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PARTICIPACIÓN Y NEGOCIACIÓN EN EL AULA: APRENDER A DECIDIR

 

Juan Bautista Martínez Rodríguez

 

A partir de varios estudios de casos en aulas de primaria el autor, al estudiar la parti­cipación del alumnado, comprueba la diferencia entre los discursos verbalizados, las funciones que cumplen estos y las variadas prácticas de participación, intentando ampliar el concepto a mecanismos de resistencia y dándole significado a actividades como silencios, gritos o alborotos. Propone, finalmente, algunas ideas para desarrollar la participación por la vía de la negociación en el aula.

Uno de nuestros grandes proble­mas al intentar estudiar nuestra reali­dad cotidiana escolar es contar con diferentes versiones, datos o explica­ciones de lo que acontece en la clase para, a partir de ellos, indagar en los hechos que se nos presentan sólo explicados, a veces, por el sentido común del profesor que lleva la clase. No nos debe extrañar que las explica­ciones sean insuficientes, toquen techo enseguida y no produzcan una comprensión avanzada. El estudio de los procesos de participación requie­re romper el muro que nos separa de la escuela, divide las aulas y nos inco­munica a profesores, investigadores, padres y alumnado. La sala de clase termina siendo propiedad irrenuncia­ble del profesor/a que está en ella permitiendo que la realidad que acon­tece sólo sea historiada desde quien tiene formalmente el poder de orga­nizar las actividades escolares.

Nuestra investigación ha sido posible gracias al sentido colectivo del trabajo de enseñar que han manteni­do los profesores/as de un centro escolar público y al compromiso común, entre los que hemos interve­nido, de comprender las actividades escolares para poder mejorarlas.

 

El aula como referencia práctica necesaria aunque no única.

 

No se trata de pensar la escuela sólo desde la misma escuela, el aula desde la propia aula sino tomarla como referente importante, como eje axial de la comprensión del trabajo escolar cotidiano con sus hábitos, rutinas, costumbres y esquemas de pensamiento de profesores y alum­nos. Comprender la vida y el trabajo del aula supone reconocer que todos los días entran en interacción diferen­tes culturas en cada una de las clases, que todo lo que entra al centro con­tiene códigos pedagógicos, organizati­vos y sociales, que el propio centro contiene en su distribución de espa­cios y equipamientos una forma de entender el conocimiento, que el cen­tro recibe de sus entornos mediatos e inmediatos por una infinidad de vías directas o diferidas la influencia, los condicionantes y la presión de la comunidad y sociedad en la que se ubica.

La participación en la vida del aula es diferente a la doméstica, a otras formas de actividad en la vida laboral, al desenvolvimiento en espa­cios de ocio. Tiene un significado propio, diferente. En ella entran cierto tipo de personas y hacen actividades “propias” de ese aula, a esa hora. Existen normas propias, roles diferen­ciados, un lenguaje específico asigna­do por la comunidad (estado, ciuda­danos, padres). Una dependencia de la administración educativa vía inspec­ción, circulares, normativas, y una pre­sión constante de la comunidad inme­diata que presiona con una concep­ción de cómo ha de ser la propia vida escolar y una exigencia de las funcio­nes que han de cumplir las escuelas. El trabajo del aula se realiza siguiendo ciertos patrones, compartiendo diver­sas tareas propuestas con condiciones y justificaciones de realización. Pero, esta vida y trabajo escolares contie­nen algunas contradicciones entre intereses diferentes, mantienen reglas y supuestos ocultos diferenciadores, organizan los valores y las aspiracio­nes de las personas, provocan a veces actitudes de insolidaridad, recortan la capacidad autonómica de los implica­dos y jerarquizan el conocimiento y el saber académico y extraacadémico. Y es este tipo de condiciones vitales y laborales las que son necesarias de transformar.

Cuando un grupo de profesiona­les de la medicina se ponen a realizar una sesión clínica acerca de la enfer­medad que padece un ciudadano está ocurriendo algo más que utilizar el caso práctico como referencia. Se trata de mejorar el estado de salud del enfermo a través de contrastar diferentes datos, explicaciones y sabe­res, que son debatidos hasta tomar la decisión terapeútica que convenga.

