PEDAGOGÍA DE LA DEMOCRACIA MÍNIMA. La concertación educativa como
simulacro.
Pablo
Gentili
El autor de este trabajo pretende demostrar que las estrategias de concertación educativa implementadas por los gobiernos neoliberales constituyen un mecanismo de simulación democrática. Para ello recurre a una aproximación crítica al núcleo doctrinario del pensamiento neoliberal, el cual se fundamenta en una apropiación distorcionada y falaz de la democracia como mecanismo de sustentación de un consenso falsificado.
El Cardenal Mazarino, que era un personaje sórdido
y, según cuentan los biógrafos de Ana de Austria, bastante adepto a los
pecados de la carne, ha sido el inventor de la política moderna como arte de
la simulación. Su magnífico opúsculo Breviario de los Políticos,
publicado en latín en 1684, constituye una pionera y depurada obra acerca de
cómo la lucha por el poder (su búsqueda ambiciosa por parte de algunos individuos)
encuentra en los mecanismos de simulación una herramienta de fundamental
eficacia práctica.
Conocerse
a sí mismo y conocer a los otros eran, en la perspectiva Mazarino, las
precondiciones necesarias para el ejercicio eficiente de la actividad
política. Lejos de cualquier vocación socrática, el sucesor de Richelieu,
consideraba que el autoconocimiento podía lograrse mediante el persistente
respeto a una serie de normas y axiomas que, con generosidad y una buena dosis
de cinismo, trató de sintetizar en su célebre Breviario: actuar siempre
en relación a los amigos de forma desconfiada (ya que ellos pueden tornarse,
en cualquier momento, enemigos); ocultar las verdaderas intenciones
perseguidas en toda acción antes de conquistar los objetivos deseados; no ser
demasiado duro en las negociaciones; simular complacencia a la hora de establecer
acuerdos; mostrarse afable con todo el mundo sin entregar abiertamente la
confianza a nadie; no hablar mal de los poderosos; permanecer equidistante de
los extremos; poner siempre a prueba la generosidad y el sigilo de los
subalternos; tratar de leer con detenimiento y confidencialmente toda carta
dirigida a terceros (sean amigos o enemigos); observar cuidadosamente los
rasgos físicos de las personas ya que en ellos se sintetizan características
inocultables de la personalidad humana (los petisos son arrogantes; a los
mentirosos se les hunden ligeramente las mejillas al sonreír; los coquetos son
inofensivos y débiles de espíritu; los de elegancia rebuscada, afeminados y
carentes de fuerza moral; los astutos pueden reconocerse por su nariz exageradamente
curva y por su mirada penetrante, etcétera).
Un
considerable número de individuos que llegaron a conocer y sufrir de cerca la
puesta en práctica del recetario poco angelical de Mazarino, legaron a la
posteridad una serie de testimonios que lo pintan como un sujeto vil y
despreciable. En verdad, no sólo por sus ideas, todo indica que el prelado era
un canalla (“lo más parecido a una cucaracha que se vió en el Palacio de
Vincennes”, según la descripción de un observador de la época). Cardenal, aunque
nunca había sido ordenado sacerdote, Mazarino acumuló una considerable fortuna
aplicando sus propios consejos de forma temeraria. Sin embargo, no por ello
debe quitársele el mérito de haber comprendido y reconocido que la falsificación
y la hipocresia son recursos más que eficaces para alcanzar fines políticos.
A
Mazarino le importaban un bledo las justificaciones o los argumentos éticos
referidos a la política. El suyo constituye un tratado sobre los medios
adecuados para alcanzar el poder y mantenerlo mediante la aplicación de un
conjunto de recetas de alcance universal (una especie de sistematización
rigurosa del savoir faire que debe dominar todo político militante en
cualquier época y lugar que se encuentre). Fingir, espiar, ocultar, vigilar,
inducir, desconfiar, engañar y sobornar eran, para el poco piadoso Cardenal,
los medios necesarios e imprescindibles a los que deberá hechar mano quien se
aventure en el ejercicio cotidiano de la manipulación del consenso: la política
práctica.
“Finge tener
amistad con todo el mundo; conversa a voluntad con todos, inclusive con las
personas que odias, pues es un buen medio de ejercitarte en la circunspección.
Suceda
lo que suceda, oculta tu cólera: un único rapto de violencia perjudica más tu
reputación de lo que todas tus virtudes son capaces de elevarla.
Privilegia
los emprendimientos fáciles para ser más fácilmente obedecido. Si debes
escoger entre dos tipos de acción, escoge siempre la facilidad en vez de la
grandeza con todos los inconvenientes que la acompañan.
Haz de
tal forma que nadie jamás conozca ni tu verdadera opinión sobre una cuestión,
ni hasta qué punto estás informado sobre ella, ni lo que deseas, aquello de que
te ocupas o lo que temes. Entretanto, no impidas que tus virtudes aparezcan.
No te
muestres irritado con la duración de los oficios religiosos, pero tampoco
imites a los devotos. Aunque te convenga apenas un gramo de violencia para
alcanzar tus fines, jamás recurras a ella. (...)
Los
amigos no existen. Sólo hay personas que fingen amistad”. MAZARINO, 1997:203,204,205)
El cinismo de Mazarino es franco y, aunque pueda parecer extraño, en cierto sentido, “democrático”. Franco, porque su texto exprime una maldad diáfana, transparente. El Cardenal era sincero al reconocer que la honestidad es un atributo descualificador para los hombres políticos; sorprende por su abierta naturalidad al invitar a ser deshonesto a todo aquel que pretende disputar un espacio de poder. “Democrático”, porque las recomendaciones de Mazarino están destinadas al “hombre común”, no simplemente a los miembros de la realeza o a determinada elite ilustrada dispuesta a arrebatar el poder a determinado grupo dominante: “el príncipe implícito [en el Breviario] o tiene necesariamente sangre real, no pertenece necesariamente a ninguna dinastía. Él está en todos partes. Es cualquiera que pretendo conquistar y ejercer una parcela de poder, por infinitesimal que sea, para cualquier fin”. (LAMOUNIER, 1997: 22)
Las enseñanzas y consejos de Mazarino generaron y generan, todavía hoy, una colérica aversión en aquellos que consideran que, más allá de todo artificial antagonismo, ética y política deben constituir campos que se imbrincan y fortalecen mutuamente. Sin embargo, cualquier
aproximación empírica a la política “de todos
los días” permite reconocer que, para bien o para mal, las observaciones
de Mazarino son, al mismo tiempo que detestables, bastantes aproximadas a lo
sucede en el mundo cotidiano de los que se dedican profesional mente a la
lucha por el poder. Aquello que el impostor Cardenal presentaba de forma apologética
suelen ser algunas de las más visibles características que definen la
ideosincrática conducta de los que, para desgracia nuestra, acostumbran tener
más éxito en el arte de la manipulación del consenso. Cómo quiera que sea, y,
aunque algunos desavisados aforistas contemporáneos pretendan haber descubierto
en el simulacro un rasgo emblemático de los tiempos posmodernos, es
indudable que, a lo largo de la modernidad, política y simulación han formado
parte de un juego indisociado.
La
política del simulacro mantiene, más de trescientos años después de la
publicación del Breviario de los políticos, su más plena vigencia. Aproximarnos
al estudio de los mecanismos de concertación educativa que implementan los
gobiernos neoliberales en América Latina permite
verificar que los pronósticos de Mazarino se han
cumplido y sus recomendaciones han sido respetadas con riguroso cinismo.
