UN RECURSO PARA CAMBIAR LA PRACTICA: EL DIARIO DEL PROFESOR

 

José Martín Toscano

 

Partiendo de la contextualización de la investigación en la escuela como pro­ceso continuo que favorece la reflexión colectiva en y sobre la práctica, el autor nos va ofreciendo algunas pistas sobre el diario de clase como un valioso recurso para reflexionar y cuestionar nuestra práctica, y como guía para investigar y modificar ésta hacia una práctica más reflexiva y evaluada.

 

La práctica no es sólo lo que se ve

 

Habitualmente se suele hablar de práctica identificándola sólo con “lo que se hace”. En el caso de la enseñan­za, y según esta concepción, la prácti­ca educativa se identificaría sólo con lo que hacen los profesores en las aulas con sus alumnos. Esta idea, bas­tante restrictiva y simplificadora de la realidad, se utiliza más de lo habitual como mecanismo justificativo de determinadas posiciones del tipo: “Eso no es útil para la práctica”; “eso no se puede llevar a la práctica”; “es dema­siado teórico”, etc. Desde esta pers­pectiva se olvida una dimensión que, para nosotros tiene vital importancia, y que puede parecer bastante simple, en principio, y es que toda práctica obedece a una teoría. Así enuncia­da la cuestión estamos casi todos de acuerdo ¿no?, pero ¿qué implicaciones tiene tenerla en cuenta cuando nos estamos planteando la posible trans­formación, el cambio, la evolución de determinadas prácticas educativas?

En primer lugar, afirmaríamos que la práctica no es sólo “lo que se ve”, sino, y también, lo que hay detrás de lo que se ve. 0 lo que es lo mismo, que nuestros actos como profesionales están guiados y justifica­dos por un conjunto de ideas, creen­cias, concepciones, etc., del tipo: “o los alumnos hay que formarlos para...”; “hay que trabajar estos contenidos por­que...”; “la mejor manera de enseñar es...”; “el tiempo y el espacio lo organizo así porque...”; “conocer consiste en...”; “la escuela debe servir para...” (hay tantos ejemplos en la literatura reciente que apoyan esta idea, que no nos vamos a detener para justificarla).

Por tanto, cambiar o transformar la práctica no es sólo cambiar la forma de hacer las cosas, sino funda­mentalmente cambiar nuestras ideas, nuestras creencias y concepciones sobre “por qué”; “qué” y “cómo” con­ducirnos como profesionales, lo cual va a llevar inevitablemente a un cam­bio, una evolución, en nuestras con­ductas, si esto se hace de manera consciente y rigurosa.

Últimamente se ha generalizado un “slogan” entre los profesionales de la educación, que a modo de principio se repite aquí y allá: Hay que reflexio­nar sobre la práctica. ¿Pero qué signi­fica reflexionar sobre la práctica? Desde la perspectiva que hemos adoptado, reflexionar sobre la prácti­ca implica no sólo describir lo que hacemos para compartirlo pública­mente (fundamentalmente con otros colegas), sino también la posibilidad de compartir planteamientos que nos ayuden a ensayar nuevas formas, nue­vas ideas, para volver a describir lo que hacemos y analizar conjuntamen­te los resultados. O sea, que cual­quier estrategia basada en la reflexión sobre la práctica debería contemplar, al menos:

a) La posibilidad de describir lo que hago, para que otros lo conozcan.

b) La posibilidad de analizar y dis­cutir los planteamientos que sustentan lo que hago, las ideas, los criterios, las razones últimas de mis decisiones.

c) La posibilidad de conocer y ensayar nuevos planteamientos, nuevas ideas, en la medida de lo posible com­partidos con otros colegas (compañe­ros de centro, de ciclo, de seminario...)

 

La investigación escolar como un proceso continuo que favorece la reflexión en la prácti­ca y sobre la práctica

 

Otra idea que se ha generalizado en los circuitos profesionales durante los últimos años, es la de investiga­ción, en el aula, en la escuela, investi­gación del profesor, el maestro inves­tigador, etc. Creo que respecto a ello, conviene hacer algunas precisio­nes para contextualizar lo que se va a decir más adelante.

