ESCUELAS, MERCADOS, JUSTICIA: LA EDUCACIÓN EN UN MUNDO FRACTURADO
R. W.
Connell
Este interesante trabajo nos advierte de los
riesgos que supone la progresiva transformación de la educación en un bien de
consumo que lejos de eliminar la jerarquización social aumenta la
estratificación social entre las escuelas incrementando las desigualdades entre
quienes poseen y no poseen, entre quienes saben y no saben, entre quienes
pueden y no pueden. Luchar contra la exclusión implica luchar por la justicia
social en la educación, o lo que es lo mismo por la democratización de la
escuela pública.
Nos han
contado que una antigua maldición china dice: “Quizá vivas en tiempos
interesantes”. Con recortes presupuestarios,
la reestructuración del sistema escolar, fusión de universidades, refundición
del currículo y de los títulos, la disminución relativa de los ingresos del
profesorado y los ataques contra el mismo concepto de la educación pública, en
Australia, los educadores estamos viviendo en unos tiempos claramente
interesantes. Desde el 20 de agosto, es posible que los educadores estemos
viviendo en una época verdaderamente fascinante. Para saber cómo responder,
debemos tratar de hacer, como Karl Mannheim en otra época llena de problemas,
un “diagnóstico de nuestro tiempo”.(I)
Comencemos
con las buenas noticias: esta generación ha conocido importantes logros para
la democracia. En el plano internacional, hay que señalar el final de las
violentas dictaduras de la Unión Soviética y de Europa oriental, Chile, Brasil
y Argentina; la victoria de la larga y terrible lucha vietnamita por la
autodeterminación, y el final de la peor reliquia del antiguo colonialismo: el
régimen segregacionista de Sudáfrica.(2)
La vida
personal también constituye un campo adecuado para la democracia. Nuestras
escuelas son unos lugares más democráticos, menos violentos de lo que solían
ser cuando se utilizaban a diario la correa y la palmeta. La violencia de los
padres contra los hijos se considera ahora como un problema social y no como un
derecho patriarcal. Se ha discutido la subordinación de las mujeres a los
hombres en el derecho, en los centros de trabajo, en la vida familiar y en la
educación. A pesar de la actual vuelta atrás, el feminismo ya ha conseguido un
profundo impacto social. Como he descubierto en las investigaciones sobre los
hombres y la masculinidad, están muy extendidas las ideas de cuestionar y
cambiar las relaciones de género .
También
está el cambio de las relaciones raciales. Yo crecí en una sociedad presidida
por la supremacía blanca. Todavía vivo en una sociedad dominada por los
blancos, pero, en ella, la política pública condena el racismo, en algunas de
nuestras escuelas se enseña japonés y el pluralismo étnico es una realidad
cotidiana en las calles de nuestras principales ciudades.
Se ha
producido un notable movimiento de los pueblos aborígenes, tanto para
revitalizar la cultura aborigen como para oponerse al racismo y a las terribles
desventajas a las que están sometidas las personas aborígenes. La continua
lucha por la reforma y el reconocimiento de muchas personas blancas de la rica
y sutil civilización indígena suponen ya un cambio histórico de la cultura
australiana.
Vivimos
en una cultura más plural, en parte porque vivimos en una cultura de carácter
más mundial. A los Bootheels les resulta difícil seguir siendo
británicos, con el fantasma de Sir Robert Menzies, cuando nuestros adolescentes
bailan con la música de un grupo japonés que canta música afronorteamericana,
grabada con tecnología alemana y distribuida por una subsidiaria australiana
de una empresa norteamericana. Los académicos hablan con libertad de la “sociedad
mundial”, la “teoría de los sistemas mundiales”, la “mundialización”,
la “globalización” y la “cultura global”.
Es fácil exagerar este cambio. Los niños de la escuela primaria situada en la cumbre de una colina del norte de KwaZulu Natal, con ventanas rotas, suelos terrizos y unos ingresos que, en su mayor parte, se consiguen pidiendo a los turistas, todavía no cuentan con una cultura muy global. El final de los antiguos imperios coloniales no produjo un orden mundial igual, sino profundamente dividido, marcado por grandes diferencias de capacidades económicas, riqueza, fuerza militar e impacto cultural. Las instituciones que tratan de gestionar este sistema global, como la ONU, el FMI y el Banco Mundial, cuyo impacto educativo ha puesto de manifiesto Phillip Jones, sirven, sobre todo, como vehículos de las técnicas y visiones del mundo occidentales (3).
La
sociedad mundial es muy desigual; también es volátil. No hay un desarrollo en
línea recta de la sociedad “moderna” a la “postmoderna”, de la “industrial”'
a la “postindustrial”, del predominio de la máquina al predominio de la
pantalla. La economía global no se ha desindustrializado. En cambio, la
industria, las finanzas y el comercio se han reorganizado globalmente. Los
resultados para países como Australia son muy considerables y se han filtrado
en la educación de muchas maneras. Marjorie O'Loughlin y Joanne Travaglia
indican las identidades nacionales híbridas que se derivan de la globalización
y también hay consecuencias estructurales (4).
