EL LENGUAJE CIENTIFISTA COMO PRETEXTO
Remedios Beltrán Duarte
La autora de este trabajo nos
advierte del peligro de ocultar mediante la utilización de un lenguaje
científico, y supuestamente neutral, cuáles son los fines reales de los
sistemas educativos en las sociedades postmodernas. Como solución a este
peligro nos invita a considerar las instituciones educativas como parte de un
contexto social, político e ideológico más amplio.
"(. ...) El manejo de los conceptos sin el compromiso con la práctica cumple
con el rito de cambiar aparentemente la realidad a base de manifestar las
buenas intenciones ocultando las miserias. Mantener una perspectiva crítica en
educación consiste en descubrir esas incongruencias para sanear el discurso
educativo y mantener viva la utopía, forzando el cambio (...)" Gimeno, J. y
Pérez, A.I. (1994) p. 157
El devenir en las diferentes esferas del contexto social (educación,
sanidad, política, economía, etc.) está respaldado por un discurso construido
a partir de principios éticos y científicos que se presentan como fuente de la
normativa reguladora de la práctica. Con frecuencia, sin embargo, se advierten
incoherencias entre principios y directrices que, sorprendentemente, son
asumidas, en muchos casos por una gran mayoría, sin que medie el debate y la
reflexión sobre la raíz y alcance de las mismas. Esta situación, como veremos
en el apartado siguiente, se mantiene gracias al reconocimiento social de que
es objeto este tipo de discurso y al frecuente uso que de él hacen, en todos
los ámbitos, quienes están instalados en el poder. El estatus que, en nuestra sociedad, poseen los principios éticos y científicos,
sobre todo estos últimos, conseguido a partir de supuestos, como la
neutralidad, la universalidad, el rigor, etc., es el que los convierte, a
menudo, en instrumentos legitimadores de decisiones sobre la vida de los
individuos, dificulta la toma de conciencia de la manipulación y alienación de
que son objeto, y, consecuentemente, propicia el consenso en torno a esas
decisiones.
Romper con esta situación es difícil, requiere adoptar una actitud
crítica ante cualquier discurso que prometa mejoras en nuestras condiciones
de vida, avaladas "ética y
científicamente", analizarlo para clarificar el significado que, de
los principios que lo integran (componente teórico), conviene a quienes lo
divulgan; significado que no siempre coincide con el que maneja la mayoría de
sus destinatarios. El paso siguiente sería analizar las normas (componente
práctico) vertebradoras del contexto en que se pretenden realizar los
principios proclamados, contrastándolas con éstos para conocer la naturaleza
del vínculo establecido entre ambos componentes. Puente Ojea (1991) los
denomina horizonte utópico y temática
ideológica concreta. Se trata, en suma, de desvelar la
coherencia/incoherencia entre los valores explicitados y defendidos en el plano
teórico, y aquellos que realmente potencian las normas de acuerdo con las que
discurre la práctica. Este análisis desvelará la función ideológica
desempeñada por el discurso; función que puede ser la de propiciar el debate y
la reflexión intelectuales, confrontados con la práctica, de lo que podrían
surgir propuestas alternativas; o, por el contrario, como antes he apuntado,
la de legitimar la práctica, obstaculizando el análisis y contribuyendo, así,
al mantenimiento del statu quo, sin que surjan conflictos relevantes. En el
ámbito educativo, el discurso desempeña una función ideológica que es objeto de
estudio en el último apartado de este artículo.
El estatus de la ciencia.
El hecho de utilizar teorías científicas, en ocasiones,
arbitrariamente conectadas con principios éticos, como patente de corso para
justificar cualquier práctica, ha sido estudiado por distintos autores, algunas
de cuyas valiosas aportaciones traigo a estas páginas por considerar que pueden
resultar útiles a quienes experimentan contradicciones y buscan explicación a
las mismas.
