Pedro Luís
Vázquez García Profesor de E.G.B
En muchas comarcas y
pueblos del Estado centenares de familias se ven obligadas cada año a emigrar a
otras zonas de España, durante las campañas de recogida de la aceituna, de la
fresa, del espárrago... Y en su ir y venir, muchas de estas familias, la
mayoría de ellas numerosas, tienen que llevarse consigo a sus hijos en edad
escolar porque no tienen con quien dejarlos en el pueblo del que parten. Todo
lo cual supone una ruptura, un corte brusco en la normal escolarización de
estos niños, que se ven sometidos a graves trastornos y dificultades en sus
aprendizajes, siendo, en muchas ocasiones, origen de no pocos retrasos y
abandonos escolares.
Por todo ello, las
autoridades educativa del MEC y CC.AA,
desde hace unos cuantos años, disponen de un subprograma de reducción del
absentismo escolar temporero, dentro del Programa de Compensatoria, cuyo
contenido básico consiste en disuadir a las familias de que se lleven consigo a
los niños al objeto de evitar en el mejor de los casos los traslados de centro,
y en el peor la no escolarización en las localidades de destino, hecho harto
frecuente debido, en ocasiones, a que los mismos niños y niñas trabajan en la
recogida del fruto, cuidan de sus hermanos pequeños mientras sus padres
trabajan en el campo, o bien no asisten a clase por la lejanía o la falta de
transporte entre la cortijada de residencia y el municipio más próximo.
Pero no deberíamos
conformarnos tan sólo con paliar o aminorar las graves consecuencias que para
ese alumno absentista, carne de fracaso escolar, supone el que sus padres sean
temporeros agrícolas. Sino que también deberíamos
intentar el que se ampliase y mejorase este programa con otra serie de medidas
encaminadas a eliminar las desigualdades económicas, sociales y culturales que
originan el absentismo escolar temporero, tal y como reconocen todos los
documentos oficiales. Pero, también desde la escuela tenemos algo que hacer
para que no sea sólo una institución reproductora de la situación existente:
una escuela acrítica y conservadora, sino una escuela
crítica y transformadora. Si bien tampoco se trata de que nos miremos el
ombligo y pensemos que somos salvadores de nada. Se trata tan sólo de que
reconozcamos que, a pesar de tantos obstáculos e impedimentos, así como de la
apatía generalizada de nuestra sociedad, estamos un
montón de horas cada día con estas alumnas y alumnos que sufren las
consecuencias de una situación social y económica, a todas luces, injusta y
discriminatoria.
Ni tampoco queremos que
estas palabras se entiendan como una llamada para que el profesorado abrace un
ideal abstracto que nos separe de la vida cotidiana, que nos convierta en
profetas de la perfección y de la certidumbre; sino
que, por el contrario, intentamos que sea una llamada de atención para que
emprendamos una crítica social, no como extraños, sino como educadores públicos
preocupados por los problemas más apremiantes de nuestro barrio, comunidad y
sociedad, como individuos que tenemos o deberíamos tener un conocimiento
cercano de las cuestiones cotidianas que conectan orgánicamente con las
tradiciones históricas que proporcionen a nuestro alumnado: voz,
historia y sentido de pertenencia a esta sociedad en la que nos ha tocado vivir.
Más en concreto, los docentes deberíamos defender formas de pedagogía que
cierren la brecha entre la escuela y el mundo real permitiendo organizar el
currículo en torno a un saber crítico, abierto y dinámico que relacione las
comunidades, culturas y tradiciones para proporcionar al alumnado el sentido de
la historia, de la identidad y de la situación en que se encuentran.
Acaso, ¿no pide la LOGSE
en sus textos la formación de seres críticos?, pues
ayudemos a los niños y niñas a que descubran las miserias del sistema, a que
los alumnos y alumnas que sufren en sus carnes el traslado de sus progenitores
a otros lugares en busca de trabajo, comprendan cómo y por qué se originan esas
desigualdades que los conducen, prematuramente, a la marginación y al fracaso.
