LA ENSEÑANZA COMO
PROCESO DE INVESTIGACIÓN
Dino Salinas
El concepto de “enseñanza como proceso de
investigación” y, asociado a él, la idea del “profesor como investigador”, nos remite
a un universo de significados que emergen en nuestro propio contexto en la
última década, y que se sustentan en la idea o principio de considerar la
enseñanza como actividad de carácter práctico y reflexivo frente a la
identificación de la enseñanza como actividad técnica o, en su caso, derivación
técnica de una teoría prescriptiva. No voy a entrar en este artículo en el
análisis y crítica de lo que he denominado una perspectiva técnica de la
enseñanza, lo he hecho en otros trabajos y otros colegas también lo han hecho
en otras ocasiones desde diferentes frentes de análisis (Álvarez, J. M.: 1981;
Angulo: 1994; Pérez Gómez: 1992); en este caso creo que sería mucho más interesante
el dedicar el espacio reservado para este trabajo, a elaborar un marco que
ofrezca sentido a la perspectiva que entiende la enseñanza como proceso de
investigación.
Serán los profesores quienes, en definitiva,
cambiarán el mundo de la escuela, entendiéndola.
STENHOUSE, L.: 1987
Para
mucha gente el término “investigación” se hace acreedor de un respeto que viene
determinado quizás no tanto por el rigor propio de cualquier proceso de
investigación que merezca ser denominado como tal, como fundamentalmente por la
caracterización misma del proceso como actividad propia de un colectivo
profesional del más elevado nivel académico, que es capaz, a través de la
manipulación científica de una parcela de la realidad, descubrir las leyes,
principios o verdades que no sólo tienen la potencialidad de explicar dicha
parcela de la realidad, sino que, además, ofrecen la posibilidad de hacer
predicciones sobre la misma. Al mismo tiempo, en muchos casos, se observa la
actividad de investigación desde la consideración de que son los métodos
inductivos utilizados básicamente en las ciencias naturales el único enfoque
posible para generar un conocimiento con status de cientificidad y validez
universal (Lawton, D.: 1983, pg. 23).
Quizás, desde esta perspectiva, cuando se nos invita a construir mentalmente la imagen de un investigador, es muy posible que a nuestra mente acuda la escena de un laboratorio, con raros y mágicos artefactos, donde uno o varios sujetos, uniformados de bata blanca, trabajan inclinados sobre un microscopio, mezclando líquidos humeantes de probeta a bureta, y escribiendo en un diario los avances diarios del descubrimiento de conocimiento científico. Es cierto que, tras esa imagen estereotipada, puede también acudir a nuestra mente, la imagen del investigador que, sentado en una mesa repleta de papel continuo de ordenador, es capaz de elaborar hipótesis, aplicar fórmulas y construir un conocimiento científico derivado de un conjunto de observaciones, cuestionarios, pruebas, etc... O quizás ese otro investigador que se limita a observar la realidad, tomar nota de eventos o situaciones, una y otra vez, comprobando causas y efectos hasta poder determinar una ley o principio que, por repetido, adquiere el status de universal, o general. Asociado a lo anterior también hemos aprendido a pensar que las motivaciones de cualquier persona dedicada a la noble tarea de descubrir conocimiento científico, esto es, el investigador, podrían ser resumidas en una: la búsqueda de la verdad, y ya que la verdad es una, la tarea se realiza al margen de credos, razas, religiones..., al margen de ideologías y subjetividades.
Gran
parte de la responsabilidad del asentamiento de estas perspectivas y
asunciones sobre la investigación y los investigadores puede ser ubicada en
nuestro período de estudiantes no universitarios (hablar de investigación de
forma habitual parece ser prerrogativa de determinadas disciplinas de carácter
experimental, la utilización de las prácticas de laboratorio para “demostrar”
antes que para “construir” conocimiento, desconocimiento y no
contextualización de quién y cómo construyó el conocimiento que toca aprender,
escaso aprovechamiento del error como forma de replanteamiento de hipótesis,
etc...), y, a la vez, reproducidas en nuestro período de estudiantes
universitarios ‑obviando, en ocasiones, algo tan elemental como que la
investigación suele representar intereses políticos y morales de comunidades
discursivas en competencia mutua (Popkewitz, T.: 1988, Apple, M.: 1986), hasta
que quizás, al fin, y después de haber cursado el tercer ciclo, uno puede
alcanzar, con el beneplácito de un departamento universitario, lo que se
denomina la “suficiencia investigadora”, lo cual, en otras palabras, quiere
decir, que el colectivo de investigadores profesionales da el “visto bueno” a
que un nuevo miembro pueda hacer investigación.
