¿EDUCACIÓN PARA LA DEMOCRACIA?

Análisis filosófico del Curriculum Nacional

 

Wilfred Carr*

 

Este artículo demuestra que los principios y el contenido del Curriculum Nacional son los presupuestos en cualquier justificación de educación en democracia. Lo que también demuestra es que el Curriculum Nacional sola­mente puede desarrollar genuinamente su papel democrático en una socie­dad que ofrezca las condiciones culturales y sociales necesarias para su puesta en práctica. Pero, puesto que el Curriculum Nacional se está apli­cando en una sociedad que carece de tales condiciones, cualquier fallo a la hora de ofrecer una "educación para la democracia" no será fallo del con­tenido del curriculum sino del tipo de sociedad democrática en la que éste está actuando.

 

La reacción más común a la pre­gunta formulada en el título de este artículo puede ser ambivalente. Por un lado, podemos pensar que tene­mos la obligación moral de discutir el propósito general del Curriculum Nacional y las consecuencias que pudiera tener para el desarrollo futu­ro de nuestra democracia. Por otro lado, podemos pensar que este tipo de discusión es insignificante si tene­mos en cuenta la enormidad de pro­blemas que ha creado el Curriculum Nacional. Del mismo modo, podemos estar de acuerdo en que las preguntas filosóficas sobre los principios educa­cionales y sociales implícitos en el Curriculum Nacional son preguntas de interés general. Pero, además, podríamos coincidir en que estas pre­guntas tendrán adecuada respuesta si se las formulamos a quienes, por su categoría académica y reconocimien­to institucional, se considera que poseen la experiencia profesional necesaria.

Lo que sugiero es que este tipo de respuesta ambivalente es algo más que una racionalización artificial que sirve para conciliar una contradicción básica en el seno de nuestra sociedad moderna y democrática; una contra­dicción entre la necesidad obvia de que los miembros de una democracia debatan públicamente cuestiones de interés público y el fallo manifiesto por parte de nuestra sociedad a la hora de ofrecer el tipo de educación que presupone la participación genui­na en tales debates. Sólo en una democracia cuyo sistema educativo no provee a sus miembros de las des­trezas intelectuales y las actitudes sociales necesarias para participar en un debate público es donde las discu­siones abiertas sobre los propósitos democráticos del Curriculum Nacio­nal pueden considerarse importantes en teoría aunque, en la práctica, sean tratadas como algo irrelevante y lar­gamente ignorado.

Uno de los resultados inevitables de nuestra incapacidad para discutir democráticamente el papel de la edu­cación en la sociedad moderna ha sido el privar a la filosofía de la educa­ción de cualquier papel cultural o practico importante. En nuestra democracia moderna, ésta ha ido convirtiéndose más y más en una especialidad académica quasi-técnica puesta en práctica en contextos insti­tucionalizados restringidos por una pequeña élite profesional. Como resultado, el argumento racional sobre los objetivos y valores de la educación se ha deformado convir­tiéndose en una empresa esotérica confinada a las páginas de revistas aca­démicas y dirigida con mínima refe­rencia al contexto histórico y social al que supuestamente se refiere.

 

*División of Education, University of Sheffield, Arts Tower Floor 9, Sheffield S10 2TN, United Kingdom.

 

