editorial
¿Es necesaria una
contrarreforma educativa?*
Recientemente se ha hecho pública la intención del
Ministerio de Educación de presentar una Ley de calidad que incluiría como
aspecto fundamental la separación de los estudiantes, a partir de los 14 años,
en tres vías de formación hacia las que se orientaría, respectivamente, a los
alumnos "buenos" y motivados, a los "regulares", y a los
"malos" o sin interés por el estudio. Esta medida se justifica
basándose en que así se evitaría que los buenos estudiantes se vean
perjudicados por los menos aptos y se produzca un lamentable descenso de nivel.
Cabe
señalar que la propuesta del Ministerio se apoya en un clima social
-ampliamente aireado por los medios de comunicación- de inquietud generalizada
por el creciente deterioro del sistema educativo (muy particularmente del
sector público) que ha llevado a cuestionar la conveniencia de extender hasta
los 16 años la educación común de toda la población. Este clima social tiene un
claro reflejo en los centros, donde se señalan frecuentes situaciones de
indisciplina, atribuidas a las actitudes y comportamientos de estudiantes sin
interés por el estudio, "obligados a permanecer en el sistema
educativo", que en muchos casos impiden el desarrollo normal de las clases
y perjudican al resto de estudiantes.
¿En
que medida estas preocupaciones están justificadas? Intentaremos mostrar que el
problema no está en la ampliación de la escolarización obligatoria y común para
todos (lo que no excluye, muy al contrario, una cierta opcionalidad susceptible
de favorecer el interés de los distintos estudiantes) y que el proyecto de
segregar a los estudiantes por niveles forma parte de una auténtica contrarreforma educativa, que incluye otras
medidas y actuaciones como las nuevas barreras selectivas para el acceso a la
universidad, las precipitadas reformas curriculares realizadas sin
participación alguna del profesorado, la falta de voluntad de construcción y
adaptación de los centros públicos, etc. Una contrarreforma que favorece claramente
la privatización de la enseñanza secundaria y el apartheid escolar, atribuyendo
a la enseñanza pública -como denuncia el ex Director General de la UNESCO,
Federico Mayor Zaragoza, en su reciente libro Un mundo nuevo- "la triste
función de gestionar el fracaso escolar, o la concesión de diplomas devaluados
en el mercado de trabajo".
UNA
CONQUISTA IRRENUNCIABLE
No cabe duda alguna de que estamos viviendo una situación difícil que está afectando a la credibilidad de la enseñanza pública. Pero corremos el riesgo de confundir las causas y -como ocurre tantas veces cuando nos dejamos llevar por las apariencias y meras opiniones- apuntar en direcciones equivocadas.
Por
lo que se refiere a la actual ampliación de la educación secundaria, conviene
recordar a quienes la cuestionan -y ven en ella el origen de una degradación
inaceptable- que, a mediados del siglo XX, todavía existía en España, y en
muchos otros países, un "examen de
ingreso'' que, a los 10 años (¡), determinaba quiénes podían seguir estudios
secundarios y quiénes no. La supresión de ese examen generó similares
inquietudes y catastrofistas predicciones que la actual escolarización hasta
los 16 años. Y, sin embargo, la sociedad y el sistema educativo acabaron
asimilando positivamente aquella ampliación de la educación y nadie parece
sostener hoy la conveniencia de volver atrás y que a los 10 años se decida
quién puede seguir estudiando y quién ha de conformarse con aprender a leer y
escribir y las cuatro reglas.
Pero, si eso no basta para hacernos dudar, para
cuestionar las pesimistas expectativas con que suelen recibirse los avances en
la democratización de la educación, podemos remontarnos algo más lejos, al
siglo XIX -cuando sólo una ínfima minoría aprendía a leer y a escribir- y
recordar el rechazo de las fuerzas vivas de la sociedad a la extensión de la
educación a las capas populares. Merece la pena recordar la argumentación del
Presidente de la Royal Society inglesa para oponerse, con éxito, en 1807, a la
creación de las escuelas elementales en todo el país: "En teoría, el
proyecto de dar una educación a las clases trabajadoras es ya bastante equívoco
y, en la práctica, sería perjudicial para su moral y su felicidad. Enseñaría a las gentes del pueblo a despreciar su posición en la vida
en vez de hacer de ellos buenos servidores en agricultura y en los otros
empleos a los que les ha destinado su posición. En vez de enseñarles
subordinación les haría facciosos y rebeldes, como se ha visto en algunos condados industrializados. Podrían
entonces leer panfletos sediciosos, libros peligrosos y publicaciones contra la
Cristiandad. Les haría insolentes ante sus superiores; en pocos años, el
resultado sería que el gobierno tendría que utilizar la fuerza contra
ellos".
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* Este manifiesto ha sido elaborado inicialmente por un grupo de
profesores de secundaria y universidad, vinculados a la Universidad de
Valencia, con el propósito de llamar la atención sobre lo que nos parece uno de
los aspectos más graves de la actual contrarreforma educativa.
Esta argumentación tuvo éxito momentáneo y
retrasó el proceso de alfabetización en el Reino Unido. Fue la victoria de
sectores sociales que no escondían sus planteamientos clasistas. Pero fue una
victoria puntual, insostenible a largo plazo, que tuvo que dejar paso al
proceso incontenible de la alfabetización básica en un número creciente de
países (aunque, desgraciadamente, dicha alfabetización esté lejos de haberse
completado a escala planetaria). Es cierto que ello obligó a modificar las orientaciones
pedagógicas para favorecer el aprendizaje de niños procedentes de medios
socioculturales deprimidos. Pero los nuevos métodos de la llamada
"pedagogía moderna" se mostraron útiles para todos los estudiantes y no únicamente
para los que tenían más dificultades. Eso es lo que ocurrirá, como muestran
rigurosas investigaciones, con la actual ampliación de la escolaridad, en la medida en que se proporcionen los medios necesarios y vayan incorporándose las nuevas estrategias educativas.
