ESCUELA Y TERRITORIO

 

UN PUNTO DE VISTA ECOLÓGICO

SOBRE LA

CIUDAD EDUCADORA

 

Jaume Terradas Serra*

 

MATERIA, ENERGÍA E INFOR­MACIÓN EN LA CIUDAD.

 

Desde un punto de vista ecoló­gico, la ciudad de hoy, la gran ciudad de la sociedad industrial o postindus­trial, se sitúa justo en el extremo opuesto de lo que podríamos entender por ciudad educativa. Es una afirma­ción rotunda y quizá pesimista, que espero justificar. Pero quiero advertir desde ahora que no estoy en contra de la ciudad, a pesar de ello, ya que estoy convencido de que es en las ciudades, y con ellas, como se construirá el futu­ro.

 

Empezaremos por la crítica. Pa­ra ello, nos hacen falta unas bases mí­nimas. En primer lugar, la ciudad pue­de ser considerada como un sistema ecológico, o dicho de otra manera, co­mo un ecosistema. Con ello no propo­nemos una nueva visión definitiva y exclusiva de la ciudad. Simplemente, tomamos un punto de vista más de entre los muchos posibles. ¿De qué se compone el ecosistema urbano? Tiene unos elementos estructurales: la po­blación de hombres que viven allí; las poblaciones de animales y plantas que la acompañan, algunas escogidas y mantenidas por el hombre, otras que son colonizadoras espontáneas; los ar­tefactos construidos por el hombre, edificios, calles, conducciones, mobi­liario urbano, una parte de ellos a la vista, la otra sepultada; los sistemas de transporte, etc. Estas estructuras se mantienen y renuevan gracias a unos flujos de materia y energía que llegan continuamente a la ciudad: alimentos, agua, cemento, hierro, papel, vidrio, gasolina, gas, electricidad, etc. Por tanto, la ciudad es un sistema abierto. Estos materiales y esta energía que llegan, circulan entre los elementos diversos del sistema, son consumidos por ellos y acaban por generar unos residuos que se vierten en el aire en forma gaseosa o de partículas, en el agua como afluentes líquidos, y en forma sólida en vertederos especiales. Una parte no se vierte, sino que se transforma y se exporta de nuevo. Co­mo cualquier ecosistema tenemos, por tanto, una estructura compleja, unas entradas y unas salidas de materia y energía. También como todo ecosiste­ma, además, en el sistema urbano cir­cula información en grandes cantida­des. Esta información puede emplear­se parcialmente en la regulación de los flujos internos y también en determi­nar, en beneficio del sistema urbano, los intercambios de éste con el exte­rior, con el territorio periférico o inclu­so muy lejano.

 

Para referirnos a todos los flujos de entrada, funcionamiento interno o salida los ecólogos utilizamos, quizás abusivamente, la expresión metabo­lismo urbano, que algunos encuentran reduccionista. No opino así. Cuando los médicos hablan de metabolismo del hombre no ignoran que el hombre tiene unas actividades intelectuales, que es capaz de construir una cultura y que vive en sociedad, con unas inte­racciones más o menos grandes con los demás hombres. Esto no convierte en ilegítimo buscar la causa de una enfermedad a diversos niveles, que pueden ser sociales o económicos, psi­cológicos o, también, metabólicos y genéticos. El hecho de hablar de meta­bolismo tampoco implica que, al con­trario, tengamos una visión demasiado holista de la ciudad, que la confunda­mos con una especie de superorganis­mo. No lo es ya que las conexio­nes entre las diferentes partes del sis­tema urbano no tienen el grado de organización que consiguen las cone­xiones entre los órganos y tejidos de un ser vivo, y somos muy conscientes de ello. El uso de la expresión metabo­lismo urbano se ha de interpretar sólo como una manera de hablar de un sis­tema complejo en el que se producen intercambios materiales y energéticos en cuyo resultado hay un proceso de continua reestructuración y modifica­ción de los elementos y las conexiones en el interior del propio sistema.

