UNA ESCUELA PARA COMPRENDER Y ACTUAR EN LA SOCIEDAD POSTMODERNA
Angula Rasco, J. F.
Melero Zabal, M. A. **
Pérez Gómez, A. I. ***
Este denso, pero interesante artículo, analiza ampliamente las claves
de las sociedades postmodernas caracterizadas por un exacerbado individualismo
y nihilismo político, cultural y social como consecuencia del predominio de la
apariencia de las formas y el auge de valores como la eficacia, el egoísmo, la
desidia,... Sin olvidar el importante papel desempeñado por unos medios de
comunicación, especialmente la televisión, que conforman el esqueleto
ideológico de esta sociedad al presentar una realidad inconexa y episódica,
descaradamente manipulada y saturada de estímulos sensoriales, que acaban
configurando en amplias capas de la población una concepción fragmentada,
discontinua y desorganizada de la realidad.
La revisión crítica, y colectiva, de las distintas concepciones y
tópicos adquiridos por las jóvenes generaciones a lo largo de su vida es la
alternativa propuesta por los autores de este trabajo como vía de reconstruir
y recrear la cultura. El diálogo, el consenso, la libre participación, la
modificación de las condiciones en los que se desarrolla la escolarización,...
son algunos requisitos indispensables para construir una escuela para la comprensión.
“No es la agilidad, ni la potencia, ni la rapidez de nuestras
facultades mentales lo que nos define, sino el modo como configuramos con ello
nuestra libertad. La creación de la propia subjetividad y del mundo que la
acompaña es la gran tarea de la inteligencia.” (Marina J.A. 1993, p.22 7).
“...ni maestros ni alumnos quieren “arriesgarse a la comprensión”; más
bien, se contentan con “compromisos de respuesta correcta” más seguros. Bajo
tales compromisos, ambos ‑maestros y estudiantes‑ consideran que la
educación es un éxito si los alumnos son capaces de proporcionar respuestas que
se han sancionado previamente como correctas. Ciertamente, a largo plazo, tal
compromiso no es muy feliz, ya que no se pueden producir compromisos genuinos
mientras se acepten realizaciones ritualizadas, repetitivas o convencionalizadas.” (Gadner,
1994 p.155).
Introducción.
Enfrentarse a un concepto
y, específicamente, cuando a su vez dicho concepto, parece que designa el
proceso y el objeto, como es el caso del de «comprensión», no está exento de
ciertos riesgos; especialmente en un ambiente tan dado como el nuestro a la
pereza y a la vanidad intelectual. Uno de estos riesgos y, probablemente el más
novedoso, se encuentra en lo que podemos denominar mananización
conceptual.
Cuenta Marcel Mauss (I 971), el gran antropólogo francés, que la idea de mana,
es una palabra común a todas las lenguas de Melanesia, pero se la encuentra en
el nombre de orenda entre los hurones,
en la noción de manitu de los algonquinos, en
la palabra pokunt de los shoshones, en las de mahopa y xube de los sioux, en el término
naual de México y América Central; e incluso,
puede detectarse su sentido en el término griego de physis
y a la idea de lo “sagrado”.
Como “concepto” mana es
una idea turbia y vaga, pero, a la vez, concreta, es lo que aporta valor
mágico y religioso a las cosas y a las personas (que las poseen y utilizan), es
tanto una cualidad, como una sustancia y una actividad; es un lugar, la acción
“espiritual a distancia” entre “seres simpáticos”. En realidad, y pese a su
carácter inefable, mana es la expresión o atributo de poder y cualidad mágica.
Pero lo que no pudo
prever Marcel Mauss, es la fuerza ritual que han
adquirido ciertos términos seculares, no religiosos, que han alcanzado respetabilidad
científica o ideológica, o bien son aspirantes a la misma. El mana, o mejor,
los mana a los que nos referimos, provienen de nuevos espacios
discursivos. Estos mana, que suelen, incluso, presentarse juntos conformando
una especie de jaculatoria laica, expresan la fuerza del rito, conjugan un
poder discursivo y académico, ante el que el desposeído, el extraño, el
receptor, el «outsider», no puede aspirar a otra cosa que a su aceptación
irreflexiva, al uso indiscriminado, y una especie de nominalismo forzado.
Sin embargo, y al
contrario que con el mana antropológico y cultural, este mana académico posee
cualidades propias, además de, como decíamos, su origen secular. En general,
los mana académicos, son, en la mayoría de los casos, mudables y temporales,
cambian según cambian las modas e intereses (es el signo de los tiempos); pero,
en particular, estos cambios y estas mutaciones, se producen sólo en la
terminología aunque no en las actividades, en las acciones sociales, en las
concepciones, en los enfoques y en las prácticas. En realidad, sirven
para distinguir a quien los usa profusamente en su terminología, aunque
no suelen, esta no es su misión, estimular el pensamiento; son válidos para
medrar en la académica, pero no para reconsiderar los modos de entender y
actuar; actualizan la jerga, pero sostienen el empobrecimiento conceptual. Y
todas estas características los convierten en términos óptimos en el terreno de
la simbología política, por cuanto, su poder ritual parece invocar y recurrir a
los arcanos ideológicos o a los deseos simbólicos de los receptores; relegitimando no sólo prácticas antiguas y obsoletas; sino
la inactividad misma y las viejas rutinas. Por ello, la mananización
de los conceptos se ha convertido en una de las estrategias más efectivas de
convocatoria, de aceptación irreflexiva y de convencimiento político. Aquí, no
importa que la realidad desmienta y las medidas administrativas desvirtúen a
los conceptos; de lo que se trata es de, conformando una retórica, doblegar
voluntades, paralizar iniciativas y sustituir al pensamiento.
Lamentablemente el
discurso educativo ha sufrido esta mananización,
especialmente acentuada desde los años ochenta; es decir, desde que se pasa de
utilizar un discurso educativo mezcla entre lo personalizado y religioso y lo
tecnológico, a emplear otro mucho más acorde con las nuevas tendencias y las
modas recién llegadas. En este sentido resulta difícil no aceptar que los de
“constructivismo”, “investigación‑acción”, “reflexión”, “colegialidad”,
“colaboración”, “emancipación”, (teoría) “crítica”, son buenos exponentes de
dicho proceso. Grupo, al que tendremos que sumar el que aquí nos ocupa.
Para no caer en la mananización, lo que se requiere es, cuando menos, realizar
un esfuerzo intelectual. Esto supone, al menos, adentrarse en las posibilidades
que las disciplinas y las teorías han apuntado en la utilización de los
conceptos, señalar los contextos sociales en los que incide, explicitar lo
que nos permite entender y, por supuesto, atisbar las prácticas educativas a
las que da lugar, o, en todo caso legitima. Se trata, pues, de considerar que
la definición no es, necesariamente, el significado de un concepto, y de que
dicho significado, no puede desprenderse o separarse de sus implicaciones
teóricas y pragmáticas.
Acercamiento al Concepto de Comprensión.
El concepto de compresión,
y siempre conectado con el de interpretación, ha sido contrapuesto en
epistemología al de explicación. Basta con recordar las polémicas entabladas
desde los círculos positivistas en sociología, para quienes la comprensión, no
era más que una especie de mística empatía, inutilizable como modus operandi racional
para el conocimiento del mundo social.
Conocer la realidad, afirmaba un mayoritario sector de la sociología y la epistemología, suponía desarrollar construcciones científicas que podrían ser consideradas teorías válidas en la medida en que presentasen explicaciones en un sentido lógico, es decir, por “subsunción de un enunciado singular bajo un enunciado general” (Bunge 1980, pág. 60). El Modelo de cobertura legal, introducido por Hempel y Oppenheim” se convirtió desde los años cuarenta en el modelo clásico de explicación. No podemos desgranar en estas páginas todas las características y condiciones (lógicas y empíricas) que se aportaron. Baste con tener en cuenta que este es un modelo deductivo, según el cual leyes (o generalizaciones causales, o enunciados legaliformes) junto con condiciones iniciales, tendrían que asegurar la extracción deductiva de los sucesos o de los enunciados que describen los sucesos.