La
educación pública australiana se ha visto muy afectada por una larga crisis del
estado de bienestar. El ¿Nuevo estado industrial? de las décadas de la
posguerra se construyó sobre la base de un compromiso específico entre el
capital y el trabajo. La industrialización respaldada por el estado garantizaba
el pleno empleo y la riqueza necesaria para financiar unos servicios públicos
en expansión, incluida la educación. Ése era el mundo que presuponían el
informe Wyndham de los años 50, el informa Martin de los 60, el informe Karmel
y el Girls, School and Society de la Schools Commission de los
años 70.
Los cambios
de la economía mundial acabaron con estos esquemas. La reorganización global
de la industria destruyó el pleno empleo de las antiguas economías
industriales. En la actualidad, las direcciones de las grandes empresas están
mucho menos dispuestas a pagar el coste del mantenimiento del estado de bienestar
y mucho más a utilizar la “disciplina del mercado” (la fuga de
capitales y la amenaza del desempleo) para alcanzar sus objetivos. “La
revolución de los ricos”, como la denomina J. K. Galbraith, subyace al gran
giro a la derecha de la política occidental desde los años 70. Con el respaldo
de las empresas, ciertos grupos de intelectuales, con una ideología
rotundamente opuesta al estado de bienestar, han conseguido una extraordinaria
influencia en nuestra vida pública (5).
En la
mayor parte del mundo capitalista avanzado, los gobiernos han seguido un plan
reestructurador semejante. Es posible que la gente se haya sorprendido por la
vehemencia del plan del gobierno de Howard, pero nadie puede sorprenderse a
causa de su orientación; una proporción importante del mismo ya se había
realizado con Hawke y Keating. Los aspectos principales son: 1. Reducir la
presencia del estado. 2. Privatizar funciones públicas. 3. Desreglamentar
(debilitar los controles gubernativos) y 4. Promover la cultura de la gestión
empresarial.
En
términos muy generales, el objetivo consiste en sustituir, como principal
responsable de las decisiones sociales, el estado por el mercado. Ya se ha
conseguido un cambio histórico: cada vez más, los mercados son el mecanismo
director clave de la sociedad contemporánea.
Desde
los días de la revolución industrial, se reconoce que la sociedad del mercado
se enfrenta a un problema de desintegración moral. Como preguntaba el poeta
Blake, con mordaz ironía: “¿... se construyó aquí Jerusalén. Entre estos
oscuros molinos satánicos?”
No es una coincidencia que los teóricos contemporáneos más influyentes hagan de la fractura y la fragmentación sus imágenes centrales. Lyotard, en La condición postmoderna diagnosticó el colapso de la fe en las “narraciones grandiosas” que han enmarcado el pensamiento contemporáneo. En la actualidad, los estudios culturales dan por supuesto que la identidad política ha reemplazado la clase política. Sin embargo, la identidad política también está sometida a la fragmentación. Las teorías deconstructivas han arrastrado el feminismo contemporáneo: Joan Scott, Judith Butier y otras autoras dudan de la categoría de “mujer”, insisten en la multiplicidad de identidades femeninas y advierten contra los peligros de pretender representar un interés común. El teórico más influyente de la sexualidad en nuestros días, Jeffrey Weeks, habla de la “expeciación” de las sexualidades, el crecimiento de las subculturas sexuales y la erosión gradual de las antiguas ortodoxias (6). No obstante, la afirmación de la diferencia corta dos caminos. En un mundo de desigualdad, puede convertirse en la reafirmación de los privilegios. Desde California a Queensland, las llamadas encubiertas al racismo blanco constituyen una técnica electoral habitual en la actualidad y exitosa, por cierto. La reacción contra el feminismo ha cosechado importantes éxitos. La década de 1990 ha contemplado notables movilizaciones de hombres que reclaman su masculinidad o su autoridad perdida. Quizá sea más sorprendente aún el hecho de que los intereses de clase de los ricos se declaren más abiertamente. En los Estados Unidos ya no se simula de ninguna manera que los ricos y sus portavoces sientan obligación alguna con respecto a los pobres. La eliminación del bienestar se ha convertido en una forma fiable de conseguir apoyo político. Incluso en Australia, la publicidad nos dice ahora que, si podemos permitirnos el lujo de una tarjeta de crédito “platino” o un billete de primera clase, somos de un tipo diferente y mejor de personas, que merece privilegios especiales. Con la caída del pleno empleo, la pobreza volvió a ser una característica importante del panorama social. En la actualidad, alrededor de la quinta parte de los niños de Australia vive en la pobreza, aún con la austera “línea de la pobreza” de Henderson. Esto ya no se considera un escándalo.
Desde
Komensky a Dewey, los principales teóricos occidentales de la educación han
considerado los sistemas escolares como la respuesta a una necesidad común (sea
para la salvación o para la reconstrucción democrática) y la expresión de un
interés social común. Esta idea de la educación otorga a los maestros y
profesores una posición de dignidad, como personas que trabajan para el bien
común. Puede que no se les pague maravillosamente bien, pero el trabajo de los
docentes siempre ha estado enriquecido por esta satisfacción intrínseca.
La
educación es, a la vez, un proceso social y un proceso creador. Entre el
docente y el alumno, entre aprendiz y aprendiz, se realiza una transacción
social y se constituye una relación educativa. En la escuela, los niños se
relacionan con la educación principalmente a través de sus relaciones
personales con los maestros y profesores. En la enseñanza superior, las
relaciones son, a menudo, más impersonales, aunque nunca debamos olvidar que
siguen siendo relaciones humanas.