Pero, por supuesto, el tipo de educación que los filósofos profesio­nales analizan y describen -educación "como tal" o "en general"- no se encuentra en ningún lugar. La educa­ción sólo se encuentra dentro del dis­curso, de las relaciones sociales y de las prácticas de cualquier forma espe­cífica de vida social. A la inversa, estas formas de vida siempre incluyen pre­suposiciones que han sido considera­das desde el punto de vista filosófico sobre cuáles deberían ser los objeti­vos y los propósitos de la educación (LANGFORD, 1985; HARTNETT y NAISH, 1986). De ello se deduce que cual­quier filosofía educacional, en la medi­da en que ofrece una justificación para algunos conceptos de educación, generalmente presupone el tipo de sociedad en el que debe incluirse este concepto. De ello también se deduce que una filosofía educacional siempre presenta algo más que un grupo de argumentos abstractos e intrincados que serán valorados en base a su coherencia lógica y su validez. Nos ofrece además los requisitos para conseguir una forma de vida social­mente materializada, con su modo específico de discurso, sus formas particulares de relaciones sociales y sus instituciones y costumbres pro­pias. El ejemplo más paradigmático de filósofo educacional que reconoció claramente la relación recíproca exis­tente entre una filosofía educacional y una filosofía social es, por supuesto, Platón. Lo que Platón vio claramente en La República, fue que cualquier investigación sobre la naturaleza y el propósito de la educación supone, entre otras cosas, justificar un tipo específico de sociedad y articular los roles sociales y políticos que los indi­viduos deben aprender a representar para asegurarse de que tal sociedad se cree o se mantenga. Por supuesto, lo que invalida el particular argumen­to de La República es la visión limitada de Platón sobre el desarrollo humano y su escasa intención de admitir que una sociedad puede evolucionar, cam­biar y aún así permanecer estable. Es su falta de entendimiento de cómo pueden los individuos y la sociedad cambiar y ser transformados el uno por el otro lo que siempre se cita como razón para afirmar que la filo­sofía educacional de Platón ofrece una solución inadecuada al problema que tan claramente identifica (PETERS, 1977).

La crítica de La República de Pla­tón por John Dewey fue feroz. En Democracy and Education (1916), Dewey admitía que "fue Platón quien por primera vez enseñó conscientemente al mundo..." la importancia social de la educación y que "sería imposible encontrar ... un reconocimiento más ade­cuado ...de la importancia educacional de los acuerdos sociales" que el que aparece en La República(DEwEY, 1916, p.88). Sin embargo, para Dewey, "la esclavitud de los ideales estáticos" de Platón y su "convicción de que el cambio o la alteración era un flujo caótico" significaba que "no podía confiar en que las mejoras gradua­les en la educación consiguieran una sociedad mejor, que a su vez mejoraran la educación y así indefinidamente..." (DEWEY, 1916, p.91). La primera tarea que Dewey se propuso en su propia filosofía educacional fue evaluar de forma crítica aquellas filosofías que habían sido "formuladas en condiciones sociales anteriores pero que todavía ope­ran en sociedades nominalmente demo­cráticas, para poner trabas a la realiza­ción adecuada del ideal democrático" (DEWEY, 1916, p.iii).

Dewey consideró que era necesa­rio proceder de esta manera porque estas "condiciones sociales previas" se habían desintegrado por el impacto de la industrialización del siglo XIX. El modo en que la industrialización había transformado los modelos tradicio­nales de "vida comunal" no se tradujo simplemente en una necesidad de la educación que ofreciera a los alumnos los conocimientos profesionales nece­sarios en una sociedad industrial moderna. Mucho más significativo fue que se crearan las condiciones bajo las cuales la educación contribuiría al nacimiento de una sociedad genuina­mente democrática, una sociedad "que prevé la participación de sus miem­bros en igualdad" (DEWEY, 1916, p. 99).

Esta contribución requería la reconstrucción de la educación de modo que se convirtiera en una forma de vida comunal democrática­mente organizada. Según Dewey, los individuos no llegarían a entenderse a sí mismos como ciudadanos democrá­ticos por el sólo hecho de aprender sobre democracia. Solamente lo con­seguirían siendo parte de una comuni­dad democrática en la que los fines y los propósitos de la vida comunal se formularan a través de discusiones colectivas y de un debate racional. La democracia era, para Dewey, ante todo"un modo de vida implícita en las prácticas culturales y las relaciones socia­les de la vida diaria. Era sólo en las escuelas, que eran por sí mismas comu­nidades democráticas, donde los indivi­duos podían adquirir esas aptitudes men­tales y esas actitudes sociales, requisitos previos de una sociedad genuinamente democrática".

