M.C.E.P. Sevilla
Juana María Sancho ha sido profesora de
párvulos (“si un día me harto de la universidad volveré a dar clases en un
parvulario pues es de las experiencias más estimulantes que hay”), de EGB en
una zona desfavorecida de Barcelona (“encontrar a un chaval al que le han
creado una expectativa de fracaso en la escuela y comprobar como su actitud
cambia si cambia la expectativa sobre él, es una de las experiencias más ricas
que he tenido sobre el papel de la escuela como condicionadora
de las posibilidades de los alumnos”) y en una escuela unitaria en el Pirineo
Catalán (“las diferencias entre los alumnos resultaban un estímulo para
aprender todos juntos”). Durante varios cursos trabajó
como psicóloga en un instituto de bachillerato (su libro “Entre pasillos y
clases” recoge el modelo de intervención que llevó a cabo) y en la actualidad
es profesora de “Curriculum y Nuevas Tecnologías” en
el departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad (“las
tecnologías pueden ser nuevas, pero los problemas que ha de afrontar la
educación escolar siguen mediatizados por su función reproductora de unos
determinados valores sociales”). Su experiencia y
preocupación por la formación del profesorado le llevó a escribir “Los
profesores y el currículum” y con Fernando Hernández “Para enseñar no basta con
saber la asignatura”. Después de 10 años dedicada a la educación trata de
recapitular lo aprendido y preparar nuevos proyectos como “visit
scholar” en la Universidad de Harvard.
KIKI:
La educación en España se ha caracterizado por una fuerte tradición
conservadora y una actitud intervencionista de la Administración en la práctica
escolar. Creemos que esta tendencia no remitirá mucho con la Reforma que ha
dedicado más energías a modificar las formas que a crear las condiciones
mínimas que permitieran un cambio cualitativo en la educación.
‑ ¿Qué mecanismos explícitos o implícitos
utiliza las Administración para controlar el currículo?
J.Mª. Sancho: Para ser la primera pregunta de esta
conversación, lleva una buena carga de profundidad. Pero parece un buen punto
de partida. En general, a lo largo de la entrevista, tanto este tema como los
que vayas planteando, los abordaré intentando señalar factores que configuran
sus problemáticas, más que dando respuestas taxativas (que además no tengo)
para resolverlas.
Desde mi práctica como profesora e investigadora,
diría que la Administración tiene muchos más mecanismos explícitos e
implícitos para controlar el curriculum de los que
ella misma cree. Incluso me atrevería a decir que, en
un momento dado, estos mecanismos llegan a estar tan interiorizados por los
centros, e! profesorado, el alumnado, las familias y
otros agentes sociales, que se convierten en auténticas barreras a la hora de
introducir ella misma cualquier cambio en la enseñanza. Me explicaré.
Para mí, el primero y más importante de estos
mecanismos lo constituye la formación inicial del profesorado que desde hace
tiempo ha estado reglamentada desde la Administración. Es una formación que
ha estado tradicionalmente orientada (y continúa estando) hacia la
reproducción de un volumen organizado de información, a través de una serie de
asignaturas que reconstruyen el conocimiento de otras
tantas disciplinas o ámbitos de saber. En el mejor de los casos (porque para el
profesorado de secundaria a menudo no ocurre ni eso) está acompañada de un
repertorio de “recetas” didácticas y formas de intervención pedagógica. En muy
pocos casos, la formación perfila a un profesional que ha de tomar decisiones
importantes sobre qué enseñar a diferentes grupos de niños y niñas, en
diferentes contextos y en función de distintas necesidades; sobre cómo
enseñarlo, dado que no todos los caminos conducen a los mismos sitios o, aunque
lo hagan, no todos proporcionan el mismo placer intelectual y emocional, la
misma calidad y la misma experiencia; y sobre cómo saber si lo que se ha
enseñado y cómo se ha enseñado ha contribuido al desarrollo del alumnado, es
decir cómo evaluar.
De este modo, si el profesorado que comienza su
trabajo, no tiene un bagaje que le permita tomar decisiones y argumentarlas de
manera profesional. ¿Qué va a hacer? Pues como los médicos, mirar
el “vademécum”. Y quien escribe el “vademécum” (o quien da por bueno lo que
contiene) es la Administración. Lo que ocurre es que a veces el profesorado ni
siquiera tiene recursos para entender lo que ésta le plantea y traducirlo en
principios de acción. Esto es lo que pasó, por ejemplo, con la LGE, y posiblemente
lo que también pase ahora, que la letra de la ley era más innovadora y
progresista de lo que el profesorado y las escuelas estaban en condiciones
integrar.
El segundo mecanismo, íntimamente relacionado con
el anterior, son los materiales de enseñanza. En la mayoría de las escuelas
quienes dan un carácter prácticamente definitivo al contenido del currículo son
las editoriales con los libros de texto, y merece la pena recordar que el
Ministerio de Educación y Ciencia (o el del gobierno autonómico con competencias
plenas) son quienes los homologan. Las razones de este estado de cosas se
encuentran, en parte, en lo expresado anteriormente, corregido y aumentado, en
la práctica, por la falta autonomía de los centros, la poca tradición de
trabajo en equipo y la inexistencia de aulas de recursos en los propios
centros. España es uno de los países europeos en los que el material de
enseñanza es más homogéneo. Esto lleva a que las familias, acostumbradas a la
comodidad de que sus hijos sigan un solo libro de texto (aunque sea por
asignatura o área), suelan acoger con suspicacia la introducción de otros
materiales o recursos, con lo que se convierten en un agente “controlador
inesperado” del currículum.