En estas
relaciones, hay algo del estudiante que cambia. El alumno aprende a escribir, a
jugar a la pelota, a cocinar lasaña, a dirigir debates, a guardar el equilibrio
entre compromisos opuestos, a crear obras de arte, a hacer neurocirugía o a
distinguir el ala derecha del partido laborista de la izquierda.
Por
tanto, mediante las relaciones educativas, cobran existencia nuevas capacidades
para la práctica, que abarcan todos los tipos de acción social: capacidades
productivas, utilizadas en la vida económica; capacidades simbólicas,
utilizadas en la creación cultural; capacidades de decisión colectiva, utilizadas
en la política, y capacidades de respuesta emocional, utilizadas en la vida
personal. Y tienen consecuencias sociales. En una sociedad democrática, como
nos enseña la exposición de Habermas que hace Bob Young, se da un proceso de
aprendizaje colectivo, además del individual (7). Se expanden las capacidades
de la sociedad de comprender y actuar en todos los ámbitos de la acción
social. Aquí tenemos una primera conexión entre a educación y el interés
público.
Una
segunda conexión surge en el nivel personal. En “Teachers” Work,
presenté las semblanzas de algunos buenos profesores (p. ej., “Terry Peterson”
del departamento de manualidades de un instituto de clase trabajadora; “Rosa
Marshall”, de una escuela femenina de clase dirigente) y les invito a
reflexionar sobre los buenos profesores que hayan conocido. El trabajo de los
docentes supone una improvisación constante; lo sabemos gracias a las
investigaciones realizadas en las aulas. En la buena enseñanza, la improvisación
trasciende los límites; se produce un exceso (benigno): un entusiasmo o
preocupación, la capacidad de juzgar el momento preciso que dispara el proceso
de aprendizaje, inspira al alumno o comunica el amor al saber y el respeto al
aprendiz (8).
Este
exceso se debe al profesor. Lo reconocemos cuando ocurre, pero, al ser un
exceso, no podemos definirlo con facilidad en las descripciones de los puestos
de trabajo ni incluirlo en los presupuestos. No está al servicio de los
intereses del docente (de hecho, en sentido mercantil, va en contra de los
intereses del docente, al ser un gasto de destreza o de energía que no se
paga). Se pone al servicio de los intereses del alumno y, trascendiendo al
mismo alumno, del interés colectivo de la sociedad de que la nueva generación
aprenda bien. Por tanto, la buena enseñanza supone una relación de donación. Es
una práctica fundada en el interés público y no en el privado.
Hace
siglo y medio, el interés público por la educación comenzó a adoptar una forma
nueva, reorganizándose profundamente las relaciones educativas. Primero en
Europa occidental y después en otras partes del mundo, la educación se
configuró como un vasto aparato institucional: el sistema de enseñanza de
masas. Éste es uno de los complejos institucionales más grandes de las
sociedades modernas. Con respecto al número de trabajadores (asalariados y no
asalariados), la educación formal constituye por su volumen, en la actualidad,
la segunda empresa de Australia, precedida sólo por el trabajo doméstico.
Las
técnicas de la educación de masas, organizada burocráticamente, fueron una gran
invención social, para bien y para mal.
Gracias
al trabajo de historiadores de la educación, como Geoff Sherrington y Craig
Campbell (9), hemos podido apreciar la complejidad y la escala del sistema
institucional, constituido por las universidades, los colleges y las
escuelas. El sector mayor es el de las escuelas, pero un sistema escolar
requiere una mano de obra intelectualmente formada. Por tanto, el crecimiento
del aparato institucional provocó la aparición de la primera agrupación a gran
escala de trabajadores del saber de la historia, la moderna profesión docente.
A su vez, el currículo escolar se basa en un sistema de saber que es también
dinámico y social. El moderno sistema del saber requiere una mano de obra
investigadora y necesita foros sociales (como los congresos y revistas
académicos) en los que se divulgue, debata y ponga a prueba el saber.
Este
sistema es costoso. Una escuela es menos cara que un nuevo submarino, pero una
universidad completamente equipada cuesta más que una bomba nuclear y mucho
más que un fórmula I. Los ciudadanos de las sociedades modernas han estado dispuestos
a pagar estos costes porque estaban convencidos de que los sistemas educativos
expresan un interés público. Sin embargo, nunca han llegado a aceptar que la
educación burocrática de masas sea un reflejo perfecto del interés público.
Para oponerse al aparato burocrático, han surgido dos grandes planes de reforma,
uno basado en la justicia distributiva y el otro, en la lógica de los mercados.
Quizá la
humanidad naciera libre, pero la educación de masas nació segregada. Las
escuelas del siglo XIX separaban la clase trabajadora de la elite, a los niños
de las niñas, a los niños y niñas, aborígenes de los blancos. Lo que estaba
segregado también era desigual: el currículo de los menos privilegiados era más
limitado y más “práctico”. Por supuesto, la educación avanzada se
dirigía exclusivamente a una minoría privilegiada. A principios de la década de
1860, el gran edificio pseudogótico erigido para la Universidad de Sydney
albergaba a un poderoso alumnado de unos 50 estudiantes (10).