En primer lugar cuando hablamos de investigación estamos haciendo referencia a un proceso sistemático mediante el cual se genera o construye conocimiento acerca de algo o alguien. Si hablamos de investigación escolar, estamos haciendo referencia a dos asuntos: que el objeto es la escuela, y que los sujetos que cons­truyen o generan conocimiento “sobre la escuela”, son los mismos que traba­jan en ella, o sea los profesores; por tanto hablamos de investigación “sobre”, que se hace “en la escuela”. Y todo ello desde la perspectiva de transformar, cambiar o hacer evolu­cionar el estado actual de las cosas.

Para propiciar y favorecer un proceso sistemático de reflexión sobre la práctica, hemos de poner en marcha mecanismos e instrumentos que nos permitan establecer vínculos significativos entre nuestro saber (las ideas, la teoría) y nuestro hacer. En este sentido, la investigación escolar constituiría un conjunto de prescrip­ciones teóricas y metodológicas que lo hacen posible.

Cualquier estrategia basada en un planteamiento de investigación esco­lar nos lleva a tener en cuenta tres ideas fundamentales:

a) El trabajo con problemas esco­lares, la identificación, definición y el tratamiento de los mismos.

b) La elaboración de hipótesis de trabajo, de programas, de unidades didácticas, etc.

c) La comprobación, el ensayo, mediante procesos de experimentación a partir de las hipótesis elaboradas.

Antes de continuar creo que deberíamos detenernos brevemente en hacer algunas consideraciones acerca de varias premisas a tener en cuenta. En primer lugar estamos hablando, en el fondo, de un proceso de formación de profesores, y como todo proceso de formación debe estar planificado, orientado y facilita­do por alguien que asuma ese papel, esa responsabilidad. Además, no tiene sentido que esto se plantee fuera del seno de un equipo de trabajo, por tanto la presencia de un equipo es otra premisa fundamental. Por otra parte, hay que tener mucho cuidado, al comenzar, con ajustarse muy bien a los niveles de partida de los profeso­res que componen el grupo, pues lo que se expone se acerca más a un modelo, digamos ideal, al que quere­mos tender de una manera progresi­va, a partir de nuestro nivel de desa­rrollo profesional. Quiero decir que es posible que haya que dedicar bas­tante tiempo, al principio, simplemen­te a desarrollar la capacidad de orga­nizar las sesiones de trabajo, ajustarse a un guión prefijado en las discusio­nes, elaborar individualmente docu­mentos entre sesiones sobre los que después discutir, etc. Para pasar des­pués a trabajar un tiempo, o simultá­neamente, identificando problemas, enunciándolos, para ir complejizándo­los poco a poco, etc.

Después de esto, volvamos a retomar lo que decíamos. En nuestra experiencia un recurso que se ha revelado como un instrumento nucle­ador de los procesos de investigación es el diario del profesor: a partir de su elaboración, y mediante su análisis y discusión colectiva, se han desarrolla­do experiencias que han propiciado y favorecido tanto la reflexión como el cambio de las ideas y las prácticas de los profesores que hemos participado.

 

El Diario del profesor como guía para la investigación: de la descripción al análisis.

 

El hecho de llevar un Diario de nuestra experiencia docente, en la línea de lo señalado anteriormente, implica poner en práctica un método de desarrollo profesional permanen­te, y como tal, un proceso donde podemos resaltar momentos y fases relativamente diferentes.

En un primer momento el diario ha de propiciar, fundamentalmente, el desarrollo de la capacidad de descrip­ción de la dinámica del aula, por parte de su autor, a través del relato siste­mático y pormenorizado de los distin­tos acontecimientos y situaciones cotidianas. Podemos comenzar sim­plemente registrando aquellas impre­siones que, como una película, se nos quedan después de terminar, o en el intervalo, de una jornada. Eso que recordamos cuando volvemos a casa, o cuando conducimos todavía con el reflejo en la memoria de las situacio­nes vividas en clase recientemente. Progresivamente, conviene hacerlo de una manera más sistemática, siguiendo por ejemplo un guión fijado con ante­rioridad. Nosotros, en algunas ocasio­nes hemos utilizado el siguiente:

1. Descripción general de la diná­mica de la clase: organización y distri­bución de la jornada.

2. Descripción pormenorizada de una o varias actividades (la más signifi­cativas).

3. ¿Qué hace el profesor durante su desarrollo?

