LA EVALUACIÓN DE LA PLANIFICACIÓN Y PUESTA EN PRÁCTICA DE LA ENSEÑANZA EN EL CENTRO COMO OPCIÓN Y COMPROMISO

Juana María Sancho Gil

 

 

Situar la evaluación en los distintos elementos que informan y configuran los procesos de enseñanza y aprendizaje en el contexto escolar es un medio de superar la inercia y la rutina que, a veces, domina la práctica docente que permite iniciar procesos de comprensión generadores de un conocimiento significativo con capacidad de emitir juicios valorativos de la práctica docente que promuevan la toma de decisiones oportunas para transformar, mejorar y situar las responsabilidades correspondientes a cada uno de los diferentes implicados en el sistema.

 

El bien no puede ser profetizado porque es hijo del albedrío; el mal, sí, porque es hijo de la inercia.

Rafael Sánchez Ferlosio.

 

 

Encabezar un texto con una frase como enmarque, punto de referencia o toque literario, es algo usual. En este caso, la utilización de la Sánchez Ferlosio va un poco más allá, ya que, en ocasiones, los principios que rigen las visiones, la organización y las prác­ticas de enseñanza suelen ser más fruto de la inercia que de la reflexión contrastada y la voluntad de transfor­mación.

Como he argumentado en otra parte (Sancho, 1994) parece que aquello que hemos visto hacer siem­pre, lo que hemos interiorizado no como cotidiana fuese lo “natural”, “lo normal” o lo “más adecuado”. No se nos ocurre pensar que las realizacio­nes y fenómenos humanos han sido socialmente construidos mediante las decisiones puestas en práctica por alguien en un lugar y un momento dados.

Las reacciones que suscitan los intentos de introducir cambios e innovaciones en la enseñanza y la exi­gencia de tener que justificar, razones y defender toda acción que se salga de lo habitual, contrastan con el poder y el peso de las prácticas basa­das en la inercia. Nadie tiene que explicar por qué continúa enseñando o interpretando las actuaciones de los demás de la misma forma después de veinte años: “Así se ha hecho siempre ¿por qué cambiar?” Aunque esta visión impida plantearse qué ha supuesto para el alumnado, si “le ha ido” todo lo bien que le podía haber ido, e incluso si a uno mismo no le hubiese “podido ir” de otra manera.

Una de las razones que justifican la inercia es “que no se puede experi­mentar con el alumnado”. ¿Significa esto que la enseñanza que está reci­biendo es “la que debe ser” y lo demás son “ensayos”? ¿Significa que alguien puede garantizar que existe una única experiencia escolar posible para el alumnado y que lo demás son pérdidas de tiempo, falta de exigencia o versiones descafeinadas? ¿No se estará, en realidad, cosificando la experiencia pensando que lo que se ha venido haciendo es “lo bueno” y que cualquier cambio o intento de mejora lleva de forma irremediable al desorden, a situaciones que no se domina, que cuesta entender e inter­pretar porque se carece de esquemas de conocimiento para ello y no se está dispuesto al esfuerzo de elabo­rarlos? Las actuaciones regidas por la inercia se justifican con el principio de la neutralidad, de no tomar partido. Sin embargo, al adoptar esta opción ya se está tomando una postura, pos­tura que suele favorecer la perpetua­ción de un estado de cosas.

De ahí que, conociendo las actua­ciones de los diferentes implicados en la planificación y puesta en práctica de la enseñanza, pueda ser relativamente fácil pronosticar si no el “mal”, si el sentido de sus decisiones y argumen­taciones para justificar su práctica, así como las implicaciones de la misma. Porque aprender requiere un esfuer­zo; cambiar produce incertidumbre; y revisar la práctica nos enfrenta a nosotros mismos. En definitiva, ejer­cer el albedrío, la voluntad, la toma de decisiones basadas en la reflexión y la evaluación de nuestras actuacio­nes y responsabilizarse por ellas hasta el punto que sea necesario, nos pro­duce un cierto vértigo. El vértigo del saber, de la duda, de tener que reco­nocer lo que se ha hecho “bien” y lo que se podía haber hecho “mejor”.