Desde
otro punto de vista, este edificio era demasiado pequeño. Una larga serie de
luchas sociales de los trabajadores, las mujeres y los pueblos colonizados se
opuso a la segregación y a la desigualdad, reclamando una educación plena como
un derecho de todos. Era una reivindicación de “justicia distributiva”,
con respecto a la participación justa de todos en los bienes sociales.
La respuesta más importante del estado a estas reivindicaciones consistió en expandir el aparato educativo. Se pretendió conseguir la justicia haciendo más grande el pastel. Los principales resultados, durante la primera mitad del siglo, consistieron en la expansión de las enseñanzas secundaria y terciaria en los países ricos, como Australia, y en la expansión de los programas de alfabetización y de enseñanza elemental en el mundo poscolonial en desarrollo.
Sin
embargo, la expansión del pastel no terminó con la distribución desigual de
sus porciones. Desde 1950, la sociología de la educación presentó abundantes
pruebas de que la desigualdad social seguía desarrollándose en los sistemas
expandidos. En las escuelas y universidades, la desigualdad se producía
mediante la zonificación, la distribución del alumnado en diferentes niveles
curriculares y centros; una pedagogía y un currículo inflexibles; unos sistemas
de tests y exámenes sesgados, y una reducción de la oferta educativa en los
niveles superiores del sistema. En una investigación efectuada hace unos 20
años, Dean Ashenden, Sandra Kessler, Gary Dowsett y yo estudiamos las escuelas
secundarias australianas en ambientes de distintas clases sociales. Concluimos
que uno de los mecanismos clave de la desigualdad entre clases sociales era el
currículo, socialmente exclusivo pero institucional mente dominante. Los
sociólogos contemporáneos de la educación, como Tony Welch, teniendo en cuenta
la raza, el género, la clase social y el currículo, demuestran que, en las
nuevas condiciones, sigue operando la conocida batería de técnicas de
exclusión (11).
Ante
tales pruebas, muchos sociólogos de la educación llegaron a creer que los
sistemas educativos estaban diseñados de manera que no alcanzaran la justicia
distributiva. La educación clasificaba a los jóvenes en diferentes categorías
de la jerarquía social y aplacaba sus iras persuadiéndolos de que alcanzarían
la categoría que mereciesen. Ésta era la afirmación capital de la “teoría
de la reproducción” de los años 60 y 70, que sigue teniendo influencia,
algo matizada por el postmodernismo.
En el
espacio que media entre este pesimismo airado y el optimismo sin problemas de
los partidarios de agrandar el pastel, surgió una nueva empresa: la educación
compensatoria. La lógica de finalidad específica de los programas orientados a
la equidad se desarrolló primero en programas de pobreza, como el Title One y
el Disadvantaged Schools Program; después, se extendió a los programas
de ciencias para las chicas, los programas de educación de aborígenes, los
comunitarios de idioma para inmigrantes recientes, etcétera.
Estos
programas han constituido el ámbito en el que se han llevado a cabo algunos de
los trabajos educativos más innovadores de la última generación. Tuve el honor
de contribuir a documentar este trabajo en el Disadvantaged Schools
Program (cuando todavía se consideraba un “programa” y no un “componente”).
Pude observar, admirado, cómo creaban las escuelas más abandonadas las
herramientas de evaluaci6n que necesitaban, a los profesores y alumnos
creando el currículo que precisaban, a los profesores creando las redes de
apoyo y de información que necesitaban y a los padres de comunidades pobres
rompiendo todas las barreras que describe la teoría de la reproducción,
participando con gran fuerza en la educación de sus hijos. Estas cosas pueden
ocurrir en la peor de las situaciones (12).
El problema
está en que no se producen a una escala suficientemente grande. Por el mero
hecho de tratarse de pequeños trabajos que sólo llegan a minorías de alumnos,
los programas compensatorios no modifican apenas la forma de operar del
sistema. El gasto por alumno del Disadvantaged Schools Program alcanzaba
el valor de cuatro pares de zapatos al año [o de un par de zapatos de deporte
de marca]; con esto no se compra una revolución educativa.
Por otra
parte, al tener un “blanco” concreto, los programas compensatorios
pueden producir dos efectos no buscados: estigmatizar al grupo objeto del
programa, clasificado como deficitario y considerado, por tanto, como poco
meritorio; y aparecer como un conjunto de trabajos especiales, cerrados a
otros alumnos y, en consecuencia, injustos. En los Estados Unidos, el clima de
intolerancia creciente ha desembocado en agrios ataques políticos contra todas
las formas de acción afirmativa. En Australia, la política ha sido menos dura;
sin embargo, los programas contra la pobreza ya se están cancelando, los
programas para las chicas están sometidos a diversos ataques y, dados los
prejuicios contra los aborígenes, que se están movilizando, los programas de
educación de aborígenes no pueden llegar mucho más lejos.
Es
evidente que el pensamiento relativo a la justicia social en la educación se
encuentra en graves dificultades: la expansión está demasiado agotada, la
educación compensatoria es demasiado reducida, la utopía está demasiado lejos.
No cabe duda de que estas dificultades han contribuido a allanar el camino al
segundo plan de reforma.
Casi
todos los sectores de la vida australiana se han visto sometidos desde hace
poco al estilo político de Tarzán. Un grupo de individuos de pelo en pecho
salta de los árboles y lanzando gritos de “eficiencia”, “competición” y
“disciplina de mercado”, vuelcan todas las cabañas y, a continuación,
vuelven a subir a los árboles, dejando a los lugareños que limpien el suelo de
mondas de plátano. El último ejercicio de la política de Tarzán corre a cargo
de la National Commission of Audit (13) (I).