¿Somos todos demócratas?
Quienes
critican el sentido excluyente y discriminatorio de las políticas llevadas a
cabo por el neoliberalismo, suelen sostener que las mismas son “antidemocráticas”.
Naturalmente, los neoliberales no aceptan de buen grado semejante acusación y
se defienden afirmando que, guste o no a sus críticos, ellos son verdaderos
demócratas en la medida en que los gobiernos que administran han sido elegidos
por la, a veces, abrumadora mayoría de la población, mientras que los partidos
de sus adversarios carecen de expresiones representativas y, generalmente, son
incapaces de seducir electoralmente a las masas, requisito básico del juego
democrático.
Para
justificar sus argumentos en favor del espíritu democrático del cual se dicen
poseídos, los exégetas del neoliberalismo (políticos conservadores, hombres de
negocios e intelectuales que parecen haber aprendido muy bien las lecciones de
Mazarino), sostienen que ‑ inclusive ‑ sus gobiernos suelen
implementar mecanismos de participación que permiten crear instancias de consenso
alrededor de ciertas reformas esenciales como, por ejemplo, la reforma
educativa. Se enumeran así una extensa lista de experiencias de concertación
que, en la perspectiva neoliberal, constituyen la reafirmación y
concretización empírica de dichas aspiraciones democráticas, así como el contra‑argumento
indiscutible a los calificativos nada halagadores proferidos por la citada
crítica.
El
argumento es falaz, aunque no por eso, poco convincente. De hecho, los
programas de ajuste educacional implementados por los gobiernos neoliberales
en América Latina, tienen como una de sus características comunes, la implementación
de diferentes mecanismos de “concertación” orientados a legitimar el
rumbo asumido por las reformas llevadas a cabo. A su manera, la reforma
educacional del neoliberalismo ha sido (o, en algunos casos, está siendo) una
reforma “concertada”.
Siendo
así, ¿están equivocados los críticos que califican dichos programas de ajuste
como siendo perversamente “antidemocráticos”? ¿Son ellos los
antidemocráticos al oponerse a gobiernos que, para bien o para mal,
implementan mecanismos de consulta a la hora de establecer el rumbo de las
reformas? ¿Es, en rigor, la concertación un verdadero mecanismo de consulta?
¿Puede ser posible que quienes tuvieron una actitud francamente hostil a los
mecanismos de representación democrática (ya que gran parte de los gabinetes
ministeriales de las administraciones neoliberales están formados por exfuncionarios
de las recientes dictaduras), se hayan arrepentido, siendo hoy más
genuinamente demócratas que aquellos que combatieron los propios regímenes
dictatoriales algunos años atrás?
En este
trabajo pretendo demostrar que las estrategias de concertación educativa
implementadas por los gobiernos neoliberales constituyen un mecanismo de simulación
democrática. Trataré de hacerlo mediante una aproximación crítica al núcleo
doctrinario del pensamiento neoliberal, el cual se fundamenta en una
apropiación distorsionada y falaz de la democracia como mecanismo de
sustentación de un consenso falsificado.
Permítanme
formular entonces tres aclaraciones preliminares a los efectos de
contextualizar algunas de las dimensiones de la perspectiva que intentaré
desarrollar.
La
primera es simple y elemental: no existe un concepto unívoco de democracia a
partir del cual sea posible captar su esencia universal. Todo concepto de
democracia está indisolublemente unido a conflictos ideológicos, a utopías y a
luchas políticas llevadas a cabo entre quienes defienden y disputan diferentes
concepciones de la misma. Cierto modelo de democracia puede brindar el marco
institucional necesario para una serie de prácticas emancipatorias que amplien
y profundicen las posibilidades de libertad, justicia e igualdad de las grandes
mayorías. Otro, como el pretendo criticar
aquí, puede ser un formidable pastiche que combine
cínicamente mecanismos de delegación con prácticas autoritarias propias de los
regímenes dictatoriales. (1) En suma, ser “democrático” no quiere decir
absolutamente nada a esta altura del campeonato. A tal punto, que hasta los
neoliberales dicen serio.
Segundo,
y más complicado: ¿no será una excentricidad intelectual discutir y tratar de
criticar un mecanismo de reforma institucional, como lo es la concertación
educativa, a partir del discurso doctrinario de la filosofía política, cuya
especificidad es notoriamente diferente? Quizás lo sea, habida cuenta de que
los políticos neoliberales establecen con la filosofía una relación muy
peculiar. [El Presidente Carlos Menem, por ejemplo, ha reconocido que suele
deleitar sus tardes en Anillaco “leyendo a Sócrates” (sic). Siendo así,
podría decirse que los discursos de la élite política neoliberal producen la
seria impresión de que la filosofía, y junto con ella la Ilustración, han
fracasado definitivamente]. Sin embargo, y más allá de esto, no pretendo
buscar aquí las similitudes o divergencias que existen entre un conjunto de
enunciados o recomendaciones teóricas producidas en los presumiblemente
incontaminados ambientes académicos y las decisiones políticas asumidas por
las administraciones gubernamentales que hoy definen el rumbo de las políticas
públicas en gran parte de los países de América Latina. Semejante pretensión
tiene, creo yo, poco interés analítico. En efecto, demostrar que los políticos
hacen lo que los filósofos dicen o, contrariamente, que los filósofos dicen
una cosa y los gobiernos hacen otra, no parece ser un tema de investigación
muy estimulante o atractivo. Dedicarse a tal asunto presupone la sospecha de
que la filosofía debería orientar o normativizar las decisiones públicas, lo
cual es, en rigor, un verdadero disparate... o un enorme peligro.
Las
referencias que haré aquí a la concepción de democracia elaborada en el marco
doctrinario del neoliberalismo tienen por objeto, más que verificar vis a
vis su impacto en la vida pública, contribuir a una comprensión crítica de
algunos de los argumentos que dan sustentación a la retórica hegemónica
neoliberal. Es importante destacar, en este sentido, que los gobiernos
producen dicha retórica, al mismo tiempo en que son producidos por ella. La
filosofía política puede ayudarnos a reconstruir algunos de los significados
que subyacen en dicha estructura de argumentos. En otras palabras, comprender
e interpretar la filosofía política del neoliberalismo puede ser una buena
alternativa para comprender e interpretar mejor la retórica de la desigualdad
que da coherencia y legitimación a las acciones desarrolladas por los
gobiernos conservadores que hoy hegemonizan el escenario político latinoamericano.
Finalmente,
permítanme un rápido comentario acerca del particular vínculo amoroso
establecido entre conservadurismo y democracia. Se trata de un tema que
considero relevante para situar mejor la comprensión y la discusión de la
concertaci6n educativa. En efecto, desde el punto de vista teórico y
doctrinario, las fuerzas conservadoras han sido hist6ricamente adversas
(cuando no decididamente antagónicas) a los mecanismos de consenso y acuerdo
democrático. Sin embargo, en los más de doscientos años que van desde la
publicación de las célebres Reflections on the Revolution in France de
Edmund Burke a la abrumadora hegemonía finisecular del neoliberalismo, el
conservadorismo ha sabido posicionarse con gran astucia estratégica en el
juego político de las democracias realmente existentes. Lo que durante mucho
tiempo no fue otra cosa que una enemistad irreconciliable fue transformándose
en una peculiar unión: conservadorismo y democracia acabaron, generalmente a
contrapelo, cruzando sus fronteras doctrinarias y políticas.
