LA
CONSTRUCCIÓN DE UNA CULTURA DEMOCRÁTICA EN LA ESCUELA: EL PAPEL MEDIADOR DEL
DOCENTE
José
Contreras Domingo
Una práctica educativa apoyada en la reflexión, el diálogo, la
colaboración y la participación democrática en la vida escolar permitirá la
construcción de significados compartidos que ayuden a comprender no sólo la
propia experiencia sino también la de los demás. Pero la construcción de una
cultura democrática de enseñanza se debe de apoyar en la reflexión cooperativa
de la práctica docente para permitir superar las trabas que impone la inercia y
la estructura institucional del sistema.
1. El compromiso social de la educación y el ideal democrático
Todo proceso educativo es
un proceso de incorporación a formas de comprensión y de actuación que se
consideran adecuadas para la vida en una sociedad o en una cultura. Stenhouse (1967), por ejemplo, ha señalado que la educación
consiste en «inducir a los individuos en una cultura». Durkheim
la definía como « la influencia que ejercen las generaciones de adultos sobre
aquéllos que todavía no están preparados para la vida social». Y Langford (1993, p. 32) entiende que educarse es «aprender a
ser una persona integrante de la sociedad a la que se pertenece» Cuando los
procesos educativos se constituyen como formas sociales planificadas (y la
enseñanza escolar es, qué duda cabe, la más representativa de estas formas),
los procesos de inducción, o las influencias ejercidas sobre las nuevas
generaciones son ya procesos políticos por medio de los cuales se instituyen no
sólo las formas de inducción o de influencia, sino también la definición de la
cultura a la que se induce, la selección de lo que se considera objeto de
influencia. Es a esto último a lo que solemos llamar currículum.
Como ha señalado Inglis (1985), el currículum de un sistema escolar es algo
más que una mera selección de contenidos entre otros posibles; por el
contrario, representa una posición sobre lo que se considera lo verdadero y lo
legítimo en una sociedad:
«Un currículum no es sino
el sistema de conocimiento de una sociedad, y por tanto no es sólo una ontología,
sino también la metafísica y la ideología que esa sociedad ha acordado
reconocer como legítimas y verdaderas... Es el punto de referencia y la
definición reconocida de lo que en realidad son el conocimiento, la
cultura, las creencias y la moralidad» (p. 23).
Pero, como continúa este
autor, esta definición no refleja un simple acuerdo social; es más bien el
producto provisional y cambiante de un conflicto abierto acerca de lo que
deben ser las formas de comprensión y de vida de una sociedad. ¿Significa esto
que debemos entender por educación la plasmación en las aulas de decisiones
que sabemos que son socialmente conflictivas y por tanto discutibles y que
definen lo que debe aceptarse por verdadero y legítimo, tanto en el
conocimiento como en las formas de vida? ¿Debe reducirse la educación a la
reproducción de los consensos provisionales o del statu quo de las
ideologías dominantes?
Por esta razón, esto es, dada la naturaleza conflictiva de lo que pueda ser lo verdadero y legítimo en la selección cultural que supone un currículum, la educación, si quiere ser algo más que mera socialización, tiene que aspirar a ser un proceso de reflexión y crítica sobre lo que la propia escuela selecciona como cultura en la que ser inducido o como influencias que ejercer sobre las generaciones más jóvenes. Lo que debiera distinguir a la educación de un simple proceso de socialización (entendida como asimilación acrítica de determinados valores, ideas y prácticas o hábitos) es la capacidad de distanciamiento, esto es, la capacidad de convertir el proceso de incorporación social en un proceso de reflexión y crítica (Pérez Gómez, 1993). Lo que supone una perspectiva educativa no es pues la mera organización de contenidos y aprendizajes desde una selección cultural. La cuestión no es sólo la adquisición de una serie de conocimientos, estrategias y actitudes, sino que los procesos de aprendizaje de nuestro capital cultural sean procesos reflexivos. No es sólo aprender la cultura, sino reflexionar sobre nuestra cultura mientras la aprendemos. Es la oportunidad de reflexionar sobre quiénes somos, en qué mundo vivimos y qué queremos para nuestras vidas, mientras adquirimos aquellas tradiciones públicas que no sólo suponen una respuesta a estas cuestiones, sino también una manera de mantener vivas las preguntas. Como plantea Stenhouse (1967; 1984), la escuela debe poner a disposición del alumnado el capital cultural de la sociedad, pero para que sirva como un recurso, no como un determinante; y como tal recurso, debe proporcionar estructuras para el juicio y para el pensamiento creativo.
