La ciudad "ecológica"
JAUME TERRADAS*
Desde un punto de vista ecológico, la ciudad de hoy,
la gran ciudad de la sociedad industrial o postindustrial, se sitúa justo en el
extremo opuesto de lo que podríamos entender por ciudad educativa. Pero quiero
advertir desde ahora que no estoy en contra de la ciudad, a pesar de ello, ya
que estoy convencido de que es en las ciudades y con ellas como se construirá
el futuro.
Empezaremos
por la crítica. Para ello, nos hace falta unas bases mínimas. En primer lugar,
la ciudad puede ser considerada como un sistema ecológico, o dicho de otra
manera, como un ecosistema. Con ello no proponemos una nueva visión definitiva
y exclusiva de la ciudad. Simplemente, tomamos un punto de vista más de entre
los muchos posibles. ¿De qué se compone el ecosistema urbano? Tiene unos
elementos estructurales: la población de hombres que viven allí, las poblaciones
de animales y plantas que la acompañan, algunas escogidas y mantenidas por el
hombre, otras que son colonizadoras espontáneas; los artefactos construidos por
el hombre, edificios, calles, conducciones, mobiliario urbano, una parte de
ellos a la vista, la otra sepultada; los sistemas de transporte, etc. Estas
estructuras se mantienen y renuevan gracias a unos flujos de materia y energía
que llegan continuamente a la ciudad: alimentos, agua, cemento, hierro, papel,
vidrio, gasolina, gas, electricidad, etc. Por tanto, la ciudad es un sistema
abierto. Estos materiales y esta energía que llegan, circulan entre los elementos
diversos del sistema, son consumidos por ellos y acaban por generar unos
residuos que se vierten en el aire en forma de gaseosa o de partículas, en el
agua como efluentes líquidos, y en forma sólida en vertederos especiales. Una
parte no se vierte, sino que se transforma y se exporta de nuevo. Como
cualquier ecosistema, tenemos, por tanto, una estructura compleja, unas
entradas y unas salidas de materia y energía. También como todo ecosistema,
además, en el sistema urbano circula información en grandes cantidades. Esta
información puede emplearse parcialmente en la regulación de los flujos
internos y también en determinar, en beneficio del sistema urbano, los
intercambios de éste con el exterior, con el territorio periférico o incluso
muy lejano.
Para
referirnos a todos los flujos de entrada, funcionamiento interno o salida, los
ecólogos utilizamos, quizás abusivamente, la expresión metabolismo urbano, que
algunos encuentran reduccionista. No opino así.
El
uso urbano de la expresión metabolismo urbano se ha de interpretar sólo como
una manera de hablar de un sistema complejo en el que se producen intercambios
materiales y energéticos en cuyo resultado hay un proceso de continua
reestructuración y modificación de los elementos y las conexiones en el interior
del propio sistema.
Una
característica frecuente en nuestras sociedades urbanas es que el hombre ha
olvidado algunos aspectos fundamentales de este metabolismo urbano. En primer
lugar, ha olvidado que la ciudad es un sistema heterotrófico. Esta palabra,
usual entre los biólogos, quiere decir aquí que la ciudad no produce los
alimentos que utiliza, no los sintetiza ella misma, sino que ha de tomarlos del
exterior. No se comporta, pues, como una planta verde, sino más bien como un
animal o como un hongo en nuestra analogía. Tenemos que traer a la ciudad
alimentos para la población humana y buena parte de la animal, materiales y
energía para la actividad. Esto lo traemos de otros sistemas, a menudo muy alejados,
desde las zonas agrícolas, fábricas de cemento o de acero, centrales
energéticas, con aviones, trenes, camiones o barcos. Dependemos, así, de
fuera. En primer lugar, de la agricultura, la ganadería, la pesca, los ríos,
los recursos minerales. Eso lo sabe todo el mundo, pero parece que lo olvidamos.