Claro
que, como en los matrimonios de la vida real, la unión entre conservadurismo y
democracia no ha sido fácil. El primero, a pesar de aceptar a la segunda como
su legitima esposa, siempre la ha mirado con cierto recelo y convencido de que
la confianza ciega nunca es buena consejera (Mazarino, dixit). Entre
ellos, más que una pacífica relación matrimonial, parece haberse establecido un
frío acuerdo de concubinato basado en una draconiana regla de convivencia: “yo
no te molesto, si tu no me molestas”. Puede decirse que, en la perspectiva
conservadora, la democracia, para “no molestar”, debía someterse a una
serie de transformaciones bastante curiosas. Algo así como una cirugía estética
profunda donde se readecuasen los rasgos físicos y espirituales de la futura
esposa, según la arbitraria coquetería del siempre desconfiado prometido. “Probablemente
te quiera ‑parece haber secreteado el conservadurismo a la
democracia‑ siempre y cuando no te olvides que, a partir de ahora,
acabó tu vida de soltera”. En suma, un matrimonio como tantos otros.
No es este el momento de reconstruir las peripecias de tan oblícua relación. A modo introductorio voy a referirme a la peculiar concepción de democracia definida por Friedrich von Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974 y, sin lugar a dudas, la referencia intelectual más importante del neoliberalismo como perspectiva doctrinaria.
En la
filosofía política del neoliberalismo es posible reconocer dos modalidades de
argumentación que, aun estando interconectadas, poseen especificidad propia.
Ambos tipos de retórica, que siguiendo a PHILIPPE VAN PARIJS (1992) llamaremos instrumental
y fundamentalista, tienen el mismo origen: la crítica a los Estados de
Bienestar y a las políticas públicas orientadas hacia una ampliación y
universalización de los derechos sociales de la ciudadanía.
La
argumentación instrumental formula una severa crítica al Welfare State al
considerar que las políticas que éste desarrolla tienden a ser perversamente
improductivas e ineficaces. El Estado interventor produce, según esta
perspectiva, una profundización inexorable de aquello que dice combatir: la
desigualdad, las inequidades, la injusticia social. Condicionado estructuralmente
por los problemas que su propio desenvolvimiento ha ido creando, dicho modelo
de Estado “no constituye ‑ para el neoliberalismo instrumentalista‑
un compromiso óptimo entre la eficacia y la justicia social” (VAN PARIJS,
1992: 186). En tal sentido, “no sólo la intervención del Estado frena un
funcionamiento eficiente del mercado, sino que también tiene el efecto
perverso de crear nuevas desigualdades en lugar de reducirlas, de deteriorar la
suerte de los menos favorecidos en lugar de mejorarlos” (IBID: 187). Este
tipo de argumento ha sido, tal vez, el que con más fuerza ha penetrado en los
discursos políticos favorables a un tipo de reforma y reestructuración basada
en la reducción progresiva de los mecanismos de intervención social del Estado
y en la privatización creciente de los servicios públicos y de las políticas
sociales monopolizadas por el aparato gubernamental.
El
argumento fundamentalista, por su parte, realiza la misma crítica, aunque por
motivos diferentes: el problema de los Estados de Bienestar no radica en su
naturaleza improductiva o en su estructural ineficiencia, sino en su esencia
totalitaria. Según este tipo de argumento, las políticas orientadas a ampliar
la esfera de los derechos sociales de la ciudadanía contradicen un elemento
esencialmente constitutivo de la propia naturaleza humana: la libertad de
elegir. La progresiva intervención del Estado impone el colectivismo frente al
individualismo, la propiedad pública frente a la propiedad individual, los
derechos sociales frente a los derechos de las personas, etcétera. Todo
proyecto político basado en una ampliación de la esfera del Estado acaba
alienando la autonomía individual y, de esta forma, contradiciendo el
fundamento mismo de la esencia humana. La progresiva intervención del aparato
estatal en la vida social acaba, en suma, con el individuo mismo. Como
dispositivo artificial, los Estados de Bienestar tienden a crear,
parafraseando a Edmund Burke, una verdadera “guerra civil contra la
naturaleza”. Tal como afirma nuevamente PHILIPPE VAN PARIJS (1992: 188), “lo
que distingue al neoliberalismo fundamental del neoliberalismo instrumental,
no son los blancos que se fijo ‑la fiscalización, las políticas
keynesianas, la rigidez resultante de las reglamentaciones, etcétera‑
sino el fundamento final de los argumentos que adelanta: si estos diversos
rasgos de la economía mixta son criticables, no es porque son contraproducentes
desde el punto de vista de sus objetivos confesados de eficacia o de equidad,
sino porque menoscaban la libertad”.
La obra de Hayek constituye uno de los mejores y más rigurosos exponentes del tipo de argumentación fundamentalista. Sus contribuciones analíticas pueden reconocerse en los escritos de los más representativos autores de la filosofía política neoliberal. Entre dichas contribuciones, la noción hayekiana de democracia es quizás uno de los componentes más destacados del amplio marco argumental esencialista que caracteriza la perspectiva doctrinaria del neoliberalismo.
Veamos
esto con un poco más de detalle.
Para
comprender la concepción neoliberal‑fundamentalista de democracia
es conveniente especificar que, al igual que la noción de Estado, ella
es definida en un contexto de oposiciones categóricas. Esto es, el concepto
de democracia sólo puede ser definido, según dicha perspectiva, a partir de su
antagonismo estructural con otra noción que la excluye “esencialmente”
en forma y contenido. De ahí que, para Hayek, la democracia es un concepto
relacional: su definición depende siempre de la oposición establecida con otra
categoría fuera de cuyo contraste y refutación carece de sentido. En la
perspectiva hayekiana, sólo hay dos conceptos de democracia, y ambos se
encuentran visceralmente enfrentados. La categoría neoliberal sería una de
ellas, la otra, su espejo invertido.
En
varias de sus intervenciones públicas, y en algunos de sus más incisivos
escritos, Friedrich Hayek definió esa contraposición como la antinomia
existente entre una democracia sin adjetivos, limitada y una democracia
ilimitada, caracterizando la primera como el único tipo de régimen
democrático que los neoliberales podrían aceptar defender.
La
democracia, en la perspectiva hayekiana, debe ser definida, en sus estrictos
límites, como una regla de procedimiento, como un método válido para la
elección y renovación de los gobernantes. Como “método”, la democracia
no puede ser considerada un fin en sí mismo ‑ aunque Hayek reiterará con
insistencia que, a pesar de esto, ella suele ser mejor que otras formas de gobierno
‑. El éxito de la democracia limitada dependerá de que no acabe siendo
cargada con expectativas o demandas exageradas y que no se la condene a
tratar de alcanzar objetivos, metas o principios morales prefijados y para los
cuales no ha sido creada ni está preparada. En rigor, como “método”, la
democracia no tiene una moral que le sea propia. Según Hayek, la atribución de
fines morales a la democracia acaba conduciéndola perversamente a su propio
deterioro, primero, y a su desaparición, después.