La filosofía educacional de Dewey era producto de una época en la que la democracia era todavía un ideal irrealizable y, por esta razón, su tarea en Democracy and Education fue demostrar cómo la educación tenía que transformarse para fomentar y promover la evolución de un modo de vida más democrático. Medio siglo después, cuando ya se asumía común­mente que la sociedad contemporá­nea se basaba en principios democráticos, R.S. Peters formuló la relación entre educación y democracia de una forma bien distinta (PETERS, 1966, 1979). Así pues el propósito de este artículo sobre "Valores Democráticos y Objetivos Educacionales" no es defen­der los objetivos educacionales que crearían una sociedad democrática sino aclarar los objetivos educaciona­les que reflejan "los valores básicos dis­tintivos del tipo de sociedad democrática en la que vivimos" (PETERS, 1979, p.468). Merece la pena citar con todo detalle la relación de estos valores, según Peters (1979, p.468): "La demo­cracia es una forma de vida en la que los asuntos políticos deben resolverse siem­pre que sea posible a través de la discu­sión... Decidir a través de una discusión exige veracidad, respeto por las personas y la imparcialidad de intereses como principios morales subyacentes... Ade­más es necesaria la preocupación por el "bien común" para fomentar la partici­pación general en la vida pública. Esto hace pensar en un resurgir del casi olvi­dado ideal de fraternidad ... así como de la habilidad para discutir y criticar la vida pública"

Para Peters, estos valores demo­cráticos generan una forma de educa­ción comprometida con tres objeti­vos generales. El primero se centra en el desarrollo moral de los alumnos y tiene que ver con la adquisición de virtudes morales como la tolerancia, la integridad y la preocupación por los demás: "principios fundamentales de la forma de vida democrática" (PETERS, 1979, p.474). El segundo se centra en el desarrollo intelectual, cultural y emocional e implica adquirir "un cono­cimiento y un entendimiento de los mun­dos natural, interpersonal y sociopolítico" que "todos los miembros de una socie­dad democrática deberían poseer para poder participar en esa forma de vida" (PETERS, 1979, p. 477). El tercer obje­tivo educacional de una democracia identificado por Peters es la realiza­ción de las ambiciones de uno mismo, que pone de relieve el "desarrollo de la autonomía" y de un "compromiso autén­tico de los individuos con los modos de conducta, las creencias, actitudes y activi­dades a las que el individuo puede acce­der gracias al aprendizaje que proviene de los dos primeros objetivos de la edu­cación" (PETERS, 1979, p.479).

Las filosofías de la educación de Dewey y Peters fueron el producto de muy diferentes condiciones histó­ricas y sociales y están dentro de tra­diciones filosóficas muy distintas. De todas formas, las dos constituyen una fuerte justificación teórica para la cre­encia de que el papel principal de la educación en la democracia es ofre­cer a todos sus futuros miembros la oportunidad de desarrollar esas cuali­dades intelectuales y morales que requiere una participación sensata en la vida democrática; y, a través de esto, sus filosofías de la educación nos ofrecen las fuentes conceptuales para rehacer la pregunta formulada en el título de este artículo: ¿A qué tipo de sociedad se dirige el Curriculum Nacional? ¿Hasta qué punto son sus propósitos y principios constitutivos de un modo de vida democrático?

II

Huelga decir que, ni el documento de consulta del Curriculum Nacional (DES, 1987) ni la Education Reform Act, donde se incluyó el Curriculum Nacional ofrecieron respuestas direc­tas a estas preguntas. Lo que el docu­mento de consulta ofrecía era un compromiso con "los principios del curriculum escolar que desarrollan el potencial de todos los alumnos y los pre­paran para sus responsabilidades como ciudadanos y para el reto del empleo en el mundo del mañana" (DES, 1987). El propósito de la Education Reform Act era traducir esta inquietud por el desarrollo personal, la ciudadanía, y el empleo a un Curriculum Nacional "equilibrado y fundamentado en princi­pios generales" que estuviese orienta­do por dos objetivos educacionales generales. Estos son: (a) Promover el desarrollo espiritual, moral, cultural, mental y físico de los alumnos en la escuela y en la sociedad; y (b) prepa­rarlos para las oportunidades, respon­sabilidades y experiencias de la vida adulta.