No la administración, claro está, pero sí el hombre urbano. La vida en la
ciudad tiene una dinámica propia, alejada del origen de los recursos en que se
basa. Hay, a veces, incluso un menosprecio por el campesino, el pescador o el
minero, que han quedado anclados en unas actividades "primarias" a
menudo mal retribuidas o poco consideradas. La expansión de las ciudades se
considera prioritaria sobre estas actividades: vemos por todas partes como
casas, fabricadas o almacenes invaden las huertas vecinas a las ciudades y los
suelos productivos agrícolas valen mucho más dinero cuando se convierten en
solares urbanos edificables que mientras todavía son productivos.
LA CIUDAD EXPLOTADORA
Tenemos,
pues, un primer concepto: la ciudad como heterótrofo, dependiente. Y una
primera noción "deseducadora": la ciudad, superior a su contexto
productivo indispensable. Pero encontraremos más. Analicemos las relaciones
entre la ciudad y su territorio periférico. En definitiva, la gran ciudad es
sólo el último y más alto nivel jerárquico de un tejido de explotación del
territorio formado por caminos, carreteras y núcleos habitados, que va desde la
masía aislada o el refugio de pastor, de pueblos pequeños a ciudades medias y
a la gran ciudad, canalizando los recursos obtenidos del medio. La red de
carreteras, conducciones y establecimientos humanos se sobrepone al territorio
como los haustoris de un parásito a los tejidos de su huésped, dirección
dominante, hacia las ciudades cada vez más grandes. El intercambio no termina
con esto, sin embargo. Hay también migración de personas, transporte de agua y
alimentos y otros recursos hacia la ciudad. De ésta, en sentido contrario,
salen hacia territorios periféricos productos manufacturados, productos
culturales e información en general, dinero y también residuos, turistas de fin
de semana, etc. La ciudad, de alguna manera, exporta basuras, humos y aguas
residuales como resultado del metabolismo físico, desperdicios e incendios
forestales, degradación del litoral y de la alta montaña como resultado de las
residencias secundarias y el ocio en la naturaleza; ocupación del suelo por
vías de transporte cada vez ms desarrolladas; y sobre todo exporta normativas,
instrucciones, organizativas, que siempre es asimétrica, en favor de los
intereses urbanos.
LA CIUDAD BAJO STRESS
El
continuo incremento del flujo de materiales y energía a través de la ciudad
tiene también inconvenientes para ésta. Como cualquier sistema, un flujo
exagerado de energía tiene un efecto simplificador y desestructurador. La
ciudad moderna se ve forzada a abrir vías cada vez más amplias al transporte,
modificando su antigua organización, que reflejaba la acumulación de acciones
de anteriores períodos históricos.
Los
nuevos barrios nacen ya con estos condicionantes de facilitación del tránsito y
las comunicaciones. Como resultado de todo esto, la ciudad pierde diversidad
de ambientes, se homogeneiza. A pesar de todo, el transporte no se resuelve, el
tránsito se colapsa, el suelo céntrico se encarece enormemente. La ciudad,
centro de todos los intercambios, se vuelve stressada bajo el flujo incesante,
que además de saturar las calles de automóviles satura también el aire de
humos, que los mecanismos naturales de ventilación no llegan a dispersar con
suficiente eficacia.
La
ciudad heterótrofa y explotadora se vuelve, además, un sistema en stress. Este
es un tercer punto de reflexión. Yo hablo de stress del sistema. No hace falta
decir que también hay stress para la población. Ruidos, nerviosismo en el
tránsito y prisas conducen a una patología específica. La población humana es
sensible al estado de su entorno. También lo es en un sentido más mecánico, ya
que la contaminación afecta a los procesos respiratorios. Todo esto son
consecuencias a nivel individual del stress del sistema.