Para
comprender mejor esta cuestión es importante destacar que, en la obra
hayekiana, existe una permanente contraposición, explícita o implícita, entre
un supuesto estadio primitivo del desarrollo humano y el orden civilizatorio
actual, denominado por el intelectual austríaco: orden extenso de
cooperación humana. Dicha contraposición deriva de los fundamentos sobre
los cuales, cada tipo de orden histórico, encuentra su base de sustentación. El
orden primitivo alcanza cohesión mediante el desarrollo del instinto y del
espíritu gregario, una solidaridad comunitaria basada en la existencia de
pequeños grupos, así como en un altruismo ingenuo fundamentado en el reconocimiento
de que el individuo aislado carece de autonomía y capacidad de sobreviviencia.
De allí que la mentalidad primitiva era considerada por Hayek como siendo
prototípicamente anti‑individualista, clánica, tribal. El individualismo
primitivo hobbesiano no ha sido otra cosa que un mito carente de toda
fundamentación histórica: “nunca se dio en nuestro planeta esa supuesta
‘guerra de todos contra todos’”, sostendrá HAYEK en su última obra La
fatal arrogancia: los errores del socialismo (1990:41).
Contrariamente,
el orden extenso de cooperación humana (estadio superador del orden primitivo)
encuentra su fundamento en la eliminación de las tendencias instintivas que
promueven el solidarísmo comunitarista y el altruismo tribal. El proceso
civilizatorio (y, en consecuencia, el liberalismo que, como actitud
espiritual, con él coincide) se fundamenta en un rechazo elemental a cualquier
forma de igualitarismo gregario. (2) En palabras de HAYEK, “un orden en el
que todos tratasen a sus semejantes como a sí mismos desembocaría en un mundo
en el que pocos dispondrían de la posibilidad de multiplicarse y fructificar”
(1990:44). El anti‑individualismo primitivo es esencialmente
contradictorio con el orden extenso que promueve el proceso civilizatorio, cuya
existencia depende de individuos dispuestos a superar sus impulsos naturales e
instintivos.
En
rigor, el concepto de sociedad hayekiano coincide con la noción de proceso
civilizatorio, siendo este último expresión de una dinámica superadora de la
mentalidad y el orden salvaje (colectivista) propio de las hordas primitivas.
(3) En su versión tribal el hombre no construye sociedades, apenas comunidades
gregarias fundadas en principios atávicos. Superar ese estado de salvajismo
es la precondición necesaria para el desarrollo de orden civilizado. De allí
que ni el hombre primitivo puede ser liberal, ni el liberalismo coincidir con
el orden instintivo que domina las pequeñas agrupaciones de humanos en estado
salvaje. No existe “sociedad” sin liberalismo, no existe “liberalismo”
sin sociedad. Naturalmente, los llamados Estados de Bienestar, a pesar de su
calificativo “social”, serán considerados por Hayek como “a‑sociales”,
en la medida en que, paradoja o no tan paradógicamente, acaban reconstruyendo
la trama de un solidarismo comunitarista basado en un falso altruismo
igualitario y en un amenazador antiindividualismo propio de la lógica
colectivista tribal y contradictorio don el orden extenso de la civilización
humana competitiva. La socialdemocracia y, de forma mucho menos disfrazada, el
socialismo, constituyen, desde esta óptica, concepciones primitivas y
gregarias del orden social.
Entre
tanto, Hayek reconocerá que la construcción de un orden civilizatorio nunca es
producto de la voluntad ni del racionalismo prometeico (el fracaso de los
regímenes comunistas y de los Welfare States será, para él, una clara
expresión de ello). La sociedad no es obra de la ingeniería mental de los
hombres que se reconocen dispuestos a “construirla”. El orden extenso se
fundamenta en una serie de “normas regulatorias del comportamiento humano,
plasmados por la vía evolutiva (y especialmente, las que hacen referencia a la
propiedad plural, al recto comportamiento, al respeto a las obligaciones
asumidas, al intercambio, al comercio, a la competencia, al beneficio y a la
inviolabilidad de la propiedad privada), las que generan tanto la íntima
estructura de ese peculiar orden como el tamaño de la población actual. Tales
esquemas normativos se basan en la tradición, el aprendizaje y la imitación más
que en el instinto y consisten fundamentalmente en un conjunto de
prohibiciones (‘no se debe hacer tal cosa’), en virtud de las cuales quedan
especificados los dominios privados de los distintos actores. La humanidad
accedió a la civilización porque fue capaz de elaborar y de transmitir ‑
a través de los procesos de aprendizaje ‑ esos imprescindibles esquemas
normativos (inicialmente limitados al entorno tribal, pero extendidos más
tarde a espacios cada vez más amplios) que, por lo general, prohibían al hombre
ceder a sus institivas apetencias y cuya eficacia no dependía de la
consensuado valoración de la realidad circundante. Esas normas constituyen una
nueva y diferente moral (para las que, en mi opinión, debería reservarse dicha
denominación) encaminada a reprimir la ‘moral natural’, es decir, ese conjunto
de instintos capaces de aglutinar a los seres humanos en agrupaciones
reducidas, asegurando en ellos la cooperación, si bien a costa de entorpecer o
bloquear su expansión. (HAYEK, 1990: 42‑43)
La “verdadera”
democracia sólo puede convivir en dicho orden civilizatorio. En rigor, según
Hayek, no existe posibilidad de democracia liberal en regímenes cuya distribución
de bienes y recompensas se basan en criterios comunitaristas y socializantes.
(4) Una democracia mínima sólo es posible en un estadio superior del proceso
civilizatorio: una sociedad de hombres libres, responsables, competitivos y
egoístas. (5) Esto supone que ella, en tanto mecanismo jerárquicamente inferior
al orden espontáneo del cual se deriva, no puede pretender imprimirle al mismo
una intencionalidad predeterminada. La naturaleza espontánea del orden social
transforma a la propia democracia en una herramienta sin objetivos propios;
esto es, en un mero mecanismo procedimental orientado a la elección, renovación
y control de aquellos que tienen por actividad profesional ejercer las
necesariamente limitadas funciones de gobierno.
El
mercado es la expresión emblemática de dicho orden espontáneo. Allí se
realizan los intercambios individuales y fluyen las informaciones necesarias
para la toma de decisiones que permiten que la sociedad avance. Siendo así, no
puede haber, en la perspectiva hayekiana, democracia sin mercado. Al ofrecer
la democracia un marco procedimental para la elección individual, la negación
del mercado (esfera esencial para el ejercicio de dicha libertad) acaba
suponiendo la inexorable negación de la misma.
La
conclusión de Hayek es importante, aunque tiene sentido univoco. Afirmar que no
existe democracia sin mercado no supone, recíprocramente, afirmar la imposibilidad
del mercado sin la consecuente existencia de la democracia. La “verdadera”
democracia precisa del mercado; mientras que el mercado no precisa
inevitablemente de ella. A pesar de su declarado interés por los mecanismos
democráticos, Hayek enfatizará que la cuestión central, en una sociedad
verdaderamente libre, no es la democracia, sino la existencia del mercado, en
tanto que allí es dónde se realiza la posibilidad empírica de la libertad y,
consecuentemente, se crean las condiciones propicias para la realización de
los procedimientos electorales mediante los cuales son elegidos los
representantes políticos.
Al mismo
tiempo, Hayek reconocerá que una cierta distorsión de la democracia (una
ampliación irresponsable de sus límites) puede poner en riesgo al propio
mercado y, de esta forma, volverse, ella misma, una amenaza contra la libertad.
