas forman característicamente un único orden causal en el que los ideales y la creativi­dad de la práctico son siempre vulnerables a la postura adquisitiva de la institución, en la medi­da en que la atención cooperativa hacia los bie­nes comunes de la práctica es siempre vulnera­ble a la competitividad de las instituciones” (MACINTYRE, 1983:181).

(6) Véase la dialéctica entre la “integración social” (que supone la reciprocidad y las rela­ciones de autonomía e independencia entre los actores) y la “integración sistémica” (que supone la reciprocidad y las relaciones de autonomía e independencia entre grupos o colectividades) en la teoría de la estructuración de GIDDENS (1979, en especial, las pági­nas 76‑81).

(7) Esta tendencia u orientación está mag­níficamente ejemplificada en un estudio de jennifer Angwin, del Centre for the Study of Education and Change de la Deakin University (ANGWIN, 1992). Su investigación sobre las formas cambiantes del currículo y de la polí­tica educativa del área de “Enseñanza del inglés a hablantes de otros idiomas” (TESOL) en Australia pone de manifiesto que la racio­nalización de los enfoques del currículo, la política y la dotación de personal docente de la TESOL ha llevado a que: (a) no pueda garantizarse a los alumnos la articulación entre unos cursos cortos pensados para satisfacer “sus” necesidades (generalizadas); (b) los profesores de estos cursos, cuyos contratos son de corta duración, no puedan desarrollar una carrera profesional aceptable en este campo; (c) el desarrollo profesional del campo (en la medida en que pueda exis­tir de alguna manera) no permite mantener la enseñanza de la TESOL como una especia­lidad madura dentro de la profesión docente, y (d) los currículos de la TESOL se han frag­mentado en “competencias” atomizadas que difícilmente pueden satisfacer la bien conoci­da diversidad de necesidades y circunstancias de los alumnos a los que se dirigen los cur­sos de TESOL. En parte (siguiendo a Haber­mas), interpreta estos fenómenos en rela­ción con “la colonización del mundo vital [de la TESOL]” por los valores sistémicos.

(8) ROBERT HOLUB (1991), en el primer capítulo de su libro: Jürgen Habermas: critic in the public sphere, describe la relación dialécti­ca entre el trabajo filosófico y teórico social de Habermas, por una parte, y su participa­ción en los debates públicos cotidianos (p. el., en sus comentarios sociales en artículos de prensa), por otra.

(9) Dice HABERMAS: “la teoría de la moderni­dad que he esquematizado aquí a grandes ras­gos nos permite reconocer lo siguiente: en las sociedades modernos, hay una expansión tal de/ ámbito de la contingencia, a causa de la interac­ción desligada de los contextos normativos, que la lógica interno de la acción comunicativo “se convierte en prácticamente verdadero” en los formas desinstitucionalizados de la interacción propios de la esfera privada familiar, así como en una esfera pública marcado por los medios de comunicación de masas. Al mismo tiempo, los imperativos sistémicos de los subsistemas autó­nomos penetran en el mundo vital y, a través de lo monetarización y la burocratización, fuerzan una equiparación de la acción comunicativo con los campos de acción formalmente organizados, incluso en áreas en las que es funcionalmente necesario un mecanismo coordinador de la acción para llegar al entendimiento. Quizá esta amenaza provocativo, este desafío que cuestio­no los estructuras simbólicas del mundo vital en su conjunto, pueda explicar por qué se nos han hecho accesibles” (1978b:403).

(10) Cf. RORTY (1989:8ri): Nietzsche ha provocado una gran confusión al inferir que “lo que llamamos “verdades” sólo son simples men­tiras” a parir de que “la verdad no tiene que ver con la correspondencia con la realidad”. La misma confusión aparece a veces en Derrida, cuando infiere que lo que llamamos “real” no es realmente real “a partir de que” no existe la rea­lidad que los metafísicos esperaban hallar. Esas confusiones hacen a Nietzsche y a Derrida reos de los cargos de incoherencia referencial, por afirmar que saben lo que ellos mismos dicen no poder saber”.