LA CIUDAD INSOLIDARIA
El
consumo exagerado, la excesiva concentración de gente y de intercambios en un
territorio limitado son, pues, factores de stress para el propio sistema
urbano. Pero la conciencia de esto no va apenas más lejos que las incomodidades ligadas a los problemas del
tránsito y la polución del aire a nivel local. No hay suficiente noción del
papel que juegan estos focos de consumo en el conjunto del sistema mundial. En
efecto, el habitante de una ciudad moderna consume una proporción de recursos
materiales y de energía igual a muchas veces el consumo que tiene un habitante
del Tercer Mundo. Y la desproporción se incrementa con el tiempo. Por otra
parte, este consumo exagerado de energía implica una aportación a la
contaminación atmosférica global, y por tanto al efecto invernadero y al cambio
climático, con los peligrosos cambios que se puedan esperar, sobre todo para
determinados países ya cercanos a los límites del hambre, por la alteración de las
cosechas a escala mundial. La ciudad se nos muestra así, en un nuevo aspecto,
como insolidaria o incluso globalmente peligrosa. También aquí veo un punto
para la reflexión educativa. La vida en la ciudad tendería a alejarnos de los
comportamientos globalmente deseables, y en este sentido nos "deseducaría".
LA CIUDAD CREADORA
Hemos
visto hasta ahora la ciudad como un sistema heterótrofo, dependiente,
explorador, bajo stress e insolidario. No hay, sin embargo, sólo aspectos
negativos, como lugar de encuentro de gente muy diversa, es también lugar de
creación. Ya hemos visto que exporta información. De hecho, produce esta
información. Además, le hace de caja de resonancia, le da a conocer a mucha
gente y facilita su difusión hacia el exterior. No nos engañemos, no lo hace de
una manera proporcional al consumo de energía. Las grandes ciudades bajo
stress y colapsadas no son a menudo los lugares más creativos, sino, como
máximo, lugares que acumulan el poder. La creación se ve dificultada por las
informaciones no relevantes, el ruido en el sentido de la teoría de la
información, la polución cultural. Pero la producción de cultura es un fenómeno
esencialmente urbano, y éste es un factor decisivo en favor de la ciudad, un
factor que la hace indispensable. El problema no es, pues, la ciudad en sí,
sino el tipo de ciudad que hacemos.
La
ciudad tiene otros aspectos de creación, no estrictamente culturales sino más
bien económicos. La ciudad es necesaria porque hace posible la conjunción de
una capacidad económica para emprender grandes proyectos en un ámbito
territorial amplio y promover, así, el desarrollo global de la sociedad. Se ha
dicho que las ciudades son los motores del desarrollo. Esto es sin duda cierto
en muchos aspectos y confirma la importancia de la ciudad como elemento
dinámico, creador, innovador.
LA CIUDAD Y LA ESCUELA
¿Qué
papel juega la educación en todo esto? Hace algunos años que los educadores se
han empezado a interesar por ciertos aspectos del metabolismo urbano. Las
visitas a depuradoras de aguas, incineradoras, compañías de gas y otras
instalaciones municipales y de servicios se han hecho frecuentes. Se han
producido materiales para el trabajo escolar sobre el agua, los desperdicios o
la energía. No estoy seguro de los resultados de muchas de estas actividades,
porque casi nadie evalúa seriamente los resultados pedagógicos. Se hacen las
cosas y se da por bueno el
resultado, casi siempre partiendo de un puro apriorismo: cualquier actividad
fuera de la escuela es educación activa y seguro que se aprovecha mucho. No lo
sé. Para empezar, muy a menudo estas actividades están aisladas, fuera de
contexto en relación con el contenido del curso, no responden a una dinámica
suficientemente coherente que persiga la sensibilización y la formación, la
mejor comprensión de estos aspectos ambientales del fenómeno urbano. La
comprensión de la problemática ambiental y del significado de la ciudad en
este contexto exige un planteamiento global que ha de impregnar el proceso
educativo. No es posible limitarse a unas clases más, como las que se aplican
para enseñar una técnica, por ejemplo hacer raíces cuadradas. Aquí se trata de
una educación cívica, de la transmisión de unos nuevos valores morales además
de unos conocimientos concretos.
Pero
si esto es ya una limitación bastante seria, hay que añadir que muchas
actividades fuera de la escuela no están suficientemente pensadas. Falta a
menudo motivaciones por parte de los alumnos, que no saben con certeza qué van
a ver, ni tienen un trabajo concreto que realizar durante la visita. Y, lo que
es todavía más grave, a menudo es el mismo profesor quien carece de motivación
y abandona la tarea en manos de los monitores que conducen la visita.