“La
arbitraria opresión a nivel democrático, es decir el uso de la coerción por
porte de los representantes de la mayoría más allá del marco establecido por
el Derecho, no tiene más justificación ética que pueda tenerle el arbitrario
comportamiento de cualquier otra fuerza social. En lo que al presente análisis
atañe, poco importa que se acuerde quemar o descuartizar a alguno víctima o
que simplemente se le niegue al sujeto el derecho a hacer el más oportuno uso
de su propiedad. Y aunque haya buenos razones para preferir un gobierno
democrático limitado a otro no democrático, confieso sin reservas que prefiero
uno de esta última especie, sometido a la ley, que otro de la primera que, por
el contrario, no está sujeto a ella, es decir, un aparato gubernamental que
pueda incontroladamente hacer uso de un poder ilimitado”. (HAYEK, 1985: 9)
Haber atribuido a la democracia una serie de demandas exageradas, así como un conjunto de funciones orientadas a crear la artificialidad de que ella es un valor en sí misma, ha sido, para Hayek, uno de los errores fatales de la socialdemocracia. (6) La pretensión por asignar un determinado contenido ético al neutral procedimiento democrático, acaba creando la ficción de un conjunto de
requisitos morales que la democracia debería
cumplir: brindar condiciones de igualdad entre las personas, favorecer
mecanismos distributivos y de justicia social, etcétera. Semejantes mecanismos
desvirtuan la naturaleza de la democracia limitada ampliando sus fronteras más
allá de lo que ella puede realmente garantizar. La democracia ilimitada se
torna así un dispositivo demagógico y totalitario. (HAYEK, 1991; DE LA NUEZ,
1994; GRAY, 1994). Al tratar de independizar democracia y mercado, los
socialdemócratas, dirá el padre del neoliberalismo, acabaron invirtiendo la
relación jerárquica que debe existir entre ambos y, de esta forma, subordinando
el propio mercado a los vaivenes de la actividad democrática. Conclusión
hayekiana: con el desarrollo de los Estados de Bienestar, el mercado terminó
sufriendo mecanismos de interferencia política que dificultaron o imposibilitaron
estructuralmente su funcionamiento; mientras la democracia, conducida más allá
de sus límites, fue transformándose en una “dictadura plebiscitaria”.
(HAYEK, 1980)
Obligada
a tener que garantizar mecanismos de justicia e igualdad, la democracia acaba
desmoronándose bajo el peso de las demandas atávicas y primitivas que se le
infieren. Si “el orden espontáneo es moralmente indiferente”, la
democracia tampoco puede dejar de serio (DE LA NUEZ, 1984: 241). Si lo hace,
tiende a volverse una amenaza contra los individuos y una poderosa arma para
la conquista de intereses corporativos y colectivistas. “Cuando la
democracia deja de ser una garantía de la libertad individual ‑sostendrá
Hayek en su célebre Camino de Servidumbre- puede muy bien persistir
en alguno forma bajo un régimen totalitario. Una verdadera ‘dictadura del
proletariado’, aunque fuese democrática en su forma, si acometiese la
dirección centralizada del sistema económico destruiría, probablemente, la
libertad personal más a fondo que lo haya hecho jamás ninguna autocracia”.
(HAYEK, 1976: 102)
He afirmado que, en la perspectiva hayekiana, la democracia es apenas un método eficiente para la elección y el recambio periódico de autoridades, que, en tanto tal, es moralmente neutra y que, en una sociedad libre, ella está siempre subordinada a una esfera fuera de cuyos límites pierde significado y relevancia: el mercado. Llegados a este punto podemos observar que la democracia hayekiana tiene una peculiaridad que la torna curiosa: más que un mecanismo para ampliar el poder de las mayorías ella constituye un dispositivo eficiente para limitarlo.
En
efecto, para Hayek, la democracia mínima precisaba ser considerada una
herramienta profiláctica contra los abusos de poder, tanto de las minorías como
de las mayorías. Su único principio normativo debería ser cumplir eficazmente
los fines para los cuales ha sido creada: limitar el poder para que éste no se
torne arbitrario. Se plantea así un problema práctico de compleja solución.
Esto es, parece plausible que, mediante el voto popular, las mayorías
controlen a las minorías; lo que parece mucho más difícil es que, también
mediante el principio liberal “un hombre, un voto”, las minorías
controlen a las mayorías.
Hayek
responderá a este dilema de dos maneras diferentes.
Por un
lado, y como ya ha sido enfatizado, para él, nada transforma a la democracia en
un bien en sí mismo. De allí que cualquier abuso de poder por parte de las
mayorías ‑dado que no puede solucionarse por mecanismos de decisión
mayoritaria‑ obliga a ciertas minorías a asumir la responsabilidad de
tener que cancelar la propia democracia por un plazo que variará según la magnitud
de los “excesos”. El límite de la democracia, dirá Hayek, es el normal
funcionamiento del mercado. Violarlo supone violar el Estado de Derecho
entendido aquí como el respeto inalienable a la propiedad privada y a los
derechos que la protegen (SEIGAN, 1993). Una democracia que viola el derecho
de los individuos a disponer libremente de sus legitimas propiedades, se
transforma, de manera irreversible, sostendrá Hayek, en un abuso totalitario
contra la libertad individual. Por ejemplo, si un gobierno elegido por el
voto popular decide llevar a cabo una reforma agraria que pretenda realizar una
redistribución territorial basada en la expropiación de los grandes latifundios
y de las propiedades improductivas, dicho gobierno, al violar el derecho de
propiedad de las minorías latifundistas, se tornará antidemocrático por mérito
propio, aun cuando tenga masivo apoyo social. En dicho caso, el cancelamiento
de la democracia se transforma en un requisito esencial para el restablecimiento
del orden. Y es ahí cuando determinado grupo debe asumir la responsabilidad
histórica de velar por el buen funcionamiento del mercado, suprimiendo, como
medida correctiva, las circunstancias que han dado origen a los disturbios y
los abusos. Esta peculiar visión del juego democrático permite explicar como
Hayek, un “liberal” aparentemente tan preocupado por los derechos
inalienables de los individuos, siempre tuvo una visión condescendiente y
generosa hacia las brutales dictaduras que asolaron América Latina durante la
segunda mitad del siglo XX. Los regímenes de facto eran, para el padre
intelectual del neoliberalismo, inevitables mecanismos preventivos orientados
a crear las condiciones necesarias para el retorno a una genuina democracia
mínima. [Durante una vista a Chile realizada a inicios de los años 80, Hayek
sintetizó, en una entrevista concedida al Diario El Mercurio, su
justificativa ‑nada original, por cierto‑ del sangriento régimen
pinochetista: “cuando un gobierno está en quiebra, y no hay reglas
conocidas, es necesario crear estas reglas para decir lo que se puede hacer y
no se puede hacer. Y en estas circunstancias es prácticamente inevitable que
alguien tenga poderes absolutos, que se deberían usar justamente para evitar y
limitar todo poder absoluto en el futuro” (citado en ROBLERO, 1991: 50)].
En suma, para evitar los supuestamente “arbitrarios” abusos de poder
perpetrados por las mayorías, Hayek consideraba “democrático” que una
minoría acabe con la democracia.