«La función educativa de
la escuela desborda la función reproductora del proceso de socialización por
cuanto se apoya en el conocimiento público (la ciencia, la filosofía, la cultura,
el arte...) para provocar el desarrollo del conocimiento privado en cada uno
de los alumnos y alumnas... Los inevitables y legítimos influjos que la
comunidad, en virtud de sus exigencias y sus necesidades económicas, políticas
y sociales, ejerce sobre la escuela y sobre el proceso de socialización
sistemática de las nuevas generaciones deben sufrir la mediación crítica
de la utilización del conocimiento. La escuela debe utilizar a éste para
comprender los orígenes de aquellos influjos, sus mecanismos, intenciones y
consecuencias, y ofrecer a debate público y abierto las características y
efectos para el individuo y la sociedad de ese tipo de procesos de reproducción»
(Pérez Gómez, 1992a, p. 27)
Podríamos resumir, por
consiguiente, esta posición diciendo que la función clave de la práctica
educativa es desarrollar en la infancia y la juventud la reflexión y la
crítica sobre el mundo natural y social en el que vivimos, mientras se
adquieren los recursos básicos que les permiten incorporarse con más
posibilidades a la vida pública y privada en nuestra sociedad.
Pero la cuestión sigue
siendo qué significa incorporarse a la vida pública y privada. O si, como decía
Langford, educarse es integrarse en la sociedad, ¿qué
sociedad estamos intentando perpetuar? Si la educación es un proceso social,
esto es, una forma de vida social que prepara para la incorporación a la vida
social, ¿qué sociedad tenemos en mente? (Parker, en
prensa).
Necesitamos, por tanto,
ideales sociales desde los que interpretar lo que pueda significar el propósito
educativo de aprender a ser personas integrantes de la sociedad, ideales que
nos iluminen tanto el significado de ser miembros de una sociedad como la forma
reflexiva y crítica de realizar este aprendizaje. Pero sólo el ideal de vida
democrática puede dar cuenta de lo que supone la educación como incorporación
reflexiva a la sociedad.
De una parte, lo que debe
considerarse como formas de comprensión y de vida en nuestra sociedad es un
asunto socialmente conflictivo y siempre discutible. De otra, la educación
debería favorecer la vida reflexiva de las personas, para que puedan,
autónomamente, pensar y decidir sobre lo que quieren que sean sus vidas. Dadas
estas dos premisas, no hay más modo de entender la combinación de ambas ‑esto
es, la pluralidad de significados acerca de lo que se considera lo relevante
socialmente y el reconocimiento del derecho de las personas a decidir
reflexivamente sobre sus vidas públicas y privadas que la democracia como
forma de vida (Dewey, 1967; Carr,
1991; Peñalver y González, 1993/94). Sólo la democracia permite entender lo
social de modo reflexivo y colaborativo, y la incorporación personal a lo
social de modo constructivo y no sólo reproductivo.
2. Una cultura democrática para la escuela
Según lo ha resumido Carr (1991), la democracia supone aquella forma de vida que
pasa por la posibilidad de tomar parte en la definición y construcción del
tipo de vida que queremos para nosotros, una participación que no se limita a
intervenciones puntuales o a la elección de quienes tomarán las decisiones
por nosotros. No es un estado de cosas o un reglamento político, sino un modo
de vivir con los otros, y el modo en que las personas pueden realizar sus capacidades
humanas participando activamente en la vida de su sociedad y en las
deliberaciones sobre el bien común. En cuanto que ideal, supone la continua
expansión de las oportunidades para la participación directa de toda la
ciudadanía en la toma pública de decisiones en todos los órdenes de la vida
política, social y económica. Esto significa que las personas debieran
disponer de los recursos y de la información necesaria para poder participar en
el debate público y en las decisiones de la comunidad en iguales condiciones.