Esta reflexión interdisciplinar colecti­va o similar, por desgracia, no tiene un correlato en la educación. Cuando un grupo de profesores/as se propo­ne analizar una determinada práctica que resulta problemática se hace par­tiendo de dos supuestos que nos pue­den distorsionar mucho la compren­sión de los hechos educativos: a) no todo el profesorado conoce el caso del que se habla en un contexto común, pues cada clase supone una realidad distinta y, por tanto, el profe­sor, la asignatura o el espacio diferen­te suponen ingredientes diferenciado­res importantes que los compañeros no siempre conocen; b) no se produ­cen deliberaciones, contrastes inter­disciplinares o internivelares desde teorías o explicaciones diferentes, más o menos externas al caso. Cree­mos necesario investigar la participa­ción en el campo con el profesorado y el alumnado y diferentes fórmulas de acercamiento y distanciamiento.

El utilizar la vida del aula como centro de nuestro trabajo tiene la ventaja de ser el espacio definitivo y último sobre el que se produce la construcción de la realidad didáctica. Pero, el utilizar el aula o el centro escolar como ejes básicos de nuestra actividad investigadora o formadora no puede hacernos olvidar las deter­minaciones contextuales procedentes de nuestra estructura social y econó­mica, el significado que la sociedad, el estado o la pequeña comunidad pro­ponen a la función docente. Los pro­cesos de democratización que se pro­ducen en los ámbitos no escolares de nuestra experiencia están condicio­nando nuestra relación en el aula al mismo tiempo que, desde la escuela, impregnamos al profesorado o al alumnado con unos roles o atribucio­nes que son reconocidos por la pequeña o gran comunidad. Así, pues, el aula es un espacio abierto de con­fluencias y emergencias educativas, lo que nos impone el realizar análisis localizados en ella aunque los signifi­cados y elementos se produzcan, en parte, fuera de ella. Este supuesto acerca de la relación de las cuestiones del aula con los contextos más amplios nos facilita el análisis de las intervenciones y participación escola­res desde una teoría menos cerrada diferente a la convicción de que lo que ocurre en el aula está sólo deter­minado por los condicionantes de la misma. Las metáforas que se utilizan para el análisis del grado de democra­cia de los comportamientos pueden ser útiles para los análisis de la demo­cracia en el aula. La despolitización de las relaciones del aula se ha manteni­do desgraciadamente a partir de entender la misma como una realidad diferente aislada.

 

Diferentes discursos, funciones y prácticas acerca de la participa­ción.

 

Habría que distinguir entre el dis­curso verbal sobre las intervenciones que alumnado y profesorado mantie­nen en el aula, la función que cumplen estas teorías de la participación y cómo se desarrollan las prácticas de implicación en las diferentes tareas del aula. Recoger datos acerca de estos tres niveles junto a la confron­tación de los implicados en el análisis de la participación en el aula (profeso­rado, alumnado y observador partici­pante) resulta necesario frente a aquellos estudios que consideran las intervenciones del alumnado como el resultado consecuencia de las motiva­ciones e instrucciones del profesor o por la propia naturaleza del alumno/a. Estas dos causas están notablemente instaladas en las convicciones del pro­fesorado, que pretende hacer partici­par mediante preguntas, indicaciones, normas o retos al alumnado más remiso; o bien, da por perdida la posi­bilidad de intervenir a alumnos/as que se resisten a participar.

El profesorado está convencido del valor intrínseco de aquellas inter­venciones a las que llama participa­ción. Tales convicciones pueden frivo­lizar o no un mecanismo tan impor­tante como la implicación del alumna­do en el proceso de su aprendizaje hasta tal punto que están convenci­dos, en los casos estudiados, que la participación se obtiene rápidamente del consejo del profesor, la práctica en sí misma o la bondad de la propia intervención.