La escritura de este artículo es un intento de incitar a los docentes a transformar la inercia en albedrío, la tradición en reflexión y el juego de “tirar pelotas (o responsabilidades) fuera” en reconocer las suyas y ni una menos y situar las que tienen otros estamentos y ni una más. Una forma, entre otras, de intentarlo consiste en ampliar el sentido y la práctica de la evaluación, sacándolo del reducido foco del rendimiento del alumnado para situarlo en los distintos elemen­tos que informan y configuran los procesos de enseñanza y aprendizaje en el contexto escolar.

 

 

 

 

Del examen a la evaluación: una historia reciente

 

La modernización del sistema escolar español acometida con la Ley General de Educación de 1970 y con­tinuada con la reciente promulgación de la LODE y la LOGSE, supuso la introducción de un concepto ajeno a la tradición educativa, cultural y social. Desde los años 70 ya no se pide que profesorado “examine” al alumnado, sino que lo “evalúe”. La diferencia, que puede parecer sutil, comporta un cambio de perspectiva importante. El concepto de examinar implica un cierto alejamiento entre aquel que examina y el examinado, aunque, para examinar algo visual o mentalmente, sin caer en la superficia­lidad, parece necesario adentrarse, analizar, comparar, criticar, desmiga­jar, escrutar, estudiar, explorar, ins­peccionar, medir, observar, recono­cer, revisar, ver, verificar... Activida­des que presuponen, para quien las lleva a cabo, tener un cierto criterio y le conllevan un esfuerzo intelectual considerable. Sin embargo, no suele ser éste el sentido de la práctica bas­tante generalizada del examen en los centros docentes.

La concepción más extendida es la de una “prueba hecha delante de una persona o tribunal competente, para demostrar la suficiencia en una mate­ria o para un cargo”.

El concepto de evaluación se refiere a un conjunto de acciones encaminadas a recoger una serie de datos en torno a una persona, hecho, situación o fenómeno, con el fin de emitir un juicio valorativo. Se consi­dera que el juicio se emite en función de unos criterios previos, aunque no siempre sea así, y suele tener como finalidad informar la toma de decisio­nes. En las sociedades democráticas, en las que personas e instituciones tienen una cierta capacidad de actua­ción, la acción de evaluar, de recoger información relevante para ampliar el conocimiento sobre lo evaluado, de pronunciarse sobre su valor y, en consecuencia, tomar las decisiones que parezcan más acertadas, se revela como una tarea fundamental en cual­quier ámbito laboral y social.

En este sentido, la diferencia más importante al referirse al examen, como prueba del rendimiento (inclu­so en ocasiones del desarrollo) del alumnado, o a la evaluación, como proceso más amplio de recogida de información para emitir un juicio informado sobre el valor de la actua­ción escolar de ese mismo alumnado, estriba en que, el primer caso, parece implicar que el rendimiento y el desa­rrollo se dan al margen de la propia estructura creada para propiciarlos. Esta visión separa el proceso del resultado situando al profesorado, el currículum, los recursos de enseñan­za, la interacción docente, el centro y la política educativa como elementos ajenos al aprendizaje y, por tanto, sin responsabilidad sobre los procesos seguido por el alumnado. La segunda concepción permite reconocer y situar el papel de todos estos elemen­tos y ampliar el foco de la evaluación al proceso de planificación y puesta en práctica de la enseñanza en un determinado contexto.

Como hemos apuntado, la Ley General de Educación de 1970 inten­tó transformar la visión tradicional sobre la forma de entender la califica­ción del alumnado. La letra de la ley se despegó claramente de los aspec­tos considerados como mera com­probación del rendimiento, para situarse en una consideración más global de la evaluación de los proce­sos de enseñanza y aprendizaje.

El artículo 62 de la LOGSE con­templa la evaluación del sistema edu­cativo como forma de “adecuar el mismo a las demandas sociales y a las necesidades y se aplicará sobre los alumnos, el profesorado, los centros, los procesos educativos y sobre la propia Administración”. Para que este artículo de la ley no quedase en el apartado de las buenas intenciones, se han creado, en las distintas Comuni­dades autónomas y en el gobierno central, otros tantos institutos de evaluación. Su misión, a través de diferentes estudios, será detectar los elementos del sistema educativo que “funcionan” y los que necesitarían mejorar, como base para la toma de decisiones. Para mí, la problemática que subyace a esta decisión, además de la derivada de las perspectivas de evaluación adoptadas y sus implicacio­nes políticas e ideológicas, se arti­cula en torno a las siguientes de pre­guntas: ¿de qué le servirá al profeso­rado y al alumnado el conocimiento elaborado por los diferentes estu­dios? ¿cómo accederán a él? ¿cómo lo interpretarán y aceptarán? ¿cómo lo utilizarán para mejorar el sentido de su toma de decisiones? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto no llevará todavía más a que el profesorado no se plantee realizar evaluaciones rigu­rosas sobre la organización y la prác­tica de la enseñanza en los centros si llega a considerar que “eso ya lo hace la Administración”?