En el documento que muestra cómo estos dos objetivos deben tras­ladarse a la práctica (DES, 1989, p. 2) no se ofrece justificación alguna para el primero más que el hecho de iden­tificar las formas del desarrollo perso­nal "que son ampliamente aceptados como importantes" (DES, 1989, p.2). De igual forma, aunque se afirma que el segundo objetivo requiere un curri­culum "que prepare al alumno para ser un miembro de la sociedad con una variedad de... responsabilidades sociales" (DES, 1989, p.2), no se da ninguna indicación del tipo de socie­dad para la que los alumnos deben ser preparados o del tipo de "responsabili­dades sociales" que deben adquirir.

¿Por qué son estos objetivos edu­cacionales tan "ampliamente aceptados" que pueden proponerse sin más explicación o justificación? La razón por la que preparar alumnos para las oportunidades, responsabili­dades y experiencias de la vida adulta es universalmente aceptada, es sufi­cientemente obvia: es un propósito perseguido, conscientemente o no, por todos los sistemas educativos de cualquier lugar. "La preparación para la vida adulta" es, en otras palabras, la forma oficial de reconocer la parte esencial de la educación en el proceso de "reproducción social". Proceso éste por el cual una sociedad prepara a sus jóvenes para los papeles sociales y económicos así como para la relacio­nes de la vida adulta que son necesa­rios para su continuidad a través de todas las generaciones. Walter Fein­berg (1983:155). describe este proce­so así: "Hablar de educación como reproducción social ... significa reconocer su papel primario para mantener la con­tinuidad intergeneracional y la identidad de una sociedad a través de las generaciones... La educación en este sentido tiene dos funciones: En primer lugar, la reproducción de habilidades que satisfa­gan las necesidades definidas socialmen­te. En segundo lugar, la reproducción de la conciencia... que ofrezca la base para la vida social."

 

 

El segundo objetivo del Curricu­lum Nacional ofrece un merecido reconocimiento al papel reproductivo de la educación, un papel que las escuelas desempeñan no sólo prepa­rando a los alumnos en las habilidades técnicas y sociales necesarias en el mundo del trabajo sino también socializándolos dentro de las normas culturales, valores políticos y conoci­mientos compartidos que permiten que se reproduzca la conciencia común constitutiva de las formas existentes de vida social.

Por supuesto, en una dictadura o régimen totalitario la "reproducción social" puede que sea la única función de la educación y la "preparación para las responsabilidades y experiencias de la vida adulta" puede que sea el único objetivo educacional legitimado. En realidad, es característico de tales sociedades el asegurarse de que el propósito de unos objetivos educa­cionales más trascendentes, como el desarrollo de la reflexión crítica, no sea fomentado y sí reprimido sistemá­ticamente. Pero en una sociedad democrática moderna la idea de que la educación funcione sólo para reproducir una forma de vida existen­te es inaceptable. Ya que, frente a una dictadura o un régimen totalitario, una democracia no trata de mantener su identidad de generación en genera­ción de una forma estática o determi­nada. En realidad, uno de los rasgos distintivos de una democracia es que faculta a sus miembros para que con­formen colectivamente las formas en las que la sociedad se reproduce. Otro de los rasgos es que reconoce su responsabilidad en la educación de los futuros ciudadanos de modo que puedan influir en el proceso de repro­ducción social de una forma racional y consciente. Así pues, un objetivo edu­cacional primordial es el de preparar a los alumnos para lo qué Amy Gut­mann (1987, 1990) llama "reproducción social consciente":

"(En una democracia) la educación debería preparar a los alumnos para reproducir ( no duplicar) conscientemente su sociedad ... Nosotros deberíamos por tanto incentivar un grupo de prácticas que preparen a los futuros ciudadanos para participar de forma inteligente en los procesos políticos que conforman su sociedad... Puesto que una sociedad, para que pueda reproducirse consciente­mente...debe cultivar el tipo de carácter y de inteligencia que permita a las perso­nas elegir racionalmente( digamos autó­nomamente) entre las distintas formas de vida" (GUTMANN, 1990:5-6).