Finalmente, para no cansar más a los lectores y
lectoras, aunque estoy segura de que, como yo, ya están pensado en otros muchos
factores, el papel que ha representado la inspección ha sido fundamental. En general,
exceptuando casos individuales, más que interesarse por los posibles problemas
o hallazgos pedagógicos del profesorado, este organismo ha actuado de “cancerbero”
de la Administración pero, desde mi punto de vista, velando por los aspectos
más formales, que no necesariamente son los más formativos e innovadores,
incluso cuando se trataba de garantizar la puesta en práctica de reformas
propiciadas por la propia Administración.
Los elementos señalados hasta ahora han venido
interactuando en un clima político y social que ha generado una situación que
puede resultar paradójica. El afán controlador de la Administración de un
régimen político dictatorial que, de forma más o menos clara, era consciente
del potencial de la escolaridad como propiciadora de ciudadanos y ciudadanas
con pensamiento y comportamiento independientes, socialmente responsables y
críticos, pero también como moldeadora de una forma determinada de ver el
mundo, no se acaba de repente con el cambio de sistema político. Hay unas formas,
unas visiones, unos modelos que han arraigado profundamente, a veces más de lo
que nos creemos, en los que ahora están en posición de introducir cambios en
el sistema escolar (desde las instancias administrativas al profesorado). En esta nueva situación, una de las primeras cosas que se
constata es lo arraigado que está el sentido del centralismo político. Aunque
el centro de decisión pase de Madrid a Sevilla, a Barcelona o a Vitoria. Como
no se conocen las facetas de la descentralización real, da vértigo vislumbrar
la heterogeneidad de las situaciones que se podrían crear. Es como si un
daltónico comenzase, de repente, a ver el mundo con todas las gamas colores
reales.
KIKI:
El profesorado es un colectivo desprofesionalizado
desde un punto de vista técnico y empobrecido desde un punto de vista ideológico
y cultural.
‑
¿Qué causas han determinado esta desprofesionalización técnica y este
empobrecimiento cultural que sufre el profesorado? ¿Por dónde podrán venir las
soluciones para devolverle la ilusión por su trabajo docente?
J.Mª. Sancho: Es curioso constatar que el tema de la
desprofesionalización y empobrecimiento cultural del profesorado no es
privativo de nuestro contexto sino que se repite en todos los países post¡ ndustriales. Después del gran “boom” de la escolaridad de los años sesenta, que tuvo sus
momentos álgidos en los setenta cuando se llevaron a cabo grandes reformas
educativas en la mayoría de los países, y se invirtieron importantes
cantidades de dinero (nunca tanto como en sanidad o armamento, por ejemplo),
dedicarse a la enseñanza “estaba de moda” y tenía un reconocimiento social y
económico. Había un discurso esperanzador sobre el papel de la escuela como
agente de cambio social y sobre los beneficios de la educación como
propiciadora de la igualdad de oportunidades y generadora y redistribuidora de
la riqueza. Sin embargo, no creo que el profesorado, en general, estuviese
mejor preparado técnicamente que en la actualidad, ni que fuera globalmente
más culto o comprometido ideológicamente. Quizás la diferencia estribaba en
cómo estaban configuradas las cosas. Por una parte, era el momento en el que
se estaba poniendo en práctica las “grandes reformas” del currículum en
mayoría de los países (España incluida), pero todavía no se había comenzado a
ver las dificultades que acarreaba. El discurso sobre el fracaso escolar vino
después, a finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando se empezaron
a publicar los resultados de estas innovaciones, sobre todo los de aquellos
estudios que intentaban probar la eficacia de las mismas a través de las
respuestas que daba el alumnado a las pruebas estandarizadas, sin tener en
cuenta toda la globalidad de la reforma. La idea que se dio, a pesar de la matizaciones realizadas por algunos autores, fue: no han servido para nada, la escuela no sólo no ha mejorado
sino que, en algunos casos, ha empeorado.
Este discurso creó un malestar considerable entre los
distintos sectores implicados en las reforma (planificadores,
profesorado, investigadores, alumnado..) y dio pie a
los recortes o parones en las inversiones escolares
en muchos países. Al mismo tiempo, el triunfo del liberalismo económico más
trepidante, que ha dejado a países como EEUU y Gran Bretaña, en una situación
de empobrecimiento y desvalorización considerable del trabajo de carácter
social, ha conllevado una transformación profunda de los sistemas de valores.
El reconocimiento se consigue si eres rico, y sobre todo si lo has conseguido
en un tiempo récord; si triunfas en el espectáculo (deporte, cine, TV) o si
te dedicas a trabajos que no tengan una implicación directa con el cuidado de
la gente (arquitectura, ingeniería, diseño, informática...).
