EL PROFESOR INVESTIGADOR
Pedro Cañal de León
En esta colaboración el autor defiende el interés de
la propuesta, describe algunos de sus rasgos fundamentales y determina la
naturaleza de los obstáculos que se oponen a su práctica generalizada.
“En la vida
hay dos clases de individuos: los que todavía hacen experimentos y los que ya
no los hacen.
Ya no los hacen porque se han
sentado al borde de la charca de aguas dormidas, donde el musgo ha borrado la
nitidez y el poder que tienen a veces las charcas de cambiar de colores según
los caprichos del ciclo que reflejan. Se han esforzado en definir las reglas
del agua estancada, y les parece desordenada, incongruente y pretenciosa la
impetuosidad del torrente que turba el agua de la charca, o el viento que
barre por un instante hacia la orilla el musgo estancado, devolviendo al manto
verdoso una corta preocupación de profundidad azulada.
Ya no hacen experimentos porque
sus piernas cansadas han perdido hasta el recuerdo de las montañas que escalaron
antaño con una audacia que triunfaba porque iba siempre más allá de las
disposiciones y las prescripciones de los que se empeñan en reglamentar lo ascensión en lugar de vivirla. Se han instalado
cómodamente en la llanura señalizada con carreteras y barreras y pretenden
juzgar según su medida la audacia de los montañas cuyas agujas parecen desafiar
el cielo azul” (C. Freinet (1967). Parábolas para una pedagogía popular. Laia,
Barcelona, 1973).
Cuando Freinet expresaba estas ideas, que sugieren
la extensión del sentido de sus propuestas sobre el tanteo experimental y la
investigación escolar al ámbito de los profesores, adelantaba ya uno de los
elementos que está siempre presente en las argumentaciones más actuales en
favor de la concepción del profesor como investigador en el aula: la necesidad
de conquistar un espacio para el desarrollo autónomo de la profesionalidad de
los enseñantes, lejos del papel de mero ejecutor de
las prescripciones que otras instancias “superiores” puedan realizar.
Las aportaciones (en nuestro idioma) de otros
autores como Piaget (1969), Postman
y Weingartner (1973), Stenhouse
(1984), Gimeno (1983, 1989), Porlán y Cañal (1984, 1985, 1986), Imbernón
(1987), Porlán (1987), Carr
y Kemmis (1988), Hopkins
(1989), Gil (1989), Gimeno y Pérez (1992), etc, han ido añadiendo nuevos rasgos y matices al
perfil del profesor investigador, de tal manera que en la actualidad disponemos
en nuestro contexto de una buena definición teórica de la figura del mismo,
pese a lo cual hemos de reconocer que son muy limitados los avances que se han
realizado en la práctica en esta dirección. Cabe preguntarnos, entonces, si
realmente es ésta una propuesta valiosa y, de ser así, qué factores dificultan
su desarrollo.
Remover las
aguas estancadas
Algunos profesores investigan en sus clases
habitualmente y otros lo hacen en algunas ocasiones, pero la inmensa mayoría de
los enseñantes no llega a plantearse siquiera esta
posibilidad. Podría pensarse que el factor principal que explica lo anterior
es la falta de formación investigadora del profesorado, pero hay razones para
reflexionar sobre la relevancia de esta idea. Por ejemplo, el hecho constatado
de que la ausencia de procesos de investigación en el aula se manifiesta de la
misma forma en enseñantes de todos los niveles
educativos y con las más diversas titulaciones, con o sin preparación específica
para la investigación.
En este sentido, es especialmente ilustrativo el
caso de los profesores universitarios, preparados específicamente para la
investigación científica (que en muchos casos ocupa la mayor parte de su
tiempo) y entre los que es muy raro encontrar alguno que desarrolle procesos de
investigación sobre su propia labor de enseñanza. Incluso en el caso de los
investigadores cuyo objeto de estudio es precisamente la enseñanza, es
frecuente que olviden su faceta investigadora al actuar como profesores. De
hecho, parece existir un acuerdo tácito en la idea de que enseñar e investigar
son dos actividades poco o nada relacionadas.