Que conozcan asimismo que en poco tiempo sus padres y abuelos jornaleros u
obreros pasaron de las puertas de los cortijos o fábricas, a las plazas de los
Ayuntamientos y desde allí a las ventanillas de los Bancos para cobrar el
subsidio cuando logran reunir las peonadas necesarias que, a veces, tienen que
completar emigrando a otros pueblos. Y que todo ello, les sirva el día de
mañana para transformar esa realidad que los discrimina y margina.
Y ¿no pide también la
LOGSE en sus textos que formemos seres solidarios?, pues
ayudémosle a descubrir ese sentimiento de solidaridad con todos aquellos grupos
sociales que son marginados y explotados en nuestra sociedad y entre nuestros
países.
Más de una vez oímos
decir que la realidad va siempre por delante de la promulgación de las leyes
que sancionan y explicitan algunos aspectos de esa realidad, pero mucho nos
tememos que en el caso de la LOGSE haya ocurrido más bien al revés. A la luz de
lo que está ocurriendo, podemos afirmar que una cosa es la ley, y otra cosa
bien distinta es la realidad cotidiana.
LA CLASE COMO ESPACIO DE DEBATE Y CONSTRUCCIÓN CULTURAL
Fernando Hernández
La escuela y el aula pueden servir para aprender de la diversidad
cultural. Pueden y deben ser un lugar de intercambio
para aprender a construir y compartir significados.
Un hombre con cultura es el que tiene una respuesta coherente ‑física,
ideológica y meta física‑ ante cualquier pregunta que le pueda plantear
la realidad. Este conjunto de respuestas, o de negaciones en el vacío, es la
cultura.
G. Torrente Ballester (El País, 23 de enero,
1995).
La clase, no es un laboratorio
No me satisface usar el término laboratorio en este artículo. Por tradición
y por convicción lo asocio a una realidad pre‑diseñada,
donde el fenómeno que se observa está inicialmente previsto, las personas son
consideradas sujetos y la generalización de los resultados es el objetivo a
conseguir. En el laboratorio la realidad "se fija" y se adapta a lo
que el investigador ha decidido que sea, bajo el paraguas del silogismo
"si (aquí se explicitan las variables)...entonces
(hemos definido la realidad)". Esta forma de razonar y operar puede ser
válida para la investigación de determinados y concretos aspectos de las
Ciencias Naturales, pero se transforma en una ficción
cuando se utiliza en las Ciencias Humanas y Sociales. Quienes defienden la transferibilidad de lo que sucede en el laboratorio a la
vida diaria y a los acontecimientos sociales acaban reduciendo la comple‑
jidad de lo real a una
caricatura de sí misma y pretenden transformar la incertidumbre en un simulacro
de certezas. La clase, desde el sentido apuntado, puede considerarse cualquier
cosa menos un laboratorio. Resulta difícil, en el día a día del calendario
escolar traducir a variables toda la complejidad individual y social que en
ella se pone en juego.
Pero esto es quejarse por gusto. Sé que podía haber sustituido este
título por algo más ambiguo como "espacio" o "lugar", pero,
de una manera retórica sirve como excusa para hacer una reflexión inicial, que
me llevará a la idea central de este
análisis: la Cultura en la escuela y la importancia de aprender a
construir y compartir significados en la clase.
La presión de la escuela
En la educación escolar la noción de laboratorio tiene diversas connotaciones.
La que aquí interesa es la que está vinculada a la transferibilidad.
Se supone que lo que se aprende en la escuela, luego se llevará a la vida
diaria, a las decisiones sociales, cuando los niños y las niñas sean adultos.