Esto ha repercutido desfavorablemente en la consideración de todos los
trabajos con carácter social, incluso en el ámbito de la medicina (sobre todo
en la de tipo asistencial). Y aquí comienza un bucle,
como el trabajo está mal pagado no tiene reconocimiento, las exigencias para
desempeñar estos trabajos tampoco son demasiado altas (menos exigencia en los
estudios, cualificaciones académicas de grado medio). Además como se ha visto en lo
estudios realizados en diferentes países, las personas que se dedican a la
enseñanza provienen cada vez más de ambientes culturales considerados débiles o
desfavorecidos por la cultura oficial (zonas rurales, inmigrante en las grandes
ciudades) y mujeres que, cuando forman una familia han de dedicar un tiempo
considerable al mantenimiento de la casa y a la educación de los hijos.
A todo lo anterior habría que añadir que la
explosión en la generalición, difusión y acceso al
conocimiento propiciado por el desarrollo y las aplicaciones de la Tecnología
de la Información, ha transformado profundamente el concepto de persona culta.
Y el profesorado, en términos generales, es uno de los sectores que no ha
sabido (o no ha podido) responder a las demandas de la cultura (o culturas)
actuales que requiere; un considerable poder adquisitivo y una, también
considerable, capacidad para afrontar el cambio y la complejidad.
En esta vorágine económica, cultural y social, el
profesorado como colectivo tampoco ha defendido su profesionalidad. En parte,
como hemos visto anteriormente, por su propia formación y condiciones de
trabajo. Si no tiene argumentos para justificar el propio trabajo más allá del
sentido común; si se siente inseguro con las familias porque le es difícil justificar
de forma articulada la propia práctica docente y evaluadora; si no se ha
preocupado de hacer oír su voz accediendo como colectivo a los medios de
comunicación y creando su propios vehículos de
expresión; si espera que los problemas se los resuelva
la Administración, incluida la recuperación de la ilusión, ¿cómo no se va a
sentir desprofesionalizado? Pero, ¿quién espera que
lo profesionalice? ¿La Administración? Como comentaba hace diez años a un
grupo de docentes de formación profesional, que intentaba reflexionar sobre su
práctica y hacerla innovadora, la necesidad de mejorar profesionalmente no es
una demanda que ha de venir de fuera, es una necesidad vital para sentirse bien
con uno mismo y con el mundo que nos rodea. Y, a decir verdad, conozco a
bastantes profesoras y profesores que día a día, de forma individual o
colectiva, realizan su trabajo con interés y van aumentando su saber y su
criterio profesional. En este sentido diría que si esperamos que alguien nos
venga a devolver la ilusión, si esperarnos al mesías
prometido, en forma de ministro o director general, siempre estaremos en
manos de otros y nuestra ilusión dependerá de las circunstancias externas que
son bastante incontrolables.
KIKI:
La reforma ha puesto más énfasis en la reordenación del Sistema Educativo, en
la modificación de los contenidos de los distintos niveles educativos y en el
apoyo a una determinada concepción de la enseñanza/aprendizaje que a crearlas
condiciones necesarias, humanas y materiales, para reconstruir la vida interna
de los centros y para renovar las prácticas del profesorado.
‑ ¿No
crees que renovar las prácticas docentes tiene más incidencia en la calidad de
la educación que modificar los contenidos a transmitir, pese a su enorme
valor didáctico?
J.Mª. Sancho: Un tema que se desprende del volumen considerable
de estudios realizados sobre los múltiples proyectos de innovación educativa
que han sido puestos en práctica, con más o menos éxito, es que las reformas
que no llegan a la clase, las innovaciones que no transforman sustancialmente
la tarea del profesorado y el alumnado y su actitud ante el conocimiento, se
quedan en meros cambios de denominación. En ese sentido, comparto la inquietud
que sugiere el planteamiento de tu pregunta. Parece que en la práctica no sea
tan importante lo que se enseña sino cómo se enseña, la diversidad y calidad de
recursos, estrategias y medios que se utilizan y la posibilidad que tienen el
profesorado y el alumnado de desarrollar sus capacidades de aprendizaje.
Hasta ahora, lo que conozco de la Reforma es que se
ha centrado en decir cómo se han de organizar los contenidos del curriculum y en sugerir unos principios pedagógicos que
sólo encontrarán sentido en su puesta en práctica, en los modelos de enseñanza
que el profesorado desarrolle en el aula. Harán falta unos años, y algunos
estudios sistemáticos, llevados a cabo de manera independiente y no por la
propia Administración, para pronunciarse no sólo sobre el hipotético valor
didáctico de la articulación de los contenidos curriculares que se propone,
sino, y sobre todo, sobre la adecuación de las decisiones sobre la formación
proporcionada al profesorado, los materiales curriculares, que según tengo
entendido están desarrollando, y las condiciones de trabajo ofrecidas en los
centros, para llevarla a la práctica.
A esto habría que añadir lo que ya han dicho muchas
personas que han investigado y analizado en profundidad las características
del cambio y la innovación en educación. Me refiero a las dudas que existen
sobre la posibilidad de que una Administración pueda proporcionar las
condiciones que garanticen un cambio cualitativo de un sistema educativo como
un todo. Esto requeriría la implicación de muchos más agentes sociales de los
que están representados en el Ministerio o Conserjerías de Educación. Pero,
sobre todo, en lo que se refiere a la mejora cualitativa de los procesos de
enseñanza y aprendizaje escolar, parece difícil que algo que pasa por las
emociones y las concepciones del mundo de tantas personas, pueda ser
sustancialmente cambiado (o mejorado) si no se les implica desde más allá de
las leyes de obligado cumplimiento.