Históricamente, el cultivo del "tipo de carácter y de inteligencia" que permita a los futuros ciudadanos par­ticipar en la conformación de su sociedad ha sido el objetivo de la edu­cación liberal- una forma de educa­ción formulada en la época clásica para cumplir con las necesidades de los ciudadanos libres e iguales implica­dos activamente en la vida de una comunidad política. Aunque a lo largo de su evolución histórica la educación liberal se ha interpretado de distintas formas, siempre se ha considerado una educación propia del "hombre libre" capaz de realizar juicios raciona­les como miembro de un público culto y educado (PETERS, 1977; MAClNTYRE, 1987). De igual forma, aunque el curriculum de la educación liberal se ha ido cambiando para que tuviera en cuenta las condiciones sociales, políticas y culturales, ha esta­do siempre inspirado por la creencia de que lo que se considera como educación liberal no puede ser deter­minado simplemente reuniendo un número de asignaturas curriculares dispares sino que, por el contrario, debe basarse en un conocimiento conforme de lo que los futuros ciuda­danos necesitan saber y compartir a modo de perspectiva común de su sociedad (MILLS, 1963).

En la Gran Bretaña de los siglos XVIII y XIX, el acceso a este tipo de educación liberal era algo exclusivo de una élite aristocrática. Pero al reemplazar la democracia a la aristo­cracia, la necesidad de ofrecer a todos la oportunidad de adquirir el tipo de desarrollo personal que la educación liberal propone se ha con­vertido en la obligación política del Estado democrático. Así, el primer principio del Curriculum Nacional -"promover el desarrollo espiritual, moral, cultural, mental y físico de los alumnos"- es mucho más que un tópi­co. Es la forma convencional de reco­nocer que el sistema educativo de una sociedad democrática debe acep­tar la responsabilidad de fomentar las formas de desarrollo personal y social que hacen que la participación sea posible. Por la misma razón, muchas de las asignaturas "esenciales" y "bási­cas" incluidas en el Curriculum Nacio­nal son aquellas tradicionalmente con­sideradas convenientes para el ideal liberal. A través del estudio de estas asignaturas se supone que los indivi­duos pueden aprender a meditar sobre las normas y prácticas sociales existentes, a cultivar su capacidad para la deliberación racional y a adquirir las virtudes de la responsabi­lidad social y la obligación cívica (MILLS, 1963; Rothblatt, 1976; Oes­treicher, 1982). Procurando que este tipo de curriculum sea accesible a todos los alumnos e insistiendo en que "debe servir para permitir el desa­rrollo del alumno como individuo, como miembro de la sociedad y como futuro miembro adulto de la comunidad" (DES, 1989:2), el Curriculum Nacional es capaz de ofrecer el tipo de educación liberal que se considera intrínseca a la forma de vida democrática.

Los principios y el contenido del Curriculum Nacional reflejan y respal­dan los objetivos y valores educacio­nales de una sociedad democrática moderna. Aunque uno de sus princi­pios básicos reconoce la función de la educación en el proceso de repro­ducción social y económica, el otro reconoce la obligación de educar a los futuros ciudadanos de modo que influyan activamente en este proceso a través del debate democrático. Aunque parte de su contenido está formado por los conocimientos y las técnicas que sirven para preparar a los alumnos para determinadas profe­siones, la mayor parte incluye saberes humanísticos cuyo estudio es conve­niente para el desarrollo de las cuali­dades mentales que requiere la parti­cipación democrática en la vida social.