Sin embargo, las críticas
a este, en principio, “potente modelo”, no se hicieron esperar demasiado. Entre
ellas destacan para el tema que estamos tratando, las que señalan que la
“explicación” es una noción contextual. La completud
o corrección de una explicación ‑planteó Scriven
(1959),les una noción sin significado excepto en un contexto dado desde el
cual puede ser inferida y en el que los hechos requeridos son conocidos”. Pero
por ser contextual, la explicación no se “resuelve” en la sintáctica, sino en
la pragmática. Es más, si la validez de una explicación y la explicación
misma, dependen del contexto en el que se formulan, es lícito conceder que no
existe una sola forma explicativa, sino que en realidad tenemos a nuestra
disposición una amplia familia de tipos explicativos.
Con esta crítica, se
reconocía indirectamente que explicar el mundo es, en definitiva, comprenderlo,
y comprender exige la interpretación desde contextos teóricos y personales,
contextos que se modifican históricamente y que se enriquecen en la medida en
que influyen otros contextos paralelos. Aceptar un único modelo único de
explicación, es obliterar la presencia de formas distintas de comprensión
ancladas en disciplinas y relacionadas con la cambiante textura de los objetos
de conocimiento.
Por lo tanto se aceptó,
aunque con cierta renuncia, que la comprensión, como proceso, era el terreno
básico y previo a cualquier iniciativa de explicación del mundo, que los datos
no hablaban por sí mismos y que las teorías, o los prejuicios conceptuales,
son normalmente los marcos desde los que todos ‑expertos y legos‑
entendemos lo que nos rodea. El modelo de cobertura legal, la explicación
causal y estadística, no son más que unas formas entre las posibles; la verdad
no estaba en la uniformidad estandarizada del procedimiento, sino que depende
de la textura epistemológica del ámbito que queremos conocer y entender, de la
fuerza de los argumentos y las evidencias, y de la voluntad de crítica y de
deliberación pública, que como conocedores, estamos dispuestos a
aceptar y apoyar.
Sin embargo, esta aceptación tardía no ha ido ciertamente tan lejos como lo pretendido por la hermenéutica contemporánea; para la cual, la comprensión invoca inevitablemente una posición ontológica, y no meramente epistemológica. Como sabemos, en la hermenéutica el texto se configura como el lugar en donde el símbolo emerge, siendo el trabajo hermenéutico, la labor de rescatar el sentido, de apropiarse del significado disfrazado tras lo aparente, tras la superficie, tras la sintaxis (Ricoeur 1965).
A esta posición básica Gadamer (1977) añadirá que la hermenéutica no apunta
exclusivamente a los textos escritos, sino a contextos vividos. De tal manera
que, interpretándolos, hacemos explícita, pública nuestra compresión de su
sentido, de sus significados, de sus repercusiones.. La comprensión pues, y comprender
(«verstehen»), es parte esencial de la existencia
y del reconocimiento subjetivo; nos asegura nuestra “ontología humana”. La
labor hermenéutica, más allá del texto, es un trabajo propiamente humano,
enraizado en su humanidad mundana, realizada constantemente, hacia sus
semejantes y hacia las cosas: “El modo como nos experimentamos unos a otros, y
como experimentamos las tradiciones históricas y las condiciones naturales de
nuestra existencia y nuestro mundo, forma un auténtico universo hermenéutico
con respecto al cual nosotros no estamos encerrados entre barreras insuperables
sino abiertos a él”. Somos, pues, porque vivimos comprendiendo e interpretando
el mundo.
Conocer una cultura,
conocer la acción social, es, a su manera comprender un “juego de lenguaje”,
es decir, comprender una forma de vida. Y ello supone acceder por la interpretación
y el diálogo hermenéutico a un mundo de significados y prácticas. La
hermenéutica social es, pues, una conversación, al menos en razón de que
nuestra comprensión requiere la comprensión de la comprensión del otro.
Tal como Wax (1971) planteó, la comprensión es un
fenómeno social, un acontecimiento de significados compartidos, negociados y
construidos.
Para avanzar en la
clarificación del concepto de comprensión es necesario también que nos
adentremos en los ámbitos de la psicología cognitiva, pues ha sido este enfoque
el que a través de su insistencia en el análisis de los procesos mentales que
generan la conducta humana, ha vuelto a redescubrir la importancia de los procesos
de comprensión.
En realidad, podría
afirmarse que las distintas y múltiples concepciones que de la cognición humana
han ido apareciendo, no son más que versiones o modos de acceder al proceso
mismo de comprensión. Por ejemplo, la búsqueda de la estructura de la memoria a
partir de la cual los humanos organizamos y almacenamos nuestro conocimiento,
no es más que la aceptación de que los individuos adquieren y elaboran
representaciones cognitivas internas, o estructuras de conocimiento, con las
que representan el mundo, y lo comprenden interpretándolo.
Han sido dos escuelas
cognitivas las que han llegado más lejos en sus planteamientos. Nos referimos
al constructivismo radical y al aprendizaje situado. Según el primero, el conocimiento
es el resultado de la actividad del conocedor más que de su recepción pasiva
de información o instrucción. Lo que quiere decir, ni más ni menos, que los
individuos interpretan activamente e imponen significados, utilizando las
“lentes de sus estructuras cognitivas”, en un esfuerzo de dar sentido al mundo
(Putman et al. 1990). Lo que ha llevado a plantear,
incluso, que el conocimiento matemático es exclusivamente una construcción
cognitiva de los individuos, por lo que “no existe una realidad matemática
fuera para ser descubierta o aprendida”; la realidad matemática es, ella misma
una construcción del sujeto que conoce, del conocedor. La comprensión
es aquí, como en la hermenéutica, una construcción, una recreación del mundo.
Por otro lado, los
defensores de la cognición situada (o aprendizaje situado) plantean que la
cognición no es tanto la manipulación de símbolos y representaciones
cognitivas, como una interacción entre objetos, estructuras y situaciones
sociales; “el conocimiento y el pensamiento están inextricablemente
entrelazados con las situaciones sociales y físicas en las que ocurren” (Putman, Lampert y Peterson 1990, pág. 93); o como
afirman Brown et al. (1989), todo conocimiento es un
producto de la actividad y de las situaciones en las que se produce. Por ello,
los conceptos evolucionan continuamente en cada ocasión en la que son usados,
porque “las nuevas situaciones, negociaciones y actividades inevitablemente lo
reconstituyen según nuevas y más densas texturas”. Si para el constructivismo
radical, la comprensión implicaba la construcción activa y la formulación de un
consenso sobre el mundo, para la cognición situada, la comprensión está
relacionada con la riqueza y la diversidad de los espacios y experiencias
prácticas en las que la interacción y el diálogo social son una pieza clave.
Por último quisiéramos
introducir la teoría de la inteligencia creadora que ha desarrollado con tanto
acierto J.A. Marina, por cuanto integra en dicho
planteamiento exigencias formales y sustantivas de inestimable riqueza para
comprender y facilitar la intervención educativa. En su opinión, “La
inteligencia es la capacidad de resolver ecuaciones diferenciales, desde
luego, pero ante todo es la aptitud para organizar los comportamientos,
descubrir valores, inventar proyectos, mantenerlos, ser capaz de liberarse del
determinismo de la situación, solucionar problemas, plantearlos ...