Así la escuela, como laboratorio, como micro‑sociedad, sirve para educar
para la paz, para el consumo, para la ecología, para la diversidad, para la
solidaridad, para la integración,... Después, se supone, estos niños y las
niñas, cuando sean adultos desarrollarán en su vida todas esas actitudes y
visiones aprendidas en la escuela y favorecerán la construcción de unas
relaciones "mejores" en una sociedad diferente.
Sin dejar de tomar esta loable intención en serio, y de reconocer mi
aprecio por ella, creo que la escuela, y quienes defienden esta posición (al
menos por los caminos que conozco) depositan en la escuela una función
transformadora, salvadora y redentora que sobrepasa sus atribuciones, y que
contribuye, de una manera con frecuencia ambigua, a limpiar la mala conciencia
de los adultos. Hace muy poco tiempo una maestra, ferviente defensora de la
integración de las personas con minusvalías en la escuela, me decía que, como
proyecto habría que ir hacia nuevos objetivos, pues esta fase
"presencial" ya había cumplido el cometido de crear una sensibili‑
dad frente al problema. Pero
ahora, la práctica de la integración estaba contribuyendo a crear un estado de
falsa normalidad, pues, en las condiciones actuales, era difícil ir más allá de
la integración (como presencia) física en el mismo espacio escolar. La realidad
es que, las necesidades de estas personas no son atendidas (por falta sobre
todo de recursos y de personal). Pero lo más
importante es que el verdadero problema está fuera de la escuela, donde no se
produce la integración.
Algo parecido sucede con el reconocimiento de la diversidad de los
grupos minoritarios. Hay que reconocer excelentes experiencias escolares de
escuelas en las que conviven niños y niñas de diferentes culturas. Pero los
"locales" se sentirían perplejos y confundidos, si les dijeran que
sus compañeros de origen magrebí o vietnamita, no tienen los mismos derechos
que ellos y ellas, incluso aunque hayan vivido siempre "aquí".
Contradicciones de una ley hecha y aprobada por los mismos que defienden que
la escuela ha de ser "laboratorio" de convivencia, pero que establece
esta distinción discriminadora "fuera" de la escuela.
El imperativo tecnológico
Sin entrar en un análisis más amplio de esta doble moral, vale la pena
no perder de vista que cuando se deposita en la escuela toda esta presión
educadora, se hace, al menos, bajo dos principios: el tecnológico que prescribe
que ha de producirse una relación entre el
"ser" (lo que se hace en la escuela) y "debe ser"
(transformar algunos valores sociales) y el de la equilibración
de las diferencias, fruto de una política social y educativa favorecida por
la ideología del "estado de bienestar".
La primera concepción ha impregnado de tal manera todo el pensamiento
educativo, que hasta los educadores críticos han caído en ella, y así llenan
sus libros y escritos de unos verbos que son reflejo de esta concepción:
"tener" y "deber". Analizar este
tipo de pensamiento sería objeto de un artículo. Pero entre nosotros son más
conocidos los tecnócratas, sobre todo, porque desde 1970, han
tratado de llevar a la práctica
a sus principios en forma de leyes. Aún hoy, siguen creyendo que lo que ellos
planifican, por su bondad intrínseca, ha de funcionar en la realidad, tal y
como lo han pensado. Cuando no se cumplen las predicciones, los responsables
siempre serán los usuarios, llámense arrendatarios de la Ley Boyer, profesorado en la Educación Comprensiva, o
cualquier otro ejemplo que muestre la laguna entre lo legislado y lo que
sucede luego en la vida diaria.
La escuela no puede compensar a la sociedad
Pero aquí me interesa debatir la segunda posición. La de quienes sostienen
la idea (casi como una creencia) que ya en su día rebatió Basil
Bernstein, de que la escuela puede compensar la
sociedad. Por eso no es extraño que muchos chavales con ojo avizor, vean como
el laboratorio de la escuela salta por los aires cuando después del análisis de
la realidad tratan, ingenuamente, de cambiarla. Cuando descubren que lo que
les muestran (enseñan) en la clase, tiene muy poco que ver con lo que observan
y viven fuera de la escuela. Lo que les sume en la impotencia y el escepticismo.