Podría sorprendernos que un grupo de hombres y mujeres de negocios y de economistas, que poco saben de la educación y no hacen mucho por aprender algo sobre ella, den por terminados los debates y negociaciones educativos y la estructuración de la institución de toda una generación. Sin embargo, el informe de la National Commission of Audit de junio de 1996 no es una aberración. Los intelectuales de los negocios creen que en el mercado tienen, casi literalmente, una respuesta para todo. Su idea de la cuestión consiste en lo siguiente: la educación es, sobre todo, un bien privado por el que los individuos deben pagar, en principio; debe obligarse a las instituciones educativas a que compitan entre sí, con el fin de lograr la eficiencia; la provisión educativa estatal es una “intervención” en el mercado que debe reducirse, si no eliminarse, incrementando la provisión privada. Los sindicatos de docentes y algunos economistas académicos y especialistas universitarios en educación se oponen vigorosamente a estas ideas (14). No quiero entrar aquí en detalles de los argumentos políticos al respecto, sino, más bien, suscitar algunas cuestiones sobre la naturaleza de los mercados de la educación y las consecuencias que, probablemente, se sigan de los planes mercantiles de reforma.
El tipo
más directo de mercado educativo es el mercado local de servicios educativos.
Las “escuelas de damas” del siglo XIX y los intercambios contemporáneos de
aprendizaje son ejemplos de esta clase. Una parte importante de la educación
musical está organizada de este modo. En una situación en la que los costes son
bajos, los efectos de desbordamiento son limitados y hay gran cantidad de
personas en condiciones de dar clase, el mercado no sólo puede ser eficiente,
sino también un mecanismo que favorezca la equidad. Pocos problemas de justicia
pueden surgir.
Pero
éste no es el carácter de los mercados de la educación general institucional
izada. En Making the Difference, mis colegas y yo descubrimos un
mercado desarrollado que articulaba muy bien las escuelas de clase dirigente
con las familias de clase dirigente, que constituían su base social. En este mercado,
las familias no compraban un servicio educativo como tal, que tenían
gratuitamente a su disposición en las escuelas estatales, sino unas ventajas
educativas y sociales para sus hijos.
Ésta es
una cuestión muy diferente; de hecho, es el punto en torno al cual gira, sobre
todo, la política de los mercados educativos. Los maestros, profesores y
directores de la escuela privada son muy conscientes de su posición relativa en
este mercado. Mediante la deszonificación y especialización de las escuelas públicas,
se ha constituido un mercado similar, quedando obligados sus directores a
adoptar un papel empresarial. Otro mercado de ventajas lo configuran las
universidades australianas, que venden cursos a alumnos extranjeros de pago
quienes, por regla general, provienen de los estratos más ricos de los países
en vías de desarrollo o de reciente industrialización, cuyas familias tratan de
reproducir sus privilegios en la generación siguiente.
Para
comprender los efectos de los mercados educativos, tenemos que reflexionar
sobre qué son los mercados. En el libro Capitalism and Freedom, origen
de gran parte de los planes de la nueva derecha (incluyendo los esquemas de
cheques escolares), Milton Friedman define dos formas de lograr la
coordinación económica de la sociedad: el mercado, campo de la cooperación
social voluntaria, y el
estado, campo de a coerción (15). Aquí, Friedman
equipara los mercados con la categoría general de “cooperación voluntario
entre individuos”. Esto es un juego de manos. Las relaciones de mercado son
una forma muy específica de “cooperación”, que lleva consigo el
intercambio y, en concreto, el intercambio mediante la venta, con un mecanismo
de precios. Para introducir algo en las transacciones del mercado, es necesario
que se convierta en un bien de consumo. En consecuencia, cuando pensemos en los
mercados educativos, tenemos que pensar también en el proceso de conversión de
la educación en bien de consumo, en el que se basan aquéllos.
La
conversión en bien de consumo de cualquier clase de bien supone normalizarlo y
movilizarlo, con el fin de hacerlo circular y ponerle precio. La conversión de
un proceso cultural en bien de consumo supone la eliminación de sus aspectos
complejos y específicos: la modularización es un resultado muy probable. En
consonancia con ello, estamos contemplando un número creciente de propuestas
de colación de grados académicos “por la vía rápida”, reduciendo en seis
meses o en un año el tiempo necesario para la obtención de un título de bachelor
(2) (16). Se presume así que “el grado” consiste exclusivamente en
los módulos de enseñanza en el aula. Tal como se presenta el argumento, se
excluye la idea de que la educación superior pueda suponer, además de las
clases, emplear mucho tiempo en sentarse alrededor de un árbol y reflexionar.
Los
mercados se basan en relaciones no mercantiles y operan en campos de poder
social. Se ha desplegado el poder social y el político para crear unos mercados
y mantener la forma de bien de consumo. Así, la promoción de la jerga
empresarial en la educación, que llama “clientes” a los estudiantes y
“productos” a las asignaturas, etc., no es una nota humorística irrelevante,
sino una pieza de ingeniería cultural de considerable importancia.