Inteligencia es saber pensar, pero , también, tener ganas o valor para ponerse
a ello. Consiste en dirigir nuestra actividad mental para ajustarse a la realidad
y para desbordarla (Marina 1993, p. I 7).
Lejos del planteamiento de la mayoría de los psicólogos cognitivistas que mantienen una concepción instrumental de la inteligencia como la capacidad de adecuar medios a fines, que excluye funciones prioritarias, como la de crear información e inventar los propios fines Marina, continuando la tradición de Vigotsky, Bruner, Scribner, Werch, vincula la inteligencia al desarrollo de la subjetividad creadora, la capacidad del individuo para crear y seleccionar la información, orientar su actividad y elegir sus propias metas, entender la realidad pero desbordarla, ampliando constantemente el mundo de las posibilidades todavía no explotadas. El individuo humano puede utilizar la inteligencia como mero registro reproductor de la realidad o como instrumento generador de nuevos ámbitos, de nuevas orientaciones y de nuevas posibilidades sobre la base del conocimiento de la realidad y sus potencialidades.
La inteligencia humana es
para Marina una inteligencia computacional que se autodetermina en
función de criterios que puede conocer, explicitar, debatir, consensuar y transformar. La inteligencia será racional
cuando el individuo somete sus criterios de comprensión y de actuación al
contraste de las evidencias en las que se sustentan, al escrutinio público, a
la argumentación compartida, cuando admite la posibilidad de establecer
plataformas universales de entendimiento, debate y consenso. Es un permanente
movimiento de ida y vuelta entre los criterios subjetivos elaborados en la
propia biografía experiencial y los criterios
públicos debatidos, contrastados, reformulados y aplicados en la cultura de la
colectividad. “La razón y la subjetividad libre son dos de los objetivos más
dignos y definitorios de la inteligencia humana . ... Solo la inteligencia
racional puede afirmar la dignidad, porque descubre y valora las evidencias
ajenas, el derecho de los demás a ser respetados y escuchados... Esto aclara la
espléndida afirmación de Platón: el “misólogo” es
siempre un “misántropo”. El odiador de la razón es
siempre un odiador de los hombres (Marina, 1993, p.
234).
Por otra parte, en este movimiento permanente de interacción entre las construcciones simbólicas de la colectividad y las propias elaboraciones, el desarrollo de la capacidad de autodeterminación requiere un proceso de distanciamiento, de devaluación de la realidad, de ingeniosa desmitificación y deconstrucción de los complejos andamiajes que sostienen una determinada manera de conformar las relaciones con la naturaleza con los congéneres y consigo mismo. La proliferación de alternativas, ocurrencias, posibilidades, el distanciamiento estratégico de la realidad que conforma el contexto de desarrollo del individuo y su subjetividad es imprescindible para alumbrar espacios originales, alternativas a la realidad tan solidamente constituida que aún siendo una construcción social e históricamente contingente, aparece al individuo como necesaria y natural. Es sin duda en la sátira donde aparece con mayor nitidez el doble efecto del ingenio: devaluar la realidad y fortalecer el yo. (Marina, 92, p.97). “Dicen que hay que adaptarse a “el mundo en que vivimos; como si lo que así designan fuese un producto exógeno y no la consecuencia de otras adaptaciones anteriores y como si sus pretenciosos, o más bien pretendidos, cambios no fuesen tanto causa como efecto de tan perseverante afán de adaptación” (Sánchez Ferlosio, 1995).
Este mismo proceso de distanciamiento crítico a través de la ironía, la sátira, la parodia o la rebeldía intelectual, aun siendo la condición de desarrollo de la inteligencia creadora que
se autodetermina no está exento de contradicciones y paradojas.
Cuestionar la realidad, distanciarse de ella y devaluarla supone en alguna
medida cuestionar y devaluar los propios cimientos de nuestro endeble edificio
subjetivo. El ser humano es un amasijo de interacciones culturales organizadas
de manera singular en cada individuo. Cuestionar los fundamentos de las redes
de significados que la colectividad ha construido a la largo de la historia y
que hoy se manifiestan como escenario y entorno real que rige los intercambios
y la convivencia es afrontar el riesgo de la desnudez, la amenaza el vacío, el
sin sentido de la propia devaluación.
Salir de la paradoja
pragmática que envuelve el desarrollo de la subjetividad, entre la
reproducción socializadora y la recreación distanciada, supone para Marina el
reto del compromiso, la superación del mero estadio comprensivo e ingenioso
de la inteligencia, para adoptar decisiones y actitudes experimentales y
fundamentadas. La inteligencia cuando crea no se limita a comprender o a
distanciarse críticamente de lo ya construido, de las formaciones reales,
también selecciona y configura su propia experimental y provisional opción,
apoyada en el contraste, en el debate, en el diálogo intersubjetivo
y con la naturaleza, pero en definitiva una opción singular, la concreción de
un compromiso particular. La comprensión es la virtud democrática y social
por excelencia, lo anómalo está en querer hacerla también el máximo valor
filosófico, porque parece evidente que la comprensión es un paso necesario,
pero inicial, para saber si una idea es verdadera o mundanal, para contrastar
y seleccionar en función de la fuerza de las evidencias contrastadas (Marina,
239).
Por otra parte, como afirma Gadner (1994) el desarrollo de la psicología práctica como psicometría, de la orientación psicopedagógica como diagnóstico general de la inteligencia a partir de los test, y la sería y persuasiva argumentación de Piaget y la escuela de Ginebra a favor de la concepción de la inteligencia como conjunto unitario de estructuras mentales fácilmente transferibles por su consideración formal ha conducido a una versión mas peligrosa y simplificada apoyada en dos supuestos básicos: la concepción unitaria de la cognición humana y la convicción de que el hombre puede ser básicamente descrito en función de su inteligencia como dimensión única y unitaria. Parece mucho más enriquecedor desde el punto de vista educativo a la vez que refleja más adecuadamente el funcionamiento intelectual de los individuos, admitir la existencia de múltiples y diversificadas formas de codificar la realidad. Las formas en que se expresa la cultura y que constituyen el escenario del desarrollo individual son también claramente múltiples y plurales.
“En mi opinión, todos los seres humanos normales desarrollan por lo menos estas siete formas de inteligencia en un grado mayor o menor..., somos una especie que ha evolucionado hasta pensar en el lenguaje, a conceptualizar en términos espaciales, a analizar de modo musical, a computar mediante instrumentos matemáticos y lógicos, a resolver problemas utilizando todo nuestro cuerpo y parte de nuestro cuerpo a comprender a otros individuos y a nosotros mismos (Gadner, 1994, p. 91).
Como veremos más adelante
la concepción de las inteligencias múltiples es de extraordinaria importancia
en la configuración de una escuela para facilitar y fortalecer la comprensión
y la autodeterminación en la acción, al favorecer y legitimar la diversidad en
el desarrollo.
Factores y tendencias de socialización en la condición postmoderna.
Puesto que la actividad
intelectual del ciudadano que se orienta a la comprensión e intervención en su entorno
no es un frío juego de lógicas formales, sino cálido y comprometido ejercicio
de intercambio reflexivo con las peculiaridades que configuran la realidad
económica, social y política de su contexto debe identificarse la especificidad
de dicho ejercicio en cada época, por lo que nos parece ineludible presentar
brevemente las características que definen el marco económico y social donde
tienen lugar estos procesos de intercambio socializador. Las formas
individuales y grupales de comprender vienen en gran medida condicionadas por
los sistemas explicativos que cada época y sociedad ponen legitiman como
dominantes e incluso “necesarios”.
‑El marco social y económico de los procesos de socialización.
Tres características
básicas, definen a nuestro entender, las condiciones de la sociedad
postmoderna: Su configuración política como democracias formales, como estados
de derecho constitucionalmente regulados; el imperio de las leyes del libre
mercado como estructura reguladora de los intercambios en la producción, distribución
y consumo; la avasalladora omnipresencia de los medios de comunicación de masas
potenciados por el desarrollo tecnológico de la electrónica y sus aplicaciones
telemáticas.