Diéguez Lucena (1992) explica al
respecto que el significado social y las implicaciones políticas del discurso
se ocultan con un tipo de lenguaje aparentemente neutral, cientifista, técnico.
Cientifismo que tiene sus raíces en el mismo sitio donde nace la ciencia
moderna. Tanto Bacon como Descartes -figuras principales de la "revolución científica" del S.
XVII- sostuvieron que el conocimiento científico tiene como finalidad la
obtención de poder y dominio sobre la naturaleza, incluida la humana. En el
siglo XVII el cientifismo se hizo beligerante a través de la escuela positivista,
cuya intención última era reorganizar toda la sociedad
bajo directrices científicas. Para los positivistas aún la política y la ética
obtendrían sus conclusiones sobre las bases de las ciencias. Esta idea resulta
hoy familiar.
"La idea de basar la organización
social en principios científicos y pretendidamente objetivos, vaciando así de
contenido propio a la política y la ética, fascina hoy a tecnócratas de todo
signo". (Diéguez Lucena, 1992:
25).
El predominio del cientifismo y de la tecnocracia que con él va
pareja, ha provocado reacciones hostiles: el anticientifismo, que más que como
una vuelta a dogmas anteriores o como una apología de lo irracional, debe ser
entendido como la exigencia de que en una sociedad libre también la ciencia
esté sujeta a la crítica y al control de los ciudadanos.
Los teóricos de la Escuela de Frankfurt estudiaron este aspecto
de la vida social contemporánea. Horkheimer (en Kemmis, 1988: 88-89), uno de
los fundadores de esta Escuela, se mostraba tan alarmado por la “cientificación" de nuestro
pensamiento (racionalidad instrumental) y de la sociedad que temía la
desaparición de la razón crítica misma: el fin de la capacidad de distanciarnos
de nuestros modos familiares de pensamiento con el propósito de evaluar críticamente
hacia dónde nos conduce, por así decirlo. También para Habermas nuestras formas
actuales de pensar son "cientifistas",
es decir, caracterizadas por una fe ingenua en la ciencia, como árbitro final
de todo conocimiento (un papel tradicional de la filosofía). Pero la
perspectiva científica de la ciencia no es capaz, sin embargo, de comprenderla
críticamente: considerar la ciencia y sus demandas para conocer la verdad como
problemática. Por el contrario, la filosofía sí ha incluido siempre en su reflexión
cuestiones sobre la naturaleza y los logros de la filosofía misma. El poder de
la ciencia para resolver problemas técnicos en la sociedad industrial nos ha
proporcionado, quizá, mayor fe en sus logros de la que racionalmente puede
mantenerse. Así, a pesar de la esperanza de los ilustrados de que la ciencia
podía disipar el dogma y la superstición, la ciencia ha pasado a ser
crecientemente dogmática en relación con sus ansias de conocer, y la fe
supersticiosa en el poder y en sus productos se ha generalizado. Este
dogmatismo hace que la comunidad científica suela mostrarse hostil ante las
objeciones al cientifismo. Acusa de dogmático al que desde fuera se atreve a
poner en entredicho la validez de sus pretensiones. Y el pragmatismo,
crecientemente arraigado, hace que este tipo de disquisiciones resulten,
incluso, incomprensibles. A la ciencia -sostienen desde sus filas-sólo le
importan los resultados y sólo trata con hechos, huelga, por tanto, toda
acusación sobre un sesgo ideológico: los hechos son neutrales, los mismos para
todos. Quienes así piensan -afirma Diéguez Lucena (1992)ignoran, sin embargo, que no hay hechos sin teoría, ni teoría
sin presupuestos metafísicos. Del mismo modo, tampoco cabe eximir de responsabilidades
a la ciencia pura e imputarlas a sus aplicaciones prácticas.