Una educación democrática
sólo es posible en la medida en que la escuela se convierte en una cultura
democrática, esto es, en una experiencia permanente de debate y diálogo
abierto donde el aprendizaje de nuestra cultura y de nuestras tradiciones
públicas pasa a ser una experiencia reflexiva sobre nuestra construcción como
personas autónomas en nuestra sociedad. Una escuela que se vale del
conocimiento no como el ritual de aprendizaje de lo que ya viene sancionado
como verdadero y legítimo, sino como un recurso para la reflexión crítica que
conduce tanto a la elaboración de perspectivas individuales como a la
construcción de experiencias compartidas de aprendizaje y de colaboración al
bien común?
Una educación que se
pretenda democrática significa plantearse tanto una educación en
democracia como una educación para la democracia. Debe plantearse la
forma en que constituye en sí misma una experiencia de vida democrática. Pero
también, la forma en que proporciona oportunidades para una vida democrática,
esto es, elementos de análisis y reflexión sobre las experiencias y
oportunidades democráticas que ofrece nuestra sociedad, y recursos para una
mayor implicación y participación en la vida pública a la luz de los valores
democráticos (Beyer y Wood,
1986; Wood, 1984).
La construcción de una
cultura democrática en la escuela implica la posibilidad del alumnado de
participar en la construcción de la vida escolar. Esto significa, por lo menos,
la oportunidad de intervenir en la deliberación de cómo se organiza la
experiencia de aprendizaje, qué se convierte en materia de trabajo, cómo y por
qué. Es evidente que sólo desde esta participación se puede construir una
experiencia democrática en las aulas. Pero es que, además, sólo desde el
compromiso del alumnado con lo que debe ser su propia educación, contando con
sus experiencias y sus intereses, puede desencadenarse un auténtico proceso
de reflexión que ponga en relación las tradiciones públicas de conocimiento, el
mundo social y natural y la construcción de un sentido personal para sus
vidas. No es, pues, sólo una experiencia de relaciones democráticas, sino la
construcción de un conocimiento que permite poner en relación y contraste el
saber público con la comprensión subjetiva, la vida social con la historia
personal y los intereses, deseos y necesidades individuales con los colectivos.
Es evidente que en este
contexto de una cultura democrática para la escuela, es fundamental la forma en
que se entiende el conocimiento y su construcción cooperativa. Desde esta
perspectiva, como señala Barnes (1994), lo que se
busca no es la asimilación de ideas y conclusiones ya establecidas respecto
al conocimiento público, sino su valor para pensar sobre nuestro conocimiento
cotidiano y para problematizar nuestra experiencia.
El conocimiento público tiene pues un valor de mediación entre, por un lado, la
experiencia y las representaciones que tenemos de las cosas y, por otro, las
nuevas formas en que podemos captar el mundo y su significado cuando nos
preocupa entendernos mejor y definir las formas de vida que desearíamos. Así,
la importancia del conocimiento no es que pueda ser reproducido o reconstruido,
aunque sea significativamente, sino que pueda ayudarnos a lo que es la
aspiración educativa: reformular nuestras comprensiones subjetivas de nuestra
vida y nuestras pretensiones para ella. Este propósito va más allá del actual
tópico de partir de las ideas previas, porque de lo que se trata es de contar
con las preocupaciones, intereses y necesidades de los alumnos, contar con sus
puntos de vista y construir propósitos de aprendizaje y nuevas comprensiones
desde la colaboración conjunta entre enseñantes y
alumnos (Pérez Gómez, 1992b)
El conocimiento público,
al ser utilizado con este propósito, se convierte tanto en algo de lo que se
aprende como algo con lo que se aprende; pero también en algo que discute
nuestra experiencia y algo que se discute desde nuestra experiencia; modos de
comprensión que pueden ser usados para problematizar
las representaciones de la realidad y para experimentar con nuestro propio
pensamiento cuando nos dirigimos por intereses democráticos: la construcción
del sentido individual y colectivo de nuestras vidas y la deliberación sobre
las formas de intervención en la sociedad guiados por una idea del bien común.