¿A qué llama el profesorado ‑de nuestro estudio‑participar? En estos casos la participación le resultaba necesaria e indiscutible; es el sincre­tismo de creer que participar es lo que él piensa. Es decir, intervenir cuando él piensa que es necesario hacerlo, guardar los turnos al levantar las manos para poder tomar la pala­bra el alumnado, responder a las pre­guntas que hace el profesor, interve­nir, en el sentido en que ha solicitado el profesor/a y no otro, hacerlo indi­vidualmente ante él o ella, valorar el sentido de la intervención del alumna­do enjuiciando su intervención, reali­zar la participación en el momento en que es solicitada y en la fórmula gru­pal indicada por el profesor/a. De tal manera que, si la participación solici­tada al alumnado permitía que éste diera una respuesta incorrecta, ésta perdía el valor como participación. Se supone, pues, que la participación es una intervención solicitada por el profesor, permitida en el marco del grupo clase y “correcta” en su conte­nido. Se establece la conexión entre participación y conocimiento frente a ignorancia y no participación. (I) De manera que hay profesores que solici­tan a través de preguntas la respuesta única que considera correcta, entre muchas otras que podrían serlo pero que no mantiene las condiciones que él ha exigido.

Por otra parte, la participación se convierte en un instrumento de fun­ción técnico para conseguir rendimien­tos adecuados en los estudiantes. En este sentido, no se relaciona con pro­cesos de capacitación autónoma, desarrollo de la propia personalidad o capacitación para la independencia progresiva de los otros. Cuando un tipo de actividades, principios pedagó­gicos o estrategias se utilizan en sí mismas con la única finalidad de aprender lo que se está demandando, terminan convirtiéndose en un proce­dimiento instrumental de baja inferen­cia, de resultados inmediatos y de reducidos objetivos. Bajo esta con­cepción pierde la participación el sen­tido de principio didáctico regulador básico de las actividades e interven­ciones del alumnado, deja de ser el objeto central de la formación del propio y singular individuo para con­vertirse en simple herramienta de tra­bajo; y pierde, finalmente, la condi­ción de derecho inalienable que le permita autoconceptuarse como per­sona autónoma con capacidad de tomar decisiones sobre sí mismo en un marco o contexto colectivo. Pero, sobretodo, el discurso de la participa­ción cumple la función de legitimar las posibles demandas sociopolíticas sobre la escuela. Las oportunidades que da el profesorado para las inter­venciones en el aula se convierten a su vez en autojustificación desculpabili­zadora del profesorado para determi­nar que no se puede dar más partici­pación porque la que hay es suficiente y mal utilizada, según algunos profeso­res (2). No nos extrañe encontrar un nivel más abstracto del discurso en el que la participación sea una aspiración utópica pero realmente imposible, el ideal educativo practicado por el alumno/a perfecto/a. Entra, pues, el discurso de la participación a formar parte importante de las justificación general de sus actividades del aula como un conjunto de razones más por las que el docente hace lo que hace y no puede hacer otra cosa. La experiencia docente acerca de la par­ticipación del alumnado es utilizada junto a una conceptualización del alumnado, a una autopercepción del propio trabajo y a las presiones externas sobre su labor docente. En otro trabajo (Martínez, 1993) he iden­tificado una función de ocultación en el discurso de participación de mane­ra que justamente cumple de hecho una función de facilitación de la domesticación.

Las verbalizaciones dadas por el profesorado de nuestros casos y las funciones que cumple todo el discur­so de la participación debe estudiarse junto a sus propias prácticas cotidia­nas de la vida en el aula. Identificar qué alumnos intervienen y cuales no, en qué participan, cuándo lo hacen y para qué se convierte en un estudio necesario que nos proporciona dife­rentes tipos de datos aclaradores:

‑ Los alumnos de diferente clase social se implican diferenciadamente en tipos de intervenciones o inactivi­dades distintas. El tipo de iniciativas es significativamente distinto en función de la clase social(3). Las funciones que cumplen las intervenciones del alum­nado y las del propio profesorado con cada grupo diferente de alum­nos/as es diferente y de gran relevan­cia para desempeñar los roles en el aula.

‑ Los alumnos de diferente sexo mantienen una comprensión y uso de la participación diferente, dos formas culturales distintas y desiguales. Las intervenciones y no implicaciones se suceden con características propias en cada grupo de estudiantes.