La
autoridad no mercantil del estado no sólo garantiza los contratos; en la
educación moderna, el estado garantiza los títulos profesionales, financia y
certifica la producción del saber, define el currículo general, otorga la
habilitación profesional a los docentes y, en sus propios sistemas escolar y de
educación técnica, proporciona el modelo sobre el cual los proveedores
privados desarrollan sus variaciones.
Todo
esto es fundamental, cuando pensamos en las consecuencias educativas de los
planes mercantiles, sobre todo el mercado de ventajas. La transformación de
las ventajas en bienes de consumo se basa en la institucionalización del
currículo, en el que se definen esas ventajas: el currículo académico
competitivo. A esta luz, no es accidental que la promoción de las reformas
mercantiles de la educación vaya acompañada por la reducción del currículo: el
ataque a los currículos desarrollados en las escuelas, la retórica de la “vuelta
a las enseñanzas básicas” y la resurrección, increíble en otro caso, del
currículo de secundaria por asignaturas como la única definición del auténtico
aprendizaje.
Las “reformas”
mercantiles de la educación no tienden a la justicia social. Dejando aparte los
mercados locales sencillos, la transformación de la educación en bien de
consumo no elimina las jerarquías sociales que crearon el problema de la
justicia social en la educación. En cambio, la operación de esa transformación
cambia la forma de manifestarse las desigualdades y elimina algunas de las
estrategias más importantes para oponerse a ellas. Las investigaciones sobre la
mercantilización de las escuelas públicas de Gran Bretaña ha puesto al
descubierto, con todo detalle, esta situación (17). Aunque los efectos
concretos varíen de un lugar a otro, el efecto general consiste en incrementar
la estratificación social entre las escuelas. Los principales beneficiarios son
los ya privilegiados ‑las familias que tienen dinero, conocimientos y
movilidad‑. Las escuelas que atraen a estas familias adquieren un
carácter más académico y selectivo; las antiguas comprehensive schools (3)
tienden a convertirse en un sistema residual, destinado a la clase trabajadora,
con unos recursos y una moral disminuidos.
Dejo a
la imaginación de ustedes las probables consecuencias de las propuestas al uso
con respecto a los tests nacionales y a las “clasificaciones ligueras”
de las escuelas en Australia.
No es
difícil hacerse idea de las consecuencias de una educación cada vez más
individualizada y competitiva, en un contexto en el que los individuos se
sienten indefensos ante vastos mecanismos impersonales. Hace ya años que las
describió un educador australiano:
“Si
“la escuela secundaria”' sigue desarrollando destrezas individuales en una
atmósfera muy competitiva, continuará exacerbando la cuestión. Producirá unos
adolescentes con pocas habilidades sociales, sin un sentido destacable de
comunidad y con menos base relativa a los principios examinados, acordados y
fundamentales con los que evaluar las cuestiones, tendencias y problemas de la
sociedad contemporánea. No harán ellos el mundo contemporáneo, sino que serán
hechos por él. No lo harán porque nunca habrán aprendido a hacerlo o, aún peor,
porque nunca habrán aprendido que esa posibilidad reside en su capacidad de participar
en su ejecución” ( 18).
Se trata de un antiguo profesor de educación de esta universidad, W. F. Connell, en una publicación de 1961. El mensaje es muy relevante en nuestros días.
Si el
plan de reforma de la justicia distributiva ha entrado en un callejón sin
salida y el de la reforma mercantil es probable que lleve a una educación
estrecha e injusta, una cuestión fundamental en este momento histórico es la
posibilidad de un tercer plan de reforma que trascienda a ambos. Creo que las
discusiones actuales ofrecen algunos puntos de partida para un nuevo plan.
En
primer lugar, está el pensamiento sobre la justicia social que va más allá del
paradigma distributivo. Iris Young y Nancy Fraser sostienen que la ¿justicia?
se refiere a la calidad de las relaciones sociales y no a sus efectos
estadísticos. Dice Young que las manifestaciones de la injusticia se refieren
tanto a la opresión, es decir, las relaciones que impiden la expresión plena
de las capacidades de una persona o grupo, como a la dominación, o sea,
aquellas relaciones que impiden la participación plena de una persona o grupo
en la vida social y en las decisiones. Fraser sugiere que, cuando a dominación
cultural se une a la explotación económica como forma fundamental de
injusticia, las luchas por el reconocimiento se unen a las luchas por la
redistribución en el núcleo central de la política (19).
Estas
ideas de la justicia, en el plano de las relaciones, tienen mucho que ver con
la lección de la educación compensatoria. El problema no está tanto en la
participación desigual en un servicio educativo como en las relaciones
educativas inmersas en ese servicio que hacen que sus efectos sean desiguales
u opresores. La reforma de estas relaciones en beneficio de los más
perjudicados es el medio para la “justicia curricular” (20). No es éste
un plan modesto. Supone reflexionar sobre los métodos de enseñanza, la
organización del saber y la evaluación educativa desde unos puntos de vista
nuevos.
Esto no
puede hacerse a golpe de decreto, por autoridad; tampoco pueden hacerlo los
mercados, pues están dominados por los más aventajados. Si seguimos a Milton
Friedman, sería su final. Sin embargo, la dicotomía que establece Friedman
entre dominación estatal y libertad del mercado pasa por alto el tercer
mecanismo conocido en la época y nombrado por Mannheim: la planificación
democrática o, para formular la idea en términos menos monolíticos, el proceso
democrático y la invención colectiva. Este método de reforma se está utilizando
en la educación australiana contemporánea, sobre todo en la renovación en el
ámbito de la escuela. Desde el proceso de descentralización, llevado a cabo en
los años 70, se ha ido acumulando en las escuelas un bagaje creciente de experiencia
en los procesos de participación.