3. Los problemas de una práctica educativa democrática
Pero como todos sabemos,
una cosa es formular un ideal respecto a la vida escolar y otra, nuestras
prácticas cotidianas y concretas, nuestras posibilidades reales de actuación y
nuestras habilidades y recursos para llevar a cabo una enseñanza que esté
dirigida por ideales de este tipo. Esto es especialmente problemático cuando
nos encontramos que muchas de estas limitaciones y dificultades no proceden de
nosotros, sino de la manera en que institucionalmente se organiza la enseñanza.
Un problema evidente nos lo podemos encontrar en la distancia entre una
enseñanza democrática que busca la participación del alumnado en la definición
de lo que deba ser el contenido de su educación, y un programa oficial que
delimita lo que debe ser objeto de aprendizaje en la escuela, que clasifica los
conocimientos en áreas y bloques y que distribuye el tiempo de trabajo escolar que
hay que dedicarle a cada uno de ellos. Más grave aun si además ello ocurre bajo
una exigencia institucional que demanda continuas respuestas a la burocracia
administrativa de lo que ocurrirá en los centros, de manera que los enseñantes se ven obligados a responder a las necesidades
de la Administración antes que a las de sus alumnos.
Igualmente podemos hablar
de la contradicción entre una enseñanza que, dirigida a la reflexión crítica;
se abre a lo impredecible respecto a los aprendizajes, así como a la variedad
de los mismos entre los diferentes alumnos y alumnas, y un sistema de enseñanza
que estipula los resultados que deben obtenerse como producto del aprendizaje
escolar. La institución escolar es una institución evaluadora, lo cual ya
dificulta de por sí las posibilidades de una cultura auténticamente
democrática en la escuela. Si, además, lo que debe evaluarse tiene un referente
fijo y externo a la intervención del alumnado, esta dificultad crece
enormemente. Como es lógico, una enseñanza que defina a priori los resultados
que deben obtenerse difícilmente puede ser compatible con un sistema que
cuenta con el conocimiento y los intereses de los alumnos: en algún momento
deben abandonarse éstos para dirigirse, de forma sutil o bien evidente, a los
aprendizajes que le interesan a la institución, aunque no sean los que le
interesan al alumnado. Y como ha señalado Barnes
(1994), cuando esto ocurre, no sólo afecta a los métodos o actividades para el
aprendizaje que se siguen, sino en general a todo el sistema de relaciones y de
comunicación que funciona en el aula. Si lo que debe obtenerse del aprendizaje
queda fuera del control del alumnado, igualmente quedarán fuera de su control
las actividades. Además, cuanto más definidos y homogéneos sean los resultados
que deben obtenerse, menos oportunidades hay para que las actividades
escolares puedan abrirse a la experimentación y a la búsqueda creativa y
cooperativa de nuevas experiencias y soluciones a sus problemas.
Estas situaciones, que no
siempre responden a decisiones nuestras, sino a tradiciones o imposiciones
institucionales (si bien muchas veces las asumimos como posturas propias), no
sólo reflejan limitaciones o mentalidades contra una enseñanza democrática.
Además, señalan un conflicto de la práctica docente de difícil solución: de una
parte, la institución escolar obliga al enseñante a actuar bajo los parámetros
del control (ya que es responsable de lo que le pase al alumnado y de lo que
éste aprenda mientras se encuentra en la institución), y de otra parte, la
educación y el aprendizaje real sólo son posibles en la medida en que se
atiendan a las necesidades de los alumnos y en que éstos se impliquen en lo
que les interesa. Como lo plantea Barnes (1994, pág. 171), mientras que la preocupación por el control
obliga a tratar a los alumnos como receptores, la preocupación por su educación
requiere tratarlos como constructores.