Marx excluyó solamente a las ciencias de la naturaleza del dominio de
la ideología. Pero esto no significa, según Puente Ojea (1991), que dichas
ciencias estén exentas del coeficiente ideológico, no significa que desde fuera
de sí mismas no puedan introducirse en su quehacer ciertas orientaciones o
preconceptos de la especulación filosófica o religiosa. La influencia humana
está presente en toda praxis, pero en
la actividad científica se manifiesta ya originalmente en el hecho de que la
ciencia desempeña un papel eminentemente instrumental con referencia a la
producción y reproducción de la vida humana, de tal manera que la industria
condiciona, en gran medida, el ritmo y las direcciones de desarrollo de las
ciencias naturales.
Actualmente, con el pretendido desmantelamiento de las ideologías (tesis del fin de las ideologías), la
ciencia ha conseguido en Occidente el monopolio de la orientación de la praxis
política. Las propuestas de los viejos ideólogos son desestimadas por los
nuevos tecnócratas, no ya como equivocadas, sino, simplemente, estúpidas. Es
frecuente ver que en política se relega al silencio al que no es especialista
en economía, o, como últimamente, para sustentar una posición ética se exige
manejar con soltura la biología molecular o la antropología. Se piensa que las
únicas respuestas válidas vienen de la ciencia, lo que significa que
ningún problema alcanzará una solución satisfactoria hasta que no haya pasado
por el análisis de los científicos, y no sólo eso, ningún fin que podamos
perseguir será racionalmente aceptable si no está dictado por, o es, al menos,
compatible con la tecnociencia. Bajo la apariencia de objetividad se esconde,
según Diéguez Lucena (1992), una nítida ideología: todo el poder para los expertos. Por su
parte, el anticientifismo, aunque contrario a esta tendencia, no pretende, sin
embargo, acabar con la ciencia, sino hacer posible una sociedad en la que la
ciencia no se sitúe fuera de toda crítica; una sociedad en la que la ciencia no
desempeñe un papel ideológico ni determine los asuntos prácticos.
Instrumentalización del lenguaje en el ámbito
educativo.
Una de las
cuestiones más potentes planteadas por los estudios críticos a lo largo de los
años es la tendencia a ocultar mediante la utilización de un lenguaje "neutral" cuáles son, realmente,
las funciones sociales de la escuela. El discurso presenta la imagen de una
escuela concebida para atender las exigencias de una sociedad organizada de
acuerdo con principios éticos, científicos y objetivos; sociedad en la que se
presume existe consenso sobre valores, prioridades e intereses. Se ignora que,
por el contrario, la sociedad guarda en sí múltiples perspectivas y visiones
sobre la realidad y su transformación. Esos valores, considerados universales,
puede que sean, en realidad, los que convienen sólo a intereses de grupos
hegemónicos. Al respecto, explica Apple
(1986)
que el hecho de que las herramientas lingüísticas empleadas en el discurso sean
percibidas como poseedoras de estatus "científico"
impide comprender que el propio lenguaje utilizado conviene idealmente para el
mantenimiento del tipo de organización (y los efectos concomitantes del
consenso y control social) que ha dominado la enseñanza durante tanto tiempo.
Estas formas de lenguaje justifican encubiertamente el estatus, el poder y
la autoridad. En esencia son ideológicas. El lenguaje supuestamente normal de
una institución, aunque descansa en datos muy especulativos y puede aplicarse
sin que sea en realidad apropiado, proporciona un marco de referencia que
legitima el control de los aspectos más importantes de la conducta de un
individuo o grupo. Al mismo tiempo, al aparecer como "científico" y "experto"
contribuye a la aquiescencia del público, que centra la atención en su "sofisticación" y no en sus
resultados políticos o éticos.