Si bien
es cierto que la literatura de investigación proporciona un punto de partida
convencional para el trabajo empírico, no lo es menos que exige considerables
demandas y disciplina por parte del investigador. En primer lugar, requiere
una profunda comprensión del área elegida para investigar; en segundo lugar,
exige amplios conocimientos de la disciplina correspondiente; en tercer lugar,
demanda experiencia técnica; y por último requiere tiempo y recursos. (Walker, R.: 1989, pg. 24).
Desde el
panorama anterior uno podría concluir que cuando se plantea aquello de “la
enseñanza como proceso de investigación” y “el profesor como investigador”,
sólo estamos hablando de una especie de metáfora, en la medida en que el
profesor, cuya tarea es la de enseñar, no la de investigar (carece de medios y
recursos, tiempo y sobre todo, de status de investigador), sólo podría hacer
simulacros de investigación, una especie de pseudo‑investigación que,
por supuesto, no trata de descubrir la verdad (la única), sino que trata de
explicar y descubrir aspectos parciales del desarrollo de la enseñanza con un
fin menos universalista que la “verdadera” investigación: tratar de mejorar
aspectos concretos de la propia práctica de la enseñanza. O dicho de otra
forma, lo que llamamos investigación del profesor en el aula tiende a generar
un conocimiento de carácter práctico que difiere del supuesto conocimiento
proposicional, abstracto y teórico idealizado a través de lo que podemos
denominar la “alta investigación” (McFee, G.: 1993, pg. 181).
Lo
cierto es que la cuestión de si la enseñanza, en su naturaleza, podría ser
considerada como proceso de investigación o no, en mi opinión, tendría una
escasa relevancia, siempre que los procesos de enseñanza implicaran
situaciones de indagación sistemática, reflexiva y autocrítica (llámese
investigación, investigación acción, investigación colaborativa, formación en
la acción, desarrollo profesional...). Sin embargo, el hecho de “dejar la
cuestión en el aire”, puede conducirnos a la conclusión de que todo lo que
signifique “ir más allá” de una enseñanza rutinaria, todo lo que signi‑
fique pensar mínimamente sobre la enseñanza,
reunirse en colectivo a tratar problemas de enseñanza, etc... puede derivar en
la consideración de la enseñanza como proceso de investigación. Esto es una
simplificación que, entre otros aspectos, ha originado que, en la última
década, y en nuestro sistema educativo, se hayan introducido y desvirtuado una
serie de conceptos y categorías asociados al desarrollo profesional del
docente, perdiendo en el camino todo valor de renovación pedagógica debidamente
fundamentada.
La
asociación y utilización indiscriminada de las categorías señaladas
(reflexión, profesionalización, autonomía...) en la retórica de las reformas,
y especialmente en los procesos institucionales de perfeccionamiento del
profesorado que las acompañan, conduce a que se pierdan de vista los
significados y condiciones originales de las mismas ‑ el marco teórico‑
y nos veamos abocados, a veces, hacia un discurso de carácter populista y
demagógico (Salinas, D.: 1994, pg. 81)
En lo
que resta de artículo partiré de una hipótesis: Si bien todo proceso de
enseñanza podría ser identificado, en su naturaleza, como un proceso que
recaba sobre sí una potencial actividad investigadora por parte del docente;
no necesariamente todo proceso de enseñanza ‑pensamiento y acción‑
tiene tras de sí un profesor o profesora (o varios) con las actitudes,
intereses, capacidades y formación necesarias que impliquen procesos de
investigación. Desde esta hipótesis me propongo justificar y desarrollar la
idea de que la actividad profesional de enseñar puede implicar, efectivamente,
un proceso de investigación, y que puede hacerlo, en la medida en que se base
en los supuestos siguientes:
a) los
procesos de enseñanza deben ser comprendidos y pueden ser mejorados por los
profesores y profesoras,
b) ello
será posible si los profesores y profesoras toman un papel activo en la construcción
(que no descubrimiento) del conocimiento que nos resulta significativo para
comprender y mejorar la enseñanza y la escuela, y
c) todo
esto supone, por una parte, “que las actitudes y práctica de los enseñantes
lleguen a estar más profundamente ancladas en un fundamento de teoría e
investigación educativa” (Carr, W. y Kemmis, S.: 1988, pg. 27), y por otra,
que dichos enseñantes sean capaces de desarrollar, reconstruir y someter a
crítica dichos fundamentos como parte integrante de su quehacer profesional.