Por otra parte, entender
la vida escolar como la construcción de una cultura democrática (en la que el
alumnado toma parte responsable en la decisión de la enseñanza, y en la que
incorporan sus perspectivas y preocupaciones para reflexionar sobre nuestro
mundo natural y social mientras aprendemos de él) trata de ser una manera de
abordar el conflicto que supone poner a su disposición el conocimiento público
para que pueda valerse de él, no para que se sienta aprisionado por él (Barnes, 1994; Pérez Gómez, 1992b). Pero esta perspectiva no
soluciona en sí los problemas prácticos de su realización. Aceptar que es ésta
la manera en que habría que entender la enseñanza, supone aceptar también que
no tenemos exactamente una manera de resolver la enseñanza, sino más bien una
manera de ir realizándola reflexivamente conforme se va sucediendo. Más aún,
si además entendemos que ni nosotros como educadores sabemos siempre cómo
resolver los conflictos y dilemas antes indicados, ni en ocasiones, ni
siquiera los propios alumnos ‑socializados normalmente en una práctica
escolar que no cuenta con sus preocupaciones ni desarrolla sus intereses‑
se prestan al desarrollo de una enseñanza que aspire a vivirse como
experiencia de construcción democrática.
Todos estos problemas y
dificultades nos llevan a plantear las cosas de una manera más realista:
contra lo que muchas veces parecen las formulaciones pedagógicas, la cuestión
no consiste en disponer de una perspectiva educativa idealizada y aplicarla
directamente. Más que ideales educativos, lo que solemos tener son problemas
educativos: contradicciones y dificultades entre distintas estrategias y
posibilidades alternativas; discrepancias entre lo que pasa en la práctica y
lo que nos gustaría que pasara. Y es que la enseñanza no es la aplicación de
ideales, sino la búsqueda continua entre lo que sabemos y podemos hacer y la
reflexión sobre nuestra práctica y sus condicionantes a la luz de los ideales.
Ante ideas educativas que no se traducen fácilmente en un programa operativo, y
ante propuestas pedagógicas que no pueden anticiparse nunca plenamente,
porque pretenden ser procesos de construcción cooperativa en la práctica, es
necesario poder interpretar nuestra práctica como una experiencia de búsqueda
reflexiva y no sólo de mera acción.
4. Ideas para una búsqueda reflexiva en nuestra práctica
En la construcción de una
cultura democrática de enseñanza, el docente cumple necesariamente un papel de
mediación, de facilitación de las conexiones entre los intereses y las compresiones
subjetivas de los alumnos y las formas de conocimiento disponibles; entre los
patrones de comprensión y actuación de nuestra cultura y los procesos de
análisis y reflexión sobre los mismos; entre las experiencias de la vida real
y las aspiraciones como individuos y como sociedad. Estas mediaciones dependen,
a su vez, de las propias comprensiones subjetivas, deseos, intereses,
necesidades y aspiraciones del docente. Es a través de su forma de entender el
conocimiento, de interpretar el mundo en el que vive, de sus convicciones
personales, de sus compromisos y de su forma de entender su oficio educativo,
como está influyendo y facilitando las anteriores mediaciones.
Pero las formas en que
estas mediaciones pueden realizarse no vienen resueltas a priori; en primer
lugar, porque éstas aspiran a ser procesos de construcción cooperativa, y no
de decisión unilateral y previa al encuentro educativo; y en segundo lugar,
porque las tradiciones establecidas y las estructuras institucionales tienden
más a negar estas mediaciones que a favorecerlas, por lo que tienen que ser
buscadas y reconstruidas continuamente. Por ello, los enseñantes
estamos obligados a otro proceso de mediación: el que puede establecerse entre
nuestras comprensiones subjetivas y aspiraciones educativas, de un lado, y las
condiciones y situaciones reales de la práctica, del otro. Este proceso de
mediación es siempre un proceso de búsqueda práctica: necesitamos indagar en
nuestra práctica concreta, preguntarnos por sus cualidades en relación a lo
que valoramos como educativamente deseable, y deliberar sobre la forma en que
nuestra práctica puede mejorarse, es decir, sobre la forma en que nuestro papel
y las posibilidades que ayudamos a crear en clase pueden cumplir las otras
mediaciones antes señaladas, o al menos, reducir las restricciones con las que
nos solemos encontrar.
Por ejemplo,
una manera de indagar sobre esta búsqueda de posibilidades prácticas puede
realizarse a partir del análisis de lo que constituye lo que llamaré el sistema
de prácticas de la enseñanza. Cualquier pretensión de realizar los procesos de
mediación que hemos visto tiene su necesaria traducción, o su desmentido, en
las siguientes prácticas escolares (Véase la figura 1):
a) las relaciones
personales que se establecen en el seno del aula;
b) las actividades y
tareas que se llevan a cabo para el aprendizaje;
c) los sistemas de
evaluación que se siguen.