4. ¿Qué hacen los alumnos?

5. Acontecimientos más significa­tivos durante su desarrollo: tipo de conductas, frases textuales (de profe­sores y alumnos)

6. Descripción de conflictos (si los hubo) entre los alumnos, y entre alumnos y profesor.

7. Dudas, contradicciones, refle­xiones que surgen durante, o después del desarrollo de las actividades.

Lo importante no es la manera como se haga, sino pensar que esta­mos recogiendo información para comentarla y discutirla luego con nuestros colegas. Hay veces que dado el poco tiempo del que se dispone durante el desarrollo de la clase, por su propia dinámica, o especial dificul­tad, se recomienda utilizar por ejem­plo una grabadora, para luego trans­cribir tranquilamente en el centro, o en casa. Pero como hemos dicho lo importante es ir reuniendo material para la discusión en equipo. Las reu­niones de los equipos de profesores en los centros, generalmente, se dedi­can a aspectos organizativos, relativos a problemáticas generales, ajenas la mayoría de las veces a los problemas más cercanos de la práctica. Muy pocas veces se dedican al intercambio significativo de puntos de vistas, expe­riencias, y preocupaciones profesiona­les en general. Y muchos profesores se quejan, con razón de la poca opera­tividad de las mismas. Podríamos pro­poner estructurar su contenido en torno a la lectura y discusión de los diarios de clase, pues así se puede facilitar la progresiva superación de estos obstáculos, muchas veces de índole metodológico, favoreciendo la implantación progresiva de una estra­tegia de reflexión conjunta sobre la acción. Se podría comenzar con la lec­tura y el análisis de los acontecimien­tos, situaciones, e incidencias del aula, reflejadas en el diario para intentar generar una dinámica de intercambios de puntos de vista que elevaría el nivel de lo que, habitualmente son simples intuiciones e impresiones subjetivas que conducen a discusiones sin salida, la mayoría de las veces. Integrarse en dinámicas de este tipo es lo que da sentido a la elaboración del diario, pues conocemos muchos profesores que con toda su buena voluntad comienzan a hacerlo y lo abandonan pasado un tiempo, porque no ven mucha utilidad a lo que hacen.

El análisis de estas primeras des­cripciones puede orientarse a identifi­car y aislar los diferentes elementos que las configuran (conductas del pro­fesor, conductas de los alumnos, acontecimientos “académicos”, aconte­cimientos más relacionados con la dinámica, elementos organizativos, etc.), buscando establecer relaciones entre los mismos, formulando para ello preguntas problematizadoras que respondan a preocupaciones reales que tenemos, por ejemplo: ¿qué con­ductas suelen manifestar los alumnos cuando se proponen determinados tipos de actividades?; cuándo el profe­sor mantiene un determinado com­portamiento, ¿cuál es la respuesta de los alumnos?; si el espacio de la clase está organizado de una forma deter­minada, ¿cómo ha influido en el desa­rrollo de las actividades?, etc. Así de un mayor nivel de generalidad, se puede ir pasando, progresivamente, a una visión más analítica y profunda de la realidad a medida que se van cate­gorizando y clasificando los diversos acontecimientos y situaciones recogi­das en el diario.