(11) HOLUB (1991:143) cree que Lyotard cae en “una contradicción de hecho que es típi­co del pensamiento postmodernista. Lyotard pre­senta su teoría como una crítica de la idea de consenso de Habermas y propone como alterna­tivo que la disensión es la trayectoria de los actos de habla. Si asumimos que Lyotard tiene razón y que la disensión es el telos del hable, seremos incapaces de explicar la condición de su propia proposición. No podemos estar de acuer­do con el contenido proposicional de su proposi­ción sin negar, al mismo tiempo, la validez de esa proposición”

(12) Una cuestión interesante: ocurre que, al tratar de deconstruir y, en cierto sentido, reinterpretar los textos de otros, “los postes­tructuralistas como Derrida también establecen relaciones en primera persona con los autores de estos textos” Partiendo de la idea de que leer un texto es, en cierto sentido, una rein­terpretación de quien lo lee y de que comentar un texto es, en cierto sentido, reinterpretarlo para otros, ¿acaso esos auto­res establecen un tipo de solidaridad (inter­textual) con otros autores que los sitúa en una primera persona del plural (“nosotros”), que es una solidaridad de autoría, distinta de la sociedad de quienes no leen o no escriben sobre las materias concretas de las que aquéllos escriben? Si es así, ¿acaso no presu­pone esto las relaciones en primera persona de las narraciones emancipadoras que niega el contenido de sus textos?

(13) Véase HABERMAS (1981 y 1987a). Puede verse un breve análisis crítico de las ideas de Habermas en KELLNER (1988). Desde el punto de vista de Kellner, Haber­mas y algunos de sus seguidores han adopta­do una línea excesivamente defensiva frente a la postmodernidad, rompiendo con la tradi­ción de la teoría crítica de la Escuela de Francfort de aceptar vigorosamente el desa­fío teórico de elaborar nuevos enfoques teó­ricos para el análisis de unas condiciones cul­turales modificadas. Me parece que la crítica no está justificada porque, durante más de un decenio, Habermas se ha ocupado de: (a) presentar un análisis de las condiciones sociales modificadas de la modernidad tardía y (b) desarrollar unos recursos filosóficos críticos y teóricos sociales que no sólo nos permiten interpretar este mundo nuevo, sino cambiarlo también.

(14) Quizá esto recoja un elemento de la indicación de HABERMAS (1990b (en su ensayo sobre “Foucault's Lecture on Kants Whot is enlightnment?”) de que la lección de Foucault ‑su último trabajo‑ demuestra también una conexión con “el discurso filosófico sobre la modernidad”.

(15) En este punto, también Freire trata de evitar la identificación con algunos pro­gramas específicos de acción revolucionaria en Sudamérica. En Cultural Action for Freedom, trata de distinguir la “auténtica” conciencia revolucionaria de algunas formas concretas adoptadas en Sudamérica, aunque, al cele­brar las ideas revolucionarias del Che Gue­vara corre el riesgo de tratar este programa concreto como modelo de “la” revolución. Como Freire presenta una crítica de ciertos aspectos del programa revolucionario de la izquierda en esa época, quizá sea posible dis­tinguir entre el interés educativo de Freire por la emancipación y lo que él considera como la perspectiva revolucionaria cultural que lo encuadra, por una parte, y su interés político práctico por las posibilidades de los programas específicos de la “acción cultural para la libertad”, por otra.

(16) Sobre la dialéctica del orden social y el movimiento social, véase, por ejemplo, TOURAINE (1981); sobre la posibilidad de una “política de la vida”, véase GIDDENS (1991). También son relevantes a este respecto los comentarios de HABERMAS (1987b) sobre las posibilidades de la protesta.

(17) No es ésta la idea de los teóricos de lo postmoderno que pretenden elaborar res­puestas a las transformaciones culturales, económicas y políticas de la “era postmoder­na” que mantienen un compromiso con la perspectiva emancipadora, reconociendo, al mismo tiempo, que es necesario entender de un modo nuevo la naturaleza y la forma de la emancipación. Entre estos autores están: JAMESON (1991), SAID (1983) y HALL (1986a; 1986b).

(18) Publicado originalmente en 1985; reimpreso en LYOTARD (1987).

(19) SEYLA BENHABIB (1992) se hace eco de esta idea en el capítulo “Feminism and the question of postmodernism”.

 

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