 

Una característica frecuente en nuestras sociedades urbanas es que el hombre ha olvidado algunos aspectos fundamentales de este metabolismo urbano. En primer lugar, ha olvidado que la ciudad es un sistema heterotró­fico. Esta palabra, usual entre los bió­logos, quiere decir aquí que la ciudad no produce los alimentos que utiliza, no los sintetiza ella misma, sino que ha de tomarlos del exterior. No se com­porta, pues, como una planta verde, sino más bien como un animal o como un hongo en nuestra analogía. Tene­mos que traer a la ciudad alimentos para la población humana y buena par­te de la animal, materiales y energía para la actividad. Esto lo traemos de otros sistemas, a menudo muy aleja­dos, desde las zonas agrícolas, fabricas de cemento o acero, centrales energé­ticas, con aviones, trenes, camiones o barcos. Dependemos, así, de fuera. En primer lugar, de la agricultura, la ga­nadería, la pesca, los ríos, los recursos minerales. Eso lo sabe todo el mundo, pero parece que lo olvidemos. No la administración, claro está, pero sí el hombre urbano. La vida en ciudad tie­ne una dinámica propia, alejada del origen de los recursos en que se basa. Hay, a veces, incluso un menosprecio por el campesino, el pescador o el mi­nero, que han quedado anclados en unas actividades "primarias" (que pue­de equivaler también a primitivas), a menudo mal retribuidas o poco consi­deradas. La expansión de las ciudades se considera prioritaria sobre estas ac­tividades: vemos por todas partes co­mo casas, fábricas o almacenes inva­den las huertas vecinas a la ciudades y los suelos productivos agrícolas valen mucho más dinero cuando se convier­ten en solares urbanos edificables que mientras todavía son productivos.

 

La ciudad explotadora

 

Tenemos, pues, un primer con­cepto: la ciudad como un sistema he­terótrofo, dependiente. Y una primera noción "deseducadora": la ciudad, su­perior a su contexto productivo indis­pensable. Pero encontraremos más. Analicemos las relaciones entre la ciu­dad y su territorio periférico. En defi­nitiva, la gran ciudad es sólo el último y más alto nivel jerárquico de un tejido de explotación del territorio formado por caminos, carreteras y núcleos ha­bitados, que va desde la masía aislada o el refugio de pastor, de pueblos pe­queños a ciudades medias y a la gran ciudad, canalizando los recursos obte­nidos del medio. La red de carreteras, conducciones y establecimientos hu­manos se sobrepone al territorio como los haustoris de un parásito a los teji­dos de su huésped, y el flujo de materia y energía va en una dirección domi­nante, hacia las ciudades cada vez más grandes. El intercambio no termina con esto, sin embargo. Hay también migración de personas, transporte de agua y alimentos y otros recursos ha­cia la ciudad. De ésta, en sentido con­trario, salen hacia territorios periféri­cos productos manufacturados, pro­ductos culturales e información en ge­neral, dinero y también residuos, turis­tas de fin de semana, etc. La ciudad, de alguna manera, exporta basuras, hu­mos y aguas residuales como resul­tado del metabolismo físico, desper­dicios e incendios forestales, degra­dación del litoral y de la alta montaña como resultado de las residencias se­cundarias y el ocio en la naturaleza; ocupación del suelo por vías de transporte cada vez más desarrolla­das; y sobre todo exporta normati­vas, instrucciones, organización, que siempre es asimétrica, en favor de los intereses urbanos.

 

En la terminología de los ecólo­gos, la ciudad actúa como un sistema más maduro que explota a los demás, más inmaduros. De acuerdo con el principio de San Mateo, vigente en tantos sistemas de sistemas, se da más a quien más tiene. Esta asimetría no es suficientemente entendida ni por el hombre ni por la administración, siem­pre urbana, y es un tema susceptible de reflexión pedagógica.