Sin
embargo, esta no era la única respuesta que el intelectual austríaco ofrecía al
citado problema. Para él, determinados dispositivos institucionales y
procedimentales podían funcionar como mecanismos preventivos para evitar el
totalitarismo de las mayorías. Hayek consideraba que una poderosa estructura
partidaria y sindical, así como la existencia de asambleas legislativas
sometidas al clientelismo y al corporativismo político, eran el medio
institucional propicio para la difusión de tales abusos. Por otro lado, los “exagerados”
calendarios electorales de las democracias liberales acababan, desde su
perspectiva, creando innumerables oportunidades para la manipulación de las
masas por parte de los grupos de interés y, consecuentemente, permitiendo la
falsa legitimación popular de medidas violatorias del Estado de Derecho. [Las
masas eran, para Hayek, indefectiblemente incultas y peligrosamente
maleables]. La propuesta institucional hayekiana ‑el llamado modelo
constitucional ‑ ha sido desarrollado extensamente en uno de sus
tratados fundamentales: Derecho, legislación y libertad ( 1994). La
discusión del mismo, naturalmente, excede los límites de este breve trabajo.
Sin embargo, y como buena síntesis de la democracia minina presentada
por Hayek, podemos detenernos en algunas de las recomendaciones que nuestro
autor ha formulado en torno a la necesaria reforma procedimental del juego
democrático.
Veamos.
En la
perspectiva hayekiana, para que la democracia “funcione”, los representantes
elegidos deberían poder mantenerse inmunes a todo tipo de influencia por parte
de los grupos de presión, inclusive los partidos políticos. Estos últimos
deberían desaparecer o, en caso de existir, tendrían que estar inhabilitados
para crear cualquier forma de vinculación con quienes han sido escogidos para
ocupar cargos ejecutivos o legislativos. En tal sentido, los “representantes”
(eufemismo cínico, ya que no “representan” a nadie), deberían ser “un
conjunto de hombres y mujeres de reconocido solvencia mental y visión de futuro
y que no se dejen arrastrar fácilmente por pasiones o tendencias pasajeras”.
(HAYEK, 1985: 19) Aunque Hayek no especificará qué quiere decir con “reconocido
solvencia mental y visión de futuro” (o quién está capacitado para
reconocer y legalizar los citados atributos), sí definirá algunas cuestiones
bastante peculiares: (7) los candidatos elegidos para las asambleas
legislativas deberían desempeñar sus cargos por una única vez; sólo deberían
ocupar esas funciones personas que alcanzaron “determinada reputación en su
trayectoria personal” (atributo tampoco definido empíricamente por Hayek);
quienes fueran electos ocuparían el cargo por un período de quince años; los
candidatos que aspiraran a desempeñar funciones legislativas deberían tener 45
años al momento de la elección y deberían ser elegidos por sus coetáneos; de
allí que se votarla una sola vez en la vida (a los 45 años de edad) y una vez
por año (todos los años votarían ‑ o podrían ser electos ‑ quienes
estuvieran en dicha faja etaria); cada año se renovaría una quinceava parte de
la asamblea de representantes; siendo así, la edad promedio de la asamblea
debería ser inferior a 53 años (“más joven que la mayoría de las actuales
cámaras”); para el buen funcionamiento de la democracia ‑ dirá Hayek
‑ sería recomendable la formación de “clubes de coetáneos”, los
cuales permitirían un mejor conocimiento personal de los candidatos electos;
no debería haber ninguna discusión en torno al carácter proporcional de la representatividad
ya que “el proceso electoral se mantendría independiente del partidismo
político”; la elección debería tener “carácter indirecto, al objeto de
que, a lo largo del correspondiente proceso, las asociones locales compitieran
entre sí por el honor de que fuese elegido uno de sus delegados”.
De esta
forma, sostendrá Hayek, “una cámara de las características apuntados
estaría, pues, a salvo de manipulación y chantaje por parte de intereses
sectoriales, cuya incidencia en el juego político ha abocado, hoy en día, en
una especie de meta‑gobierno que de hecho determina la Política económico
del país”. (HAYEK, 1985: 2 1)
La
peculiar concepción hayekiana de democracia merece algunos comentarios
críticos. En rigor, la operación quirúrgica que Hayek aplica a la democracia
es tan agresiva que poco acaba quedando de ella. La democracia mínima es un
simulacro de juego democrático: se puede elegir siempre y cuando se “elija
bien”; no se violen ciertas normas de carácter inalienable (fundamentalmente,
la propiedad privada); se acepten las condiciones de un débil y caricaturesco
mecanismo electoral; se higienice la democracia de valores y demandas que no le
corresponden y la exceden (como la igualdad, la justicia, la libertad),
etcétera. El juego democrático provee apenas un método de elección, afirmará
Hayek. Sin embargo, se trata de un método, cuanto menos, perversamente limitado:
su contenido está predefinido y si, por ventura, cualquier elección se desvía
del resultado prefijado, la misma debe ser cancelada hasta la implementación de
un nuevo mecanismo electoral donde se “elija lo que se debe elegir”. En
este marco debemos comprender la preferencia de Hayek hacia las democracias en
detrimento de las dictaduras. Para él, las democracias pueden garantizar de
forma pacífica y “consensuada” los mismos objetivos que los gobiernos
autocráticos; al mismo tiempo que ofrecen la posibilidad de volver a ellos,
caso no se hayan cumplido las metas esperadas.
Ignoro
si Hayek conocía la obra de Mazarino. Imagino que si, ya que era un hombre
culto e ilustrado. Como quiera que sea, demostró conocer muy bien uno de los
pilares del pensamiento mazariniano: evitar cualquier forma de enfrentamiento
si se pueden conquistar los mismos fines por mecanismos pacíficos. Fundamentalmente,
porque “todo mecanismo pacifico” es siempre plausible de ser
manipulado. Y manipular el consenso es, en la lógica del simulacro, el arte de
la política.
Al mismo
tiempo, Hayek definirá su opción por la democracia sólo a partir del principio
que regula las decisiones individuales en el juego del mercado: la relación
costo‑beneficio. El costo de la democracia suele ser menor que los
beneficios que la misma puede generar. Por eso, lógicamente, cuando la
relación se invierte, la democracia se torna innecesaria y peligrosa. (8)
La
democracia hayekiana, más que una posibilidad de emancipación y libertad de las
masas, constituye una camisa de fuerza orientada a bloquear cualquier
posibilidad de autonomía y determinación popular. Ella está montada sobre un
ardil discursivo. Si “la decisión de la mayoría deriva su autoridad de un
acuerdo más amplio sobre principios comunes” ‑como afirmará HAYEK en Los
Fundamentos de la Libertad (1991: 13 1) – el problema principal residen en
quién puede legítimamente definir tales principios. El sentido común indicaría
que semejante atributo debería corresponder sólo a la mayoría. Para
Hayek, por el contrario, dichos principios comunes derivan del “orden
espontáneo” construido evolutivamente a partir de los intercambios
competitivos establecidos entre individuos libres; ellos no dependen de la
voluntad de nadie y son comunes a todos. Es en el mercado que se crean y
consensuan tales principios. Esta metafísica del consenso es definida de forma
recurrente por Hayek como el requisito de la democracia.