En la historia de la escolaridad occidental, que
tampoco es demasiado larga, los cambios radicales, sobre todo los que implican
transformaciones de “calidad”, son difíciles de apreciar. Se dan mejoras
paulatinas, con algunos retrocesos, pero lo que sí es posible aprender de esta
historia es que cuanto más alejadas están las reformas de la cultura de los
centros y del profesorado y de los problemas a los que éstos han de dar
respuesta diariamente, más difícil es encontrar que estas reformas den lugar a
mejoras visibles de los procesos y resultados de la enseñanza. En este
sentido, y centrándonos en la reforma española, lo que parece claro que
quedará como innovación será que no se dividirá el
alumnado a los catorce años. Que esto signifique una mejora de la calidad de la
enseñanza (o un empeoramiento por el reto que supone atender a un colectivo
tan heterogéneo en un lugar tan homogéneo) dependerá en definitiva de cómo el
profesorado organice y lleve a cabo la enseñanza y, por supuesto, de cómo la
Administración (en las escuelas públicas) o los directores o los dueños de las
privadas sean capaces de entender y atender las dificultades y problemas que
van surgiendo en la práctica.
KIKI:
El modelo organizativo de la gestión escolar tiene una estructura y una
dinámica de funcionamiento “celular” caracterizada por el exagerado
individualismo, la mínima colaboración entre el profesorado, la falta de
intercambio entre distintos sectores, la fragilidad de las relaciones y el
hacinamiento del alumnado.
‑
¿No crees que este tipo de organización escolar y las relaciones que se
generan dentro de la escuela pueden ser un freno para la renovación de la
práctica docente?
J.Mª. Sancho: Las afirmaciones que realizas antes de formular la
pregunta me sugieren “a vote de pronto” dos temas importantes. En primer
lugar, hasta qué punto una institución en la que sus miembros son individualistas,
con dificultades para comunicarse y construir relaciones personales y
profesionales positivas y donde el alumnado está “hacinado” es decir, carece de
espacio vital para desarrollarse física y quizás psíquicamente, puede
considerarse una institución educativa. Tú y yo sabemos, y los lectores y
lectoras también, que esta imagen no es generalizable a todo el sistema
escolar, pero si algún centro se siente reflejado, en todo o en parte, quizás
valdría la pena que se plantease el papel que está representado. El segundo
tema, muy relacionado con el anterior, es que si atendemos a las “penúltimas”
aportaciones realizadas desde el campo de la gestión de instituciones,
proyectos y empresas, los centros de enseñanza españoles parecen estar bastante
mal preparados no sólo para renovar las prácticas docentes, sino para responder
a las necesidades educativas de las generaciones actuales y futuras. No son
instituciones “que aprenden”. Trabajo en equipo, colaboración, comunicación,
responsabilidad compartida, toma de decisiones, sentido de proyecto, parecen
ser los elementos que pueden garantizar el funcionamiento no
inercia¡ de cualquier entidad. Pero esto no se consigue de la noche a
la mañana. Significa un cambio de mentalidad en los diferentes estamentos
implicados en la enseñanza escolar; una formación inicial y permanente
cualitativamente muy diferente, que se represente al docente como un
profesional que ha de desempeñar su trabajo en colaboración con otras
personas, que ha de expresar y entender ideas y sentimientos, que ha de tomar
decisiones importantes y complejas que tienen implicaciones en una parte
importante del desarrollo de muchos individuos...; y unas condiciones de trabajo que posibiliten el ejercicio
de estas actividades. Disponer de tiempo para intercambiar y comunicarse,
contar con un espacio donde hacerlo, tener una dirección que no sea meramente administrativa sino, y sobre todo, pedagógica, son, entre
otros, elementos que podrían propiciar la andadura por este nuevo camino.
KIKI:
El profesorado ha venido utilizando mayoritariamente, y casi exclusivamente, el
libro de texto como marco de referencia imprescindible en su práctica docente
(el libro marcaba el qué, cuándo y cómo se debía enseñar) por el fuerte control
que la administración ejercía sobre el curriculum, y
por las propias condiciones profesionales y laborales
‑ ¿No
crees que la renovación de la enseñanza exige otros materiales alternativos y
de calidad, acompañados al unísono de otras estrategias que incidan en la formación
del profesorado y el acondicionamiento de la realidad escolar?
J.Mª.
Sancho: Tal como formulas la pregunta, como puedes imaginarte,
la respuesta es si. Pero para aportar más luz (o más sombra) sobre el tema diré
que hace referencia a una serie de cuestiones muy diferentes. Una parte está
relacionada con las ideas expresadas en la primera pregunta en relación con la
formación del profesorado y la construcción simbólica sobre qué significa
enseñar y aprender que una determinada práctica docente ha ido creando. Si el
profesorado no ha tenido una formación que le posibilite llevar a cabo un
proceso de toma de decisiones informado, en colaboración con otros
profesionales que tienen, han tenido o tendrán la responsabilidad de procurar
una enseñanza de calidad al mismo grupo o grupos de alumnado; si su
experiencia como alumno ha sido siempre en relación con un tipo de libro de
texto; si le es difícil entender otros materiales porque implican formas de
representar conocimiento no tan factual y, por tanto, rápido y conciso, como la
mayoría de los libros de texto, cómo se va a plantear utilizar otra cosa que no
sea este libro de texto.