Lo más probable es que ni el pro­ceso ni el resultado de estos estudios llegue a la mayor parte del profesora­do. De este modo, hoy más que nunca, como elemento fundamental de autonomía, desarrollo y compro­miso profesional parece importante que el profesorado se plantee la reali­zación de evaluaciones sistemáticas de diferentes aspectos de la práctica organizativa y docente de sus centros, que le permita ampliar su saber, infor­mar la toma decisiones encaminadas a mejorar su actuación y situar las res­ponsabilidades que correspondan a los diferentes implicados en el siste­ma.

 

 

 

¿Para qué evaluar?

 

Los motivos que han llevado a promover evaluaciones humanas se pueden agrupar en cuatro grandes bloques. El primero se refiere a la producción de un juicio sobre el valor de la propia acción. Esto lleva a tener que decidir hasta qué punto está pro­piciado los procesos y los resultados para los que fue concebida y llevada a la práctica, aunque la acción en sí misma también puede ser objeto de valoración.

El segundo hace referencia a su aportación para ayudar a los que toman decisiones y son responsables de decidir políticas de actuación. El aspecto más problemático de esta visión de la evaluación es que ésta “se aplica inevitablemente al pasado, no al presente ni al futuro” (Popkewitz,

1992:108). Además, si existe una separación entre quienes realizan la evaluación y quienes están en posi­ción de tomar decisiones, ésta puede perder su capacidad transformadora.

El tercero se configura como una función política. Es un esfuerzo para obtener información políticamente significativa sobre las consecuencias de actos políticos. Los profesionales que han participado en proyectos de evaluación en el ámbito social, donde el factor político es definitivo a la hora de tomar decisiones, profundizar en los aspectos introducidos por la visión anterior: Incluso en aquellos casos en los que se argumenta que los resultados de la evaluación son esen­cialmente técnicos, su uso definitivo es político. “Sin alguna apreciación sobre los aspectos políticos de una decisión, los evaluadores no podrán prestar un buen servicio a la toma de decisiones” (Hill, 1980:76)

El cuarto considera la evaluación como generadora de conocimiento para todos los que de una u otra forma participan en un proyecto. Desde esta perspectiva se puede con­siderar la evaluación como un proce­so para generar y comunicar diferen­tes grados de comprensión sobre la práctica que tengan sentido sobre todo para los implicados en ella. Es decir, que posibiliten el aumento de la capacidad de todos y cada uno de los participantes en el proyecto para utili­zar la práctica como un recurso críti­co en busca de mejoras. En este caso, “la evaluación no pretende pronosti­car lo que hay que hacer, sino com­prender las tensiones, dilemas y ambi­güedades que subyacen a las transformaciones en curso” (Popkewitz, 1992:108)

Es evidente que los distintos moti­vos apuntados no son excluyentes y suelen estar presentes de forma más o menos explícita en los estudios de evaluación.

 

La evaluación de la organización y práctica de la enseñanza.

 

Las cuestiones que subyacen al planteamiento de toda evaluación son: la conceptualización y definición del foco de estudio (qué se va a eva­luar); la calidad y significatividad de los procesos para los distintos participan­tes en el proyecto (cómo se va a pro­ceder en la recogida de información y qué papel van a desempeñar los dis­tintos implicados); la elaboración y comunicación de los procesos y los resultados (cómo se va a traspasar a los implicados las visiones y aspectos desvelados por la evaluación); y la toma de decisiones (qué acciones se van a poner en marcha como parte del proceso o como consecuencia de la evaluación). En este sentido, para que el profesorado pueda beneficiarse del saber elaborado, éste tiene que resultarle significativo, ya que como apunta Popkewitz (1992:98) “el pro­blema no reside en que no podemos aprender de las experiencias de los demás, sino en que el propio “apren­dizaje” implica sistemas de relevancia que están inmersos en campos socia­les y en relaciones de poder”.