Pero
no es ahora el momento de hacer un análisis de limitaciones y dificultades que
se encuentran en todas las actividades de educación ambiental. Lo que conviene
destacar es que, precisamente porque nos enfrentamos con un problema de
educación cívica, la responsabilidad no puede recaer solamente en la escuela.
La sociedad, la ciudad han de actuar de marco educativo. Han de educar para
cambiarse. Aunque lo parezca, esto no es un círculo vicioso, sino un proceso
de aproximaciones sucesivas. De hecho, hemos visto nacer una oferta educativa
no escolar, en forma de equipamientos: museos, centros del medio urbano o de
la naturaleza, itinerarios, etc. Es una oferta que nace del tejido social y se
dirige en primer lugar a la escuela, pero también a otros públicos. Los medios
de comunicación, los órganos de la administración, las asociaciones de
consumidores o entidades privadas muy variadas invaden así, con una oferta, el
mundo de la educación. Según el contenido de los mensajes que generen, actuarán
de una manera regresiva, acentuando los problemas que hemos ido mencionando,
o, al contrario, ayudarán a superarlos. En un sentido u otro, la ciudad es
educadora. Ya he dicho al comienzo que, en el balance global, más bien me
parecía hoy antieducativa, y quería decir que educa, pero lo hace en una
dirección que no es la más apropiada en una perspectiva ambientalista. No
obstante, la dispersión en el tejido social de la oferta educativa es una
tendencia necesaria, inevitable y, en conjunto, positiva.
COHES Y RESTAURANTES
Ahora
bien, muchos de los mensajes que se emiten desde el conjunto de la sociedad
urbana hoy tienden a aumentar los problemas de la ciudad. Los valores sociales
exaltados del éxito y el dinero adoptan símbolos asociados al consumo: el
vehículo superpotente, por ejemplo, está fuertemente asociado a la imagen del
triunfador. De hecho, una buena parte de sus prestaciones sobrepasan el límite
autorizado por la ley, y por tanto su finalidad real es de imagen más que de
ventajas sensibles. Ambientalmente, no hay duda de que el vehículo privado,
cuanto más potente es, peor. Es el símbolo de muchos de los problemas de la
ciudad y también del sistema global. Quema un recurso precioso, como es el
petróleo, un recurso que es limitado, con una gran alegría. De paso, contamina
y mata, de cerca por la velocidad y el cáncer de pulmón, de lejos alterando los
climas del mundo.
El
desenfreno, fomentado por la publicidad, del consumo de los productos no
reutilizables (envases de todo tipo, por ejemplo) es otra tendencia favorecida
en las ciudades. Un restaurante de fast food es hoy el símbolo de la
destrucción de las selvas tropicales. La carne picada de las hamburguesas es
producida en los pastos que se extienden a costa de la tala del bosque tropical.
Las latas de refrescos tienen necesidad de fábricas de aluminio muy
contaminantes que usan la energía producida por las grandes presas, algunas de
las cuales han sumergido muchos miles de hectreas de selva amazónica. Los
vasos, platos, cubiertos y bandejas de plástico que se desechan en grandes
cantidades se hacen con derivados del petróleo, e incrementan vertiginosamente
el problema de los desperdicios sólidos y el humo de las incineradoras. Pero
las ciudades se llenan de estos restaurantes, que son atractivos para el joven
porque son baratos y por la publicidad.
Las
ciudades pueden luchar contra el automóvil y el fast food. No tendrán más
remedio que hacerlo, para salvarse ellas mismas, un día u otro, pero sería
deseable que lo hicieran antes por solidaridad y por razones educativas. Esto
implicaría tener las opciones muy claras. Así, entre las nuevas vías para la
circulación de automóviles y la mejora del transporte público, las inversiones
hoy van más hacia las primeras. Una postura ambientalmente educadora por parte
de la administración es la de ir aumentando las zonas de peatones, los
aparcamientos periféricos y las facilidades de transporte colectivo. En
términos generales, no es esta la solución adoptada con los recursos de que se
dispone en muchos casos.