Lo que mueve a la reflexión sobre la utilización de
materiales de enseñanza y aprendizaje es que en su momento (en realidad no hace
tantos años) se hablaba del libro de texto como una tecnología potente innovadora
que relevaba al profesorado de su papel de transmisor de información y al
alumno del de mero copista y recitador. Se decía que permitiría adaptar el
estudio a las diferencias de gusto, talento y tiempo del alumnado. Incluso
cuando una clase utilizase el mismo libro, la tecnología podía ser bastante
flexible. Cada estudiante puede leer a su propio ritmo, ir hacia adelante y
hacia atrás en busca de puntos particulares o para contrastar y revisar, con
mucha facilidad. Pueden utilizarse de forma individual o grupa¡ .... En definitiva el problema no parece ser el soporte
utilizado sino su contenido (cómo representa un determinado texto el
conocimiento) y, sobre todo, su uso (cómo se utiliza, qué papel se le da en la
clase, qué actividades se le proponen al alumnado...).
La mayoría de las innovaciones educativas
propiciadas a partir de los años sesenta venían acompañadas de materiales
diferentes, formas de poner en práctica la enseñanza diferentes y, en menor
proporción, de entornos diferentes. Muchos de estos materiales se presentaron
como los auténticos protagonistas de las innovaciones por su “potencial”
educativo y por estar diseñados a “prueba de profesores” (es decir, que hasta
en las clases en las que el profesorado no estuviera preparado o inclinado a
cambiar, la innovación iba a tener lugar por el propio potencial del material). Se han diseñado materiales de todo tipo (impresos,
audiovisuales informáticos...), para vehicular concepciones de la enseñanza
diferentes (conductistas, cognitivistas, para la
comprensión, constructivistas, críticas..), pero diferentes estudios han revelado que es en la práctica
de las clases, en la situación de enseñanza y aprendizaje que se crea entre el
docente y los discentes y en contexto de un centro, donde se constata el valor
educativo del material y el sentido y la calidad de su utilización.
El uso de materiales y medios diferentes no sólo
requiere poder tener acceso a los mismos. En mi departamento, con el alumnado
de segundo y tercer ciclo, hemos llevado a cabo algunos estudios sobre el tema
y hemos constatado que los centros tienen muchos más materiales y medios de los
que utilizan. El tema desde mi punto de vista, se sitúa en la conceptualización
de lo que significa enseñar y aprender en el contexto escolar al final del
siglo XX y, en consecuencia, en la formación de unos profesionales que han de
tomar y llevar a la práctica decisiones sobre qué y cómo enseñar en la era de
la Tecnología de la Información, y en la responsabilidad de la institución
que controla la enseñanza escolar (el Estado y sus representaciones) a la hora
de proporcionarlos recursos necesarios (materiales y humanos) para ofrecer unos
entornos de aprendizaje de calidad, a un colectivo importante de la población
que tiene el deber y el derecho de pasar un promedio de cinco‑seis horas
diarias durante diez años de su vida en ellos.
KIKI:
El aprendizaje se realiza en un contexto o entorno concreto que lo estimula o
lo frena. Contexto que viene determinado por el tipo de organización espacio‑temporal,
por los materiales disponibles, por el tipo de relaciones que se establecen
entre los alumnos y entre éstos y el profesor..
‑
¿Qué requisitos debe cumplir el ambiente para que sea acogedor, estimulante y facilitador de aprendizajes?
J.Mª. Sancho: Diferentes estudios y aportaciones sobre la
influencia del entorno físico, psicológico social y simbólico, nos informan de
su importancia en el desarrollo de los individuos. Sin embargo, resulta
difícil establecer un listado de requisitos que nos pueda garantizar que un
entorno `sea acogedor, estimulante y facilitador de
aprendizajes”. Podría hacerlo estableciendo unos indicadores básicos tales
como: unas mínimas condiciones de confort (limpieza, iluminación, ausencia de
ruidos, ventilación, espacio, adecuación de mobiliario); unas mínimas
condiciones pedagógicas (personal preparado y entusiasta, currículum adecuado
a las necesidades del alumnado, utilización de métodos y recursos variados y
orientados a la compresión); y unas mínimas condiciones organizativas (trabajo
en equipo del profesorado, utilización flexible del tiempo y el espacio...),
pero faltaría establecer cómo habrían de interactuar estos
factores y definir cuidadosamente el significado de muchos de ellos.
Hay estudios que informan de la importancia del
entorno físico, poniendo los límites en cuanto a contaminación ambiental
(desde ruido, frío, calor, pureza del aire..). Pero, exceptuando casos de
degradación máxima, es difícil inferir una correlación directa entre entorno
físico y aprendizaje. Los estudios realizados sobre
las escuelas eficaces (por difícil que sea ponerse de acuerdo sobre qué es una
escuela eficaz ¿eficaz para quién?) se refieren a
menudo a la importancia del ambiente, del `ethos”, en
el progreso del alumnado y la satisfacción profesional del profesorado. Es
evidente que el termino ambiente se refiere a algo
difuso, algo que se sitúa en el significado que los implicados atribuyen a lo
que están viviendo. En definitiva, son tantos los factores que determinan un
ambiente (personales, físicos, simbólicos...) y se combinan de tantas formas
diferentes, que resulta casi imposible especificar sin matizaciones cómo debería
ser un determinado entorno.