La forma en que se
entiende el conocimiento y su construcción guarda una relación directa con la
forma en que se entienden y se realizan cada una de estas prácticas. Por
ejemplo, como ya hemos visto anteriormente, la evaluación ‑que es una
práctica que viene impuesta en la institución escolar y con un gran poder de
condicionamiento de los procesos que se realicen en las aulas‑ adquiere
un significado y funcionamiento diferente si los criterios de evaluación, y su
uso, surgen del compromiso colectivo del grupo respecto a determinados
aprendizajes o tareas, o si son la comprobación que realiza el enseñante acerca
del dominio, por parte del alumnado, de determinados conocimientos.
Igualmente, no es lo mismo pensar en la evaluación si entendemos que el
conocimiento es un proceso de construcción personal, donde se elaboran
respuestas propias y variadas a cuestiones y problemas que tienen un interés
particular para los alumnos, que si por conocimiento entendemos la capacidad de
reproducción, o incluso la comprensión, de un conjunto de ideas ajenas a sus
intereses y preocupaciones. En el primer caso, a diferencia del segundo,
difícilmente podremos anticipar las manifestaciones de los aprendizajes, por lo
que su evaluación tendrá que ser más interpretativa respecto al valor de lo que
ocurre y sus manifestaciones, que no constatativa de
lo que ya esperábamos encontrar.
De la misma manera,
podemos apreciar las diferencias que introducen distintas maneras de entender
lo que debe ser el conocimiento y el aprendizaje en el tipo de actividades que
se lleven a cabo en clase. No son iguales las actividades que suponen la
investigación o el cuestionamiento abierto, que las que suponen seguir un
conjunto de instrucciones que conducen a un final ya previsto. No es lo mismo
llevar a cabo procesos de enseñanza que transmiten verdades establecidas y
conclusiones de pensamiento, que aquéllos que pretenden poner en marcha un
diálogo entre lo que ya pensamos y las nuevas experiencias e ideas. Como
tampoco es igual interpretar el aprendizaje como un proceso individual en el
que se presentan trabajos para ser calificados, a entenderlo como un proceso
de colaboración y exploración para participar en el debate sobre los fenómenos
que se estudian o las ideas con las que se trabaja.
Es evidente, por último,
que una concepción cooperativa y participativa de la enseñanza tiene una
incidencia especial sobre la manera en que se entienden las relaciones
personales en el aula. Desde luego, supone entender que las decisiones son producto
no de la imposición jerárquica del enseñante, sino de la discusión y el acuerdo
negociado entre todos (Martínez, 1993/94). Pero, además, si se entiende el
conocimiento como un proceso interpretativo para repensar nuestra experiencia y
reflexionar sobre nuestra cultura, las relaciones sociales sobre las que se
estructura el aprendizaje tienen que demostrar continuamente que la
discrepancia, el disentimiento, la expresión de puntos de vista diversos y la búsqueda
de maneras alternativas de pensar son actuaciones legítimas en el intercambio
cotidiano de la clase, en vez del proceso de adivinar la respuesta que quiere
el profesor a la pregunta que acaba de hacer. Entender el conocimiento y el
aprendizaje como procesos de cooperación cuestiona las jerarquías y la
sumisión, y dotar de dirección a la enseñanza no puede convertirse en un
proceso de control social a base de dominar los modos de comunicación y lo que
se considera contenido aceptable .