También
Popkewitz, Pitman y Barry (1990) hacen hincapié en el carácter
instrumental de los contenidos del discurso de los reformadores y las
consecuencias éticas y políticas que de ello derivan. Consideran que no se
puede asumir que las propuestas de reforma sean proyectos o planes de acción
objetivos y desinteresados que buscan, ante todo, el bien del individuo y el
progreso social; hacerlo supondría ocultar la significación social y las
implicaciones políticas del discurso en que se articulan. Esas propuestas
forman parte de un “lenguaje público"
más amplio que contribuye a configurar determinadas creencias
(enmascaramiento) en torno a la naturaleza, causas, consecuencias y remedios de
la práctica institucional. Así pues, los documentos sobre reforma educativa no
deben considerarse meros instrumentos formales descriptivos de sucesos, sino
en sí mismos como acontecimientos que estructuran la lealtad y la solidaridad
social, como soportes ideológicos. Las propuestas de reforma pueden tener muy
poco que ver con la vida cotidiana de la escuela y sí mucho con los procesos de
legitimación propios de las sociedades industriales contemporáneas.
Afirman
estos autores que, a diferencia del movimiento de reforma de los años sesenta,
preocupado por los valores sociales y los contenidos transmitidos por la
escuela, en Estados Unidos, los proyectos actuales apenas tienen en cuenta el
debate sobre el conocimiento, la función de la educación en una sociedad
diferenciada y el papel de la enseñanza en el proceso de transformación y
reproducción cultural. Se ocupan sólo de las cuestiones técnicas, de
cuestiones relacionadas con la eficacia, la administración y los procesos.
Quedan ocultos la política y el poder que actúan en el discurso. Las propuestas
de reforma se caracterizan por el peso en ellas de la racionalidad denominada instrumental. Se parte de que toda persona
participa de un marco experiencia¡ común que alberga finalidades dadas. Y la
atención de los reformadores parece centrada en la identificación de los medios
más convenientes para el logro de dichos fines (tecnicismo). Esto es, la
reforma consiste en diseñar estrategias que acrecienten la eficacia como un
proceso de coordinación de medios con vista a ciertos fines prefijados. El
carácter instrumental de la razón contemporánea está hasta tal punto presente
en nosotros que aceptamos, sin más, tanto su valor como los supuestos que
genera el discurso.
Como ejemplo del tecnicismo y cientifismo que domina la escuela,
Popkewitz, Pitman
y Barry (1990) hacen referencia a
algunas de las categorías lingüísticas más sutiles que aparecen
reiteradamente en los discursos sobre las reformas educativas. El significado de
los términos utilizados es, en su opinión, muy restringido, se refiere a
aspectos técnicos y oculta los intereses sociales que subyacen a las
propuestas. Así, la noción de "flexibilidad"
queda reducida, en la práctica, a un conjunto de preocupaciones de tipo
administrativo. Cuando se analiza el significado de este término, se constata
su asimilación a lo estrictamente metodológico. La "flexibilidad" no se refiere, en realidad, a valores o ideas
sustantivas relacionados con la educación, ni tampoco a cómo dichas ideas se
materializan en los procesos sociales de la enseñanza. Por el contrario,
significa la iniciación del proceso educativo "cuando el alumno esté preparado para comenzar". Consiste en
permitir que los ritmos de aprendizaje se adecúen a cada niño, mientras los
objetivos permanecen idénticos para todos. Los rituales de la ciencia otorgan
legitimidad a esta concepción instrumental de la educación. La definición de
los problemas de investigación se enfoca hacia los aspectos metodológicos de la
enseñanza. A través de la lógica de la "ciencia", las expectativas sobre el alumnado y sus
realizaciones parecen independientes de las normas y valores sociales
subyacentes en ellas. Se pierde el nexo entre valor, finalidad y método que
articula la relación entre educación y condiciones sociales.