 

La ciudad bajo stress

 

El continuo incremento del flujo de materiales y energía a través de la ciudad tiene también inconvenientes para ésta. Como cualquier sistema, un flujo exagerado de energía tiene un efecto simplificador y desestructura­dor. La ciudad moderna se ve forzada a abrir vías cada vez más amplias al transporte, modificando su antigua or­ganización, que reflejaba la acumula­ción de acciones de anteriores perio­dos históricos. La apertura de la Vía Laietana en Barcelona a primeros de siglo sería un buen ejemplo de entre los numerosos que podríamos encon­trar por todo el mundo: para facilitar las comunicaciones internas no se du­daba en demoler numerosos edificios, algunos de interés artístico o histórico, interés que parecería indudable hoy. Los nuevos barrios nacen ya con estos condicionantes de facilitación del tránsito y de las comunicaciones. Co­mo resultado de todo esto, la ciudad pierde diversidad de ambientes, se ho­mogeneiza. A pesar de todo, el trans­porte no se resuelve, el tránsito se co­lapsa, el suelo céntrico se encarece enormemente. La ciudad, centro de to­dos los intercambios, se vuelve stres­sada bajo el influjo incesante, que ade­más de saturar las calles de automóvi­les satura también el aire de humos, que los mecanismos naturales de ven­tilación no llegan a dispersar con sufi­ciente eficacia.

 

La ciudad heterótrofa y explota­dora se vuelve, además, un sistema en stress. Este es un tercer punto de refle­xión. Yo hablo de stress del sistema. No hace falta decir que también hay stress para la población. Ruidos, ner­viosismo en el tránsito y prisas condu­cen a una patología específica. La po­blación humana es sensible al estado de su entorno. También lo es en un sentido más mecánico, ya que la con­taminación afecta a los procesos respi­ratorios. Todo esto son consecuencias a nivel individual del stress del siste­ma.

 

La ciudad insolidaria

 

El consumo exagerado, la exce­siva concentración de gente y de inter­cambios en un territorio limitado son, pues, factores de stress para el propio sistema urbano. Pero la conciencia de esto no va apenas más lejos que las incomodidades ligadas a los proble­mas del tránsito y la polución del aire a nivel local. No hay suficiente noción del papel que juegan estos focos de consumo en el conjunto del sistema mundial. En efecto, el habitante de una ciudad moderna consume una propor­ción de recursos materiales y de ener­gía igual a muchas veces el consumo que tiene un habitante del Tercer Mun­do. Y la desproporción se incrementa con el tiempo. Por otra parte, este con­sumo exagerado de energía implica una aportación a la contaminación at­mosférica global, y por tanto al efecto invernadero y al cambio climático, con los peligrosos cambios que se pue­dan esperar, sobre todo para determi­nados países ya cercanos a los límites del hambre, por la alteración de las cosechas a escala mundial. La ciudad se nos muestra así, en un nuevo aspec­to, como insolidaria o incluso global­mente peligrosa. También aquí veo un punto para la reflexión educativa. La vida en la ciudad tendería a alejarnos de los comportamientos globalmente deseables, y en este sentido nos "dese­ducaría".

 

La ciudad creadora

 

Hemos visto hasta ahora la ciu­dad como un sistema heterótrofo, de­pendiente, explotador, bajo stress e in­solidario. No hay, sin embargo, sólo aspectos negativos, como ya he enun­ciado al principio. La ciudad, como lugar de encuentro de gente muy di­versa, es también lugar de creación. Ya hemos visto que exporta informa­ción. De hecho, produce esta informa­ción. Además, le hace de caja de reso­nancia, la da a conocer a mucha gente y facilita su difusión hacia el exterior. No nos engañemos, no lo hace de una manera proporcional al consumo de energía. Las grandes ciudades bajo stress y colapsadas no son a menudo los lugares más creativos, sino, como máximo, lugares que acumulan el po­der. La creación se ve dificultada por las informaciones no relevantes, el rui­do en el sentido de la teoría de la información, la polución cultural. Pero la producción de cultura es un fenóme­no esencialmente urbano, y éste es un factor decisivo en favor de la ciudad, un factor que la hace indispensable. El problema no es, pues, la ciudad en sí, sino el tipo de ciudad que hacemos. La ciudad tiene otros aspectos de creación, no estrictamente culturales sino más bien económicos. La ciudad es necesaria porque hace posible la conjunción de una capacidad econó­mica para emprender grandes proyec­tos en un ámbito territorial amplio y promover, así, el desarrollo global de la sociedad. Se ha dicho que las ciuda­des son los motores del desarrollo. Es­to es sin duda cierto en muchos aspec­tos y confirma la importancia de la ciudad como elemento dinámico, creador, innovador.