¿Cuál es
la responsabilidad que tienen los profesores y profesoras en la mejora y
transformación de la enseñanza?. Esta es una pregunta complicada que puede
conducirnos a dos extremos, por una parte a la elaboración de una especie de
discurso radical sobre la responsabilidad, “más allá del deber”, del profesor
como motor del cambio social, de la lucha contra las desigualdades, de la emancipación
de los grupos y personas, etc... a través de la transformación del puesto de
trabajo, de la actividad escolar y de la propia escuela , y por otra, la
constatación, no menos radicalista, del profesor como asalariado del Estado
(funcionario), cuyos límites de actuación se ven seriamente coartados por las
imposiciones de carácter burocrático y administrativo, por una ideología
dominante, y por unos materiales que escapan a su control. Yo creo que, como
casi siempre en estos casos, hay que situarse en el accidentado terreno de las
contradicciones y de la diversidad que se extiende entre los dos extremos
enunciados. Así pues, ante la pregunta de ¿cuál es la responsabilidad que tienen
los profesores y profesoras en la mejora y transformación de la enseñanza?, yo
hablaría de tres niveles de responsabilidad: ética, profesional y fáctica.
Hay una
responsabilidad ética derivada de la posición privilegiada que uno o una ocupa,
como docente, en la formación e influencia sobre las personas. Mejorar la enseñanza
y las condiciones de la enseñanza supone, a priori, mejorar la calidad de vida
de las veinticinco o quizás treinta personas que comparten un aula, cinco días
a la semana durante muchas semanas de escolaridad. Al mismo tiempo, mejorar la
enseñanza y mejorar la escuela también debería suponer, en paralelo a lo
anterior, formar ciudadanos que sean capaces de ser protagonistas de su vida
y decisiones, y que, colectivamente puedan transformar las condiciones de la
vida social. Todo esto, por encima de didácticas, técnicas pedagógicas y
enfoques sobre el aprendizaje, nos enfrenta a la responsabilidad de pensar y
actuar bajo parámetros éticos que, como docentes, nos obligan a tomar postura
frente a la realidad, y a desarrollar, a través de la investigación, nuevos
modos de entender la relación entre los valores educativos y su práctica
(Elliott, J. : 1991, pg. 115).
La
responsabilidad profesional es la que tiene todo docente de conocer y dominar
las justificaciones teóricas y prácticas que guían su trabajo. Tal como señala
Eisner (1987), “los profesores, en razón de su oficio, tienen la
responsabilidad de tener opiniones informadas y criterios de valor argumentables,
así como de defenderlos públicamente”. La mejora de la enseñanza, en ese
sentido, pasa por la mejora de los conocimientos teóricos y prácticos de los
profesores y profesoras, por su capacidad de reflexionar profesionalmente, más
allá del sentido común y de la experiencia acumulada, por su capacidad de
definir los problemas significativos de la enseñanza y de abordarlos de forma
sistemática y con rigor. Asumir esta responsabilidad y entender la enseñanza
como proceso de investigación, significa entender que “profesor como investigador”
no es sólo una metáfora que exclusivamente afecta al terreno de las actitudes
profesionales, también afecta a los métodos que se aplicarán a la
investigación, a la fundamentación del conocimiento que se pone en juego, a la
epistemología derivada de la responsabilidad ética, al orden y sistemática
aplicable a cualquier proceso que merezca ser denominado investigación.