Todo ello nos puede permitir ir detectando y enunciando los proble­mas prácticos que realmente nos pre­ocupan, a la vez que localizar, progre­sivamente, nuestras observaciones para recoger información sobre los mismos, con lo que el diario va toman­do, poco a poco, una perspectiva dife­rente según cada caso. Estos proble­mas pueden ser de origen y naturaleza diversa, pero quizás convenga clasifi­carlos y categorizarlos en torno a dimensiones como las siguientes:

a) Problemas relacionados con la dinámica general de la clase (de disci­plina, de atención, de roles y lideraz­gos, de motivación, de participación, etc.)

b) Problemas relacionados con la adecuación de objetivos y contenidos (su pertinencia, su interés, su adapta­ción al nivel real de los alumnos, su secuenciación, etc.)

c) Problemas relacionados con la metodología de trabajo en clase (el tipo y la secuencia de actividades, la organización del espacio y el tiempo, el uso de determinados recursos, etc.)

d) Problemas relacionados con la evaluación (qué y para qué se evalúa, cómo se evalúa, quién evalúa.)

e) Problemas relacionados con la dinámica general del centro (la organi­zación general del espacio y el tiempo, los recreos, la coordinación entre niveles, etc.)

 

De los problemas a las concepciones y de las nuevas ideas al diseño

 

En este segundo momento pre­domina el intercambio de puntos de vista a partir del análisis de la informa­ción recogida en torno a problemas concretos, lo que debe permitirnos explicitar y someter a contraste nues­tras propias concepciones acerca de los mismos. Si bien es cierto que resulta difícil “cambiar de idea” o de “forma de pensar”, también es cierto que si sometemos las concepciones a procesos continuados de contraste con la propia realidad, o con otras concepciones y puntos de vista (el de nuestros compañeros, los alumnos, la literatura, etc.) suelen aparecer con­tradicciones y evidencias que nos pueden llevar a la modificación, ampliación o sustitución de las mis­mas por otros puntos de vista que, en ese momento, consideremos más adecuados.

Pues profundizar, discutir y caracterizar los problemas más signifi­cativos, posiblemente nos hará enfrentarnos con dilemas teóricos; nos puede provocar un enfrentamien­to con nuestro modelo didáctico “de hecho”. Todo ello nos puede crear condiciones favorables para asumir un mayor riesgo teórico que hasta ahora, y una mayor apertura a otros puntos de vista, algunos nuevos, otros que ya teníamos, pero que no practicábamos.

Estos procesos de contraste requieren de un cierto nivel de plani­ficación y sistematicidad si pretende­mos iniciar una dinámica sostenida de evolución de nuestras ideas. Así con­viene acotar tanto el contenido como la naturaleza de las mismas, para ello al igual que hemos hecho con los pro­blemas, podemos categorizarlas o cla­sificarlas en torno, por ejemplo, a las siguientes dimensiones:

a) Concepciones sobre los alum­nos: cómo aprenden; cómo se desa­rrollan; cómo se facilita eso; cómo se comportan; las causas y las conse­cuencias de sus conductas; sus dere­chos y deberes, etc.

b) Concepciones sobre el profe­sor: su papel; su responsabilidad; su profesionalidad; estilos y métodos de enseñanza; fines y metas educativas, etc.

c) Concepciones sobre la materia o materias: carácter del conocimien­to; importancia del conocimiento de los alumnos; técnicas específicas de enseñanza; materiales y recursos, etc.

d) Concepciones sobre el ambiente: relaciones personales den­tro y fuera del aula; relaciones de poder; democracia y participación; organización del espacio y el tiempo, etc.

e) Concepciones sobre el papel de la escuela en la sociedad: el tipo de formación ciudadana; la relación con los padres, etc.

Hacerlo de esta manera puede ayudar a organizar la discusión en el seno del equipo. Al mismo tiempo se puede invitar a participar a personas ajenas al equipo, que aporten una visión diferente sobre la problemática (otros compañeros con una experien­cia similar, asesores del Cep, colegas de la universidad, etc.). También es conveniente seleccionar lecturas ade­cuadas, de artículos, libros, capítulos de libros... que aporten información significativa, o encuestar a los alumnos, a otros profesores del centro, etc.

En esta fase el diario no es sólo uno de los instrumentos más adecua­dos, al reflejar ya en la información que se recoge el punto de vista de sus autores, sino que además es el testigo biográfico que da fe de nuestra propia evolución personal. En este sentido además de permitir el contraste entre perspectivas diferentes sobre un mismo asunto en un momento dado, permite comparar lo que pensaban unos y otros en diversos momentos del proceso.