Estas tres
características se presentan combinadas de una manera particular en las
sociedades llamadas occidentales al final del siglo XX. Se ha pretendido
reforzar las fuerzas del mercado, libres de la mano visible del estado,
devolviendo a la iniciativa privada lo que, supuestamente, se le había
sustraído, potenciando las denominadas políticas neoliberales. Por su
relevancia, quisiéramos hacer hincapié en dos efectos importantes derivados de
la implantación de tales políticas económicas, mezcla entre economía
monetarista y economía de oferta que refuerza los lemas de “privatización”,
“estado ligero”, “desregulación”, “productividad sin excedentes” y que vienen
a sustituir a los que el Estado de bienestar había anteriormente legitimado,
ahora ya obsoletos.
En primer lugar, la
sobreestimación del mercado que está suponiendo, en la mayoría de los casos, el
desmantelamiento del Estado de Bienestar promoviendo la desregulación y
liberalización de la contratación laboral así como la privatización de los
servicios típicamente asistenciales que, representaban y actualizaban el marco
ideológico del bienestar (i.e. sanidad, pensiones, etc.).
En segundo lugar, cabe
destacar las “innovaciones” extendidas en la organización de la producción y
en la organización empresarial. En este terreno, principalmente, estamos
siendo testigos de la sustitución del fordismo
y la introducción, modificada, según condiciones particulares de producción,
de lo que en la sociología del trabajo se denomina toyotismo
o burocracia flexible. (Angulo, 1993)
La así llamada
organización postmoderna, ha renunciado a su tamaño exagerado, a la
centralización y control de los procesos y a los límites definidos y
homogéneos. Podríamos afirmar que las organizaciones en general, tanto las
empresas como las instituciones, están transitando desde la insistencia en el
control y centralización de procesos de gestión y producción, al control de
objetivos, resultados y valores y a la desregulación, consecuente, de procesos
y medios para conseguirlos. Asimilar el actual espíritu empresarial en las
instituciones públicas supone también controlar el timón, dejando que
sean otros los que remen (Osborne y Glaeber, 1994).
Con ello se espera reducir costos, animar a la competitividad y fomentar la iniciativa tanto en las organizaciones públicas y en las comunidades sujeto de los servicios, como en las organizaciones privadas que asumen las prestaciones disponibles.
Por otra parte, el uso
sostenido en el lenguaje político y en los responsables de la administración
del vocablo “cliente” implica un cambio de mentalidad mucho más trascendente
del que podamos imaginar. Si la idea de ciudadano ha estado íntimamente ligada
a la democracia y al surgimiento del espacio público, del que históricamente,
el estado‑nación ha sido su representante; la pérdida de dicho espacio,
su disolución por el empuje y realización de las nuevas tendencias, puede
cambiar incluso los términos mismo del “contrato social” con y entre los
individuos. Podemos estar asistiendo a la transformación de la aceptación de
derechos y obligaciones con y de los ciudadanos en razón de su estatus como
ciudadanos, a la aceptación de derechos y obligaciones en razón de su acceso al
mercado, es decir, a la compra y venta de servicios por quien puede, el
cliente, comprarlos a quien los vende.
Por otra parte, como
afirma Giddens, (1994) el desanclaje,
en cualquiera de sus formas, la separación tiempo/espacial y la reflexividad han propiciado una considerable pérdida del
sentido de lo local, que en ocasiones se está extendiendo a una paulatina
ruptura de las fronteras culturales, políticas, y a la postre económicas. No
sólo vivimos en una economía mundial, algo ya estudiado por Wallerstein,
sino que las decisiones económicas nacionales han de conjugarse con el mapa
económico supranacional en el que los capitales financieros circulan hasta el
momento sin control, por las redes de los mercados especulativos y bancarios;
y en que las decisiones en política económica e industrial se ven limitadas
por las decisiones en otros puntos del planeta. Esta dependencia, a su vez,
acerca a las naciones y a los individuos en tanto las fronteras culturales se
abren creando vínculos culturales no locales o imponiendo formas
estandarizadas, potencialmente sostenidas por el intercambio y la dependencia
económica.
‑Valores y tendencias que presiden los procesos de
socialización.
Es evidente que en las
últimas décadas vivimos una inevitable sensación de crisis interna y externa
de la configuración moderna de los valores que han legitimado, al menos teóricamente,
la vida social. La cultura científica y el modelo de racionalidad que ha
regido en la sociedad occidental se desvanece. La modernidad, la idea de
progreso lineal e indefinido, la productividad racionalista, la concepción
positivista, la tendencia etnocéntrica y colonial a imponer el modelo de verdad,
bondad y belleza propio de occidente, como el modelo superior y la concepción
homogénea del desarrollo humano que discrimina y desprecia las diferencias de
raza, sexo y cultura..., se desmorona ante las evidencias de la historia de la
humanidad en el siglo XX y ante la crítica postmoderna que cuestionan la idea
de progreso lineal e ilimitado, afirmando la relatividad del conocimiento
humano, el respeto a la identidad diferencial de las culturas, el valor de otras
formas de racionalidad, de otros modos de valorar, vivir, conocer y hacer (Lyotard, 1989; Lipovetsky, 1991;
Boudrillard, 1987, 1991).
De forma breve y
esquemática vamos a recorrer los principales valores y tendencias que de forma
sutil, ambigua y anónima se derivan de aquel marco socioeconómico anteriormente
indicado y se imponen en los procesos de socialización de las nuevas
generaciones:
‑Individualización
y debilitamiento de la autoridad. La individualización denota la
importancia de la “elección personal” y de la independencia de la tradición y
de las instituciones sociales tradicionales e, incluso, modernas.
Independencia que si por un lado lleva a la secularización “religiosa” de los
individuos (pérdida de la autoridad de la iglesia), por otro, lleva a una especie
de secularización política, es decir, pérdida de seguridad y confianza sobre
las instituciones políticas, el estado de bienestar y los partidos,
transformada en desideologización general de la sociedad. Parece, como si tras
la necesidad de protección, por parte de un estado estructurador
de la colectividad y “educador” de los individuos, el mercado, como necesidad
social, haya resurgido de nuevo apoyándose y apoyando la orientación social del
utilitarismo como componente sustancial de la individualidad.
‑ Como consecuencia
del ensalzamiento de la individualización se produce la mitificación del
placer y la pulsión como criterios incuestionables de comportamiento. La
individualización expresiva, se refleja claramente en la importancia recobrada
por las capacidades expresivas del yo individual, que tanto apuntan a un
cierto romanticismo y emotivismo, como, también, a
una amenazadora tendencia al hedonismo. Un hedonismo reflejado para D. Bell en “la idea de placer como modo de vida” y la
“satisfacción del impulso como modo de conducta”, que conforman actualmente la imago cultural, de nuestras sociedades avanzadas
y post‑modernas. Las “restricciones puritanas y la ética protestante”,
que tanto coadyuvaron al desarrollo capitalista, han sido relegadas y
apartadas como formas culturales de vida, lo que, para dicho autor, supone una
quiebra cultural sin precedentes en y para el capitalismo. El mercado, resituado en una economía de oferta, encuentra en las
nuevas necesidades emotivas el terreno apropiado para su expansión. La
satisfacción de la emotividad se troca en consumismo:
consumo de servicios, de bienes, de estéticas y de estatus.