En
tercer lugar, la responsabilidad fáctica encontraría sus límites en las
posibilidades reales de actuación y de cambio, dentro del propio sistema
educativo, dentro un centro y un aula. La mejora de la enseñanza, entonces,
también pasa por las posibilidades y limitaciones reales para ser mejorada
desde una determinada estructura del puesto de trabajo. La responsabilidad
fáctica no significa tanto la conciencia de esos límites, como la capacidad de
examinar críticamente las condiciones de la enseñanza donde operan esos límites
y, dentro de lo posible, cambiarlas. Entender, desde este otro nivel, la
enseñanza como proceso de investigación nos enfrenta a la posibilidad y
capacidad de crear un contexto de trabajo adecuado para abordar con cierto
orden y método los problemas de enseñanza que realmente merezcan la pena ser
trabajados más allá de las soluciones necesariamente inmediatas que se dan en
el aula. Ello significa oponerse, por principio, a que el “trabajo bien hecho”
sea sustituido por el “trabajo hecho” (Apple, M. y Jungk, S.: 1990), cosa bien
difícil, es cierto, en los tiempos que corren.
En
educación, y en los discursos sobre la enseñanza y sobre el aprendizaje, las
teorías e investigaciones, en mi opinión, tienen como uno de sus valores
fundamentales su significación con respecto a la práctica, ello si por práctica
entendemos mucho más que la relación profesor‑alumnos en un aula, es
decir, si entendemos por práctica educativa la actividad social de desarrollar
un proyecto cultural. En ese sentido, una teoría sería tanto más significativa
por cuanto es capaz de relacionarnos con la realidad ofreciéndonos vías posibles
para entenderla, controlarla o transformarla. Las teorías sobre la enseñanza,
sobre el aprendizaje, sobre la escolarización, o sobre determinadas áreas de
contenido, no son sino propuestas ordenadas y fundamentadas que tratan de
reconstruir la realidad, o determinados ámbitos de eso que llamamos realidad,
y a través de las cuales podemos pensar y actuar con cierta racionalidad. Sin
embargo, en la vida social, y en la enseñanza en particular, hay parcelas de la
realidad, situaciones prácticas, donde las teorías sólo permiten una
aproximación general, en la medida en que nos proporcionan un esquema de
racionalidad, pero no descienden a la elaboración de un conocimiento
procedimental (cómo actuar) aplicable a situaciones específicas.
Que los
procesos de investigación asociados a la enseñanza tengan la potencialidad de
derivar en un conocimiento significativo nos sitúa ante la posibilidad de, en
ocasiones, poner en duda el conocimiento procedimental que guía alguna de
nuestras acciones ‑individuales y colectivas, didácticas y organizativas‑,
y en otras, tratar de construir un conocimiento que sea capaz de señalarnos el
camino “posiblemente más idóneo” ante situaciones y problemas específicos, en
otras palabras, se trata de recuperar el control de las justificaciones sobre
la enseñanza y, desde luego, responsabilizarse de las acciones emprendidas en
el aula (Fenstermacher y Richardson: 1993, pg. 112).
En
cualquier caso, el conocimiento será tanto más significativo en la medida en
que sea compartido y colectivamente construido, esté organizado sobre
fundamentos firmes, y derive en un proceso de análisis de la realidad riguroso.
Más claro: no basta con el sentido común y la experiencia.
Por
último, el conocimiento derivado de la investigación será tanto más
significativo por cuanto se haga público y pueda ser sometido a público
escrutinio, a réplica y a debate. Y eso significa escribir y buscar o demandar
los medios para que tal conocimiento pueda ser compartido.
Entender
la enseñanza y la investigación como procesos complementarios no puede
abocarnos a la consideración de un tipo de investigación “de segundo orden”
que derivara en aquello del “profesor como investigador, pero de su aula y en
su tiempo libre”. Por el contrario, asumir que la enseñanza y la investigación
deben ser procesos complementarios significa situar los procesos de enseñanza
como hipótesis que se pone a prueba, y elevar al profesor a la categoría de
intelectual que es capaz de dominar las razones y fundamentos de sus actos, y
que es capaz de transformar la realidad porque, al mismo tiempo es capaz de ir
transformando su propio conocimiento sobre la misma.
Es muy
posible que muchos profesores y profesoras reconstruyan día a día su
conocimiento profesional a través de la experiencia, de la solución de
problemas inmediatos, del binomio acierto‑error, de la lectura de libros
y revistas especializadas o de la asistencia a cursos y seminarios... Sin
embargo, sólo hablaremos de la investigación como proceso complementario a la
enseñanza, cuando dicha reconstrucción del conocimiento profesional se
encuentre presidida por la capacidad de definir problemas y de abordarlos de
forma ordenada y rigurosa; así como que dicho conocimiento se haga público y
pueda ser sometido a debate y discusión.
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