Las personas humanas somos realmente algo
extraordinario, paradójicamente previsibles e imprevisibles, y el tema del
ambiente de aprendizaje es uno de los que concentran de manera visible este
tipo de paradoja. Parece evidente, de hecho siempre me ha preocupado el tema
del entorno físico y simbólico de la enseñanza, que la calidad del entorno
físico y simbólico informa la calidad de los procesos de aprendizaje. Lo que
no sabemos es exactamente cómo. Además podemos encontrar situaciones en las
que esta proposición general no se cumple. Pensemos en nosotros mismos, en el
ambiente físico, psicológico y simbólico en el que tuvo lugar nuestro
aprendizaje escolar, desde luego, en general, no fue el mejor de los posibles,
casi desde ningún punto de vista, y sin embargo aprendimos. Unas veces, lo que
nos querían enseñar (aunque no lo quisiésemos aprender); otras, lo que no
querían que aprendiésemos; las más, lo que creíamos que no se tenía que hacer.
Lo que nunca podremos saber, ni nosotros ni los que han tenido un entorno
hipotéticamente inmejorable, qué hubiésemos aprendido, cómo nos hubiésemos
desarrollado, si hubiésemos tenido acceso a otros
entornos.
He hecho todas estas matizaciones porque no está
tan claro que el alumnado aprenda más o mejor cuando los centros cuentan con
todos los recursos materiales y humanos posibles, a veces las `lecciones” más profundas e importantes las hemos aprendido en las
condiciones más difíciles y perentorias. Lo que parece clave es la calidad de
las interacciones que se establecen entre los individuos y entre éstos y su
entorno, y este `ambiente” es extraordinariamente difícil de definir y
conseguir. Elementos que desde luego ayudan son la preparación y
profesionalidad del profesorado, la capacidad del centro para organizar sus
actividades y para captar las necesidades y motivaciones del alumnado, y la
calidad de los recursos físicos.
Para mí, todos estos elementos se encuentran
bastante interrelacionados. Por ejemplo, es curioso la poca importancia que se
le da en los centros públicos, en general, al tema del entorno físico. Llevo
muchos años trabajando en la enseñanza y cuando entro a un centro, de cualquier
ciclo del sistema escolar, suelo sentir un ligero temblor en el
estomago. ¿Por qué no podemos tener un ambiente físico acogedor como en otros
mucho sitios? Y me asaltan una serie de preguntas. ¿Por qué en tantos centros
no hay papel higiénico en los lavabos? ¿Por qué las clases, sobre todo de
secundaria en adelante, son tan impersonales? Entras a una y no puedes
imaginarte de ninguna manera cómo son los que dan clases allí, qué hacen. Sólo
tienes información sobre la idea que el arquitecto que construyó el edificio
tenía (o lo que los presupuestos le dejaron reflejar) sobre lo que debería ser
un espacio de enseñanza escolar. Desde mi punto de vista, esta situación es un
reflejo de la forma de entender el sentido y el papel de la enseñanza escolar.
Pero entrar en ello nos llevaría demasiado tiempo.
KIKI:
En la escuela los niños, las niñas y los jóvenes son constantemente evaluados
por el profesorado, como si en ello la institución escolar encontrara su fin
último, sin tener en cuenta las posibilidades y competencias de sus alumnas y
alumnos.
‑¿Qué
papel ha venido representado tradicionalmente la evaluación en el sistema educativo?.
J.Mª. Sancho: Quizás no andes tan desencaminado y realmente una de
las finalidades más importantes de la escuela sea ésa, la de clasificar a las
personas para poder seguir justificando un determinado orden de cosas. Si la
escuela posibilitase que todos los niños y niñas desarrollasen sus posibilidades
y competencias (las suyas, no las escolarmente
legitimadas) ¿cómo se podría justificar la selección de unas pocas personas
para determinados estudios u ocupaciones? Aproximaciones sociológicas aparte,
como comentábamos al comienzo de la entrevista, si las editoriales cierran el
currículum en el aula, quien pone el punto final es la práctica de la evaluación.
Es la que específica qué es lo que el profesorado cree que es importante, es
para la que el alumnado se prepara o estudia, es, como diría Apple, uno de los elementos más patentes del currículum
oculto. Hace unos veinte anos, la LGE introdujo el concepto de evaluación,
frente al de examen, en un intento entre otras cosas, de responsabilizar al
propio proceso de enseñanza del progreso del alumno. Sin embargo, la evaluación
no sólo tiene como objeto informar al profesorado y, desde luego, al alumnado
sobre su progresos sino, y sobre todo, posibilitar a
éste último o impedirle seguir adelante. En este sentido, la evaluación sigue
siendo el arma más poderosa del profesorado ante la que el alumnado ha de desarrollar
estrategias de supervivencia. Como la consigna suele seguir siendo `contestar a
las preguntas del examen”, el alumnado puede desarrollar las vías más
insospechadas para hacerlo, desde la copia hasta la memorización apresurada
la noche antes de la prueba. Con lo cual, como han apuntado diferentes autores
(Bruner, Holt..), toda la relación de enseñanza y aprendizaje se corrompe.