Como afirma Marina esta
tendencia conduce a una inevitable paradoja pragmática: solo es libre la
acción espontánea, pero la espontaneidad es mera pulsión... Lo mas peculiar de
nuestro tiempo es ese baile de significados que ha conducido a una insoluble
paradoja pragmática. El instinto se ha convertido en el reino de la libertad,
y la voluntad en el terreno de la coacción, con lo que la vida moral bascula
de lado de lo involuntario, instintivo, automático, mientras que la reflexión
aparece como una impostura ...No obstante, al actuar naturalmente,
espontáneamente, el sujeto es solo agente de su vida. Al actuar voluntariamente,
es también autor, (1992, p. 211)
‑Importancia trascendental que ha adquirido la información como fuente de riqueza y poder, pero además como fuente de socialización. En especial, la enorme impronta simbólica entrelazada con los nuevos soportes informáticos y audiovisuales, ha permitido que como información, es decir en tanto acumulación y organización, la cultura parezca al alcance de cualquiera. Su distribución (limitada a los beneficios comerciales) la ha hecho accesible y cercana, en lo que puede suponer, a la vez, tanto la pérdida de identidad por cuanto las experiencias, los modos de vida quedan traspasados unos con otros, como el apoyo a la individualización cultural”. La consecuencia más visibles que el acceso a la información no está actualmente equitativamente repartido, como tampoco lo está el acceso igualitario a la capacidad intelectual para interpretar dicha información.
‑Desconfianza en el
desarrollo científico‑técnico, que en una acepción
menos fuerte puede ser denominado como pérdida de credibilidad de la
certidumbre científica. Por un lado, la reflexividad
apoyada en los desarrollos simbólicos y expertos, acelera la velocidad con la
que unas “convicciones científicas” son sustituidas por otras. Por otro lado,
las consecuencias de la reflexividad acelerada parecen
actualmente mucho más definitivas que nunca: la amenaza de confrontación o de
desajuste de los sistemas nucleares, las nuevas enfermedades (que se suman a
las históricas no resueltas) y los nuevos materiales de desecho, el efecto
invernadero y, en general, el deterioro ecológico del planeta, suscitan la
preocupación de los individuos porque se ha incrementando inexorablemente la
fragilidad de la vida y la incertidumbre del futuro.
‑ La paradójica
promoción simultanea del individualismo exacerbado y del conformismo social. La sociedad,
en consonancia con los influjos de los poderosos medios de comunicación,
reflejan a la vez que estimulan la paradójica aceptación y promoción conjunta
del individualismo y el conformismo social. El conformismo social debe
alimentarse como garantía de permanencia del marco genérico de convivencia: las
democracias formales que arropan un sistema de producción y distribución
regido por la ley del libre mercado. Dentro de tan incuestionable y apetecible
paraguas se legitima la ley de la selva, la competitividad mas exacerbada que
mediante la lucha individual por la existencia se supone que sitúa a cada uno
en el lugar que le corresponde por sus capacidades y esfuerzos.
‑ La obsesión por
la eficacia como objetivo prioritario en la vida social y en la
práctica educativa, que aparece ante la comunidad como sinónimo de calidad. Se
acepta con toda naturalidad que cualquier actividad humana debe regirse por
los patrones de economía, rapidez y seguridad en la consecución eficaz de los
objetivos previstos. Por otra parte, es necesario considerar que en el
vertiginoso desarrollo de las perversiones más indeseables de la lógica del
mercado, la obsesión por la eficacia se desliga incluso de la calidad de los
resultados primando de manera indiscutible la rentabilidad sobre la
productividad. (Gil Calvo, 1994). La especulación financiera, la destrucción de
productos agrícolas, la corrupción..., son claros ejemplos de la extensión y
legitimación social de esta perniciosa característica. Será necesario cuestionar
esta tendencia de la cultura actual de la sociedad de modo que aparezca la
posibilidad de pensar que la calidad humana (Pérez Gómez 1990, Carr, 1990) no reside sólo en la eficacia y economía con la
que se consiguen los resultados previstos, sino en el valor antropológico y
ético de los procesos.
‑La concepción ahistórica de la realidad y del conocimiento. Para la
mayoría de los ciudadanos/as la concepción de la ciencia y del conocimiento
válido sigue los patrones de la perspectiva positivista. Por otra parte, parece
evidente que la reificación de las formas actuales
de la existencia individual y social se convierte en otra característica
de la cultura social que obstaculiza el desarrollo de la comprensión.
Amparados en la poderosa y tacita ideología dominante en las sociedades
actuales, que induce la idea de que las manifestaciones concretas de la
realidad contemporánea en sus dimensiones económica, social, política e incluso
cultural, no solo son las más adecuadas, sino que se convierten en inevitables
e insustituibles, se difunde una concepción inmovilista de la realidad social,
concediendo carácter de naturaleza a las manifestaciones contingentes de la
configuración histórica actual. Se pierde el sentido histórico de la
construcción social de la realidad, y se ignora la dialéctica del desarrollo
humano entre lo real y lo posible.
‑ La primacía de la
cultura de la apariencia. Parece obvio que en la cultura de la imagen que se
impone en las sociedades occidentales postindustriales,
es imparable la ascensión de la primacía de la apariencia, el poder de lo
efímero y cambiante, la dictadura del diseño, de las formas, de la sintaxis a
costa de la comunicación abierta de significados, ideas, argumentos, discursos.
El aspecto más grave de estos influjos es que al camuflar los contenidos de los
mensajes en el bosque lujoso y atractivo de las formas y apariencias externas,
difícilmente los individuos pueden incorporar racional y críticamente los
componentes de la ideología social dominante. Estrechamente vinculada a esta
tendencia se encuentra la concepción de la novedad, el cambio y la
originalidad como un valor permanente e incuestionable. Como afirma Marina (1992)
la originalidad y la novedad o la necesidad del cambio por el cambio conduce
inevitablemente a la rutina de la misma originalidad, a la banalidad de la
búsqueda.
Mención especial merece
en este análisis el abrumador poder de socialización que han adquirido los
medios de comunicación de masas, la revolución electrónica que preside los
últimos años del siglo XX parece abrir las ventanas de la historia a una nueva
forma de ciudad, de configuración del espacio y el tiempo, de las relaciones
económicas, sociales, políticas y culturales, en definitiva un nuevo tipo de
ciudadano con hábitos, intereses, formas de pensar y sentir, presidida por los
intercambios a distancia, por la supresión de las barreras temporales y las
fronteras espaciales. Cada individuo, a través de la pequeña pantalla puede
ponerse en comunicación, recorriendo las famosas autopistas de la
información, con los lugares más recónditos, las culturas más exóticas y
distantes, las mercancías mas extrañas, los objetos menos usuales en su medio
cercano, las ideas y creaciones intelectuales mas diferentes y novedosas. Se
abre un mundo insospechado de intercambios por la inmediatez en la transmisión
de informaciones. El hombre puede habitar ya en la Aldea Global (Echeverría,
1994). Un aspecto decisivo en esta nueva configuración ciudadana es que los
intercambios cara a cara, propios del ámbito público de las sociedades
clásicas, se sustituyen de modo importante por los intercambios mediatizados
por los medios electrónicos. Los medios de comunicación y, en particular, el
medio televisivo constituyen el esqueleto de la nueva sociedad. Todo lo que
tiene alguna relevancia ha de ocurrir en la televisión, ante la contemplación
pasiva de la mayoría de los ciudadanos. El habitante de la aldea global disfruta
la posibilidad de tener el mercado, el cine, el teatro, el espectáculo, el
gobierno, la iglesia, el arte, el sexo, la información, la ciencia en casa.
¿Para qué necesitará salir a la calle?