Aunque para el análisis
podemos diferenciar estas tres prácticas en relación a la coherencia con una
manera de entender el conocimiento y el aprendizaje en la clase, lo cierto es
que todas ellas constituyen un sistema interdependiente. Una configuración de
la vida del aula como un sistema de construcción cooperativa del aprendizaje,
o como construcción de una cultura democrática de enseñanza, requiere la
atención simultánea a todos los aspectos, o si no, corremos el peligro de que
lo que cuidamos en las relaciones, por ejemplo, quede desmentido en la manera
en que opera el proceso de evaluación o en el tipo de actividades que se
realizan. Precisamente porque constituyen un sistema de prácticas
interdependientes es por lo que su uso para el análisis de nuestra práctica
docente puede ser muy útil en esa búsqueda reflexiva sobre el valor democrático
de nuestra enseñanza. Así, es posible abordar uno de estos sistemas y, a
partir de su exploración, de cómo funciona y cómo es vivido en el aula, podemos
discutir su valor y cómo colabora para hacer de nuestra enseñanza una práctica
más democrática. Dada la interrelación entre los distintos elementos de
nuestra práctica, lo que es un comienzo de esta búsqueda, limitado a uno de
ellos, más tarde o más temprano acabará implicando a los otros. La cuestión
básica, pues, independientemente de por dónde empecemos en el análisis de
nuestra docencia es: ¿favorece este aspecto de nuestra práctica en clase la
construcción de una cultura democrática de enseñanza?
Un aspecto clave en
nuestro análisis de la práctica es la base sobre la que sostenemos nuestras
reflexiones. Efectivamente, con objeto de mejorar las posibilidades de nuestra
práctica necesitamos también mejorar el sustento de comprensión de la misma,
para lo cual necesitamos enriquecer la información sobre ella: datos y evidencias
sobre lo que ocurre que nos ayuden a entender de una manera más completa y
variada las situaciones sobre las que queremos reflexionar. Para ello pueden
ser de utilidad realizar grabaciones, hacer entrevistas, llevar a cabo
observaciones, etc. Es decir, todos aquellos procedimientos de recogida de
información que nos permitan entender con más detalle y desde diferentes
perspectivas aquello que nos preocupa.
Una exigencia de esta
obtención de información es que si realmente queremos entender de una nueva
manera lo que pasa en clase necesitamos comprender el punto de vista que sobre
ello tienen los alumnos y alumnas: qué entienden que está pasando, a qué lo
atribuyen, qué importancia le conceden, etc. Este tipo de información es
fundamental si partimos de la base de que los fenómenos sociales son en gran
medida lo que significan para quien los está viviendo. Pero es que, además, si
lo que nos preocupa es la búsqueda de una práctica educativa más democrática,
es fundamental que, en lo posible, esta búsqueda y su reflexión sean en sí
mismas un proceso democrático. Como decía, ya de por sí intentar entender lo
que significa realmente nuestro sistema de evaluación o las relaciones que se
establecen en clase requiere entender la manera en que son vividas e
interpretadas por los alumnos. Pero si además viven el proceso de reflexión
como parte de una preocupación conjunta, ello estará colaborando para que
puedan indagar sobre el valor democrático de lo que hacen y para buscar formas
de mejorarlo. El diálogo ante los problemas y dificultades se convierte así en
una vía para la reflexión compartida y para la construcción de una práctica
democrática por vías democráticas.
Si analizamos el sistema
de prácticas en función de los procesos de construcción cooperativa del conocimiento,
una de las reflexiones a la que necesariamente llegaremos tratará sobre la
selección cultural que estamos realizando, es decir, sobre el currículum: qué
es lo que estamos eligiendo como conocimiento para construir, qué aspectos de
la realidad o de la cultura son objeto de trabajo y qué valor para la
construcción democrática pueden tener. Esto es importante si tenemos en cuenta
que el hecho real es que nuestra selección cultural viene establecida (o al
menos bastante condicionada) por el currículum oficial. Así pues, los procesos
de selección de lo que será objeto de trabajo en clase pueden depender de
decisiones ajenas a los que actúan en el aula, lo cual puede desvelar parte de
las dificultades y limitaciones para hacer de nuestra enseñanza una experiencia
más democrática. Pero la cuestión, de todas formas, será siempre si el proceso
de trabajo escolar ha permitido la distancia reflexiva y crítica sobre lo que
constituía un objeto de trabajo no decidido. Si volvemos ahora a la cita de Inglis del principio, la pregunta que deberemos hacernos
será si, en el desarrollo de la experiencia escolar, hemos convertido el
currículum en una reflexión crítica sobre lo que nuestra sociedad considera
legítimo y verdadero, sobre sus creencias, su moralidad y su cultura en
general.
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