 

La ciudad y la escuela

 

¿Qué papel juega la educación en todo esto? Hace ya algunos años que los educadores se han empezado a interesar por ciertos aspectos del me­tabolismo urbano. Las visitas a depu­radoras de aguas, incineradoras, com­pañías de gas y otras instalaciones mu­nicipales y de servicios se han hecho frecuentes. Se han producido materia­les para el trabajo escolar sobre el agua, los desperdicios o la energía. No estoy seguro de los resultados de mu­chas de estas actividades, porque en este país casi nadie evalúa seriamente los resultados pedagógicos. Se hacen las cosas y se da por bueno el resulta­do, casi siempre partiendo de un puro apriorismo: cualquier actividad fuera de la escuela es educación activa y seguro que se aprovecha mucho. No lo sé. Para empezar, muy a menudo estas actividades están aisladas, fuera de contexto en reacción con el contenido del curso, no responden a una dinámi­ca suficientemente coherente que per­siga la sensibilización y la formación, la mejor comprensión de estos aspec­tos ambientales del fenómeno urbano. La comprensión de la problemática ambiental y del significado de la ciu­dad en este contexto exige un plantea­miento global que ha de impregnar el proceso educativo. No es posible limi­tarse a unas clases más, como las que se aplican para enseñar una técnica, por ejemplo hacer raíces cuadradas. Aquí se trata de una educación cívica, de la transmisión de unos valores morales además de unos cono­cimientos concretos.

 

Pero si esto es ya una li­mitación bastante seria, hay que añadir que muchas activi­dades fuera de la escuela no están suficientemente pensa­das. Falta a menudo motiva­ción por parte de los alumnos, que no saben con certeza qué van a ver, ni tienen un trabajo concreto que realizar durante la visita. Y, lo que es todavía más grave, a menudo es el mismo profesor quien carece de moti­vación y abandona la tarea en manos de los monitores que conducen la visita.

 

Pero no es ahora el mo­mento de hacer un análisis de limitaciones y dificultades que se encuentran en todas la acti­vidades de educación ambien­tal. Lo que conviene destacar es que, precisamente porque nos enfrentamos con un problema de educación cívica, la responsabilidad no puede recaer so­lamente en la escuela. La sociedad, la ciudad han de actuar de marco educa­tivo. Han de educar para cambiarse. Aunque lo parezca, esto no es un cír­culo vicioso, sino un proceso de apro­ximaciones sucesivas. De hecho, he­mos visto nacer una oferta educativa no escolar, en forma de equipamien­tos: museos, centros del medio urbano o de naturaleza, itinerarios, etc. Es una oferta que nace del tejido social y se dirige en primer lugar a la escuela, pero también a otros públicos. Los me­dios de comunicación, los órganos de la administración, las asociaciones de consumidores o entidades privadas muy variadas invaden así, con su ofer­ta, el mundo de la educación. Según el contenido de los mensajes que gene­ren, actuarán de una manera regresiva, acentuando los problemas que hemos ido mencionando, o, al contrario, ayu­darán a superarlos. En un sentido u otro, la ciudad es educadora. Ya he dicho al comienzo que, en el balance global, más bien me parecía hoy antie­ducativa, y quería decir que educa, pero lo hace en una perspectiva am­bientalista. No obstante, la dispersión en el tejido social de la oferta educati­va es una tendencia necesaria, inevita­ble y, en conjunto, positiva. Y por eso hoy nos encontramos hablando de la ciudad educadora.

 

Coches y restaurantes.