Por otra parte, el
intercambio cultural de ideas, costumbres, hábitos, sentimientos que facilita
la red universal de comunicación provoca la relativización
de las tradiciones locales, con sus instituciones y valores así como el
mestizaje físico, moral e intelectual. La riqueza y diversidad de ofertas y
planteamientos culturales que caracteriza la sociedad postmoderna a la vez que
puede liberar al individuo de las imposiciones locales desemboca, al menos
durante un periodo importante de tiempo, en la incertidumbre y la inseguridad
de los ciudadanos, que han perdido sus anclajes tradicionales sin alumbrar por
el momento las nuevas pautas de identidad individual y colectiva.
El objetivo actual será
detectar los efectos novedosos en el desarrollo del psiquismo de las nuevas
generaciones de su exposición a una forma de vivir y relacionarse mediada abrumadoramente
por la televisión y los medios de comunicación electrónica (videojuegos,
ordenador y autopistas de la información). Tanto por el volumen de tiempo que
dedican los ciudadanos a contemplar la televisión como por la calidad e
intensidad de su poder de sugestión y fascinación, la mayoría de los
investigadores concluyen que la televisión condiciona la organización del
espacio, del tiempo, de las relaciones intersubjetivas,
la naturaleza de los contenidos de la vida psíquica así como de los instrumentos
y códigos de percepción, expresión e intercambio de los individuos y de la
colectividad.
En España se calcula que
un alumno de EGB pasa en el aula unas 900 horas, y 1000 ante el televisor. En
EEUU un niño normal en el periodo que va desde la escuela elemental hasta
acabar el bachillerato habrá asistido a unas 11000 horas de clase y habrá
estado unas 25000 ante el televisor. En los hogares de EEUU el televisor
permanece encendido como promedio unas 7 horas diarias. (Erausquin,
1990). Puede afirmarse, en principio, que la televisión se ha convertido en el
marco, en el escenario que preside la mayoría de los acontecimientos del
individuo y de la colectividad. Los ciudadanos vivimos sumergidos en una especie
de iconosfera, una tupida compleja, sutil y fascinante
red de imágenes y sonidos que se han convertido en instrumento privilegiado de
formación de las conciencias, de transmisión de ideologías y valores.
Entre las tendencias más
destacadas que encontramos en el proceso de socialización inducido por la TV y
los medios de comunicación de masas vamos a destacar las siguientes.
‑El mito de la
objetividad y la manipulación inadvertida. Las características de
la representación audiovisual de la realidad, propia del medio televisivo,
apoyada fundamentalmente en estímulos visuales y auditivos, fáciles de
reconocer y descodificar confieren al medio un sentido de realidad, de
obviedad, de inmediatez y de objetividad que induce la asimilación acrítica e irreflexiva de los contenidos. No es fácil para
cualquier telespectador, fascinado por la riqueza gratificante del caudal de
sensaciones que recibe del televisor, descubrir y constatar que la
representación que se le ofrece es una construcción subjetiva, es un discurso
construido a partir de la asociación singular de fragmentos de la realidad
intencionadamente elegidos, presentados, secuenciados e integrados en función
de intereses subjetivos frecuentemente no explicitados. En realidad la cámara
es siempre subjetiva, porque responde a la mirada particular de quién mira,
selecciona y organiza la comunicación. Como afirma Ferrés
(1994) aparentemente en la imagen televisiva no hay mediación ni discurso,
porque no hay signos sino realidades. Esta ilusión de verosimilitud
incrementa, pues, la impresión de que la televisión es una tecnología neutra,
transparente, que se limita a reproducir la realidad tal como es.
‑La génesis y
difusión de estereotipos como herramientas de conocimiento. Otro de
los efectos importantes que se derivan del medio televisivo para la
configuración del conocimiento y las actitudes de los individuos es la proliferación
del uso de estereotipos para traducir la compleja y cambiante realidad en
categorías simples y manejables. Los estereotipos que genera y difunde el
discurso audiovisual de la televisión son prioritariamente de índole sensorial,
intuitivo y emocional por lo que se crean y se mantienen independientemente de
su fundamento racional, son más bien deudores una vez más de la hegemonía de
las apariencias, de los condicionamientos culturales derivados siempre de
determinados juegos de intereses y de la reproducción de lo existente. Así
podemos comprobar como se difunden y reproducen los estereotipos sociales sobre
las diferencias en función del sexo, la raza, las clases sociales, el origen
geográfico.
‑ El carácter
espectacular y trivial como exigencia del mercado. Cada día es más
evidente que el componente privilegiado de la televisión en cualquiera de sus
manifestaciones y programas es la publicidad. Lo propio de la televisión
actual es vender alguna cosa: ideas, valores o productos, y en consecuencia
venderse constantemente a sí misma para conseguir el máximo de audiencia. Todo
forma parte del gran ritual consumista. Las ideologías se convierten en espectáculo,
la realidad en ficción, el consumo en religión. La única coherencia del medio
es su lógica comercial.
Igualmente significativos
al respecto son los consejos que daba Robert MacNeil a partir de su éxito como editor ejecutivo y como
presentador de La hora de las noticias MacNeilLehrer:
“Que todo sea breve, que no se fuerce la atención de nadie, sino que se dé
estimulación constante con variedad, novedad, acción y movimiento. No detengáis
la atención en ningún concepto, personaje ni problema durante más de unos
cuantos segundos. Pequeño es mejor. Hay que evitar la complejidad. Los matices
no son necesarios. Los adjetivos estorban el mensaje simple. La estimulación
visual es sustituto del pensamiento, y la precisión verbal es un anacronismo”(N.
Postman, 1991 b, P. 133‑134)
Siguiendo el excelente
análisis de Ferres (1994), conviene recordar que las exigencias del mercado, la
tiranía de las cuotas de audiencia, los requisitos de la publicidad convierten
cada vez más a la televisión comercial en un medio trivial, vacío, dominado por
el espectáculo, por la primacía de las formas sobre el contenido, de la sintaxis
sobre la semántica, del continente sobre el contenido, de las sensaciones
sobre la reflexión. Todo se subordina al efecto sorpresa, espectacular,
emotivo que engancha a los espectadores independientemente de la fuerza de los
argumentos, de la lógica de la razón. La lógica del espectáculo, de la
publicidad, del mercado, va invadiendo todos los ámbitos de la vida de los
ciudadanos, la producción, el trabajo, el consumo, la política y hasta el mundo
de sus relaciones sentimentales. “Lo mas peligroso de la televisión
contemporánea no estriba en su capacidad de difundir cierta ideología que
debería ser desenmascarada. Por el contrario, lo que la hace extraordinariamente
inquietante es su radical vacío semántico, su vacío de ideología.” (González
Requena, 1994, p. 11) “Hay que advertir que
nuestra época se llama la edad del vacío de manera notoriamente impropia. Todo
está lleno, pero todo está devaluado” (Marina, 92, p. 180)
‑La
hiperestimulación audiovisual y el conocimiento fragmentado. Obedeciendo
a la lógica infernal del espectáculo al servicio de la publicidad y del
mercado la sintaxis de los medios audiovisuales debe saturarse de movimiento,
colores, formas cambiantes y sonidos diversificados y estruendosos para
mantener la atención sensorial de la audiencia. En este aspecto es claro que la
televisión transforma los hábitos perceptivos de los espectadores al crear la
necesidad de una hiperestimulación sensorial. Los mensajes televisivos se
caracterizan cada vez más por un ritmo trepidante, por una aceleración cada vez
mayor en la sucesión de planos. Cada plano supone un cambio de la realidad
representada o, cuanto menos, un cambio del punto de vista desde el que se presenta
una realidad. La aceleración, en la sucesión de planos supone, pues, que, como
telespectadores, las nuevas generaciones están cambiando de realidad
representada, o por lo menos de punto de vista, cada pocos segundos. La
ansiedad que produce el habito de hiperestimulación sensorial produce la
insatisfacción permanente y la exigencia de cambio constante. El telespectador