“El
punto esencial sigue en pie y consiste en la aceptación de esos principios
comunes que hacen que un grupo de hombres se convierta en una colectividad. Tal
aceptación es condición indispensable para la sociedad libre. Normalmente un
grupo de hombres no se convierte en sociedad porque da leyes a sí mismo, sino
por obedecer idénticas normas de conducto. Esto significa que el poder de la
mayoría viene limitado por esos principios comúnmente mantenidos y que no
existe poder legitimo fuera de los mismos. Los hombres precisan llegar a un
acuerdo sobre la manera de realizar las tareas necesarias y es razonable que
esto sea decidido por la mayoría; sin embargo, no resulta obvio que esta misma
mayoría tenga también justo título para determinar el grado de su competencia.
No hay razón para que haga cosas que nadie tiene poder de hacer.” (HAYEK,
1991: 131‑132)
En la
perspectiva doctrinaria del neoliberalismo, “el acuerdo al cual precisan
llegar los hombres” está predeterminado por un contenido que escapa a la
decisión de las mayorías. En suma, las mayorías tienen derecho a elegir
siempre y cuando su elección no extrapole una serie de límites previamente
determinados. Por eso, dirá HAYEK (1.991:143), “no es ‘antidemocrático’ tratar
de persuadir a la mayoría de la existencia de límites más allá de los cuales
su acción deja de ser benéfica y de la observancia de principios que no son de
su propia y deliberada institución. La democracia, para sobrevivir, debe
reconocer que no es la fuente original de la justicia y que precisa admitir una
concepción de esta último que no se manifiesta necesariamente en las opiniones
populares sobre la solución particular de cada caso. El peligro estriba en que
confundamos los medios para asegurar la justicia con la justicia mismo. Quienes
se esfuerzan para persuadir a las mayorías para que reconozcan límites
convenientes a su justo poder son tan necesarios para el proceso democrático
como los que constantemente señalan nuevos objetivos a la acción democrática”
Naturalmente,
los principios que, según Hayek, surgen mágicamente del orden espontáneo, no
tienen nada de mágico ni de espontáneo. Son principios delibera e históricamente
definidos. No hay nada de “necesario e inevitable” en la subordinación
de la democracia a ellos. Resulta evidente que dicho “orden espontáneo”
puede ser cualquier cosa, menos una entidad “moralmente indiferente”
(como afirma Hayek). La democracia mínima no es éticamente neutra, así como no
son neutras las consecuencias sociales producidas por la supresión arbitraria
y totalitaria de la voluntad de las mayorías.
El
desprecio que Hayek sentía hacia cualquier forma de democracia substantiva se
refleja en el hecho de que, para él, la democracia era, en última instancia,
apenas una norma “tan valiosa como la higiene” (HAYEK, 1981: 25)
¿Qué tienen todo esto que ver con la concertaci6n
educativa?
Luego de
casi una década de concertación educativa, la experiencia latinoamericana
demuestra que los esfuerzos de Mazarino y Hayek no han sido en vano. (9) Los
gobiernos neoliberales llaman a “concertar” una vez que han definido la
agenda del futuro “acuerdo” y una vez que se han establecido de forma
clara y precisa los límites que la propia concertación no podrá extrapolar.
Fuera de dicho marco, nada hay para concertar. De allí que cuando determinadas
fuerzas políticas o sindicales cuestionan la agenda de la concertación son
acusadas por los gobiernos neoliberales de “antidemocráticas”. La legítima
pretensión por discutir el contenido la agenda de la concertación acaba siendo
considerado un cuestionamiento a la democracia misma: o se acepta “consensuar”
según la pauta que marca el gobierno, o se está en contra del propio “consenso”.
Una curiosa falacia mediante la cual, un mecanismo autoritario (llamar a “concertar”
con el resultado de la “concertación” ya predeterminado), se torna regla
democrática e, inversamente, una regla democrática (discutir el contenido de
lo que será acordado), se torna un procedimiento supuestamente totalitario.
Los “pactos”
y “acuerdos” firmados en el contexto de las políticas de concertación
neoliberal se han transformado en una eficaz herramienta de legitimación del
ajuste. Dichas experiencias se orientan de manera recurrente a la creación de
mecanismos de mercado en la esfera educacional, los cuales son vehiculizados
mediante diferentes formas de descentralización y transferencia institucional
tendientes a responsabilizar a las comunidades del financiamiento de los
servicios educativos. Se “concerta”, de esta forma, la privatización
directa o indirecta, descubierta o encubierta, de la educación como
(aparentemente) único mecanismo que posibilitará una administración eficiente y
productiva de los recursos destinados al sector. La “concertación”
constituye el espacio para legitimar tales decisiones.
La “concertación”,
asimismo, tiende a promover “concertadamente” la implementación de
mecanismos de flexibilización y desregulación de las relaciones laborales en el
sector educativo. Quebrar el poder de los grandes sindicatos y confederaciones
de trabajadores y trabajadoras de la educación, suele ser uno de los objetivos
bastante poco disfrazado de los “pactos educativos” que pretenden
establecer las administraciones neoliberales. Aquellos que, en un sentido
contrario, pretenden fortalecer el poder de las entidades sindicales, lejos de
las bondades milagrosas de la concertación, suelen ser considerados agentes
del corporativismo docente que (según dicen) impiden la modernización del
sector educativo. Tal como ha afirmado elocuentemente Marta Maffei, dirigente
de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina
(CTERA), “no se llama [a los sindicatos] a concertar, sino a
capitular. De este modo, la concertación, es el resultado de una rendición”.
(MAFFEI, 1994: 14)
Los “actores
sociales” son invitados a un juego fraudulento. Un buen ejemplo de ello lo
constituye la consulta en torno a la reforma específicamente pedagógica. En
efecto, cuando la comunidad educativa es convocada a “participar”, se lo
hace para brinde su acuerdo ciego con los parámetros o contenidos básicos del
currículum nacional (previamente definidos por comisiones de especialistas
locales o extranjeros); se la “invita” a someterse dócilmente a las
pruebas de medición de rendimiento orientadas a cuantificar la calidad del
sistema y sus agentes; a legitimar los más diversos sistemas de premios y
castigos tendientes a “inyectar competitividad en la red educativa”; a
aceptar la modernización periférica de las escuelas (compra de antenas parabólicas,
aparatos de fax y de TV para escuelas sin energía eléctrica, libros para
bibliotecas inexistentes, videos para videotecas virtuales), sin una discusión
previa sobre las verdaderas necesidades de infraestructura escolar, etcétera.
Los “actores
sociales” son llamados a “concertar” para confiar ingenuamente en
fondos que nunca llegan a implementarse o, cuando lo hacen, suele ser para
desgracia de las grandes mayorías.
En rigor,
los “actores sociales” son llamados a concertar, aunque no a todos les
cabe un papel protagónico en la dramatización de] pacto. Observando lo ocurrido
en las diversas experiencias, se diría que los empresarios, hombres de fe, tecnócratas
e intelectuales reconvertidos parecen tener dotes actorales bastante más
jerarquizadas por el casting neoliberal que el resto de los mortales, a
los cuales nunca les cabe algo más que un triste papel periférico en el
contingente de extras que la miran desde afuera.
Se “participa”
si se aceptan estas reglas; si no, se “desestabiliza”. Naturalmente, en tales
condiciones, la participación no es otra cosa que un ardid, un hipócrita acto
de simulación orientado a legitimar decisiones tomadas por otros (u otras) y
que nunca entran en la pauta de discusión.
