LA EVALUACIÓN DE LA PLANIFICACIÓN Y PUESTA EN PRÁCTICA DE LA ENSEÑANZA EN EL CENTRO COMO OPCIÓN Y COMPROMISO
Situar la evaluación en los distintos elementos que informan y
configuran los procesos de enseñanza y aprendizaje en el contexto escolar es un
medio de superar la inercia y la rutina que, a veces, domina la práctica
docente que permite iniciar procesos de comprensión generadores de un
conocimiento significativo con capacidad de emitir juicios valorativos de la
práctica docente que promuevan la toma de decisiones oportunas para
transformar, mejorar y situar las responsabilidades correspondientes a cada uno
de los diferentes implicados en el sistema.
El bien no puede ser profetizado porque es hijo del albedrío; el mal,
sí, porque es hijo de la inercia.
Rafael Sánchez Ferlosio.
Encabezar un texto con
una frase como enmarque, punto de referencia o toque literario, es algo usual.
En este caso, la utilización de la Sánchez Ferlosio
va un poco más allá, ya que, en ocasiones, los principios que rigen las
visiones, la organización y las prácticas de enseñanza suelen ser más fruto de
la inercia que de la reflexión contrastada y la voluntad de transformación.
Como he argumentado en
otra parte (Sancho, 1994) parece que aquello que hemos visto hacer siempre, lo
que hemos interiorizado no como cotidiana fuese lo “natural”, “lo normal” o lo
“más adecuado”. No se nos ocurre pensar que las realizaciones y fenómenos
humanos han sido socialmente construidos mediante las decisiones puestas en
práctica por alguien en un lugar y un momento dados.
Las reacciones que
suscitan los intentos de introducir cambios e innovaciones en la enseñanza y la
exigencia de tener que justificar, razones y defender toda acción que se salga
de lo habitual, contrastan con el poder y el peso de las prácticas basadas en
la inercia. Nadie tiene que explicar por qué continúa enseñando o interpretando
las actuaciones de los demás de la misma forma después de veinte años: “Así se
ha hecho siempre ¿por qué cambiar?” Aunque esta visión impida plantearse qué ha
supuesto para el alumnado, si “le ha ido” todo lo bien que le podía haber ido,
e incluso si a uno mismo no le hubiese “podido ir” de otra manera.
Una de las razones que
justifican la inercia es “que no se puede experimentar con el alumnado”.
¿Significa esto que la enseñanza que está recibiendo es “la que debe ser” y lo
demás son “ensayos”? ¿Significa que alguien puede garantizar que existe una
única experiencia escolar posible para el alumnado y que lo demás son pérdidas
de tiempo, falta de exigencia o versiones descafeinadas? ¿No se estará, en
realidad, cosificando la experiencia pensando que lo
que se ha venido haciendo es “lo bueno” y que cualquier cambio o intento de
mejora lleva de forma irremediable al desorden, a situaciones que no se domina,
que cuesta entender e interpretar porque se carece de esquemas de conocimiento
para ello y no se está dispuesto al esfuerzo de elaborarlos? Las actuaciones
regidas por la inercia se justifican con el principio de la neutralidad, de no
tomar partido. Sin embargo, al adoptar esta opción ya se está tomando una
postura, postura que suele favorecer la perpetuación de un estado de cosas.
De ahí que, conociendo
las actuaciones de los diferentes implicados en la planificación y puesta en
práctica de la enseñanza, pueda ser relativamente fácil pronosticar si no el
“mal”, si el sentido de sus decisiones y argumentaciones para justificar su
práctica, así como las implicaciones de la misma. Porque aprender requiere un
esfuerzo; cambiar produce incertidumbre; y revisar la práctica nos enfrenta a
nosotros mismos. En definitiva, ejercer el albedrío, la voluntad, la toma de
decisiones basadas en la reflexión y la evaluación de nuestras actuaciones y
responsabilizarse por ellas hasta el punto que sea necesario, nos produce un
cierto vértigo. El vértigo del saber, de la duda, de tener que reconocer lo
que se ha hecho “bien” y lo que se podía haber hecho “mejor”.
La escritura de este
artículo es un intento de incitar a los docentes a transformar la inercia en
albedrío, la tradición en reflexión y el juego de “tirar pelotas (o
responsabilidades) fuera” en reconocer las suyas y ni una menos y situar las
que tienen otros estamentos y ni una más. Una forma, entre otras, de intentarlo
consiste en ampliar el sentido y la práctica de la evaluación, sacándolo del
reducido foco del rendimiento del alumnado para situarlo en los distintos
elementos que informan y configuran los procesos de enseñanza y aprendizaje en
el contexto escolar.