adicto pierde la paciencia necesaria para comprender de forma parsimoniosa el
fluir lento y reposado del pensamiento, de la reflexión, de la contemplación
artística, o incluso de la interacción sentimental cuando está acompañada no
de meras apariencias emotivas sino de análisis y reflexión racional. La audiencia
necesita movimiento, marcha, espectáculo, cambio y fascinación a costa si es
preciso de sentimientos más profundos, como lo prueba no solo las
características de los programas de mayor éxito, sino el mismo fenómeno del Zapping. (Ferrés, 1994)
Las nuevas generaciones
corren el riesgo de perderse en la borrachera de estímulos sensoriales, en la
trama inconexa de multiplicidad de informaciones episódicas. El problema no es
la carencia de informaciones y datos, sino la dificultad de construir una
estructura coherente que organice la multiplicidad. Fácilmente se provoca una
visión fragmentada, discontinua y desorganizada de la realidad. (Pérez Gómez,
1994)
Parece ofrecer pocas
dudas el hecho de que la televisión tal como se utiliza y disfruta
habitualmente en los hogares induce la pasividad y el aislamiento en los
telespectadores. La experiencias vicarias sustituyen en gran medida las
experiencias directas. No obstante, la formación del pensamiento y los modos de
sentir y actuar relativamente autónomos requieren de la experiencia directa. De
otro modo, sin comprobación empírica personal los conocimientos recibidos de
fuera se convierten fácilmente en simples prejuicios o creencias, importantes
obstáculos al desarrollo de la comprensión. En todos estos casos, saber
equivale a creer. Y, como decía Ortega mientras las ideas se tienen las
creencias nos tienen (Ferrés, 1994)
El incremento de
informaciones y la proliferación de emociones vicarias que ha traído la
televisión no conducen necesariamente al enriquecimiento de la persona. No es
fácil integrar consciente y racionalmente en esquemas comprensivos de la
realidad tal tormenta de informaciones fragmentarias y de sensaciones
dispersas. Parece evidente, por tanto, que la potencia de los medios
audiovisuales y su utilización al servicio de los intereses del libre mercado
han configurado un influjo sobre la audiencia que más puede calificarse de
alienante que de emancipador. No obstante también es fácil comprender que este
influjo pernicioso procede fundamentalmente de la manera de utilizarlo, del
escenario significativo donde adquieren sentido y funcionalidad, de la
diabólica combinación entre medios electrónicos y exigencias del mercado.
Desgajado de dicho escenario y liberado en parte de su función claramente
persuasiva y seductora, al servicio del libre mercado, el medio televisivo
puede desempeñar la tarea de desarrollar constructivamente y extender
racionalmente la facultades de los sujetos. En todo caso, y dado que el medio
va a continuar estando cada día más presente en la vida de los ciudadanos de la
aldea global será necesario trabajar la forma como puede ser crítica y
reflexivamente incorporado al crecimiento autónomo de los individuos.
Ser ciudadano, desde
principios del siglo XIX, supone estar capacitado para participar en la vida
política y social de una nación, en la misma medida en que se está capacitado
para decidir sobre la propia dirección a tomar en las distintas esferas de interacción
de la vida activa. Es posible que la condición postmoderna esté introduciendo
un nuevo tipo de ciudadano, o al menos un nuevo concepto: el cliente. De modo
que las exigencias sobre el sistema educativo también se modifican, se expresan
en la satisfacción de un servicio a una sociedad formada por clientes.
En nuestra opinión si la
escuela y el sistema educativo se organizan y desarrollan para satisfacer las
necesidades de los clientes, sugeridas y estimuladas por los poderosos medios
y mecanismos de socialización que anteriormente hemos descrito, así como por
las sutiles y poderosas exigencias del mercado, está evadiendo su genuina y
especifica función educativa. Se dificulta el desarrollo de la comprensión y
la acción autodeterminada racionalmente por los individuos. Cuanto mas
poderosos y omnipresentes cuantitativa y cualitativamente son los medios y
mecanismos de socialización extraescolar más imperiosa es la necesidad de
establecer en el sistema educativo un espacio de reflexión, de contraste, de
interrogación y búsqueda compartida de argumentos y evidencias que fundamenten
la interpretación y la acción individual y colectiva. Por ello es necesario
cuestionar y transformar tanto el modelo academicista como la propia cultura
escolar que en nada favorecen el cultivo de la comprensión.
Criticamos el modelo
academicista y enciclopédico que rige de manera abrumadora en la escuela
actual, porque es incapaz de producir aprendizaje duradero y relevante, y en
consecuencia provocar la reconstrucción de los modos de pensar, sentir y
actuar adquiridos por los estudiantes de manera espontánea en la vida previa y
paralela a la escuela (Gadner, 1993). ¿Cómo lograr
que los conceptos que se elaboran en las teorías de las diferentes disciplinas
y que sirven para un análisis más riguroso de la realidad, se incorporen al
pensamiento del aprendiz, como poderosos instrumentos y herramientas de
conocimiento y resolución y planteamiento de problemas y no como meros adornos
retóricos que se utilizan para aprobar los exámenes y olvidar después? Si como
afirman Brown, Collins y Duguid (1989), el conocimiento y el aprendizaje son
fundamentalmente situacionales, siendo en gran medida el producto de la
actividad, la cultura y el contexto, provocar en la escuela el aprendizaje
relevante de los conceptos de la cultura pública requiere un procedimiento
similar al que utilizan los hombres en la vida cotidiana para aprender los
oficios, los comportamientos, la utilización de herramientas, el dominio de
las funciones para las que sirven tales herramientas o la emergencia de los
sentimientos.
Por desgracia, en la
escuela, habitualmente, el alumno/a se pone en contacto con los conceptos
abstractos de las disciplinas de modo sustancialmente teórico, no práctico, y
al margen del contexto, de la comunidad y de la cultura donde aquellos
conceptos adquieren su sentido funcional, como herramientas útiles para
comprender la realidad y diseñar propuestas de intervención. En este contexto
difícilmente se puede producir otro aprendizaje que no sea repetitivo,
artificial e indiferente para comprender y cuestionar los importantes influjos
que el estudiante está recibiendo en su estimulante vida extraescolar en la
sociedad de la aldea global. Por ello, como afirma Gadner
(1994) el aprendizaje escolar es tan situacional y efímero porque “en su
mayor parte, las primeras concepciones y equivocaciones de los niños perduran
durante toda la época escolar, Y una vez que el joven ha abandonado el marco
escolar, estas formas tempranas de ver el mundo puede que emerjan (o mejor
reemerjan) de un modo
completo... En lugar de ser erradicadas o transformadas, esas formas
simplemente se propagan subterráneamente, al igual que lo hacen los recuerdos
reprimidos de la infancia temprana, para reafirmarse en marcos en los que
parecen ser las adecuadas (p.43).
Del mismo modo, criticamos la cultura escolar burocrática, conservadora y pragmática que se asienta con fuerza en rituales e inercias que constituyen un escenario peculiar y artificial de intercambio condicionado de actuaciones por calificaciones (Pérez Gómez 1995, Fullan y Heargreaves, 1991, Doyle 1987). Dicha cultura impone sobre los individuos, que viven en ella periodos tan prolongados como estudiantes y como docentes, una manera de pensar, sentir y actuar, especialmente sobre educación y escuela, fuertemente arraigada, que perdura en el tiempo y ahoga tanto los intentos individuales de innovación como las posibilidades de crítica teórica (Pérez Gómez y Gimeno Sacristán 1993). La incertidumbre, el aislamiento del profesorado, la concepción patrimonialista del aula y del centro por parte de los docentes, el gremialismo de los agentes implicados, la saturación de tareas burocráticas, la artificialización de la vida y sus actividades rutinarias, la jerarquización sin sentido y el individualismo competitivo, componen una potente combinación que conduce inevitablemente al conservadurismo, la reproducción y el tedio.