El
tercer plan debe centrarse en la cuestión que dejaron marginada los planes de
justicia distributiva y de mercado: la naturaleza de las mismas relaciones
educativas. Una vez más, quiero hacer hincapié en un dato clave de la educación
escolar: los niños se relacionan con el proceso sobre todo a través de sus
maestros y profesores.
Los
trabajos actuales para la renovación de la enseñanza, que vemos en programas
como la National Schools Network, constituyen un punto de lanzamiento
clave para un nuevo plan (21). Por supuesto, esto trasciende con mucho la
escuela. El plan mercantil ha tenido mucha razón al reconocer los muy diversos
ambientes en los que se produce la enseñanza: la educación técnica, la
educación de adultos, la formación permanente en el trabajo, etc. Los especialistas
universitarios en educación tienen ante sí la importante tarea de trasladar
los resultados de la renovación de la enseñanza escolar a los docentes de estos
otros medios.
El plan
mercantil ha insistido, con razón, en que la educación tiene una vertiente
económica. Como ha demostrado Stephen Crump, el intento de reconstruir la
educación australiana como una industria nacional sólo ha conseguido, hasta
ahora, un éxito limitado; de todos modos, es una industria, aunque fragmentaria
(22). El tercer plan tendría que afrontar esta cuestión, pero desde puntos de
partida diferentes del culto al mercado. Tenemos que considerar la naturaleza
del trabajo educativo, los procesos de trabajo de los docentes y los usos
económicos de la cooperación, que creo son mucho más característicos de la
educación que la competición.
El hecho
de que la renovación de la enseñanza constituya un centro de atención, no
quiere decir que el alcance del plan sea restringido. La renovación de la
enseñanza requiere el compromiso con un currículo general. Recordando la
definición de la educación que dimos antes, como la expansión de las
capacidades para la práctica social, la reflexión curricular debe abarcar todas
las variedades de práctica social y las capacidades humanas utilizadas en
ellas, incluyendo las productivas, las simbólicas, las políticas y las
emocionales. Sólo entonces podremos decir que nos ocupamos de satisfacer las
necesidades educativas de nuestros alumnos.
¿Cuál
puede ser el papel de un profesor universitario de educación en la situación
histórica que he descrito al principio de esta conferencia? Veamos brevemente
de dónde proceden los estudios de educación.
La
invención del moderno sistema de escolarizaci6n de masas llevó rápidamente a
la reaci6n de un campo académico. En la University of Sydney, las
propuestas de erección de una cátedra de educación comenzaron en la década de
1890 (el plan enviado al senado decía que el catedrático tenía que contar con
la ayuda de dos profesores adjuntos, “de ellos, una mujer”. A las
comisiones de selección de profesorado de la universidad, les recomiendo esta
proporción de géneros) (23).
Con
frecuencia, se ha entendido que la relación entre este campo académico y la
práctica en las escuelas tenía que ser a modo de jerarquía. Las primeras
propuestas de cátedras de educación en Australia invocaban una “ciencia”
o “teoría” de la educación, criticaban las escuelas por carecer de ella
y proponían que las universidades se la proporcionaran. Sus premisas pueden
seguirse hacia atrás en el tiempo hasta el asombroso refugiado Jan Komensky
(Comenius), que escribía en medio de los sangrientos desastres de la Guerra
de los Treinta Años:
“Nos
atrevemos a prometer una “gran didáctica”, es decir, el arte de enseñar todas
las cosas a todos los hombres y, en efecto, a enseñarlos con certeza, de manera
que el resultado no pueda ser otro que seguir.. con agrado por completo... Por
último, quiero probar todo esto ti priori, es decir, a partir de la naturaleza
inalterable de la materia mismo” (24).
Los
modernos estudios de la educación han seguido, en gran medida, el sueño de la
“gran didáctica”. Con frecuencia, el sueño se centraba en la esperanza
de una teoría general del aprendizaje, lo que explica, en parte, el lugar
central de la psicología de la educación en la mayor parte de la formación del
profesorado. También condujo al entusiasmo por la tecnología de la enseñanza,
desde las máquinas de enseñanza a los ordenadores, así como por las sucesivas
oleadas de programas empaquetados que venden la única forma auténtica de
enseñar a leer, la aritmética o cualquier otra cosa.
Pero no
es fácil encontrar esa “gran didáctica”. La sociología y la historia de
la educación han descubierto diferencias entre los procesos educativos que se
desarrollan en contextos distintos; la filosofía de la educación se ha hecho
menos normativa y más exploratoria. Los ordenadores son importantes para la
educación, pero sólo cuando se configuran para los usuarios, en vez de
configurar a los usuarios para los ordenadores. Incluso la psicología está
comenzando a liberarse del modelo de leyes abstractas, derivado de la física
newtoniana, y habla un lenguaje más situado de “construcción” e “interpretación”.