Cuando estos niños y niñas se hacen adultos, o simplemente cuando
miran ahora a su alrededor, se dan cuentan que mientras ellos y ellas son
educados para la paz, los conflictos bélicos no se detienen y se imponen como
formas irracionales de destrucción'. Conflictos que son permitidos y
propiciados, en la mayoría de los casos, por los intereses de quienes
defienden, al mismo tiempo, esta responsabilidad equilibradora
de la escuela. O si por un momento huyen del espejismo de la televisión y de
los reclamos comerciales, se dan cuenta, que, a pesar de educarlos para el consumo
(aunque este título siempre me ha parecido sospechoso, supongo que de lo que se
trata es precisamente de todo lo contrario: educarlos
para que no sean consumistas), durante las pasadas vacaciones de Navidad (y
durante el resto del año) les presionan sin tregua para todo lo contrario. Les
imagino perplejos cuando a pesar
de sus actitudes
conservaciones y su sensibilidad ante la degradación del entorno, el deterioro
ambiental sigue su marcha implacable. Puedo ver su cara de extrañeza, cuando en
la escuela les reclaman el respeto por la diversidad de los otros, y observan
en los medios de comunicación y en la vida de cada día (en la familia, en la
misma escuela) que no se acepta la discrepancia o la disparidad de opiniones,
de credos, de color de piel y de forma de vida. En la sociedad, la vida sigue
igual, que decía la canción, y quien es diferente (por su físico, origen,
lengua, sexualidad, pigmentación de la piel, creencias, ideología,...), quien
se sale de la norma, ya sabe que no tendrá un lugar entre los elegidos.
Me gustaría saber lo que pensarán los alumnos de secundaria cuando
tengan que estudiar (y se supone que, por tanto, les será evaluada) la nueva
asignatura titulada pomposamente "Papeles sociales de mujeres y hombres"
y observen, por ejemplo, la división de roles del profesorado de su propio
centro. Y para muestra un botón. Hace cuatro cursos, tuve la oportunidad de
hacer entrevistas a equipos directivos de centros de secundaria. En todos, el
director era un hombre, y la jefe de estudios, una mujer. Algo similar a lo que
sucede en su casa, en las series de televisión, y entre los mismos legisladores
de esa asignatura: en un Ministerio donde un alto porcentaje de quienes en él
trabajan son mujeres, quienes toman las decisiones son hombres (Ministro,
Secretario, Directores Generales,...). Lo que
constituye buen ejemplo para que aprendan en vivo los papeles sociales.
Pensando en todo ello, empiezo entonces a dudar del posibilismo de las
buenas intenciones, y tiene uno la sensación de que todo es una
tapadera, un camuflaje, para que las contradicciones no se pongan en
evidencia. Un reciclaje de las formas, de las palabras, para sostener el mismo
sistema de valores. Una corriente, que ya casi es un huracán de pensamiento
"débil", que ha dejado sin habla a
quienes tradicionalmente eran
portadores de una ideología transformadora y esperanzada. Ahora, muchos de
ellos tienen el poder: y cuando poder e ideología se unen, tienen un efecto
paralizante, ante el que es muy difícil reaccionar. La lucha de clases se ha
sustituido por la lucha por la plaza, como decía Castoriadis.
Sin embargo, nos dicen, en la escuela se puede mostrar a los alumnos que ellos,
que son el futuro, podrán hacerlo diferente. Parece un tanto cínico, ¿no?