Una política de juventud que tuviera en cuenta
aspectos ambientales importantes tendría que velar porque se mantuviera una
oferta de lugares de reunión para jóvenes y actividades que ellos generaran,
que fuese atractiva por los precios y las condiciones y que pudiera combatir
con éxito la invasión de fast food. El uso de materiales no
reutilizables tendría que estar gravado seriamente con impuestos, como también
debería incrementearse el coste de los combustibles.
EDUCACIÓN URABANA Y VALORES AMBIENTALES
Es
evidente que en todo esto la ciudad no nos educa, o no nos educa en la
dirección deseable. Hay cosas que se podrían hacer, de una manera relativamente
sencilla, para modificar esta tendencia poco deseable en la construcción de la
mentalidad urbana. Así, introducir la recogida selectiva de basuras no es una
decisión que tenga que depender sólo de su rentabilidad económica. Aunque ésta
fuera dudosa, valdría la pena hacerlo porque ayudaría a sensibilizar sobre la
necesidad de la reutilización, que es una forma de ahorro. El ahorro, que años
atrás figuraba entre las virtudes apreciadas, hoy es casi un sinónimo de
tacañería, una mezquindad. Esto no puede ser. Contradice los más elementales
principios de subsistencia del hombre en el planeta y, económicamente, es un
disparate en todos los casos. Si a veces no lo parece es porque no se cuentan
los costos indirectos o porque se ha puesto a las cosas, a los recursos, un
precio que no tiene nada que ver con su coste real, que tendría que depender
del coste de producción y del carácter finito del recurso, y en cambio,
actualmente tiene más bien relación con el coste de extracción puro y simple
(excepto cuando se trata de recursos muy escasos).
La
ciudad educadora tendría que ofrecer ejemplos positivos en el tratamiento del
entorno. De hecho, ya encontramos algunos. Es ambientalmente educadora la
recogida del vidrio. Es ambientalmente educador limitar la circulación de
automóviles. Es ambientalmente educador mantener la ciudad limpia, promover las
actitudes adecuadas a esta finalidad y dar a conocer los costos de la necesaria
limpieza (incluyendo la de las fachadas). Encontraríamos muchos ejemplos más
de cosas que se pueden hacer, que se hacen en otras ciudades y que quizás
todavía no han llegado a la propia. Pero esperar esta actitud ambientalmente
educadora sólo de la sensibilidad de los políticos y gestores es, seguramente,
esperar demasiado. Salvo algunas iniciativas más o menos simbólicas, que ayuden a fijar una imagen, es difícil
que se dé mucho más. Un programa ambiental, y la correspondiente actitud
educadora, sólo son posibles después de una reflexión profundizada que, en
general no se ha hecho, ni hay demasiados motivos para pensar que se hará en un
período de tiempo razonable. Ciertamente, la fuerza de algunos problemas
obligará a adoptar algunas soluciones en la línea ambiental correcta, pero
ello no ha de responder a una comprensión global, sino que normalmente será el
resultado de una reacción aislada frente a un problema concreto.
QUIÉN TIENE QUE HACER LA POLITICA AMBIENTAL
De
hecho, la cuestión que se plantea no es sencilla. La problemtica ambiental es
tan variada y compleja que afecta a casi todos los aspectos de la vida. Al
mismo tiempo, la sensibilidad colectiva es todavía relativamente baja y
seguramente insuficiente para favorecer decisiones que supongan incomodidades
o cambios demasiado fuertes. Como consecuencia de lo primero, no es posible
tratar la cuestión ambiental como una más y encargarla a un órgano
especializado. Siempre que se ha hecho así, se ha fracasado. El nuevo órgano se
ha encontrado con muy pocas competencias efectivas y, al mismo tiempo con la
necesidad de interferir en las competencias ya asignadas a otros (sanidad,
servicios, educación, etc.). Obviamente, la problemática ambiental se habría
de recoger y entender desde cada área de gobierno y desde un órgano especializado.