La relación entre los docentes de las escuelas y los estudios de educación de las universidades no puede ser de dominación; debe ser participativa y respetuosa en ambas direcciones. Dado esto, en el proceso de negociación democrática en el que se forjarán los nuevos planes de reforma, las universidades tienen cuatro cometidos específicos:
1.DOCUMENTACIÓN
Para que
nuestra sociedad aprenda y tome mejores decisiones con respecto a la
educación, debe contar con una memoria social, un archivo. Los niveles gubernativos
superiores ya no facilitan esto con suficiente fiabilidad. El modelo del “director
genérico” de los servicios públicos elimina la experiencia en educación
como mérito para participar en la elaboración de la política educativa. De
hecho, vemos que, en el enfoque de la National Commission of Audit, la
experiencia en educación se considera como un demérito, por ser un signo de lo
que los ideólogos del mercado llaman la “captura del proveedor” del
proceso político.
Eliminados los bancos de memoria oficiales, la investigación universitaria se convierte en el archivo más importante para la reflexión pública sobre la educación. Esto no sólo incluye la investigación histórica, sino también la documentación de la práctica contemporánea, a través de las investigaciones sociológicas y psicológicas, en sentido amplio.
2. RETICULACIÓN
Para que
el saber sea un recurso democrático, es necesario que se divulgue. Por
supuesto, la universidad divulga el saber educativo mediante las publicaciones
académicas. Aquí hay un problema, pues el promedio de lectores de un artículo
de revista se calcula en torno a 4 personas (incluido el autor). Aunque las
publicaciones académicas son importantes para la producción y puesta a prueba
del saber, hacen falta otras formas de comunicación que pongan el saber, de
forma utilizable, en manos de las personas que puedan utilizarlo. Los programas
de formación permanente, la redacción de programas de asignaturas, la
documentación de las iniciativas desarrolladas en las escuelas son modalidades
en las que los universitarios y los docentes pueden cooperar para divulgar el
saber y las universidades tienen la responsabilidad de fomentar esos foros.
Es
importante que la universidad reticule el saber generado en torno al sistema educativo
y no se limite a divulgar su propio producto. Por ejemplo, en la formación del
profesorado, el saber práctico generado en el trabajo docente se divulga entre
los nuevos profesionales, idealmente en combinación con la reflexión y la crítica.
Incluso los procesos de investigación pueden ser un medio de reticulación,
como vemos en los estudios DSP. Éstos llevan consigo un trabajo cooperativo con
muchos maestros y profesores y el proyecto de investigación se convierte,
durante un tiempo, en un canal significativo de ideas e información de una
parte del país a otra. Estoy seguro de que muchos proyectos de investigación
albergan ese mismo potencial.
3. INNOVACIÓN
Las
universidades constituyen la parte más autónoma del sistema educativo y, en
consecuencia, se encuentran en una posición maravillosa para innovar sin
miedo.
Desde
luego, las universidades han hecho innovaciones educativas. Han dirigido
famosas escuelas experimentales; han innovado con métodos nuevos en su propio
ejercicio docente, desde el aprendizaje dirigido por los mismos estudiantes
hasta la educación a distancia por televisión; han abierto nuevos campos de
aprendizaje, desde la tectónica de placas hasta los estudios sobre la mujer.
Parte
del cometido de la facultad de ciencias de la educación de una universidad
consiste en innovar en los procesos educativos de la misma universidad.
Nuestro profesorado está orgulloso de los nuevos métodos de estudios de casos
que se están poniendo a prueba en el programa M Teach de este año. Estoy
convencido de que el proceso no se detendrá en el M Teach.
4. CRÍTICA
Su poder
social y su relativa autonomía dan a las universidades, más que a cualquier
otro sector del sistema educativo, la capacidad de crítica, de la tarea que el
gran intelectual palestino Edward Said llama “decir la verdad al poder”
(25).
Los manuales de marketing no recomiendan la sinceridad sobre cuestiones incómodas. La obligación es de carácter ético. El profesorado universitario y, en especial, los catedráticos tienen ciertos privilegios: una gran libertad, licencia para hacer preguntas espinosas y cierto respaldo para descubrir respuestas. La obligación que se deriva de esos privilegios consiste en utilizarlos con justicia, es decir, en beneficio de los grupos menos poderosos de la sociedad y no de los más poderosos.
En el
momento actual, más que antes, quizá, esta obligación ética se corresponde con
una necesidad social. Con el triunfo político de la cultura empresarial, el
crecimiento del monopolio de los medios de comunicación, el debilitamiento de
los sindicatos y los ataques contra instituciones no comerciales como la ABC
existe el peligro real de una reducción drástica de la esfera pública, hasta el
punto de que sólo se oigan las voces más poderosas, sólo los acentos
aprobados. El silencio que ha caldo sobre el debate relativo a la pobreza
infantil es todo un portento.
Tanto en
la educación como en otros contextos, un proceso democrático está relacionado
con la inclusión, valora más la complejidad que la conformidad y requiere
recursos, tanto culturales como materiales, para quienes se encuentren en peligro
de exclusión. Si queremos desarrollar un proceso de orientación democrática en
nuestra vida social, tenemos que trabajar para crear las condiciones necesarias
para ello. Creo que las universidades, como instituciones culturales, con todas
sus debilidades, tienen una función estratégica en este proceso. Sobre esa
base he desarrollado una carrera académica y es la orientación fundamental
que espero mantener mientras ostente esta cátedra.
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