Conviene enfatizar que la inmensa mayoría de quienes hemos pasado por
la Universidad en la segunda mitad de este siglo somos descendientes de
aquéllos a quienes las voces más autorizadas negaron, el siglo pasado, el
derecho a la escuela primaria. Somos deudores de una escolarización
obligatoria que sacó a los niños (aunque
tan solo de algunos países) de las minas de carbón, de las fábricas de tejidos,
del trabajo de sol a sol en el campo o de la mendicidad. Insistimos en ello
porque algunos critican demagógicamente el concepto de escolarización
obligatoria, como si se tratara de una "imposición autoritaria" a
felices criaturas que podrían haber preferido seguir jugando en su jardín del
Edén... cuando, en realidad, se trata de una obligación
para la sociedad de respetar el derecho de los
niños y niñas a recibir una educación liberadora, renunciando a utilizarlos
como mano de obra y a mantenerlos en la marginación.
Quizás
todo esto pueda parecernos "cosas de otra época" que tienen poco que
ver con la situación actual. Sin embargo, conviene recordar este proceso
histórico para comprender que las sucesivas ampliaciones y consiguiente
democratización del sistema educativo han debido hacer frente, desde el
principio, a serias dificultades y resistencias (como las generadas por las expectativas negativas iniciales)... que
han acabado siendo superadas.
La
ampliación de una educación común para
todos los ciudadanos y ciudadanas (lo que no excluye, insistimos, una
opcionalidad, para todos, que
pueda favorecer la diversidad de intereses de los estudiantes) constituye la
medida más positiva de la reforma educativa española. Una medida que se apoya
en rigurosas investigaciones y en un claro posicionamiento ético por la equidad
y el mejor desarrollo personal y social. La introducción de itinerarios
distintos en función de las "capacidades" de los estudiantes que el
Ministerio de Educación intenta introducir -y que incluso algunos sectores
docentes reclaman "en defensa de una enseñanza pública de calidad"-
se convertiría en un grave paso atrás, sin solucionar los problemas actuales.
Como
afirma Federico Mayor Zaragoza, hará falta "desmantelar el apartheid
escolar y universitario en plena expansión y reconstruir la educación como
proyecto ciudadano de formación cívica y de igualdad de oportunidades efectiva
para todos. En ausencia de una voluntad política firme y de un auténtico
proyecto educativo a largo plazo, podríamos asistir fácilmente a la
segmentación de la enseñanza (...) según una lógica fractal, en la que una
minoría de elegidos accedería a los "paraísos del saber", en la que
los nuevos parias del saber estarían abocados a los infiernos de los nuevos
guetos educativos, y una masa intermedia a ineficientes purgatorios".
¿QUÉ
MEDIDAS ADOPTAR?
La defensa de la enseñanza pública no puede pasar por propuestas alejadas de la necesaria equidad educativa y ha de establecer mecanismos para proporcionar unos logros básicos comunes para todos, evitando que los que proceden de clases sociales más desfavorecidas, que son frecuentemente los que llegan menos preparados y motivados, queden mayoritariamente en los programas menos valorados social y académicamente.
Lo que se precisa son inversiones (previstas para el desarrollo de la LOGSE, pero no realizadas) y ayudas eficaces para atender a la diversidad de origen y muy particularmente a las dificultades iniciales de los más desfavorecidos, a quienes la sociedad y la escuela ha de transmitir fundamentadas expectativas positivas y proporcionar las ayudas necesarias (en contra de lo que está sucediendo hoy, en que los estudiantes con dificultades perciben un rechazo que refuerza su inseguridad y actitudes negativas). Debemos insistir en que la investigación ha mostrado reiteradamente que ése es el camino para lograr la incorporación de los estudiantes con problemas y que, por otra parte, ello no supone un perjuicio para quienes inicialmente van mejor, sino que, por el contrario, redunda en beneficio de todos los estudiantes y de toda la sociedad.
Ello requiere imprescindiblemente, además, una profunda reconsideración social de la actividad docente -contemplada hasta aquí casi exclusivamente como el trabajo del profesor en el aula- para pasar a valorar como aspectos esenciales de dicha actividad la preparación y seguimiento del trabajo en el aula y la participación en actividades de innovación e investigación educativas. Se trata de una reconsideración que acabará imponiéndose en la medida en que la sociedad comprenda, no sólo el papel esencial que en su desarrollo juega una educación básica común para todos los ciudadanos y ciudadanas, sino, también, su complejidad y la necesidad de condiciones adecuadas.
La creación de esas condiciones (que afectan a la dotación de los centros, a la formación y condiciones laborales del profesorado, al impulso de la gestión democrática, a la potenciación y defensa de una escuela pública de calidad frente a las crecientes privatizaciones, etc.) y, muy especialmente, las inversiones y disposiciones normativas que las hagan posibles, es lo que precisa nuestro sistema educativo, no nuevas medidas elitistas que constituyen un freno al desarrollo del conjunto de la sociedad.
Amparo Vilches, Daniel Gil y Rafael Valls