De ello resulta que los principios y el contenido del Curriculum Nacio­nal son los presupuestos en cualquier justificación de la educación en una sociedad democrática. Pero lo que está igualmente claro es que la efectividad del Curriculum Nacional sólo es posible si, en las condiciones sociales y culturales establecidas por nuestra democracia moderna, se pueden combinar de forma coherente los objetivos inseparables del mismo. Esto es porque la promulgación simultánea de estos dos objetivos sólo será posible en una sociedad en la que los roles sociales y económicos de la vida adulta sean tales ­ que la pre­paración para una profesión no excluirá la posibilidad de preparación para el papel político del ciudadano democrático. En una sociedad en la que la socialización de los roles y las relaciones de la vida adulta era incompatible con la promoción de las formas de desarrollo personal que dichos roles y relaciones de la vida democrática requieren, los objetivos inseparables del Curriculum Nacional obviamente carecerían de una condición necesaria para su puesta en prác­tica de forma conjunta. El sistema educativo de dicha sociedad podría funcionar de forma efectiva tanto como un instrumento de reproducción social y económica o como medio de reproducción de una forma democrática de vida social, pero no podría realizar ambas cosas a la vez. En dicho sistema educativo, el éxito en la consecución de uno de los pro­pósitos del Curriculum Nacional implicaría inevitablemente el fracaso en la consecución del otro.

III

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Hasta ahora, he sostenido que el Curriculum Nacional presupone otro propósito más que el de reproducir las formas de conciencia y relaciones sociales necesarias para mantener una forma ya existente de vida social y que este propósito sirve para prepa­rar a los individuos para la participa­ción activa y consciente en una socie­dad democrática. Lo que no he soste­nido es que el Curriculum Nacional no pueda conseguir su propósito sino que sólo lo hará de forma efectiva en una sociedad que pueda ofrecer las condiciones necesarias para su puesta en práctica. ¿Cuáles son esas condi­ciones? Existen al menos seis.

En primer lugar, es una sociedad que ha reconocido que la forma en la que sus miembros llegan a entender­se a sí mismos y a entender las rela­ciones con otros no es algo que pue­dan conseguir antes de su entrada en la vida social sino que en parte este entendimiento está constituido por la forma de vida social en la que ellos participan (DEWEY, 1939). Esto con­trasta con una sociedad que conside­ra a sus miembros como una colec­ción de individuos autónomos que conforman agrupamientos sociales para su propio beneficio personal y que conciben sus relaciones con los demás en términos puramente instru­mentales.

En segundo lugar, es una sociedad cuyos miembros discuten colectiva­mente cuestiones y hechos que ellos mismos reconocen de significación práctica para la organización de la conducta de su propia existencia social compartida (DEWEY, 1916; PETERS, 1966, 1979). Es por ello muy diferente a una sociedad que minimiza las oportunidades para un debate abierto, que ha reemplazado el diálo­go público por la consulta privada y que restringe el compromiso público en la toma de decisiones en favor de la elección de una de las alternativas que ofrezcan las elites políticas (SCHUMPETER, 1954).

 

 

 

 

En tercer lugar, es una sociedad que trata de solventar sus desavenen­cias sobre cuestiones públicas "públi­camente", es decir, en base a los jui­cios formulados a través de la delibe­ración racional colectiva y que no están contaminados por la influencia manipuladora del mercado y las técni­cas de publicidad (MILLS, 1963). Esta contrastará con una sociedad que oculta sus diferencias bajo una retóri­ca de consenso y en la que la "opinión pública" no se genera a partir de las discusiones públicas de problemas comunes sino a través de la tabula­ción de las respuestas personales sobre problemas privados (POLLOCK, 1976).

En cuarto lugar, una sociedad que hace algo más que simular su interés por el concepto de opinión pública será una sociedad que fomente foros institucionalizados para el debate racional, foros en los que las ideas y los argumentos serán examinados a través de un diálogo crítico y donde la pertenencia al grupo es posible independientemente de su categoría profesional o habilidad técnica (HABERMAS, 1974). Obviamente es muy diferente a esas sociedades que consideran que la política pública es una cuestión profesional y debe estar en manos sólo de aquellos que tienen un papel social especializado y operan dentro de determinados marcos insti­tucionales.