‑ La construcción de la interven­ción del alumnado en clase es total­mente diferente de la del profesorado en su comprensión, valoraciones y expectativas. Muy pocos datos hay acerca del concepto de participación que tienen los estudiantes no obstan­te son suficientes para comprobar las discrepancias.

‑ La respuesta participativa del alumnado en la actividad cotidiana de la clase presenta variadas formas: resistencia a ciertas intervenciones, boicoteos, implicación en actividades comunes ordenadas por el profesor, intervenciones de motu propio con diferentes reacciones de aceptación o rechazo por parte del profesorado u otros compañeros...

 

Un nuevo concepto de la partici­pación.

 

El silencio, los gritos, el alboroto y las peleas no están consideradas por el profesorado como formas de parti­cipación, según las razones que ya hemos visto anteriormente y que alu­dían algunos profesores en las entre­vistas. Hay un antiguo concepto de participación que debe ser revisado en la línea siguiente: se puede partici­par de manera no observable impli­cándose cognitivamente, se puede participar en sentido contrario a la intencionalidad del profesor, se parti­cipa cuando se resisten a las activida­des, se participa cuando se boicotea, se participa por y para diferentes tipos de finalidades.

Participar es ser una parte, perte­necer a un conjunto como un elemento del mismo, etimológicamente. Ese conjunto requiere organización pero son las mismas partes o elemen­tos las que han de decidir su propia organización. Esta exigencia no justifi­ca una toma de decisiones externa. En ese sentido siempre es relevante el conocer de dónde surgen las nece­sidades de organización y quienes las definen para, a su vez, observar de dónde procede la necesidad y el requerimiento de la participación. Participar desde unas condiciones de desigualdad y en una estructura jerár­quica en la que la participación es encauzada, dirigida, delegada o permi­tida, resulta efectivamente contradic­torio. La demanda de participación desde una situación desigual con la progresiva conciencia de exigir el reconocimiento de la propia parte en una comunidad resulta de una mayor congruencia individual y colectiva.

Sugerimos observar en nuestras clases, en todas las materias o áreas, quienes toman las decisiones formales o informales respecto a la dinámica de trabajo y de una manera explícita:


En este sentido podemos eviden­ciar al mismo tiempo quién se supone que ha de adoptar las decisiones, quién tiene la función legal y quienes la implícita. La decisión sobre las acti­vidades de las clases, los materiales a utilizar, la forma de agrupamiento, las salidas o entradas al exterior, el ritmo de trabajo, el régimen de consultas, la implicación individual en el estudio, las intervenciones verbales etc...(4). Hay un supuesto generalizado en las aulas y es que el profesor tiene la decisión última sobre los diferentes elementos curriculares. Conviene poner en duda este supuesto “natu­ral” pues es una de las piezas claves sobre la que se montan las decisiones habituales del aula.

Esta teoría de la participación ha funcionado como enmascaradora de la realidad y ha contribuido a dejar sin sentido los procesos de interven­ción en órganos como la asamblea de clase o el Consejo Escolar. El alumna­do no está interesado en participar cuando se le prescribe externamente y además se hace en unas condicio­nes ajenas. En las clases que hemos analizado el profesor coaccionaba a la participación y el alumnado se resis­tía, lo que era indicativo de una terri­ble paradoja.

 

Una nueva manera de entender el aprendizaje: la negociación.

 

Simplificando mucho e intentan­do, al mismo tiempo, presentar dos modelos diferentes de concepción de la participación en el aula, Boomer (1982) utiliza dos esquemas para dis­tinguir lo que es la participación a tra­vés del intento del profesorado de motivar al alumnado, lo que presupo­ne asumir su inferioridad en las inter­venciones, a diferencia de la negocia­ción en la que profesorado y alumna­do son dos parteners que conjunta­mente adoptan decisiones (ver gráfi­cos 1 y 2).