Refiriéndose a esa dicotomía, explica Gimeno (1989) que las reformas educativas se justifican y analizan desde dos
perspectivas indisociables: por los objetivos que anuncian, junto a los
problemas que dicen querer resolver, por un lado, y por el proceso que prevén
para llevar a cabo la transformación de la educación escolarizada. Los
factores de claridad de propósitos, diagnóstico de realidades, medios
disponibles y estrategia política y técnica que hay que seguir para iniciar el
cambio en educación son considerados fundamentales; pero las declaraciones no
son suficientes, si se pretende provocar una transformación real dentro del
sistema educativo. Partimos, según este autor, de una experiencia histórica
(muy asentada en las estructuras de la administración y en las mentalidades de
los que acceden a ellas, de las que se contamina el propio profesorado, más
allá de orientaciones políticas) que consiste en creer que las reformas se
implantan por el hecho de escribir buenos documentos sobre ellas, de anunciar
las "buenas nuevas", de
utilizar lenguajes técnicos diferentes, etc. Los supuestos actuales parecen
volver al viejo e inútil esquema de enzarzarse en una discusión sobre si los
conceptos propuestos son correctos o no, en cuanto a sus contenidos y formas
pedagógicas, donde las disquisiciones sobre lo que es un contenido de
conocimiento, una habilidad o una actitud sustituirá a aquél otro de diferenciar
un objetivo de una actividad, cuestiones éstas marcadamente técnicas. Se trata
de un esquema pretendidamente nuevo, pero conocido en la teoría curricular
desde hace, por lo menos, un cuarto de siglo, sin que por ello se hayan
modificado las pautas de comportamiento de los profesores en las aulas ni el
contenido de los materiales didácticos, ni la política de cambio de la
administración.
Los objetivos de la educación escolar, continúa Gimeno, quedan habitualmente formulados en documentos: preámbulos de los
planes de estudio, leyes, directivas, órdenes ministeriales. Se presentan en un
nivel extremadamente generalizado y abstracto, muy alejados de los comportamientos
concretos en el aula, en los que pueden descomponerse mediante sucesivas
operaciones. Es posible llegar fácilmente a un consenso cuando se trata de
generalizaciones como éstas, que contienen nobles frases a las que todo el
mundo está dispuesto a prestar un tributo gratuito. Pero existe un foso entre
la retórica de los documentos oficiales y las realidades del aula que,
percibido por los profesores y por otras personas que llevan sobre sus hombros
la carga práctica, resulta sorprendente, por no decir frustrante. Los
profesores aluden a la "poesía"
de los planes de estudios en contraste con las dificultades y tribulaciones de
las realidades tangibles del aula (Husén, 1979).
Como en otros países, en España, la escuela es un campo en el que las
contradicciones entre principios y normas tienen un fuerte arraigo, como lo
prueban las resultantes de la aplicación de la LOGSE
(1990). La Reforma Educativa regulada por esta Ley y los Reales Decretos, Ordenes Ministeriales, Circulares,
etc. que la han seguido, supone cambios en el ordenamiento
del Sistema Educativo (reforma estructural) y, de acuerdo con ellos, cambios
sustanciales, también, en el currículum (reforma curricular); emprendidos
todos -se dice-para mejorar la calidad de la enseñanza y, de este modo,
favorecer la realización de los grandes fines de la educación: igualdad y bienestar social. Este perfil
de la Reforma lo dibujan sus promotores con discursos prolijos en declaraciones
de principios éticos y científicos que, supuestamente, inspiran la normativa a
que ha de ajustarse la práctica educativa. Así, en el discurso sobre la
reforma estructural, encontramos un componente teórico (principios, como la igualdad de oportunidades escolares y la
modernización del sistema educativo para contribuir al desarrollo científico-tecnológico-económico, etc.) y un componente práctico (medidas políticas, como la ampliación de
la escolaridad obligatoria, y directrices para organizar centros, profesorado,
etc., acordes con esta ampliación) configurador del contexto, a juicio de los
administradores, propicio para realizar aquellos fines. Por su parte, el
discurso sobre la reforma curricular recoge una serie de principios científicos,
las llamadas Fuentes del currículum (sociológica, psicológica, pedagógica y
epistemológica), que -se asume-inspiran las directrices para diseñarlo y
desarrollarlo de forma que posibilite la enseñanza de calidad requerida por una
sociedad democrática, científica y tecnológicamente avanzada. "Estas cuatro fuentes desempeñan un papel en
todas las fases de elaboración y realización del currículo: a) en los
distintos momentos del diseño: de Diseño Curricular Base, de Proyectos
Curriculares, de Programaciones; b) en el desarrollo del currículo en el aula.