Estas dos últimas condiciones se presuponen una a la otra: los debates a través de los cuales se forma la opi­nión pública son conducidos dentro de un contexto social en el que los impedimentos al argumento racional son sistemáticamente excluidos y se permite el predominio de las normas y los modelos del discurso racional­normas de divulgación de la verdad, imparcialidad de intereses, respeto por las personas, etc.... (MClNTYRE, 1987; PETERS, 1979). Dichos debates serán por tanto distintos de aquellos conducidos en "sociedades de debate", sociedades en gran parte insensibles a los imperativos de la racionalidad y en las que "el debate" es simplemente una técnica retórica desplegada por grupos políticos rivales para favore­cer sus intereses personales y para disimular sus propios fines ideológi­cos. Una sociedad racional así enten­dida, contrasta con una sociedad en la que el debate se reduce a pura mas­carada.

Finalmente una sociedad racional es aquella en la que la educación es evidentemente un bien público más que una empresa privada y por tanto una sociedad que considera la necesi­dad de educar a todos sus futuros miembros para que participen en debates sobre el desarrollo de su sociedad como un imperativo moral independiente de consideraciones o intereses utilitaristas (GUTMANN, 1987). Es ésta muy diferente a una sociedad que trata la educación como un producto de consumo, cuya distri­bución depende de la riqueza, la cate­goría social o el poder y donde el Estado controla el sistema educativo de tal modo que se permite imponer su propia visión de lo que debe ser la forma futura de la sociedad.

Así pues, el Curriculum Nacional sólo puede conseguir su papel demo­crático de una forma efectiva en una sociedad ya fundada sobre valores y creencias democráticas. Pero si se abstrae de este tipo de contexto social y si se transplanta a un medio cultural que carezca del entendimien­to genuino sobre el tipo de roles sociales que en cierta forma deben desempeñar los miembros de una democracia, será privado de las con­diciones sociales en las que pondría en práctica su propósito democráti­co. Retiremos el escenario social en el que se reproducen las relaciones sociales necesarias para la participa­ción democrática y el nexo entre democracia y Curriculum Nacional se habrá roto. No sólo los saberes humanísticos del Curriculum Nacio­nal no podrán ya organizarse para mantener una forma de vida demo­crática sino que además se daría el caso de que sería difícil discernir la relevancia de estas asignaturas, tanto respecto a las vidas de los individuos como respecto al mantenimiento de la democracia. Podría parecer que el Curriculum Nacional ofreciera algo más que una colección de disciplinas especializadas e independientes, situa­ción que se puede experimentar más como un proceso de pérdida que de desarrollo personal. La consecuencia inevitable no sería el empobrecimien­to del Curriculum Nacional sino el empobrecimiento de la democracia.

IV

 

¿Cuáles son las características de la sociedad en la que se pone en práctica el Curriculum Nacional? La que posiblemente sea la característica más notable de nuestra forma moder­na de democracia es la importancia que se concede a la noción de elec­ción individual y de preferencias per­sonales (HELD, 1987). La mayoría de las veces, la democracia se define como el sistema político que con más efectividad protege la libertad de los individuos para realizar sus propias elecciones autónomas y para poner en práctica sus propias preferencias. Lo que sorprende es que las institu­ciones públicas ahora consideren necesario para la conservación de la democracia no esas instituciones identificadas con discusiones públicas sobre el bien común sino aquellas en las que se pueden exhibir y satisfacer libremente las elecciones privadas y las preferencias individuales (LEVITAS, 1986). Por lo tanto, son las institucio­nes del mercado -instituciones adap­tadas a los deseos e intereses de los individuos- las que cada vez más defi­nen las formas de discurso y las rela­ciones sociales dominantes en la cul­tura de nuestra sociedad moderna (LINDBLOM, 1977; BOWLES y GINTIS, 1986). Iniciarse en esta cultura signifi­ca convertirse en el tipo de persona a quien le parece normal creer que sólo uno mismo puede expresar legí­timamente sus necesidades e intere­ses a través de sus preferencias per­sonales. Educarse en dicha cultura sig­nifica saber cómo organizarse y dar prioridad a estas preferencias de forma disciplinada y con las habilida­des negociadoras necesarias para satisfacerlas con la máxima efectivi­dad y eficacia.