Sin
embargo, la concertación es fraudulenta por una cuestión todavía más grave. En
efecto, la manipulación gubernamental no se limita apenas al establecimiento de
una agenda inalterable y con resultados prefijados. Se expresa también en el
hecho de que las decisiones del gobierno nunca son enunciadas como tales, sino
que son encubiertas bajo supuestos “acuerdos generales”, “coincidencias
comunes” y toda una serie de estratagemas dicursivos orientados a diluir y
enmascarar el conflicto y a crear la falsa imagen de una comunidad homogénea de
intereses. (10) La artificial agenda neoliberal e transforma en el contenido de
un milagroso consenso sobre cuyas premisas y principios elementales
todos supuestamente coinciden. Lo que no es otra cosa que una decisión autoritaria
y autocrática de los gobiernos neoliberales acaba tornándose “interés común”.
Dicho “acuerdo” va adquiriendo autonomía y, por obra y gracia de la
metafísica, termina anteponiéndose a la propia comunidad de la cual,
supuestamente, ha surgido. De allí que si las mayorías no lo apoyan ni lo
cumplen, ellas se convierten en violadoras del acuerdo. En suma, para mejorar
la educación hay que hacer lo que “todo el mundo concuerda en que hay que
hacer”. Para hacerlo, hay que “concertar”. Ahora bien, si, por un
error histórico, por desinformación o víctimas de la manipulación corporativa
de los sindicatos o los partidos, las mayorías no aceptan “hacer lo que
todo el mundo concuerda en que hay que hacer”, las propias mayorías se vuelven
anti‑mayoritarias y enemigas del “consenso concertado”... El
soliloquio neoliberal alcanza aquí la dimensión más profunda de su sentido
grotesco.
Las
administraciones neoliberales dispensan el mismo desprecio hacia la democracia
participativa que sus padres doctrinarios. Como ellos, sólo aceptan débiles y
caricaturescos mecanismos de consulta y deliberación, cuando pueden definir de
antemano el resultado que los mismos tendrán. Semejante estrategia suele ser
evidente en la relación que los presidentes neoliberales establecen con las
asambleas legislativas de sus respectivos países: cuando el Poder Ejecutivo
aprueba sus propuestas (y sus caprichos) sin cuestionamiento y discusión en las
Cámaras, recurre a ellas; cuando no, gobierna por decreto o, simplemente, como
en el caso de Alberto Fujimori en Perú, cierra el Parlamento. Lo mismo ocurre
en el campo educacional: cuando la comunidad educativa, sin extrapolar los
límites que el gobierno le impone a su participación, acepta pasivamente la
reforma, ella es “invitada” a opinar; cuando no, los ministerios de
educación vuelven a parecerse, sin demasiado maquillaje, a lo que eran en las
épocas recientes de supresión de los derechos democráticos.
La
concertación educativa, estrategia emblemática de la democracia mínima
neoliberal, también se caracteriza por un atributo que, aunque Hayek nunca se
atrevió a teorizar, Mazarino practicaba y recomendaba sin titubeos: la mentira.
La experiencia latinoamericana demuestra cómo, a pesar de que los gobiernos
neoliberales salen fortalecidos de las experiencias de concertación, ellos son
los primeros en no respetar los “acuerdos” que han impuesto o en
posponer eternamente su realización. El simulacro pseu‑democrático
neoliberal revela de esta forma su naturaleza estructural mente fraudulenta.
*********************************
Quizás a
esta altura convenga prevenir que no me considero un herético enemigo de los
mecanismos de consenso. Contrariamente, creo que ellos pueden y deben ser un
pilar fundamental de toda sociedad genuinamente democrática. Ocurre que la
democracia mínima neoliberal desprecia el consenso, lo falsifica, tornándolo
una herramienta de manipulación. Tampoco creo que debamos caer en la trampa de
pensar que toda crítica a la democracia define el carácter totalitario de
quien la denuncia. La democracia mínima neoliberal debe ser criticada si queremos
defender la posibilidad de un sistema democrático basado en la ampliación de
los derechos sociales y humanos, en la necesaria imbricación entre ética
igualitaria y política, entre solidaridad y comunitarismo, entre bien común y
justicia social. Tal como afirma FRANCISCO DE OLIVEIRA (1997: 34), “la
primera tarea intelectual y práctica del campo democrático es problematizar el
concepto y la práctica de esta democracia consensual y hegemónico”.
Totalitario no es discutir la democracia. Totalitario es aceptarla sin reservas
como si el modelo que de ella nos imponen fuera el único que nos merecemos.
Por
último, realizar la necesaria crítica a los mecanismos de concertación
educativa no supone, creo yo, desistir del desafío imprescindible de cambiar la
escuela que tenemos. Por el contrario, es aceptar que ese cambio debe ocurrir;
aunque sólo será genuinamente democrático si la política deja de reducirse a
un juego de simulacros, volviéndose un mecanismo legitimo de transformación
social y emancipatorio al servicio del bienestar de las mayorías.
(1)La
ides de la democracia como “pastiche” es de FRANCISCO DE OLIVEIRA (1997)
(2)De
allí que para Hayek el liberalismo como elemento constitutivo del programa
civilizatorio era naturalmente anterior a las diversas formas de representación
y organización política que fue quistando el mismo una vez definido como campo
doctrinario. (HAYEK, 1976, 1990, 1991)
(3) En rigor, Hayek siempre tuvo una gran desconfianza hacia el uso “abusivo”
de la palabra “sociedad”. El adjetivo “social”, dirá, “aniquila
totalmente el significado del sustantivo al cual se aplica” (por ejemplo,
“justicia social”, “democracia social”, “Estado social”). (HAYEK, 1990: 188)
(4) Véase también de JOUVENEL (1996).
(5) Sobre las virtudes del egoísmo, véase ACTON (1978). Naturalmente,
desde una perspectiva neoliberal, la más densa e importante conceptualización
acerca de las características humanas necesarias y funcionales a una sociedad
competitiva, sigue siendo el excepcional tratado de LUIDWIG VON MISES, Acción
Humana (1995).
(6) En La higiene de la democracia (1981), HAYEK reconocerá que
la propia palabra “socialdemocracia” le producía rechazo: “aparte de
una cierta alergia personal derivada del hecho que pasé los primeros años de
mi juventud luchando contra un partido marxista radical cuyos miembros se
autodenominaban “socialdemócratas”, dudo
si un socialista auténtico que sea inteligente podría ser también alguna vez
un demócrata genuino”. (HAYEK, 1981: 40)
(7) Las referencias entre comillas corresponden a HAYEK ( 1985: 19,
20, 21).
(8) Es esta la justificativa que lleva a los neoliberales a considerar
el voto popular como “un mal menor”. (HONIDERICH, 1993; FILLER, 1987)
(9) Un relevamiento de experiencias de concertación educativa en América Latina puede encontrarse en FLACSO CONCRETAR ‑ FUNDACION FORD UNESCO, 1995.
(10) Un ejemplo de esto es el debate pre‑hegeliano establecido
por quienes sostienen la disociación entre “políticas de Estado” y “políticas de gobierno”, siendo las
primeras representativas del “interés común” y las segundas del “interés
particularista” de las administraciones de turno. Como es bien sabido,
semejante explicación no sirve a otros fines que a justificar, mediante
argumentos poco convincentes, la participación de ex‑intelectuales de
izquierda en las administraciones neoliberales. (“Trabajo para el Estado y
no para el gobierno”, suele ser una de las más frecuentes explicaciones de
quienes se pretenden funcionarios del interés colectivo).
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