Este intercambio facilita la amplia­ción de los puntos de vista iniciales y por tanto favorece la evolución de las concepciones. Estas nuevas ideas, o concepciones evolucionadas deben traducirse en el diseño de una nueva intervención, los cambios en las ideas han de tener un reflejo en los cam­bios en el programa.

Hasta ahora hemos intentado describir las características que debe­ría adoptar el contenido de un Diario cuando se trata de reflexionar sobre los problemas del aula y sobre las ideas, creencias y contradicciones que están asociadas a ellos. A continua­ción nos hemos centrado en el “momento” del Diario en que nos esforzamos por cambiar nuestras propias ideas. Esta evolución de nues­tras concepciones, si queremos ser rigurosos, ha de traducirse en el dise­ño de una nueva intervención; es decir, los cambios de ideas didácticas han de tener un reflejo en nuestro programa de intervención, y para esto el Diario, nuevamente, puede ser el testigo biográfico fundamental: el registro sistemático y coherente del nuevo diseño experimental.

 

El diario como instrumento para transformar las nuevas concepciones en una nueva práctica

 

Pues bien, aún queda un paso más, quizás el más problemático: queda la aplicación del nuevo diseño a la práctica. Conocer nuestros proble­mas, investigarlos, cambiar las con­cepciones asociadas con ellos y pre­parar hipótesis de intervención nove­dosas que pretendan resolverlos, son pasos obligados en nuestro desarrollo profesional, pero todo ello serviría de poco si al final nuestra práctica no cambiara o, lo que es peor, no tuvié­ramos datos fiables sobre si realmen­te cambia o no cambia. Por lo tanto, analicemos ahora la función del Diario como instrumento para transformar las nuevas concepciones, el nuevo programa de intervención, en una nueva práctica conscientemente diri­gida y evaluada.

Existe una cierta tendencia sim­plificadora en nuestra forma de pen­sar según la cual, los cambios o son globales, en el sentido de totales, o no son cambios. Especialmente en educación tenemos, con frecuencia, la intuición de que “lo que hacemos no sirve para nada” y de que, por tanto, “hay que cambiar la clase de arriba a abajo”. Sin embargo, esta especie de “maximalismo” se suele convertir en ocasiones en el peor enemigo del cambio, porque el plantear unas modificaciones tan ambiciosas, parali­za y bloquea nuestra voluntad, ante el cúmulo de dificultades y problemas nuevos que se nos vienen encima y sobre los que poseemos muy pocos “saberes prácticos”.

Como contrapunto a este “idea­lismo pedagógico ingenuo” que preten­de trasladar mecánicamente “el ideal” (la estrategia, el modelo) a “la realidad” (la práctica, el modelo en acción), confundiendo el conocimien­to teórico, con el conocimiento prác­tico y el “saber” con el “saber hacer”, existe también otra tendencia entre nosotros, quizás más potente, pero tan simplificadora como la anterior, según la cual el problema no es ya la traslación de los ideales a la práctica, sino la consideración de la “práctica rutinaria” como el único ideal posible, no considerándola como “lo que se puede hacer”, sino como “lo que se tiene que hacer”. De esta manera, muchos profesores confunden lo que podríamos denominar una postura de “sano realismo”, con la consideración “tacticista” de que sólo lo que “real­mente se puede hacer” merece la pena ser considerado, abandonando así cualquier proyección teórica o estra­tégica que guíe un proceso gradual de cambio.

Según esto, una adecuada posi­ción profesional sobre la mejora de nuestra práctica docente, requiere saber combinar dos procesos íntima­mente relacionados, pero diferentes. Por un lado, un proceso de construc­ción teórica sobre la enseñanza, es decir de definición de nuestro mode­lo didáctico, y por otro, un proceso de construcción práctica de nuestro “saber hacer” profesional. Inevitable­mente nuestro modelo irá por delan­te de nuestra práctica, y, precisamen­te por eso, podrá orientarla, pero, inevitablemente también, nuestra práctica nos obligará a modificar y complejizar el modelo, de manera que la relación entre ambos, modelo teó­rico y saber práctico, se convierta en el motor de nuestro aprendizaje y desarrollo profesional.