Así pues, tanto la Administración educativa, al establecer un currículo
normativo, cuanto los profesores, en sus proyectos, programaciones y práctica
educativa, han de referirse a esas fuentes, de las cuáles recaba
el currículo tanto sus contenidos cuanto su legitimación". (DCB, 1989: 23).
Este discurso, gracias al supuesto carácter universal, neutral y
riguroso de los principios que lo componen, aunque tales atribuciones no hayan
sido sometidas a debate, y a falta de un análisis de las condiciones reales de
aplicación, cuenta con un amplio consenso social. Hemos de tener en cuenta que
el texto sin referencia al contexto, como señala Álvarez (1990), se desvirtúa y
se vuelve indescifrable. Los reformadores se apropian de ideas y lenguajes
innovadores, pero no analizan los obstáculos que hay que superar y se limitan a
darlos por resueltos, bien enunciando propuestas o bien pasando por alto la
historia de la escuela que se pretende reformar, su estructura de funcionamiento
y los apoyos reales internos y externos con que cuenta. Para conocer el fin
último de la reforma educativa no podemos quedarnos en el plano del lenguaje,
fascinados por la nobleza de los propósitos declarados y confiados en la
pertinencia de las medidas que contempla, porque éstas, se dice, obedecen a los
dictados de la ciencia y de la ética. Es peligroso, afirma Álvarez (1990),
quedarse en el discurso, sin llegar a la praxis, porque en él todo funciona y
todo es imaginable como en un cuento de hadas. Para Galton y Moon (1986), la retórica del debate público en torno a la educación lo que
hace es deformar nuestras observaciones de los acontecimientos reales, generar
una falsa conciencia, frenando el cambio que podría derivar de un conocimiento
de la realidad no sesgado por esa retórica.
El sentido profundo de la reforma -como se ha señalado antes- se desvela
desmontando la ficción creada por el discurso en torno a los cambios y mejoras
que supone; para ello hemos de adentrarnos en el contexto de realización de la misma y contrastar las declaraciones con los
hechos, con el fin de sacar a la luz los valores que subyacen a las medidas
políticas tomadas para configurar ese contexto y su coherencia/incoherencia con
los propósitos explicitados por los reformadores.
Analizando, por ejemplo, el discurso sobre la reforma curricular,
concretamente las declaraciones sobre las Fuentes
en que se ha inspirado la propuesta del MEC, encontramos, afirmaciones, según las cuales, éstas han sido explicitadas
en los preámbulos del Diseño Curricular Base (DCB) porque un
plan resulta orientador al profesorado si le llega no sólo como producto
elaborado, sino también como proceso, indicándosele, de modo explícito, el
itinerario que ha conducido a su formulación. El conocimiento de estas Fuentes favorece -según los artífices
de la propuesta curricular- la reflexión del profesorado sobre el DCB, podrá discutir sus fundamentos y,
si es posible, también, corregirlos; a la vez posibilita que los equipos
docentes vuelvan a tomarlos como puntos de partida al elaborar los proyectos
curriculares de centro y sus programaciones de aula. El currículum -se declara-
tiene que dar respuesta a una serie de preguntas: qué enseñar, cuándo enseñar,
cómo enseñar, etc.; respuestas que han de elaborarse a partir de Fuentes de naturaleza y origen
diferentes; lo que es una garantía para mejorar la calidad de la enseñanza.