Creemos que el origen de esta idea puede radicar,
entre otros factores, en la existencia de unas concepciones personales y
sociales, muy generalizadas y profundamente arraigadas, sobre la naturaleza de
la actividad docente y de los procesos de aprendizaje escolar, que son considerados,
en esta perspectiva dominante, como fenómenos relativamente simples de
entender y de llevar a cabo con éxito si se cumplen simultáneamente ciertos
requisitos como los siguientes:
a. Si el profesor domina los conocimientos que
va a enseñar.
b. Si el profesor posee una cierta inclinación o
vocación hacia la enseñanza.
c. Si los alumnos quieren aprender, se portan
correctamente en clase y estudian.
d. Si los alumnos aprendieron lo que se supone
que debieron enseñarles sus profesores en los cursos anteriores.
Dándose las condiciones anteriores, que en esta
concepción se consideran exigibles a los profesores y
a los alumnos, la función del profesor será, en líneas generales, la de “dar a conocer” los contenidos
especificados para cada curso por los programas oficiales o los libros de
texto, mantener en el aula las condiciones mínimas necesarias para “transmitir” esos contenidos y calificar
a los estudiantes en función de las respuestas a los ejercicios y exámenes que
se les plantee.
Coherentemente con lo anterior, el profesor que
asuma en sus grandes líneas el esquema sobre la enseñanza y la función docente
que hemos expuesto centrará especialmente su trabajo en los siguientes
aspectos:
• Estudiar o repasar los contenidos a impartir (de
acuerdo con los programas y los textos correspondientes, introduciendo,
quizás, algunos retoques personales).
• “Dar” o “cubrir” esos contenidos (empleando la
terminología habitual en estos profesores).
• Mantener en él aula las condiciones necesarias para
realizar lo anterior.
• Calificar los ejercicios
y controles.
En esta concepción y práctica docente mayoritaria,
la enseñanza se centra muy especialmente en la “transmisión” de conocimientos predeterminados, salvando los
obstáculos que el desinterés y la conducta inadecuada de una mayor o menor
proporción de los estudiantes pueda presentar y recurriendo a la calificación
como principal instrumento de control y motivación de los alumnos y alumnas.
De esta forma, el profesor (diplomado, licenciado o
doctor) que haya preparado a conciencia sus clases y haya “dado” los contenidos previstos (verbalmente, mediante el libro de
texto, por medio de fotocopias o por cualquier otro procedimiento), considerará
que, con ello, ha cumplido lo esencial de su función, a falta de la
calificación de los estudiantes. Pero este último aspecto es algo que, a juicio
del profesor, dependerá fundamentalmente del estudiante. Si éste se ha
comportado adecuadamente en clase y ha trabajado como debe, superará bien los
exámenes. Si no es así, será suya la responsabilidad: por falta de interés, de
trabajo o de capacidad intelectual. También es muy frecuente que el fracaso se
atribuya a la falta de los conocimientos básicos que los alumnos “deberían tener”, con lo que se traspasa
una parte de la responsabilidad de las bajas calificaciones a los profesores
de los cursos anteriores.
Si el profesor no interviene en la selección de los
objetivos y contenidos, aceptando sin más las propuestas orientadoras de los
programas oficiales y los libros de texto que las desarrollan, si la
enseñanza discurre siempre por el mismo cauce, “seguro” y tranquilo, siguiendo la estela de la mayoría, si la
evaluación se entiende como calificación, premio o castigo a los estudiantes
por sus presuntos conocimientos, ¿qué lugar queda para el cambio y la mejora en
la enseñanza?, ¿qué margen para el perfeccionamiento
profesional?, ¿en qué queda nuestra profesión?
Los párrafos precedentes y las consideraciones que
siguen no deben valorarse en ningún caso como un reproche o una descalificación
personal de los muchos profesores que trabajan en mayor o menor medida conforme
a esos supuestos. Entre otras razones, porque es muy probable que no hayan
tenido siquiera la posibilidad de optar personalmente, engullidos literalmente
por la fuerza de la corriente tradicional. Nuestro propósito no es otro que el
de concretar, lejos de cualquier personalización, las características más
generales y prototípicas de una forma de pensamiento y de práctica pedagógica
que, aún careciendo de otra fundamentación didáctica
que no sea la aceptación acrítica, ingenua y desprofesionalizadora de la tradición pedagógica más
conservadora, conduce, desde nuestro punto de vista, a un resultado de suma
gravedad: el estancamiento y la corrupción de la enseñanza.