Algunos pensarán que voy de pesimista. Ojalá que lo dicho sirva como
aviso y señal de alerta, para no olvidar que, mientras enseñemos todas esas
actitudes en la escuela, quizá nuestro afán de mímesis
y de admiración por lo de afuera nos traiga muy pronto transvestidos
los efectos de los vientos conservadores norteamericanos y la justificación de
la y desaparición de los marginados por su color, origen y clase social, bajo
la bandera de los argumentos biológicos y religiosos, como plantea el libro de
Charles Murray y Richard Herrenstein, The Bell Curve, que tanta polémica
está originando en Estados Unidos.
El aula como espacio para descubrir al otro.
Supongo que ésta no era ni idea, ni el punto de mira en el que pensaba
el Kiki cuando me planteó escribir sobre este tema.
Intuyo que su intención era más bien, argumentar como la escuela y la clase
pueden servir para aprender de la diversidad cultural, como puede servir de
lugar de intercambio para comprender los significados del otro, y así ponernos
en su lugar y aprender de y con él/ella. El aula se convertiría entonces en un
espacio privilegiado de convivencia y de intercambio, donde los niños y las
niñas aprenderían a reconocer, no meramente a aceptar, para no caer en un
relativismo reductor, el punto de vista del otro.
Tomando esta propósito he de recordar que el reconocimiento del otro puede
ser, de nuevo, otro espejismo que nos lleve a "aceptarle"
(manteniéndolo apartado) y a "respetar" sus opiniones (porque le
temo y para que no se acerque). Hay que
aprender a razonar y ponerse en
guardia tanto ante la intransigencia de las posiciones exclusionistas
y separadoras (por diferencias étnicas y religiosas) como ante una situación
que, bajo la bandera de la diversidad cultural nos lleve a la trampa de un
relativismo cultural que conlleva la aceptación de la intolerancia. Esta fue
la paradoja que se planteó en la Conferencia de Derechos Humanos de Viena,
cuando algunos países (curiosamente, con gobiernos totalitarios) argumentaron
que los Derechos Humanos eran una creación Occidental, y que aceptarlos y
cuestionar, por ejemplo, la mutilación y la pena de muerte, era un atentado
contra la diversidad cultural y religiosa. En la escuela se puede aprender a
argumentar y fundamentar los propios puntos de vista, y a valorar los de los
otros. Comprendiendo el "lugar" (la Cultura) del que habla, pero
reconociendo también lo que ambos ocultamos o enmascaramos. La clase puede
ser un lugar de discusión y debate que ayude a construir una "autoconsciencia" razonada, pero no como quien se
enfrenta en una batalla para ver quién gana. Se trata de poder aprender de los
argumentos de los otros, conociéndolos, y sin temor discrepar de ellos. Para,
de ser posible, construir desde la diferencia. Contaba Simon
Papper (el padre del lenguaje Logo),
que una vez asistía a un congreso en Nigeria y se le acercó un nativo y le
dijo:
‑ "Señor Papper, yo no quiero
estar en su seminario, porque sé que lo que tratará es de hacer lo que hacen en
su país: convencernos para que al final aceptemos su
punto de vista. Ustedes cuando se ponen a hablar tratan de ganar al otro. Aquí,
nos ponemos en grupo bajo la sombra de un árbol, y las ideas de cada uno van
fluyendo. Cada cual expresa su opinión, y a través de la conversación, al
final tratamos de llegar a un punto de vista, que sea
de todos, que no sea el reflejo de la victoria de unos sobre otros, y en el que
todo veamos algo de nosotros mismos"
Algo similar decía Donald Schón a propósito de la importancia de la discrepancia de
puntos de vista, cuando trabajaba con profesores u otros profesionales:
"No me interesa convencerte, sino intentar entender qué pasa por
tu mente, cuando presentas tus argumentos. Me interesa aprender de las razones
de nuestro desacuerdo"
La clase pueden transformarse entonces en un lugar donde el debate
sobre el conocimiento, la indagación en los puntos de vista, vaya más allá del
listado de contenidos. Supondría un entrenamiento para cambiar la posición ante
el saber, incorporando la experiencia y las ideas de los alumnos,
comprendiendo su "lugar" de partida, y enseñándoles a navegar por
otras fuentes y reconocer otros puntos de vista.