 

Ahora bien, muchos de los men­sajes que se emiten desde el conjunto de la sociedad urbana hoy tienden a aumentar los problemas de la ciudad. Los valores sociales exaltados del éxi­to y el dinero adoptan símbolos asocia­dos al consumo: el vehículo superpo­tente, por ejemplo, está fuertemente asociado a la imagen del triunfador. De hecho, una buena parte de sus pres­taciones sobrepasan el límite autoriza­do por la ley, y por lo tanto su finalidad real es de imagen más que de ventajas sensibles. Ambientalmente, no hay duda de que el vehículo privado, cuan­to más potente es, peor. Es el símbolo de muchos de los problemas de la ciu­dad y también del sistema global. Que­ma un recurso precioso, como es el petróleo, un recurso que es limitado, con una gran alegría. De paso, conta­mina y mata, de cerca por la velocidad y el cáncer de pulmón, de lejos alteran­do los climas del mundo.

 

El desenfreno, fomentado por la publicidad, del consumo de los productos no reutilizables (envases de todo tipo, por ejem­plo) es otra tendencia favorecida en las ciudades. Un restaurante de fast food es hoy el símbolo de la destrucción de las selvas tro­picales. La carne picada de las hamburguesas es producida en los pastos que se extienden a costa de la tala del bosque tropi­cal. Las latas de refrescos tienen necesidad de fábricas de alumi­nio muy contaminantes que usan la energía producida por las grandes presas, algunas de las cuales han sumergido muchos miles de hectáreas de selva ama­zónica. Los vasos, platos, cu­biertos y bandejas de plástico que se desechan en grandes can­tidades se hacen con derivados del petróleo, e incrementan ver­tiginosamente el problema de los desperdicios sólidos y el hu­mo de las incineradoras. Pero las ciudades se llenan de estos res­taurantes, que son atractivos pa­ra el joven porque son baratos y por la publicidad.

 

Las ciudades pueden luchar con­tra el automóvil y el fast food. No tendrán más remedio que hacerlo, para salvarse ellas mismas, un día u otro, pero sería deseable que lo hicieran an­tes por solidaridad y por razones edu­cativas. Esto implica tener las opcio­nes muy claras. Así, entre las nuevas vías para la circulación de auto­móviles y la mejora del transporte público, las inversiones hoy van más hacia las primeras. Una pos­tura ambientalmente educadora por parte de la administración es la de ir aumentando las zonas de peatones, los aparcamientos peri­féricos y las facilidades de trans­porte colectivo. En términos gene­rales, no es esta la solución adop­tada con los recursos de que se dispone en muchos casos. En Bar­celona, por ejemplo, se habla so­bre todo de la construcción de lo que llamamos la Pota Sud o los túneles de Collserola, es decir, de grandes obras de infraestructura viaria, que suponen enormes gas­tos de dinero. El metro de Mont­juïc del que también se habla mu­cho, ciertamente es un caso de transporte colectivo, pero solo es prioritario para los Juegos Olímpi­cos y, ya es algo, puede ser útil los domingos por la mañana para ir a pasear y tomar el sol. Pero la ciu­dad está mal atendida en transpor­te público y gasta muchísimo di­nero público en circulación priva­da de automóviles. Estoy conven­cido de que situaciones parecidas se dan también en otras ciudades.

 

Una política de juventud que tuviera en cuenta aspectos am­bientales importantes tendría que velar porque se mantuviera una oferta de lugares de reunión para jóvenes y actividades que ellos ge­neraran, que fuese atractiva por los precios y las condiciones y que

pudiera combatir con éxito la in­vasión de fast food. El uso de materia­les no reutilizables tendría que estar gravado seriamente con impuestos, como también debería incrementarse el coste de los combustibles.