Por eso “Lo nuevo no es siempre lo contrario de lo viejo”, ya que lo nuevo, de alguna manera, siempre se apoya en lo viejo, aunque sea para negarlo. Al aplicar el nuevo programa de inter­vención descubriremos que, por más que hayamos introducidos cambios sustanciales fruto de los nuevos pun­tos de vista construidos teóricamen­te, nuestra práctica se moverá con­tradictoriamente entre las rutinas anteriores, que se quieren desterrar, y las conductas novedosas que se quieren introducir. Con frecuencia, antes de consolidar algunos de los nuevos procedimientos prácticos, pasaremos por etapas intermedias de transición en las que estaremos aprendiendo y construyendo de manera genuina y significativa lo que “realmente somos capaces de hacer” a la vez de lo que teóricamente “desea­mos hacer”.

Es probablemente en estas fases de transición parcial, contradictoria e insegura donde existe una mayor potencialidad de aprendizaje profesio­nal, ya que desde “lo viejo”, desde lo que conocemos, controlamos y nos da seguridad, intentamos experimen­tar, “hasta donde somos capaces” el nuevo conocimiento teórico que hemos podido elaborar, descubriendo que cambiar la forma de pensar no garantiza cambiar la forma de actuar. Sólo desde el esfuerzo profesional que implica la elaboración de un pro­grama de intervención hipotético que guarde cierta coherencia con las nue­vas concepciones, al mismo tiempo que con los condicionantes contex­tuales y personales en las que se tra­baja, y desde el esfuerzo profesional que implica realizar un seguimiento lo más riguroso posible del desarrollo en la práctica de dicho programa, recogiendo, analizando y evaluando datos empíricos significativos; sólo desde este tipo de actividad profesio­nal podremos asegurar, por un lado, que los cambios en nuestra forma de pensar influyan en nuestra forma de actuar, y que, por otro, los cambios que “de hecho” conseguimos en nues­tra forma de actuar también influyen y mantienen viva nuestra forma de pen­sar.

En otras palabras, la construcción progresiva de nuestro “saber hacer” profesional, el hecho de que las cosas cambien en clase y que aumente la calidad de los procesos de enseñanza­-aprendizaje que en ella tienen lugar, depende fundamentalmente de como sepamos manejar la relación entre teoría y práctica, entre modelo y rea­lidad, o entre creencias pedagógicas y conducta de clase. Y para ello es determinante concebir de manera diferente el papel que todo programa de intervención (la programación) ha de jugar, y realizar un adecuado segui­miento investigativo (evaluación) de su aplicación a la realidad. Programar, desde este punto de vista, es buscar un compromiso entre el grado de ela­boración de mi teoría pedagógica y la visión que tengo de las posibilidades que ofrece la realidad escolar en que me muevo, y mi propia capacidad profesional. Programar es, por tanto, adecuar la estrategia a las posibilida­des de la realidad, en el sentido de formular a modo de hipótesis el plan de intervención que se considera más adecuado para “siendo realistas, poder cambiar”. Evaluar es, asimismo, inves­tigar la acción, los hechos que real­mente ocurren cuando aplicamos el programa, para poder comprender, a la luz del modelo de referencia, las dificultades prácticas, los bloqueos, las inadecuaciones, las variables no teni­das en cuenta, y todo tipo de datos que han de permitirnos reformular, depurar y complejizar dicho progra­ma y, a la larga, el modelo o teoría que lo sustente.

Llegados a este punto, el Diario deja de ser exclusivamente un regis­tro escrito del proceso reflexivo, para convertirse progresivamente en el eje de un proceso de recogida de infor­mación empírica y sistemática sobre los acontecimientos de la clase. No se trata ya de describir genéricamente los problemas prácticos que encon­tramos en nuestra actividad, ni de analizarlos, poniendo en cuestión nuestras concepciones didácticas. Tampoco se trata de diseñar una nueva intervención, describiendo en el Diario las nuevas incorporaciones teóricas que deseamos aplicar. Se trata, en esta fase, de desplegar técni­cas más concretas y específicas, para conocer como funciona el programa en la realidad, recogiendo informa­ción previamente establecida, anali­zándola y categorizándola, contrastan­do datos obtenidos de fuentes diver­sas, comparándolas con lo previsto en el diseño y estableciendo conclusio­nes que reorienten el curso de la práctica y nos permitan validar y reconstruir nuestro propio conoci­miento pedagógico‑profesional.