Como persona que lleva más de veinte anos en la
enseñanza, para mí la evaluación del alumnado sigue siendo un dilema. Primero
porque, intentando ser coherente, quiero tener claro qué es lo que quiero
evaluar en los alumnos, en mi programa y en mí misma; segundo, porque tengo que
encontrar una forma de comunicar a mis estudiantes qué es importante para mí y
por qué en su proceso formativo y, tercero, y esto es lo realmente duro,
porque la comunicación que se ha podido establecer en el proceso evaluativo
queda transformada cuando se me obliga a poner una nota: aprobado, notable,
sobresaliente, matrícula de honor. ¿Con respecto a qué? Lo que un docente en
una asignatura y en un centro lo encuentra pasable, otro lo
puede considerar notable y otro sobresaliente. Aquí es cuando se evidencia, por
una parte, la inexistencia de criterios compartidos para la evaluación y, por
la otra, su función claramente clasificadora. Unos entran y otros no. Y el
profesorado, por las razones que sea, y son muchas, nos hemos situado más en
este último papel. Quizás la contradicción mas
profunda con la que se enfrenta el profesorado a la hora de evaluación es la imposibilidad
de hacerlo de forma no selectiva en una sociedad piramidal.
KIKI:
El término evaluación educativa es bastante amplio y con muchas connotaciones,
sin embargo cuando se habla de ella en la escuela casi siempre se reduce a una
evaluación, basada en exámenes, más atenta a los resultados que a los
procesos.
‑
¿Qué papel debe representar la evaluación para que la escuela pueda cumplir,
dentro de sus posibilidades, una función orientadora y compensatoria? ¿Qué
aspectos se pueden y deben evaluar en la escuela?
J.Mª. Sancho: Esta
cuestión es muy compleja y cuando más la estudio y examino más complejidad le
veo. En primer lugar quizás como reacción al excesivo prescriptivismo
utilizado por las personas que nos dedicamos a los asuntos educativos, quisiera
evitar “los debe” a no ser que el contexto y las finalidades de una
intervención estén delimitadas. Si nos situamos en el
significado lingüístico de la evaluación, hace referencia al proceso de
recogida de información que permite atribuir valor a algo, normalmente con la
finalidad de tomar alguna decisión. El problema en el campo de la enseñanza
escolar, y esto hace referencia a la segunda parte de la pregunta, es que de
todos los posibles focos en los que se podría situar la evaluación de todos los
procesos, personas y toma de decisiones implicadas en su planificación y
puesta en práctica, siempre acabamos centrándonos en el alumnado. Luego se
intenta dorar esta elección diciendo que la evaluación ha de ser inicial, formativa
y sumativa. Esto está muy bien, pero en la práctica
resulta difícil compaginar todo esto con la necesidad de enseñar unas
determinadas cosas, de unas determinadas maneras, en un tiempo determinado y en
unas condiciones determinadas, todo ello a su vez determinado por unas personas
determinadas.
En general, no se suele tener en cuenta que
precisamente para desarrollar o aumentar el “valor”, en este caso de “alguien”,
se ha organizado todo el sistema educativo escolar en el que intervienen de
forma más o menos directa y explícita un colectivo importante de personas.
Desde los que diseñan las políticas educativas, a quienes adjudican los
recursos económicos, forman al profesorado, son responsables de los espacios
arquitectónicos, organizan directamente los centros o son responsables de una
clase. De todo este colectivo, nos centramos en el alumnado, le proponemos una
serie de preguntas que ha de contestar por escrito y así, decidimos si sabe o
no sabe, si ha progresado adecuadamente o no, si puede seguir estudiando o no,
e incluso si es inteligente o no.
En cuanto a qué se puede evaluar, como ya he
escrito y dicho en distintas ocasiones, toda acción humana que se ejecute
mediante un proceso de toma de decisiones (lo que quiere decir que se toman
unas y se dejan de tomar otras) es evaluable, es decir, se puede emitir un
juicio sobre el valor de lo realizado y sugerir elementos de mejora. De hecho
continuamente realizamos evaluaciones, que yo denomino “de sentido común”,
sobre nuestras acciones y, sobre todo, sobre las de los demás; apuntando, a
menudo, lo que se tendría que haber hecho; también, a menudo, como se dice
ahora, “a toro pasado”. Pero la evaluación, como propone Barry
MacDonald, realizada con independencia intelectual y
política, puede aportar un tipo de saber sobre las actuaciones humanas de valor
inapreciable. Eso si queremos aprender, si somos capaces de aprender “en cabeza
ajena”, que de eso trata el “conocimiento científico” en el ámbito de las
Ciencias Sociales, de extraer conclusiones sobre casos particulares que puedan
informar, que no prescribir, otros casos particulares.
KIKI:
Estamos a final de curso, y va siendo hora de evaluar la validez de los
proyectos curriculares elaborados a principio de curso para introducir las
modificaciones pertinentes que mejoren la calidad de la enseñanza.
‑¿Qué
incidencia podría tener esta evaluación en el perfeccionamiento del
profesorado? ¿Qué estrategias se podría utilizar para realizarla?
J.Mª. Sancho: Si estamos de acuerdo con lo expresado en la pregunta
anterior, se ve claro que la evaluación sistemática de la puesta en marcha de
los proyectos curriculares sería una acción de gran valor, no
solo para introducir las mejoras que pareciesen oportunas, sino para
reflexionar sobre los por qués, tanto de lo que
creemos que “ha funcionado” como lo que “no ha funcionado”. Esta actividad,
llevada a cabo con rigor y teniendo acceso a marcos conceptuales que
permitiesen al profesorado situar sus acciones y vislumbrar posibles mejoras
en su actuación docente, está siendo considerada en este momento como una de
las formas más potentes y efectivas, y también más difíciles, de
perfeccionamiento profesional.