Es preciso seguir denunciando esa farsa irritante en
la que el profesor “hace como que enseña”
(recitando acríticamente el papel que la tradición
vigente le asigna y que éste tuvo ocasión de conocer a fondo como alumno durante
muchos años), y en la que el estudiante, en la mayoría de los casos, “hace como que aprende”, fingiendo sentir
interés por los contenidos expuestos (si el profesor lo exige), y tratando de
responder alas preguntas de los exámenes “como
si supiera”, es decir, de forma que no se manifiesten sus dudas ni la frecuente
fragilidad de sus conocimientos (siendo ahí, precisamente, en donde la ayuda
del profesor podría ser más necesaria y provechosa), lo que es coherente con el
papel tradicionalmente asignado a los estudiantes y
con la necesidad que éstos sienten de eludir la amenaza de las malas
calificaciones y sus consecuencias indeseadas.
Hay que manifestar que ésta es, sin duda, una vía
muerta para la enseñanza (aun cuando siga siendo la más transitada), puesto
que no puede conducir más que a la perpetuación de situaciones universalmente
denunciadas, desde hace demasiado tiempo, como poco o nada satisfactorias y
que no son en sí mismas inevitables, pero cuya superación exige, entre otros
aspectos, una concepción alternativa de la profesión docente, de los problemas
que los profesores hemos de considerar y de la forma de afrontarlos.
Hacia el desarrollo de la autonomía profesional,
investigando.
¿Qué rasgos debe poseer la enseñanza para que pueda
considerarse propiamente como una profesión? Carr y Kemmis (1988) consideran que toda profesión se caracteriza
por tres rasgos generales:
1. Las profesiones emplean métodos y procedimientos
basados en conocimientos e investigaciones de orden teórico.
2. Los miembros de una profesión tienen un
compromiso predominante con el bienestar de sus clientes.
3. Individual y colectivamente, los miembros de una
profesión se reservan el derecho a formular juicios
autónomos e independientes, exentos de controles o limitaciones de orden
externo y no profesional, en cuanto a líneas concretas de acción que procede
adoptar en una situación determinada.
Para desarrollar la profesionalidad es preciso,
pues, fundamentar más adecuadamente las decisiones, asumiendo personalmente y
como equipo de profesores la competencia y la responsabilidad de decidir en
cuanto a los grandes problemas de la enseñanza: la determinación, en cada
contexto concreto del “qué enseñar”; “cómo enseñar más adecuadamente” y “qué, cómo y cuándo evaluar para mejorar la
enseñanza”, aspectos que no están ni van a estar definitivamente resueltos
nunca y que constituyen el sustrato de la tarea del profesor y su ámbito de
libertad y responsabilidad profesional, sin olvidar que nuestra atención debe
estar centrada en ayudar debidamente a nuestros principales clientes, los
estudiantes.
En este sentido, para Gimeno y Pérez Gómez (1992),
la práctica profesional del docente debe ser una práctica intelectual y
autónoma y no meramente técnica, de manera que mediante la acción y la
reflexión conjunta, la indagación y la experimentación, se vaya
desarrollando progresivamente el conocimiento profesional.
Son muy ilustrativos, en este sentido, los párrafos
que ahora reproducimos:
“Es en y por
la investigación como el oficio de maestro deja de ser un simple oficio y
supera incluso el nivel de una vocación afectiva para adquirir la dignidad de
toda profesión que constituye a la vez arte y ciencia (..)” (Piaget 1969)
“Los buenos
profesores son necesariamente autónomos en el juicio profesional. No necesitan
que se les diga lo que tienen que hacer. Profesionalmente no dependen de
investigadores, directores, innovadores o inspectores. Esto no quiere decir que
no estén abiertos a las ideas creadas por otras personas en otros lugares y en
otras ocasiones. Ni tampoco rechazan el consejo, la consulta o la ayuda. Pero
sí saben que las ideas y las personas no son de mucha utilidad práctica hasta
que se han digerido y están bajo el juicio del propio profesor” (Stenhouse 1984).
“Al adoptar
una postura investigadora, los profesores se autoliberan del ambiente de control en el que a menudo se
encuentran (..). Al adoptar este enfoque crítico y esta actitud investigadora,
el profesor no sólo está comprometido en una verdadera actividad de desarrollo
profesional, sino también en un proceso más preciso y autónomo para la elaboración
de criterios profesionales” (Hopkins 1989).
Es necesario subrayar, por otra parte, que la
legislación reguladora de la Reforma Educativa vigente (LOGSE, Decretos de la
Educación Primaria y Secundaria de Andalucía, etc) recogen y desarrollan expresamente la idea del
fomento de la autonomía pedagógica y organizativa de los centros, el trabajo
en equipo de los profesores y el estímulo de la actividad investigadora de los
mismos en relación con su práctica docente.