Los acuerdos fáciles y rápidos son propios de estructuras organizati­vas jerarquizadas. Llegar a un acuerdo auténtico presupone un proceso pre­vio de reconocimiento de los proble­mas reales, descubrir la complejidad de los intereses comunes o contrapuestos y llegar a un acuerdo que mejore las condiciones de trabajo escolar para los implicados. En este sentido, podemos aceptar:

1) La necesidad de construir teo­rías propias del aprendizaje desde una concepción de reconocimiento del alumnado como agente implicado de manera colegiada en la relación ense­ñanza‑aprendizaje. Esto requiere tener tiempo para reflexionar, revisar, debatir y adoptar decisiones compar­tidas. La interpretación de los proce­sos de aprendizaje del alumnado no ha de ser exclusiva, como hasta ahora lo ha sido, del psicólogo, pedagogo o profesor. La razón es contundente, quien puede hacer llegar las condicio­nes más íntimas del aprendizaje es el propio alumno. Pero, es más, ha de compartir las decisiones por cuanto afectan a la construcción de su propia personalidad autónoma. El aprendiza­je se convierte así en un proceso auténticamente educativo, pues sobre él se reflexiona conjunta y colabora­doramente. Esta situación de igualdad es completada con la necesidad de reconocer que el profesorado puede ir aprendiendo su propio oficio a par­tir de un aprendizaje permanente que permitirá su constante formación, ayudado por las pistas, informaciones y contradicciones que el propio alum­nado aportará. Estos teorías del aprendizaje compartido deben pro­moverse en las destrezas básicas o habilidades axiales que son la condi­ción ineludible para prácticas muy variadas (observar fenómenos, descu­brir problemas, deliberar sobre acuerdos, tomar decisiones..). A ellas se le añade la corresponsabilización de las acciones. Es el propio alumna­do el que aprende, por propia deci­sión, es autoaprendizaje. Una cons­trucción adecuada de un proceso de negociación parte desde la decisión de lo que hoy necesitamos aprender, pasando por cómo merece la pena hacerlo y finalizando en la valoración conjunta de los efectos de las decisio­nes. Comprender cómo se desarrolla el aprendizaje es lo realmente eficaz.

2) La naturaleza procesual de los procesos de participación y negocia­ción requieren lentitud en su desarro­llo. Resulta imposible partir originalmente de situaciones participativas o procesos de negociación. Necesita­mos ir construyendo y aprendiendo repertorios de estrategias que nos permitan tomar decisiones conjunta­mente, sin ocultar los problemas o intereses personales. La experimenta­ción constante de este proceso per­mitirá avanzar más en otro tipo de aprendizajes.

3) Resistirse constantemente a la posibilidad de recaer en la desigual­dad (5). Los procesos de negociación llevan a un aumento colectivo del poder lo que supone no admitir las metáforas clásicas de reparto del poder, delegación del mismo o conce­sión de poderes. La adquisición del poder se puede ver favorecida por ciertas condiciones pero quien asume el poder es el propio individuo quien, colectiva y/o personalmente, puede acrecentarlo a través de estrategias educativas de toma de decisiones o de desarrollo de la conciencia propia y colectiva. Negociaciones permanen­temente impuestas a la fuerza repro­ducen constantemente diferencias sociales. Tomar acuerdos negociados supone elevar el reconocimiento de minorías con menor capacidad de decisión.

4) Reconocer las diferentes expectativas que los alumnos tienen al acceder a la escolarización y sus dife­rencias respecto a las de los profeso­res y padres. El conocimiento de que esto es así debería completarse con la explicitación constante de dichas intencionalidades o pretensiones en el ámbito de la vida del aula y con el debate sobre ellas. No vamos a insis­tir que tales expectativas pueden estar fomentadas justamente en espa­cios externos a la misma escuela y en niveles de decisión más intermedios, ni queremos abundar en asumir que pueden existir desviaciones en la identificación de las necesidades pro­pias, sectoriales o colectivas. La nece­sidad de consumir ciertos productos, competir para acceder a otras condi­ciones individuales no colectivas, ser superior respecto a los demás, pro­mover el escapismo solitario de las dificultades comunes etc... son aspira­ciones distorsionadas cuya reflexión colectiva permite desenmascararlas.