Sobre las
estrategias para llevarla a cabo, existen muchas referencias de las que se
puede disponer. Éstas, si se piensa en una evaluación reflexiva, informada y
crítica, que conlleve una expresión argumentada del valor de lo realizado, se
pueden situar desde la investigación en la acción hasta las perspectivas
democráticas de evaluación. En cualquier caso, sobre todo en un primer
momento, sería necesario contar con una persona (externa o del centro) con la
formación adecuada, la actitud y el tiempo suficiente (¡casi nada!) para plantear, conjuntamente con el profesorado, el foco de
la evaluación y decidir qué información sería necesario recoger y analizar
para poder representar la imagen del proyecto en la práctica. A partir de aquí,
la deliberación crítica; sin auto‑engaños y culpabilidades encubridoras,
es un método tan antiguo (Aristóteles‑Elliott) como difícil de llevar a
cabo. A algunos enseñantes acometer esta tarea les
puede parecer “como un psicoanálisis” y no todo el mundo está
dispuesto a “psicoanalizarse”, aunque sea sobre su trabajo. Todos sabemos las
implicaciones emocionales y afectivas de la tarea docente.
KIKI:
La distancia entre teóricos y prácticos de la enseñanza crea un abismo que hace
que tengan una relación asimétrica de la que salimos todos perdiendo.
‑¿Cómo
podríamos superar este abismo que nos separa?
J.Mª. Sancho: Este tema, al que le vengo dando vuelta desde hace
tiempo, me parece que conlleva una problemática de definición de tareas. Yo me
pregunto actualmente, ¿quiénes son los teóricos de la educación? ¿los que escriben? Pero normalmente los que escriben también
dan clase (a no ser que hayan
optado por puestos de gestión) en ese caso ¿no son ellos
también prácticos? o ¿es que dicen una cosa y hacen
otra? ¿de dónde sacan sus teorías? ¿del
trabajo que realizan los demás? ¿Qué función tienen las teorías? ¿son construcciones que explican la realidad y ayudan a
intervenir educativamente en ella o un conjunto de “deseos” sobre lo que
debería ser esa realidad?
Merece la pena recordar que las personas que han
reflexionado sobre el hecho educativo y han hecho aportaciones importantes,
desde Froebel a Montessori,
pasando por Dewey, Ferrer i Guardia, Freinet, Stenhouse ...., no sólo han
escrito lo que creían que debía ser la acción educativa, (y desde luego no lo
convertían en decreto ley), sino que sus ideas sobre la educación las
intentaban contrastar en la práctica en una o varias escuelas. De este modo,
sus aportaciones no quedaban en el ámbito de lo que “debería ser”, basado
meramente en su visión del mundo o en las aportaciones de los demás, sino que
se nutrían de las contradicciones, las dificultades y los hallazgos de la
práctica.
En un momento dado que, a “vuela entrevista”, lo
situaría en torno a los años S0, con la extrapolación de las ideas tecnológicas
(del saber cómo) del mundo empresarial y agrícola al educativo, es decir, con
la incorporación de la lógica de la racionalidad a la planificación de la enseñanza,
se comienza una separación entre el que decide la forma de representar el
contenido del curriculum y quien ha de llevarlo a la
práctica. Esta situación sirve de coartada a las propuestas más peregrinas ya
que, si no resultan en la práctica, ya se tiene a quien culpar al profesorado
poco preparado, conservador y resistente al cambio; al alumnado que no está
motivado o no tiene preparación; a los centros que son incapaces de dejar sus
inercias ancestrales. A partir de aquí, el sector prescriptivo
(no me atrevo a decir teórico) y el ejecutivo entran en caminos
irreconciliables, ya no son complementarios, ya no tienen las mismas
prioridades. Para el primer sector, profesorado, alumnado y escuelas son la materia prima de su “modus vivendi” y también la constatación de su dificultad para
dar respuestas a los problemas que plantea su campo de estudio. Para el
segundo, los que tienen voz, los que articulan y hacen circular su discurso,
son una referencia necesaria y también un modelo a seguir (sobre todo como
forma de vida “a ver cuando puedo dejar la escuela”) pero también un recuerdo
incómodo de cómo “debería” ser la enseñanza y que a ellos les resulta difícil
conseguir. Superar este desencuentro conllevaría un
cambio importante de mentalidad. Un primer paso sería que todos los implicados
nos creyésemos que podemos aprender los unos de los otros, que realmente la
enseñanza se puede organizar de otra manera, que las inercias institucionales
son fuertes pero están configuradas por nosotros mismos. El segundo, y más
importante, y también más difícil, sería comenzar a reconsiderar la división
intelectual, social y económica del trabajo en este campo y comenzar a romper
las barreras que separan a quienes dicen lo que hay que hacer de quienes lo
tienen que llevar a la práctica, desde la consideración de que, por separado,
la elaboración del conocimiento válido en el campo de la enseñanza escolar o
es mera palabrería y declaración de intenciones o es prácticamente imposible.