Un cambio de mirada en el conocimiento escolar
Pero reconocer el punto de vista del otro, no es tarea fácil. Requiere
un aprendizaje, no sólo de actitudes y valores. También requiere cambiar la
mirada frente al conocimiento escolar. Hace unos años seguía la experiencia
de un grupo de quinto de EGB, que se preguntaban por el origen del planeta
Tierra, y de cómo lo estudiaban los paleontólogos.y
los geólogos. Al final del proyecto de trabajo, al estudiar las diferentes
concepciones e interpretaciones sobre el origen del problema planteado, llegaron
a la conclusión de que, cuando se estudia un tema, cuando se acerca uno a la
información, hay que distinguir entre hipótesis, teorías, creencias,
opiniones,... Una forma de reconocer no el punto de vista del otro, sino
"desde donde" habla y se sitúa cuando habla. Pero también es reflejo
de una actitud frente al conocimiento que asume que los hechos no hay que
afrontarlos como principios inamovibles, sino como puntos de anclaje para
seguir aprendiendo.
Hace pocos días escribía con una maestra de primaria, el desarrollo un
proyecto de trabajo en torno a la pregunta ¿por qué los pintores pintan de
maneras diferentes?'. Al final, los alumnos de la clase de cinco años, llegaron
a formular: Ante un cuadro vemos cosas diferentes porque somos diferentes. Hay
que respetar la palabra de los otros. Quizás esta puede ser una de las maneras
para, desde la función social que representa la escuela, facilitar ese
intercambio, que incide en una manera diferente de presentar e interpretar la
realidad. Pero esta manera no es única, sino que está mediada por la Cultura.
El aula como lugar en el que se aprende a compartir significados.
Y un docente, necesita "manejar" una noción de Cultura, para
interpretar los intercambios que se producen en su clase, y para facilitar a
los alumnos la organización e interpretación de los conocimientos. En
cualquier libro de Antropología pueden encontrarse definiciones de Cultura.
Pero no todas son igualmente válidas para la argumentación que trato de sostener.
Geertz (1989), en un libro que creo de interés para
la formación como personas cultas de los enseñantes, dice que "la Cultura
tiene un sentido, las raíces del cual se encuentran
en la forma de realización biológica del hombre. Así como no se puede entender
el hombre de una forma biológicamente correcta sin su Cultura, tampoco puede
entenderse la Cultura del hombre si no es en el contexto más amplio de su
biología`. Desde esta interacción entre la Biología y la Cultura, ésta
configura el comportamiento que un individuo adquiere por el hecho de ser miembro
de una sociedad. Las creencias, las capacidades, las costumbres, los hábitos,
las maneras de actuar y de pensar compartidas por un grupo social determinan un
ambiente que existía antes que el individuo y le condiciona su forma de ser. A
este "ambiente" es lo que denominamos Cultura. En esta misma línea, y
siguiendo al mencionado Geertz, lo que llamamos
Cultura es la participa‑
ción de un
individuo en el sistema general de las formas simbólicas.
Y la escuela, la clase, es uno de los lugares donde los individuos
"adquieren" esas formas simbólicas. Desde este punto de vista, los
signos y los símbolos que se utilizan en la escuela, adquieren el papel de
vehículos del significado, y juegan un papel en la vida de la sociedad, que es
la que de hecho les "da vida". El significado es utilizado, o emerge,
a partir de su uso. Esto no supone un inductivismo,
pues no se necesita hacer un catálogo sino utilizar, en opinión de Geertzs el poder analítico de la teoría semiótica ( en una
tradición que incluye a autores como Peirce, Saussure, LéviStrauss o Goodman) no para afrontar los signos en abstracto, sino a
través de su investigación en su entorno natural, para conocer el mundo en el
cual los seres humanos miran, nombran, escuchan y hacen la Cultura.