Una cuestión clave de la evalua­ción, como generadora de conoci­miento que permita mejorar la com­prensión de un fenómeno y facilite la toma de decisiones, es conseguir que el conocimiento generado tenga sen­tido y sea considerado valioso para los implicados en la acción, para los que tienen capacidad para tomar deci­siones, en este caso aquellas relacionadas con algunos aspectos de la pla­nificación y puesta en práctica de la enseñanza en el centro. En este sen­tido, aunque las motivaciones que pueden llevar a plantearse la evalua­ción de algún aspecto del funciona­miento de un centro son diversas, existen condiciones que parecen más favorables para propiciar que el pro­ceso y el resultado de la evaluación no sólo sirvan para justificar el trabajo de los cuerpos de inspección, o de los evaluadores profesionales. Estas con­diciones vienen generadas, por una parte, por la perspectiva adoptada y, por la otra, por la implicación del profesorado.

En este sentido, como he argu­mentado en otra parte (Sancho, 1990), la evaluación de la planificación y puesta en práctica del currículum en el centro puede constituirse en un importante instrumento de análisis y explicación de la práctica del profeso­rado y el alumnado, que aumente el volumen de conocimientos sobre casos particulares y ayude a detectar las problemáticas educativas que se sitúan más allá de la competencia de los centros.

 

 

El proceso de la evaluación

 

Conociendo la situación laboral del profesorado es casi imposible pensar que nadie se pueda plantear la evaluación de un centro en su conjun­to, a no ser que exista una fuerte ayuda externa personal y material. De este modo, si un claustro de profeso­res, un grupo de docentes o un sólo enseñante decide iniciar la evaluación de alguno de los muchos aspectos que informan y configuran el sentido de las experiencias de aprendizaje del alumnado, una de las primeras deci­siones a tomar se refieren al ámbito o al aspecto en el que se va a centrar la evaluación y tratar de establecer la índole de las relaciones de éste con el resto de los componentes del sistema de enseñanza.

En cuanto a la forma de abordar­lo, el mercado editorial ofrece una amplia gama de publicaciones sobre distintas formas de concebir la finali­dad y el sentido de la evaluación, de representar los temas, así como la elección y utilización de distintos ins­trumentos para recoger información. Sin embargo, las cuestiones que gene­ran el mayor grado de incertidumbre, confusión y, en ocasiones sensación de que la evaluación no está sirviendo para nada, suelen ser: ¿qué hacer con la información? ¿qué valor tiene? ¿qué nos aporta? ¿qué conocimiento nos brinda? ¿qué realidad nos descubre? ¿qué preguntas nos plantea? ¿qué conexiones nos sugiere?

En un trabajo anterior (Sancho, 1992), para ejemplificar esta fuente de problemas utilicé el siguiente ejemplo. Sabirón (1990, 78), para llevar a cabo el análisis contextual de la escuela, tarea fundamental para revisar la ade­cuación de la enseñanza llevada a cabo en el centro o proceder a la ela­boración de los Proyectos Educativo y Curricular de Centro, propone una serie de instrumentos (entrevistas cerradas, a personas externas al cen­tro, observación del equipamiento del centro, documentación y consulta de trabajos de campo existentes sobre el entorno) y propone una clasificación. También sugiere tener en cuenta, dentro del apartado dedicado a la localización y descripción geográfica, aspectos tales como: La ubicación de la localidad en relación a las subco­marcas y comarcas, comunidad autó­noma y áreas de influencia nacionales. Clima: tipo, temperatura, etc. y repercusiones socio‑económicas inmediatas (emigración, veraneo, etc.)... y así sucesivamente y de forma bastante exhaustiva hasta llegar, tras ocho amplios apartados, a la ecología escolar. No cabe duda que éstas y otras sugerencias pueden ayudar a los implicados en este tipo de evaluación a organizar la información. La cues­tión que parece más difícil contestar es ¿qué significado tiene toda esta información? ¿qué implicaciones supo­ne? El hecho que una escuela se encuentre situada en una determinada comarca ¿qué repercusiones puede tener para la enseñanza escolar? ¿puede haber cuestiones lingüísticas o culturales importantes para el desa­rrollo cognitivo del alumnado? ¿de qué tipo? ¿cómo se sitúa el profesora­do ante este hecho? ¿considera la zona “deprimida” y por tanto con “baja educabilidad”? ¿o precisamente el hecho de ser una zona difícil repre­senta que la planificación de la ense­ñanza ha de ser llevada a cabo de forma más cuidada? Este tipo de cues­tiones, que podrían multiplicarse casi indefinidamente porque cada aparta­do plantea otras tantas cuestiones y porque cada docente puede encon­trar una explicación y una significa­ción distintas, convierten a la evalua­ción en un proceso de deliberación profesional para el que se hace nece­sario buscar explicaciones de los hechos que vayan más allá del sentido común y de la expresión de prejui­cios, es decir, de juicios que se tienen formados antes de conocer las situa­ciones.