El Diario, pues, adopta un estilo más estructurado y se convierte en el desencadenante de otros medios de investigación (entrevistas, cuestiona­rios, análisis de documentos, etc.) y en el lugar de elaboración y síntesis de la información. El profesor o el equipo de profesores, ya no actúan sólo como “observadores informales”, o como “reflexivos esporádicos”, ni siquie­ra como “programadores rigurosos”, sino que incorporan también, aunque de manera parcial, el estilo de auténti­cos investigadores “en” y “sobre” la práctica pedagógica sometida a expe­rimentación.

Evidentemente la actividad de enseñar no es similar a la actividad científica de investigar; pero, aceptan­do que el concepto y la práctica de la investigación admite una diversidad de grados y niveles, cuando como ense­ñantes intentamos modificar la activi­dad de la clase, basándonos en nuevos principios y fundamentos, hemos de incorporar a nuestra profesionalidad ciertas dosis del espíritu y las estrate­gias de eso que denominamos genéri­camente como investigación. El Diario, por tanto, es el cuaderno de trabajo del experimentador, donde anota las observaciones, donde recoge las entrevistas, donde describe el conteni­do de los materiales de clase, donde compara y relaciona las informaciones, donde establece conclusiones y toma decisiones sobre los siguientes pasos de la experimentación.

Dos observaciones finales. Por más que utilicemos palabras tradicio­nalmente vinculadas al método de las Ciencias Experimentales (observa­ción, problemas, hipótesis, experi­mentación, etc.), no podemos olvidar que trabajamos en el campo de lo humano y lo social, y que, por tanto, usamos estos términos en un sentido “analógico” y no estricto. Cuando hablamos, por ejemplo, de experi­mentación no nos referimos a la reproducción artificial de una situa­ción en la que intentamos controlar todas las variables que intervienen, para descubrir la variable causante del efecto‑problema que estamos investi­gando (como en ciertos casos ocurre en las disciplinas llamadas experimen­tales), sino que nos referimos a una acepción más cotidiana del término, a una acepción sinónima de la expre­sión innovación fundamentada y semi­controlada.

Por último, no olvidemos que los datos que obtengamos estarán media­tizados por las concepciones desde las que pensamos. Por eso, es necesa­rio, como ya hemos indicado, que el seguimiento de la nueva intervención esté dirigido por nuestra hipótesis de intervención (el programa) y por los puntos de vista en los que dicho pro­grama se basa (el modelo). Aunque es cierto que cambiar la forma de pensar garantiza el cambio en la forma de actuar, también lo es que difícilmente cambiamos nuestra forma de actuar, sino es porque ‑a un cierto nivel‑ cambiamos nuestra forma de pensar.

 

NOTA

 

Este artículo es un resumen actualizado del libro: “El diario del profesor: un recurso para la investiga­ción en el aula”, de Rafael Porlán y José Martín (1991), publicado por Diada Editoras (Sevilla).

 

LECTURAS RECOMENDADAS

 

MARTÍN, J. y otros (1986): “Los niños investi­gan. Los maestros también”. Cuadernos de Peda­gogía, 142, pp. 32‑35.

PORLAN, 8. (1987): “El maestro como investi­gador en el aula. Investigar para conocer. Cono­cer para enseñar”. Investigación en la Escuela, 1, pp. 63‑890

GONZÁLEZ y LATORRE (1987): “El profesor investigador. La investigación en el aula”. Barcelo­na: Graó.

KEMMIS y MAcTAGGARD (1987): Cómo plani­ficar la investigación acción. Barcelona: Laertes.

HOPKINS, D.(1989): Investigación en el aula: guía del profesor. Madrid: PPLI.

WOODS, P. (1987): La escuela por dentro. La etnografía en la investigación educativa. Barcelona: Paidós‑MEC.