Desde que empezó a experimentarse la Reforma, sin embargo, las directrices
marcadas por las administraciones educativas están propiciando un tipo de
práctica que pone en entredicho los principios defendidos por sus promotores
(aprendizaje significativo, interdisciplinaridad, evaluación formativa,
autonomía del profesorado, etc.) y la razón a que -dicen- obedece la
explicitación de éstos en el DCB. La
normativa que prescribe la LOGSE para organizar los centros
(dotación de recursos personales y materiales, espacios, ratio, etc.) y
desarrollar el currículum (determinación de mínimos, criterios de evaluación,
orientaciones para elaborar proyectos curriculares, ejemplificaciones, etc.)
no posibilita, precisamente, la enseñanza de calidad que se decía pretender,
con vistas a conseguir la igualdad y el bienestar social. El profesorado,
agobiado por las cuestiones técnicas (elaboración de proyectos, programaciones,
horarios, etc.), tiene poco, o ningún tiempo, para preguntarse por el
significado de los principios éticos y científicos expuestos en el DCB, y por la naturaleza del nexo que
los vincula a las normas que regulan su práctica; intenta elaborar proyectos
fieles a las prescripciones curriculares, condición para que reciban el visto
bueno de la inspección, y no dispone de un ambiente que le invite a reflexionar
sobre la coherencia/incoherencia de su práctica con aquellos principios. El
contexto en que se desenvuelve no se ha dispuesto para que piense, sino para
que actúe, pero de acuerdo con un plan concebido por agentes externos.
Los textos que explican la Reforma, el DCB en concreto, presentan, como podemos comprobar, una visión
distorsionada de la práctica real que sucede en muchas escuelas, de las
condiciones en que se da y de las consecuencias que derivan de ella. Esto, a su
vez, crea, según Álvarez (1990), recelos y desconfianza. El profesorado puede
sentirse animado por un Proyecto, pero se resistirá a ponerlo en marcha cuando
no encuentre ni los medios, ni los apoyos institucionales, ni los equipos de
trabajo; se resistirá al padecer el peso de las trabas burocrático-administrativas
para poner en funcionamiento sus ideas; se resistirá desconfiando de tanta
promesa cuando tome conciencia de que las condiciones para llevarla a cabo no
están dadas; y se resistirá cuando, estando abierto al cambio, se vea
sorprendido por un discurso que no tiene el poder transformador de la palabra
que nace de la experiencia vivida en la escuela.
¿Qué intenciones ocultan, entonces, declaraciones como las relativas
a la conveniencia de que el profesorado conozca, reflexione y critique las Fuentes, si en el contexto arbitrado por
los administradores no hay margen para tomar decisiones relevantes sobre su
práctica y, mucho menos, para impulsar cambios del DCB ? ¿Por que, pese a estas incongruencias, no se ha producido una
contestación clara y generalizada por parte de la comunidad educativa? En muy
posible que la explicitación de las Fuentes
del currículum tenga como finalidad principal,
no la que apuntan los reformadores, sino, más bien, la de justificar las
normas precritas y propiciar, así, su aceptación sin conflictos. Se las estaría
utilizando con una función ideológica legitimadora. Una estrategia que falsea
la conciencia de los miembros de la comunidad escolar, haciéndoles creer que
realizan los grandes fines de la educación obedeciendo las directrices
oficiales, cuando, en gran medida, éstas están configurando un tipo de práctica
que poco, o nada, contribuye a realizar los valores proclamados. El propósito
último puede que sea mantener las cosas como éstan.