Por ello consideramos que
el principal problema de la escuela es la cultura escolar, el problema pedagógico
no se refiere tanto al logro de la motivación para aprender, como a la
necesidad de contextualizar las tareas de aprendizaje dentro de la cultura de
la comunidad donde tales herramientas y contenidos adquieren su significado
compartido y negociado, al utilizarlos en la práctica cotidiana. ¿Cómo puede
la escuela convertirse en un contexto significativo para el aprendizaje si se
configura como una estructura artificial alejada de la vida y de los problemas
relevantes en la comunidad social? El problema no es tanto cómo aprender,
sino cómo construir la cultura de la escuela en virtud de su función social y
del significado que adquiere como institución dentro de la comunidad social.
El alumno/a aprenderá de forma relevante lo que considere necesario para
sobrevivir con éxito en la escuela, lo que venga exigido por las peculiaridades
de la cultura escolar. (Pérez Gómez, 1992)
Una escuela para
facilitar el desarrollo de la comprensión y la acción autodeterminadas
racionalmente requiere un contexto de vida e interacciones estrechamente
ligado a los problemas, situaciones, interrogantes y códigos que se
intercambian en la vida extraescolar, no para reproducirlos, sino para
entenderlos, cuestionarlos, compararlos, enriquecerlos o transformarlos.
Cuando la estructura académica y social de la escuela ofrezca este contexto de
vida e interacciones, educativo en sí mismo, por ser significativo y
relevante, el aprendizaje como proceso de enculturación dará lugar a la
adquisición de las herramientas conceptuales necesarias para interpretar la
realidad y tomar decisiones. De este modo, las herramientas conceptuales de
las diferentes disciplinas que componen la cultura pública pueden ser
aprendidas significativa y operativamente pues tienen relevancia como
elementos que clarifican la vida del aula y la cultura de la escuela y la
sociedad.
La cultura del alumno/a
es el reflejo incipiente de una cultura local, construida a partir de
aproximaciones empíricas y aceptaciones sin elaborar críticamente. No obstante,
y a pesar de estar constituida por esquemas de pensamiento y acción
fragmentarios, cargados de lagunas, insuficiencias, errores, contradicciones,
mitos y prejuicios..., es la plataforma cognitiva, afectiva y comportamental sobre la que se asientan sus
interpretaciones acerca de la realidad y sus proyectos de intervención en ella.
Es obviamente una cultura poderosa para el individuo porque ha sido generada
a lo largo de su experiencia, constituye la base cognitiva de sus
interpretaciones sobre los fenómenos naturales y sociales, y la arquitectura
lógica de sus decisiones y actuaciones (Berstein,
1993). Esta cultura particular cargada de teorías intuitivas sobre la
naturaleza, la sociedad y la propia personalidad, saturada de empirismo, de
concepciones erróneas, de algoritmos rígidos, de estereotipos, simplificaciones
y prejuicios, pero útil para el gobierno de cada individuo se resiste a
desaparecer en la escuela ante el simple empuje de un artificial currículum
académico, simplemente se margina temporalmente para aparecer con fuerza
cuando el contexto lo requiera, cuando las teorías especializadas aprendidas
para satisfacer las demandas académicas de los exámenes no cuenten ya con el
apoyo del marco escolar.
Como afirma Gadner (1994), los niños llevan consigo en sus
conciencias una amplia variedad de guiones, estereotipos, modelos y creencias.
(p. 111) de forma especial en el entorno hiperestimulante
de los medios de comunicación de masas que condicionan hasta la propia
formación de esquemas y códigos de percepción y procesamiento. La cultura
academicista de la escuela actual es claramente insuficiente y manifiestamente
impotente y estéril para cuestionar y facilitar la reconstrucción de tales
adquisiciones previas. Puede producir la yuxtaposición de otros guiones,
lenguajes, estereotipos y modelos, pero como son aprendidos ligados a un
contexto artificial de evaluación, cuando este desaparece arrastra consigo,
en la mayoría de los casos, la potencialidad de los mismos. En cierto
sentido, el propósito de la educación debiera ser revisar las concepciones
erróneas y los estereotipos que surgen fácilmente por todas partes durante la
primera década de vida. Pero al mismo tiempo, la educación debería intentar
preservar los rasgos más remarcables de la mente joven ‑su carácter
atrevido, su generosidad, su inventiva y sus destellos de flexibilidad y de
creatividad. (Gadner, 1994, p. 119)
Facilitar la comprensión
y la actuación autodeterminada racionalmente en las nuevas
generaciones es, a nuestro entender, el verdadero objetivo educativo de la
practica escolar. Y ello supone asumir las peculiaridades del escenario social
actual donde se desarrollan los intercambios y promover su contraste racional.
La vivencia de la cultura actual desde la posibilidad de vivenciar otras
culturas anteriores, distantes o alternativas. Una escuela para la comprensión
requiere, a nuestro entender, la vivencia cultural, no el simple aprendizaje
de la cultura como objeto de conocimiento académico. Pero vivir la cultura en
un movimiento ambivalente, plural y crítico, exprimiendo su sentido y su
dimensión placentera, tanto como cuestionando sus insuficiencias y explotando
las posibilidades alternativas de nueva configuración. Facilitar el desarrollo
de la inteligencia creadora que propone Marina (1993), supone la concepción de
la escuela como un espacio de vida más que de aprendizaje, donde se
experimentan, reformulan y recrean los aspectos unilateralmente orientados de
la cultura de masas, desde las múltiples posibilidades, incluso antagónicas,
que permite la ambigüedad de lo real.
La escuela para la
comprensión requiere un contexto donde se viva la cultura en sus múltiples
manifestaciones y con la clara conciencia de su relatividad y provisionalidad,
de modo que las comprensiones no se propongan ni se acepten como definitivas,
sino como procesos siempre parciales y provisionales de una búsqueda activa
siempre interminable. Una vez más volvemos a aterrizar en el problema
pedagógico de la elaboración de contextos educativos Los entornos que
puedan fundir las formas sensoriomotriz y simbólica
de conocimiento con las formas notacionales,
conceptuales y epistémicas de conocer valoradas en
la escuela, engendrarán comprensión... Las clases de entornos llamados
talleres de aprendizaje han fundido durante milenios las formas disponibles de
conocimiento de un modo rico y contextualizado (Gadner, 1994, p.184). El reto pedagógico actual reside en
la actualización de los escenarios escolares para dar cabida a las exigencias
de la cultura contemporánea transmitida y recreada por los poderosos,
fascinantes y persuasivos medios de comunicación audiovisual. Los talleres
escolares actuales donde las nuevas generaciones se ponen en contacto con
expertos, aprendices compañeros, proyectos compartidos, estrategias de
invención y aplicación, problemas y tecnologías novedosas han de incorporar los
contenidos y procesos relevantes de los intercambios contemporáneos con sus
grandezas y miserias, con su sorprendente sintaxis y su rudimentaria
semántica, para provocar la experiencia de sus posibilidades alternativas. Si
es verdad como afirma Marina que la sabiduría está repartida por un igual en
el entorno y en la cabeza, en la escuela debe habitar la riqueza del
entorno social para permitir el desarrollo de la inteligencia creadora de las
nuevas generaciones.
Una escuela para la
comprensión no restringe las posibilidades del individuo ni de la colectividad
a una estereotipada concepción unitaria de la inteligencia, compuesta por
elementos lógicos y lingüísticos. La cultura diversificada de la realidad
humana satura múltiples componentes distintos de múltiples inteligencias y
vivir la cultura de manera creadora en la escuela supone incorporar la diversidad
de sus componentes y explotar e indagar la multiplicidad de aquellos otros
todavía posibles.
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