¿En qué debe convertirse el Curriculum Nacional en una demo­cracia que trata a las preferencias individuales como sacrosantas y atri­buye al concepto de mercado un lugar primordial? En lo que en primer lugar debe convertirse es en un curriculum que estime el conocimiento y las habilidades comerciales por enci­ma de la conciencia social y la refle­xión crítica, y por tanto es un curri­culum en el que el papel político de la educación liberal no puede conside­rarse seriamente. Por tanto no sor­prende advertir que esas asignaturas que fomentan la evaluación crítica de la sociedad contemporánea- asignatu­ras como la sociología y la economía- ­sean sistemáticamente ignoradas y la historia, la literatura y otros saberes humanísticos se organicen de forma que minimicen su función política y den énfasis a su valor de mercado. Tampoco sorprende ver que las asig­naturas más específicas de la forma­ción para el trabajo no incorporen ninguna cuestión critica sobre las normas y valores del "mundo del tra­bajo". Puesto que, en una moderna democracia de mercado , la educa­ción debe subordinar la participación democrática a la participación de mercado, el Curriculum Nacional no sólo debe despolitizar la educación liberal, debe además despolitizar la formación profesional (FEINBERG, 1983).

­ Así pues, el Curriculum Nacional se pone en práctica en una sociedad que lo priva del tipo de contexto político o cultural en el que se puede expresar con autenticidad el propósi­to de la democracia. En realidad, el Curriculum Nacional es en sí el cen­tro de la Education Reform Act diseña­da para crear un sistema educativo de libre mercado y para transformar el curriculum en unos bienes y servicios instrumentales que serán "entregados" a padres y alumnos por los profeso­res y las escuelas. Puesto que está tan firmemente asumido en la ideología educacional de la Education Reform Act y puesto que esta ideología a su vez forma parte de la ideología mercanti­lista de la democracia contemporá­nea, los principios y el contenido del Curriculum Nacional sólo pueden entenderse y defenderse en términos instrumentales (JONES, 1989). En efec­to, en una democracia cuya ideología dominante ignora sistemáticamente las cuestiones sobre la formación social de los individuos o ignora hasta qué punto sus preferencias son sus­ceptibles de desarrollo educacional, apenas se puede realizar la pregunta básica de Herbert Spencer: "¿Qué tipo de conocimiento es más valioso?"

Por tanto, cualquier fracaso del Curriculum Nacional al preparar a los ciudadanos democráticos no puede considerarse un fallo del curriculum particular sino un fallo de nuestra democracia contemporánea a la hora de ofrecer las condiciones sociales y culturales necesarias para poner en práctica, con éxito, la educación. Pero aunque la idea de que el Curri­culum Nacional puede contribuir al desarrollo de la sociedad democrática sea una ilusión, es una ilusión que no se puede fácilmente disipar ya que la herencia de nuestras tradiciones edu­cacionales y nuestros valores demo­cráticos está tan omnipresente que no podemos, ni siquiera en esta cul­tura mercantilista, erradicar la idea de que la educación debe iniciar a los alumnos en la forma de vida demo­crática. He sostenido que este objeti­vo presupone una cultura y una sociedad demasiado ajena a la nues­tra, y de ahí que el fracaso del Curri­culum Nacional al ofrecer una educa­ción para la democracia no se deberá a lo que incluye y afirma sino a lo que nuestra sociedad contemporánea excluye y niega.

 

 

 

Nota

(I) Original publicado en 1.991 como Education for democracy? A Philosophical Analysis of the National Curriculum. Journal of Nfosophy of Education, vol. 25, num.2, p.183-191. Traducción del original inglés a cargo de Aurora Caparrós Cayuela.