 

Educación urbana y valores am­bientales

 

Es evidente que en todo esto la ciudad no nos educa, o no nos educa en la dirección deseable. Hay cosas que se podrían hacer, de una manera relativamente sencilla, para modificar esta tendencia poco deseable en la construcción de la mentalidad urbana. Así, introducir la recogida selectiva de basuras no es una decisión que tenga que depender sólo de su rentabilidad económica. Aunque ésta fuera dudosa, valdría la pena hacerlo porque ayuda­ría a sensibilizar sobre la necesidad de la reutilización, que es una forma de ahorro. El ahorro, que años atrás figu­raba entre las virtudes apreciadas, hoy es casi un sinónimo de tacañería, una mezquindad. Esto no puede ser. Con­tradice los más elementales principios de subsistencia del hombre en el pla­neta y, económicamente, es un dispa­rate en todos los casos. Si a veces no lo parece es porque no se cuentan los costos indirectos o porque se ha puesto a las cosas, a los recursos, un precio que no tiene nada que ver con su coste real, que tendría que depender del coste de producción y del carácter fi­nito del recurso, y en cambio, actual­mente tiene más bien relación con el coste de extracción puro y simple (ex­cepto cuando se trata de recursos muy escasos).

 

La ciudad educadora tendría que ofrecer ejemplos positivos en el trata­miento del entorno. De hecho, ya en­contramos algunos. Es ambientalmen­te educadora la recogida del vidrio. Es ambientalmente educador limitar la circulación de automóviles. Es am­bientalmente educador mantener la ciudad limpia, promover las actitudes adecuadas a esta finalidad y dar a co­nocer los costos de la necesaria limpie­za (incluyendo la de las fachadas). En­contraríamos muchos ejemplos más de cosas que se pueden hacer, que se ha­cen en otras ciudades y que quizá to­davía no han llegado a la propia. Pero esperar esta actitud ambientalmente educadora sólo de la sensibilidad de los políticos y gestores es, seguramen­te, esperar demasiado. Salvo algunas iniciativas más o menos simbólicas, que ayuden a fijar una imagen, es difí­cil que se dé mucho más. Un programa ambiental, y la correspondiente acti­tud educadora, sólo son posibles des­pués de una reflexión profundizada que, en general no se ha hecho, ni hay demasiados motivos para pensar que se hará en un periodo de tiempo razo­nable. Ciertamente, la fuerza de algu­nos problemas obligará a adoptar algu­nas soluciones en la línea ambiental correcta, pero ello no ha de responder a una comprensión global, sino que normalmente será el resultado de una reacción aislada frente a un problema concreto.

 

Quién tiene que hacer la política ambiental

 

De hecho, la cuestión que se plantea no es sencilla. La problemática ambiental es tan variada y compleja que afecta a casi todos los aspectos de la vida. Al mismo tiempo, la sensibili­dad colectiva es todavía relativamente baja y seguramente insuficiente para favorecer decisiones que supongan in­comodidades o cambios demasiado fuertes. Como consecuencia de los pri­mero, no es posible tratar la cuestión ambiental como una más y encargarla a un órgano especializado. Siempre que se ha hecho así, se ha fracasado. El nuevo órgano se ha encontrado con muy pocas competencias efectivas y al mismo tiempo con la necesidad de in­terferir en las competencias ya asigna­das a otros (sanidad, servicios, educa­ción, etc). Obviamente, la problemáti­ca ambiental se habría de recoger y entender desde cada área de gobierno y desde un órgano especializado. Así, pues, no puede haber verdadera línea política ambiental, ni coherencia de planteamientos en este terreno sin un acuerdo amplio, que afecte a toda la filosofía de la administración de la ciu­dad. Para llegar a este acuerdo se­guramente será preciso también que la sensibilidad colectiva crezca y empuje a políticos y gestores a avanzar hacia él. Otra vez, nos en­contramos ante la importancia de la educación en este terreno. Se trata del proceso de aproximaciones su­cesivas al que ya hemos hecho ref­erencia antes.

 

Algunas propuestas hacia el futuro

 

Y llegamos a un punto crucial del discurso. La ciudad educadora ha de empezar por la educación de los propios órganos de gobierno. Esto no es ninguna paradoja imposible. La re­alidad, a menudo dura, se encarga de educar poco a poco a los responsables de la gestión y de la decisión política. A menudo, sin embargo, en lugar de ir un poco por delante de la sociedad, sólo un poco, que sería la mejor mane­ra de conducirla efectiva y educativa­mente hacia soluciones más adecua­das, van más bien a remolque. Respon­den tan sólo a lo que la sociedad em­pieza claramente a exigir y que, por tanto, influye en el voto.