Sugerencias de trabajo despren­didas de lo hasta aquí escrito:

a) Es necesario poner en la mesa de negociación los diferentes elemen­tos curriculares: decisión sobre los materiales curriculares, formas de agrupamiento, horarios de estudio, ritmos de trabajo, compañeros de estudio, organización espacial y fun­cional de las aulas, uso de equipa­mientos escolares, tipos de objetivos a conseguir, contenidos obligatorios u optativos, tipos de actividades y prin­cipios de procedimiento etc... Las fór­mulas de deliberación de estas cues­tiones habrán de adecuarse a la edad, diferencias de género, clase social. Las técnicas de desarrollo habrán de acu­dir a diálogos compartidos, secuencia­ción sostenida para ir ‑progresiva­mente‑ negociando diferentes aspec­tos, dedicación de tiempo a la refle­xión sobre la organización escolar personal y grupa¡, reflexiones sobre los nuevos derechos del niño/a y la estructura profesional del profesora­do, análisis sobre las decisiones toma­das en la familia, escuela, comunidad local y nacional.

b) Es necesario pasar a entrenar­nos en los procedimientos de obten­ción del poder, crítica del autoritaris­mo y recuperación de la propia voz individual o colectiva en el “laborato­rio” del aula a través de diferentes técnicas y experimentaciones refle­xionadas. Temas como la autoridad, el poder, la pérdida de la autonomía, toma de decisiones, democracia, libertad, construcción y asunción de valores propios y colectivos, deben tratarse utilizando como referente la realidad inmediata de la comunidad en una reflexión y análisis de la misma junto a las ejemplificaciones y datos de la comunidad nacional o interna­cional. Es decir, estos procesos son contenido y referente básico en todas las áreas y materias.

c) Es necesario cambiar las fuen­tes de conocimiento y nuestras con­cepciones sobre el mismo, de manera que sea posible en el aula problemati­zarlo, recrearlo y adecuarlo a las necesidades de autonomía e indepen­dencia personales y colectivas. La rei­ficación del conocimiento puede tener a sus principales enemigos en los alumnos y las alumnas, quienes perciben problemas, dificultades, aspi­raciones, emociones..etc.. sobre las que están especialmente interesados en hablar, caracterizar o pensar. Por tanto, la comunidad, sus problemas y manera de organizarse junto a los problemas y organización escolar, son un auténtico filón de desarrollo del conocimiento.

d) Se necesitan investigar en el aula y fuera de ella las estrategias de corrección de las desigualdades socia­les y personales en el marco del reco­nocimiento de la diversidad. La capa­cidad de solidaridad del alumnado ha sido, a veces, utilizada bajo una con­cepción paternalista de resolución de problemas y en la creencia de que la desigualdad es una realidad social “natural” e incorregible. Dos fórmulas procedentes de dos concepciones, esencialismo y constructivismo, pode­mos utilizar. Primero, el análisis de las desigualdades como una ruptura de los derechos inalienables de la perso­na, es decir, por principio el estudian­te es igual al adulto. En segundo lugar, el estudio de los mecanismos de construcción de las desigualdades sociales, económicas y culturales, que no es un tema para especialistas en sociología, es un contenido básico para todos aquellos que se han de desenvolver en una comunidad en la que existen relaciones de fuerza, pre­siones y diferencias de intereses.

 

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NOTAS:

 

1 Hammersley presenta un estu­dio sobre esta cuestión en Hammers­ley y Woods (1990) en el que esta­blece la conexión entre el conoci­miento y el tipo de participación del alumnado.

2 El tipo de justificaciones dadas por los profesores cuando hablan de la participación que “dan” al alumna­do fue estudiando en el estudio de casos de Martínez (1990) y posterior­mente en Martínez (1992) donde se presentan el conjunto de afirmaciones del equipo de profesores sobre el tema.

3 Esta cuestión se está investigan­do actualmente en profundidad por parte de un equipo de investigación internivelar.

4 Ver Martínez (1993) en donde se exponen una variada relación de decisiones para identificar su origen. En Martínez (1992) se hace un estu­dio de todas las sesiones de clase de un mismo grupo de alumnos/as en todas las materias.

5 Es una interesante aportación que hace Boomer (1992) como reto para buscar nuevas formas de nego­ciación posibles.