Así, pues, no puede haber verdadera línea política ambiental, ni coherencia de
planteamientos en este terreno sin un acuerdo amplio, que afecte a toda la
filosofía de la administración de la ciudad. Para llegar a este acuerdo
seguramente será preciso también que la sensibilidad colectiva crezca y empuje
a políticos y gestores a avanzar hacia él. Otra vez, nos encontramos ante la
importancia de la educación en este terreno. Se trata del proceso de
aproximación sucesivas al que ya hemos hecho referencia antes.
ALGUNAS PROPUESTAS HACIA EL FUTURO
Llegamos
a un punto crucial del discurso. La ciudad educadora ha de empezar por la
educación de los propios órganos de gobierno. Esto no es ninguna paradoja
imposible. La realidad, a menudo dura, se encarga de educar poco a poco a los
responsables de la gestión y de la decisión política. A menudo, sin embargo,
en lugar de ir un poco por delante de la sociedad, sólo un poco, que sería la
mejor manera de conducirla efectiva y educativamente hacia soluciones más
adecuadas, van más bien a remolque. Responden tan sólo a lo que la sociedad
empieza claramente a exigir y que, por tanto, influye en el voto.
¿Cómo
se puede luchar para invertir esta posición demasiado prudente, de conductor
que espera a ver hacia dónde quiere ir el coche? Porque estasociedad puede, por
falta de información, por informaciones alarmistas injustificadas es una
actitud peligrosa. La o por propagandas
optimistas igualmente superficiales, actuar de una manera poco consciente en
relación con determinados problemas importantes. Hace falta, a mi entender,
dar dos pasos esenciales. El primero, notoriamente, es mejorar el nivel de
comprensión de los problemas. Ello
quiere
decir dedicar un esfuerzo importante a reflexionar y, por tanto, crear los
órganos oportunos para el estudio de los problemas y la discusión
alternativas. Organos que, no hace falta decirlo, tendrán que ser
interdisciplinarios, incorporando técnicos y científicos de diversa formación.
Una mejora sustancial del grado de comprensión, de la inteligencia sobre la
propia ciudad, permitirá a gestores y políticos tomar la iniciativa, diseñar
estrategias a medio y largo plazo.
Pero,
para que esto llegue a ser realidad, hace falta todavía un segundo paso. Esta
mayor comprensión se ha de extender al ciudadano en la medida de lo posible. Y
ha de recibir también aportaciones. Otra vez sale aquí la cuestión educativa.
Y eso por diversas razones, unas de carácter general (facilitar la
participación democrática en las grandes decisiones sobre el modelo que se
persigue, por ejemplo) y otras mucho más prácticas: cada paso adelante hacia
una más clara comprensión de la problemática urbana por parte de los ciudadanos
compromete un poco más a gestores y políticos en una acción consecuente, y les
facilita tomar decisiones que pueden ser costosas en dinero, o que pueden
encontrar, en principio, resistencias -por ejemplo, las que generan
incomodidades a algunos sectores de ciudadanos, o posibles pérdidas, como ya se
ha visto en la cuestión de las áreas peatonales. ¿Cómo se puede hacer esto?
El
final de mi comentario se orienta inevitablemente hacia una salida. Búsqueda,
cultura, participación democrática son rasgos que otorgamos sin duda a la
ciudad educadora. Los obstáculos, sin embargo, son muchos y bastantes
conocidos. La ciudad educadora es una utopía, tal y como la desearíamos, pero
no es menos cierto que las ciudades educan de una manera o de otra. Lo que nos
hace falta es encontrar los mecanismos para acercarnos a este ideal más culto y
participativo, más consciente y reflexivo, y para superar los obstáculos de la
visión demasiado inmediata, a la defensiva, del oportunismo, de la chapucería
cultural, frecuentes en las inmediaciones del poder, de cualquier tipo que sea.
* Profesor de Ecología,
Universidad Autónoma de Barcelona.