Desde esta visión de la Cultura, cabe preguntarse ¿cómo se forma
nuestra visión de la realidad?, ¿cómo incide esta
visión en nuestras conductas cotidianas? Los acontecimientos que se producen
en nuestra vida diaria, las informaciones que nos llegan, los comentarios que
oímos, las conversaciones que mantenemos, las relaciones que establecemos con
los demás, suelen presentar un cierto grado de ambigüedad. Esta ambigüedad es
la que permite que cada persona se forme su propia opinión y elabore su
particular visión de la realidad. Pero esta elaboración de la realidad
personal no es meramente individual e idiosincrática.
Las inserciones del individuo en diversas categorías sociales y su adscripción
a distintos grupos constituyen fuentes de determinación que inciden con fuerza
en la elaboración individual de la realidad social, generando visiones
"compartidas" de dicha realidad e interpretaciones similares de los
acontecimientos. La clase se convierte entonces en un lugar privilegiado para
recoger estas visiones, situarlas e interpretarlas. Todo ello dentro de un
proceso que facilite a los alumnos, incluso a los más pequeños, estrategias de
búsqueda e indagación que favorezcan su proceso de autoconsciencia
(saber desde "donde" organizan sus miradas sobre la realidad o el
fenómeno objeto de estudio).
La identidad de las personas, por tanto, está influenciada por el
medio cultural en el que viven por el lugar que ocupan en el seno de una estructura
social y por las experiencias concretas a las que se enfrenta a diario. La
consecuencia de ello parece evidente: la realidad no es la misma para cada una
de las personas'. Detectar, ordenar e interpretar de maneras diferentes los
fenómenos que son objeto de estudio en la escuela, es una forma de dar sentido
a la experiencia culturalizadora que la clase
posibilita.
Para repensar la Cultura y aprender a ser cultos
Surge así una de las funciones actuales de la escuela: facilitar a los
alumnos recursos variados que les permitan conocer como ellos y ellas (y los
otros) construyen los significados con los que dan sentido a la realidad. Una
forma de conseguir este objetivo es orientando la enseñanza y el aprendizaje
hacia la comprensión del proceso mediante el cual los saberes disciplinares
son, transformados en materias escolares.
Esto supone una re‑definición de la función docente. Alfieri' señala que, lo que hoy se le pide es que contribuya
a la alfabetización cultural, entendida como un diálogo entre las experiencias
y los intereses ya presentes en el alumno, y el más amplio tejido de relaciones
de intercambio, en que consiste la Cultura. La escuela, es
ahora, sobre todo, el lugar
donde se aprende el oficio de "hombre culto". El maestro, por ello,
ha de ser un especialista en este oficio: ha de serlo para sí mismo y un
ejemplo para los alumnos. Este oficio consistiría en opinión de Alfieri en: (a) aprender a modelar y dar sentido a los
hechos de la realidad mediante la construcción de representaciones adecuadas de
la misma; (b) ajustando las múltiples ideas que circulen en el grupo clase con
las que llegan de la cultura consolidada.
Ambas operaciones suponen que el educador se transforme en un
conocedor curioso e interesado de las formas simbólicas que se
manifiestan en la Cultura. Pero también necesita, como el antropólogo que se
acerca a un poblado al que quiere "conocer", dotarse de estrategias
que le permitan interpretar la Cultura de sus alumnos y el mundo de conocimientos
que les es propio. Lo que sólo podrá hacer si recupera la ilusión por su
trabajo y replantea su propio formación personal para ser una persona
"culta" en el sentido apuntado por Torrente Ballester.
Todo lo cual no es posible sin un cambio de mirada, sobre sí mismo, sobre la
clase y las Culturas que le rodean. Sólo así la clase se convertirá en un lugar
en el que se posibilite una experiencia viva del conocimiento y donde se
aprende a valorarlo y cuestionarlo.