 

¿Como se puede luchar para in­vertir esta posición demasiado pruden­te, de conductor que espera a ver hacia dónde quiere ir el coche? Porque esta es una actitud peligrosa. La sociedad puede, por falta de información, por informaciones alarmistas injustifica­das o por propagandas optimistas igualmente superficiales, actuar de una manera poco consciente en rela­ción con determinados problemas im­portantes. Hace falta, a mi entender, dar dos pasos esenciales. El primero, notoriamente, es mejorar el nivel de comprensión de los problemas. Ello quiere decir dedicar un esfuerzo im­portante a reflexionar y analizar y, por tanto, crear los órganos oportunos para el estudio de los problemas y la discu­sión alternativas. Órganos que, no ha­ce falta decirlo, tendrán que ser inter­disciplinarios, incorporando técnicos y científicos de diversa formación. Una mejora sustancial del grado de comprensión, de la inteligencia sobre la propia ciudad, permitirá a gestores y políticos tomar la iniciativa, diseñar estrategias a medio y largo plazo.

 

Pero, para que esto llegue a ser realidad, hace falta todavía un segun­do paso. Esta mayor comprensión se ha de extender al ciudadano en la me­dida de lo posible. Y ha de recibir también aportaciones. Otra vez sale aquí la cuestión educativa. Y eso por diversas razones, unas de carácter ge­neral (facilitar la participación demo­crática en las grandes decisiones sobre el modelo urbano que se persigue, por ejemplo) y otras mucho más prácticas: cada paso adelante hacia una más clara comprensión de la problemática urba­na por parte de los ciudadanos com­promete un poco más a gestores y po­líticos en una acción consecuente, y les facilita tomar decisiones que pueden ser costosas en dinero, o que pueden encontrar, en principio, resistencias­ por ejemplo, las que generan incomo­didades a algunos sectores de ciudada­nos, o posibles pérdidas, como ya se ha visto en la cuestión de las áreas peatonales. ¿Cómo se puede hacer esto?

 

Me gustaría dar un ejemplo vivi­do. Hace ya unos cuantos años sugerí, en esta línea que acabo de exponer, la creación en Barcelona de un "órgano de reflexión de la ciudad sobre sí mis­ma", según la definición de aquel mo­mento, que tendría la forma de un Cen­tro del Medio Urbano. La iniciativa fue primero bien acogida, hubo com­promisos por parte del Ayuntamiento, se iniciaron algunas acciones, se con­vocaron algunas personas, se editaron algunos libros y se llegó, incluso, a organizar una exposición considerable sobre una parte de los temas que hoy hemos comentado: la ecología de la ciudad. Claro que los responsables de imagen, o quien fuera, se encargaron de cambiar el título propuesto por no­sotros por otro nada equívoco y grose­ramente publicitario: "Barcelona Fun­ciona". Esta exposición, visitada por 130.000 ciudadanos, fue el último pa­so significativo del nuevo centro, que acababa de pasar sin explicaciones a llamarse Instituto de Ecología Urbana. Una etiqueta para un pobre ser muerto al nacer.

 

Pero dejando de lado los aspec­tos anecdóticos, continúo pensando que la idea era válida para Barcelona y también para otras ciudades, y que la dirección en que nos movíamos era correcta. Quizá lo que pasa, y ésta podría ser una conclusión extrapolable a muchas otras ciudades, es que un órgano de este tipo no puede estar in­tegrado en el organigrama de un ayun­tamiento, sino que ha de tener un cierto nivel de independencia, y situarse fue­ra de las luchas internas de competen­cias entre sectores de la administra­ción (causa probable de los tropiezos que encontramos). Ha de ser un órgano de reflexión colectiva y no un departa­mento, sección o subsección más o menos monográfico. Cuando se inició la cuestión del centro del medio urba­no en Barcelona, la idea fue presentada como un proyecto del programa MAB 11 (Men and Biosphera, 11) de la UNESCO sobre las ciudades. Pudimos constatar entonces, con los con­tactos internacionales que se genera­ron, que los problemas de las ciudades, y la cuestión ambiental en el medio urbano, tenía mucho en común en todo el mundo, aunque, como es natural, las condiciones locales pudieran ser dife­rentes entre unas ciudades y otras. Nuestra propuesta para Barcelona des­pertó un gran interés, incluso entre instancias internacionales, ya que reci­bimos muchas peticiones de informa­ción y por dos veces subvenciones de la UNESCO, y en general había acuer­do sobre la necesidad de una reflexión como la que proponíamos y de su pro­yección educativa. Es una lástima que nuestro ayuntamiento no hay sido capaz de encontrar todavía la manera de llevar a cabo seriamente una experiencia crea­tiva que era esperada con atención. Cla­ro que una experiencia comporta siem­pre un cierto riesgo. El primero, que no se pudo evitar, es el de confundir los objetivos educadores con los meramen­te propagandísticos, un problema que también me parece universal.