Esta tarea no siempre resulta fácil. Requiere, además de una actitud de implicación y compromiso, esquemas de conocimiento interdisciplinar y complejo, que no minimice los aspec­tos políticos e ideológicos de la edu­cación escolar y que no suelen adqui­rirse o desarrollarse en los programas de formación o permanente del pro­fesorado por encontrarse, incluso, en proceso de elaboración. De hecho, uno de los papeles de la evaluación como investigación, y de la propia investigación educativa generada desde la puesta en práctica de la enseñanza en un determinado contex­to, es producir conocimiento sobre los fenómenos que genera la acción educativa escolar. De ahí el potencial formador de la evaluación y su capaci­dad para atajar la inercia, al poner al profesorado en situación de tener que pronunciarse sobre el valor y el sentido de lo que está pasando y sobre cómo actuar a partir de aquí. Pero también su dificultad, ya que, como hemos apuntado, vislumbrar, interpretar y dar sentido a lo que pasa no significa saber cómo habría que actuar para transformarlo y la mejorarlo.

 

¿Quién toma las decisiones y en qué sentido?

 

Si el conocimiento elaborado en el proceso de la evaluación no lleva a la toma de decisiones ¿para qué habrá servido? ¿sólo para que exista otra publicación disponible? ¿aumentar el currículum vitae? ¿ampliar el grado de comprensión sobre los fenómenos de la enseñanza?... A pesar de que ningu­na de estas consecuencias pueda parecer baladí, el tema clave sigue siendo la toma de decisiones encami­nadas a la mejora de la práctica. ¿Cómo transformar o mejorar el aspecto evaluado si se llega a la con­clusión de que puede y debe hacerse?

Siguiendo con el ejemplo utilizado anteriormente, en la descripción informada del contexto del centro, nos podemos encontrar que el entor­no sociocultural del alumnado ha sido analizado, interpretado y valorado como “poco estimulante” desde el punto de vista de las exigencias esco­lares. Para unos esto puede “explicar” por qué sus alumnos “no le siguen”, para otros podría evidenciar la dificul­tad del centro para comunicar sus valores al alumnado. A partir de aquí las decisiones que se pueden tomar son de carácter muy diferente y com­portan actuaciones distintas para todos los implicados. Esto genera otro bloque de preguntas: ¿quién toma las decisiones? ¿a quién afectan? ¿cómo garantizar una aceptación posi­tiva por parte de todos? y finalmente ¿cómo asegurar que la decisión ha sido adecuada o ha sido llevada a la práctica de la mejor manera posible? Esta última cuestión sitúa al claustro, grupo de profesores o docente indivi­dual en el tramo siguiente de la espi­ral del trabajo profesional crítico y reflexivo, es decir, en el planteamien­to de un nuevo proceso de análisis-­valoración‑toma de decisiones. Proce­so que convierte la inercia en albe­drío, la tradición en reflexión y la rutina en descubrimiento.

 

Referencias

 

Hill (1980): Evaluating educational programs for federal policy makers: Lessons from the National Institute of education compensatory education study. En J. Pincus (Ed.) Educational Eva­luation in Public Policy Settig. Santa Mónica, Ca.: Rand Corporation

Popkewitz, T. (1 992) Algunos proble­mas y problemáticas en la producción de la evaluación. Revista de Educación, 299, 95‑118.

Sabirón, F. (1990): Evaluación de los centros docentes. Zaragoza: Central de Ediciones.

Sancho, J. Mª (1990) Los profesores y el currículum. Barcelona: Horsori.

Sancho, J. Mª (1992): Evaluar, cono­cer, transformar, mejorar. La evalua­ción del centro y el desarrollo del crite­rio profesional. Aula de Innovación Educa­tiva, 6, 47‑51.

Sancho, J. Mª (1994) La Tecnología: un modo de transformar el mundo car­gado de ambivalencia. En J. Mª Sancho (Coord.) Para una tecnología educativa. Barcelona: Horsori.