Por último, antes de analizar los obstáculos
concretos que dificultan la investigación del profesor en el aula, es preciso
aclarar cómo se entiende el término “investigación”
en esta propuesta, que queda muy lejos conceptual y metodológicamente de¡
modelo clásico de investigación científica. Investigar
en el aula es, para nosotros, reflexionar críticamente sobre la enseñanza que
desarrollamos en nuestras aulas y profundizar en la fundamentación
científica, práctica e ideológica, de las decisiones que individualmente y
como equipo de profesores vamos adoptando en el desarrollo de¡ currículo,
sometiendo nuestros proyectos curriculares (de Etapa, de Ciclo, de aula,
unidades didácticas, materiales concretos, estrategias, etc) a procesos cíclicos de experimentación,
evaluación, reformulación y mejora progresiva.
De acuerdo con esta caracterización, el elemento
central de la misma es el desarrollo de una actitud científica en el ejercicio
de la libertad profesional, desterrando los prejuicios y dogmas pedagógicos y
abriéndonos a la innovación fundamentada y a la experimentación como fuente de
criterios para la mejora de la enseñanza y como estrategia de aprendizaje profesional
coherente con las propuestas constructivistas de
enseñanza y aprendizaje. El constructivismo es adecuado, no sólo para organizar
la enseñanza con nuestros alumnos, sino que también es plenamente válido para
el caso de¡ aprendizaje y perfeccionamiento profesional, partiendo de nuestras
concepciones iniciales, contrastándolas con las de nuestros compañeros,
tratando de fundamentarlas, poniéndolas a prueba en la práctica,
reestructurando nuestro pensamiento y nuestra actuación, etc.
Si estamos dispuestos a trabajar con una mentalidad
investigadora y crítica, lo más conveniente es colaborar con un grupo de
compañeros abiertos a esa opción y en un contexto profesional que facilite las
cosas. Aquí es, precisamente, donde podemos encontrar más dificultades, a
pesar de las disposiciones oficiales de la Administración, que en estos
momentos deben considerarse muy positivas, pero que, para ser efectivas, han de
concretarse en actuaciones que desarrollen las intenciones manifestadas. En
esta línea, el conocido manifiesto sobre “Investigación educativa y apertura
curricular” impulsado como primer firmante por Cesar Cascante y otros muchos
profesores (I 992), demanda una serie de medidas:
1. Mayor reconocimiento a todos los efectos de la
labor investigadora como mérito profesional en concursos y oposiciones.
2. Reconocimiento de reducción de horario lectivo
para los docentes que hagan investigación educativa aprobada públicamente e
inclusión de las horas de investigación en el horario de estos docentes.
3. Hacer accesible la información
sobre convocatorias de investigación a todo el profesorado.
4. Coordinar la homologación de las propuestas
curriculares que se deriven de procesos de investigación y difusión de éstas
entre el profesorado.
5. Cursos de formación dirigidos a la elaboración de
proyectos de investigación y formación de equipos de investigación multiniveles.
6. Cursos de postgrado en las universidades,
programas de formación en los M.R.P.s, CEPs, etc,
para que los profesores de niveles no universitarios realicen investigaciones
en sus lugares de trabajo a través de convenios con la Administración
Educativa.
7. Cursos de doctorado dirigidos al mismo fin.
8. Creación de un organismo u oficina ministerial
que recoja las peticiones de los ciudadanos, individualmente o a través de
grupos organizados, con respecto a lo que quieren que se investigue en
Educación, con vistas a determinar líneas prioritarias de investigación.
En todo caso, incluso en ausencia de medidas facilitadoras como las anteriores, creemos que el profesor
con sentido crítico hacia su actuación en el aula y dispuesto a introducir los
cambios que puedan parecerle necesarios para salir al paso de los aspectos
que considere problemáticos y mejorables, es seguro que va a encontrar la forma
de avanzar en este terreno y alejarse considerablemente de la “enseñanza ficción” imperante. Por
suerte, no estamos ante una opción de tipo todo o
nada: cualquier progreso en dirección hacia la autonomía
profesional es acumulativo y facilitará los siguientes pasos.
En nuestros días, quizás la frase de Freinet con que
empezamos este artículo admita una transcripción más
directa:
“En la
enseñanza hay dos clases de profesores, los que todavía intentan mejorar su
enseñanza y los que ya no lo hacen (pero aparentan seguir siendo profesores)”
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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