 

En efecto, hablamos de ciudades educadoras, pero el poder tiende a tra­ducir educación por información e in­formación por publicidad. Y esto transforma la reflexión crítica en auto­justificación (que es aproximadamen­te lo contrario de lo que se pretende). El final de mi comentario se orienta inevitablemente hacia una salida. Bús­queda, cultura, participación demo­crática son rasgos que otorgamos sin duda a la ciudad educadora. Los obs­táculos, sin embargo, son muchos y bastante conocidos. La ciudad educa­dora es una utopía, tal y como la de­searíamos, pero no es menos cierto que todas las ciudades educan de una ma­nera o de otra. Lo que nos hace falta es encontrar los mecanismos para acer­carnos a este ideal más culto y partici­pativo, más consciente y reflexivo, y para superar los obstáculos de la visión demasiado inmediata, a la defensiva, del oportunismo, de la chapucería cul­tural, frecuentes en las inmediaciones del poder, de cualquier tipo que sea.

 

Llegados a este punto, se nos ocurrirían muchos más símiles, a me­nudo crueles, con la ecología, a riesgo de ser nuevamente criticados como re­duccionistas. Pero es que justamente lo que desearíamos son planteamien­tos que fueran más allá de una mera lucha por la subsistencia política, de la competencia simple para algunos re­cursos, de las regulaciones más o me­nos automáticas, (para estos recursos) de las actividades e iniciativas, etc. Sin embargo no podemos escapar de nin­gún modo de ciertos límites muy ge­nerales que impone la ecología, pero la capacidad de pensar nos permite anticiparnos a la regulación del medio, tener estrategias a medio y largo plazo. Y tal y como están las cosas, más vale que empecemos pronto a hacer uso de estas posi­bilidades. Seguir esperando a ver hacia dónde va el coche se ha vuelto ya demasiado peligro­so. Quizá simplemente sigue la dirección de la máxima pen­diente, y entonces se impone ha­cer algo más que procurar evitar de vez en cuando una roca angu­losa. Quizá la ciudad educadora utópica nos da al menos una di­rección hacia la cual girar el vo­lante.

 

Bibliografía

 

BOYDEN, S.; MILLAR,S.; NEWCOMBE, K. y O'NEILL,B. (1981): The ecology of a city and its people. The case of Hong Kong. Cambe­rra, Austranan University Press, 437 p. INSTITUT D'ECOLOGIA URBANA (1987): Barcelona funciona. Ecologia d'una ciu­tat. Barcelona, 72 p.

PARES, M.; POU, G.; TERRADAS,J. (1985): Ecologia d'una ciutat: Barcelona. Des­cobrir el medi urbà II. Barcelona, Ayuntamiento de Barcelona. 198 p.

PARES,M.; TERRADAS, L(1988). «Ecosistemas urbanos». Elementos básicos para educación ambiental. Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 81-95 p.

TERRADAS,J. (1983): «La qüestió am­biental i la ciutat educativa», en R. TRIAS FAR­GAS: Un pacte de futur, 126 p.

 

 

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* Catedrático de Ecologia en la Universidad Autónoma de Barcelona.

(1) Ponencia presentada en el 1° Congreso Internacional de Ciudades Educadoras. Barcelona 91