Bowles y Gintis (1985) señalan que siguen defendiéndose en la actualidad los
mismos principios que componían el discurso de los progresistas de principios
de nuestro siglo, sin que la esencia de las escuelas haya cambiado de acuerdo
con tales principios. Estos autores recogen fragmentos de aquél discurso cuyo
contenido, como podemos comprobar, coincide, en efecto, con los argumentos que
se utilizan en la actualidad: "Existe
una `sabiduría convencional' (...) en la educación (...) y para finales de
la segunda guerra mundial el progresismo había pasado a ser esa sabiduría
convencional. Las discusiones en torno a la política educativa se sazonaban
libremente con frases como: `diferencias individuales reconocidas, `desarrollo
de la personalidad', `la motivación intrínseca', `las situaciones
persistentes de la vida, `la reducción de la brecha entre el hogar y la
escuela', `enseñar a los niños, no enseñar materias', `adaptar la escuela al
niño', `experiencias apegadas a la vida real', `el profesor es guía no capataz','el
desarrollo intelectual y emocional tienen igual importancia'(..)" (p. 63).
Esta educación progresista, aunque haya triunfado en la teoría educativa,
nunca tuvo una oportunidad en la práctica; la escuela no ha cambiado, sigue
siendo en esencia la misma que regía la Iglesia. Son los objetivos dominantes
de determinados grupos, y no los ideales, los que han configurado la realidad
de la educación y han dejado poco espacio para que la escuela favorezca la igualdad y el desarrollo humano completo.
Un cambio sustancial de la escuela y la sociedad pasa, según Angulo
(1991), porque ni en nuestras formas de análisis, ni
en nuestras formas de actuación, justifiquemos y legitimemos discursos que
trabajen en contra de la autorreflexión crítica. Pero no sólo tenemos que
pensar en discursos que se articulan instrumentalmente, discursos que en su
vaciedad técnica impidan (o pretendan impedir) que los problemas esenciales que
afectan a los fenómenos educativos sean cuestionados. También es necesaria la
referencia a aquellos que desde posiciones supuestamente radicales, no hacen
más que enturbiar, oscurecer y atosigar el pensamiento y la reflexión;
discursos que, subrepticiamente, legitiman el elitismo del intelectual
situándolo por encima o más allá de la realidad diaria de la escuela, del pensamiento
y las inquietudes de los profesores. Plantea Angulo la necesidad de que la comunicación inteligente, no elitista, se
convierta en una de las más importantes preocupaciones.
Termino esta exposición haciendo hincapié en la necesidad de que, al
analizar el discurso sobre las reformas educativas, tengamos en cuenta que la
escuela es parte de un contexto social más amplio, al que aquellas afectan
también. Esto nos ayudará a interpretar las contradicciones que encierran. Al
respecto, estima Álvarez (1990) que las contradicciones entre "la retórica del decir y la pragmática del
hacer" apuntan a que reformas, como la promovida por la LOGSE, están pensadas para favorecer
intereses (políticos, económicos, culturales, etc.) de determinados grupos
sociales y no permiten un cambio sustancial de la escuela. Este discurso brinda
una ideología para la justificación y la legitimación. El lenguaje en que se
expresan las iniciativas políticas articula ciertas respuestas a las transformaciones
sociales y económicas, respuestas que están vinculadas, en gran medida, a
intereses particulares. Las prácticas de implantación son legitimadas a través
de los marcos simbólicos que ofrece la formulación de políticas. Sin embargo,
el aparente consenso en torno a las finalidades, el carácter lineal del
movimiento e índole administrativa de las estrategias es pura ficción. El
estado y determinados grupos, como las editoriales, son, en realidad, los que
configuran y modelan las actuaciones institucionales. El discurso resultante
no es, pues, neutral ni desinteresado y tiene importantes consecuencias
sociales (Popkewitz, Pitman y Barry, 1990). Por ello, sólo tratando
de entender el currículum oficial dentro de las condiciones escolares, y éstas
y aquél dentro del contexto político, social y económico exterior a la escuela,
se entiende la escolarización y pueden los educadores desarrollar esquemas de
pensamiento más apropiados para comprender la enseñanza y elaborar con más
realismo propuestas de modificación de la misma (Giroux y Penna, 1981, en Gimeno
y Pérez, 1994: 154).
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