La modernización del
sistema escolar español acometida con la Ley General de Educación de 1970 y continuada
con la reciente promulgación de la LODE y la LOGSE, supuso la introducción de
un concepto ajeno a la tradición educativa, cultural y social. Desde los años
70 ya no se pide que profesorado “examine” al alumnado, sino que lo “evalúe”.
La diferencia, que puede parecer sutil, comporta un cambio de perspectiva
importante. El concepto de examinar implica un cierto alejamiento entre aquel
que examina y el examinado, aunque, para examinar algo visual o mentalmente,
sin caer en la superficialidad, parece necesario adentrarse, analizar,
comparar, criticar, desmigajar, escrutar, estudiar, explorar, inspeccionar, medir,
observar, reconocer, revisar, ver, verificar... Actividades que presuponen,
para quien las lleva a cabo, tener un cierto criterio y le conllevan un
esfuerzo intelectual considerable. Sin embargo, no suele ser éste el sentido de
la práctica bastante generalizada del examen en los centros docentes.
La concepción más
extendida es la de una “prueba hecha delante de una persona o tribunal
competente, para demostrar la suficiencia en una materia o para un cargo”.
El concepto de evaluación
se refiere a un conjunto de acciones encaminadas a recoger una serie de datos
en torno a una persona, hecho, situación o fenómeno, con el fin de emitir un
juicio valorativo. Se considera que el juicio se emite en función de unos
criterios previos, aunque no siempre sea así, y suele tener como finalidad
informar la toma de decisiones. En las sociedades democráticas, en las que
personas e instituciones tienen una cierta capacidad de actuación, la acción
de evaluar, de recoger información relevante para ampliar el conocimiento sobre
lo evaluado, de pronunciarse sobre su valor y, en consecuencia, tomar las
decisiones que parezcan más acertadas, se revela como una tarea fundamental en
cualquier ámbito laboral y social.
En este sentido, la
diferencia más importante al referirse al examen, como prueba del rendimiento
(incluso en ocasiones del desarrollo) del alumnado, o a la evaluación, como
proceso más amplio de recogida de información para emitir un juicio informado
sobre el valor de la actuación escolar de ese mismo alumnado, estriba en que,
el primer caso, parece implicar que el rendimiento y el desarrollo se dan al
margen de la propia estructura creada para propiciarlos. Esta visión separa el
proceso del resultado situando al profesorado, el currículum, los recursos de
enseñanza, la interacción docente, el centro y la política educativa como
elementos ajenos al aprendizaje y, por tanto, sin responsabilidad sobre los
procesos seguido por el alumnado. La segunda concepción permite reconocer y
situar el papel de todos estos elementos y ampliar el foco de la evaluación al
proceso de planificación y puesta en práctica de la enseñanza en un determinado
contexto.
Como hemos apuntado, la
Ley General de Educación de 1970 intentó transformar la visión tradicional
sobre la forma de entender la calificación del alumnado. La letra de la ley se
despegó claramente de los aspectos considerados como mera comprobación del
rendimiento, para situarse en una consideración más global de la evaluación de
los procesos de enseñanza y aprendizaje.
El artículo 62 de la
LOGSE contempla la evaluación del sistema educativo como forma de “adecuar el
mismo a las demandas sociales y a las necesidades y se aplicará sobre los
alumnos, el profesorado, los centros, los procesos educativos y sobre la propia
Administración”. Para que este artículo de la ley no quedase en el apartado de
las buenas intenciones, se han creado, en las distintas Comunidades autónomas
y en el gobierno central, otros tantos institutos de evaluación. Su misión, a
través de diferentes estudios, será detectar los elementos del sistema
educativo que “funcionan” y los que necesitarían mejorar, como base para la
toma de decisiones. Para mí, la problemática que subyace a esta decisión,
además de la derivada de las perspectivas de evaluación adoptadas y sus
implicaciones políticas e ideológicas, se articula en torno a las siguientes
de preguntas: ¿de qué le servirá al profesorado y al alumnado el conocimiento
elaborado por los diferentes estudios? ¿cómo accederán a él? ¿cómo lo interpretarán
y aceptarán? ¿cómo lo utilizarán para mejorar el sentido de su toma de
decisiones? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto no llevará todavía más a que el
profesorado no se plantee realizar evaluaciones rigurosas sobre la
organización y la práctica de la enseñanza en los centros si llega a
considerar que “eso ya lo hace la Administración”?
Lo más probable es que ni
el proceso ni el resultado de estos estudios llegue a la mayor parte del
profesorado. De este modo, hoy más que nunca, como elemento fundamental de
autonomía, desarrollo y compromiso profesional parece importante que el
profesorado se plantee la realización de evaluaciones sistemáticas de
diferentes aspectos de la práctica organizativa y docente de sus centros, que
le permita ampliar su saber, informar la toma decisiones encaminadas a mejorar
su actuación y situar las responsabilidades que correspondan a los diferentes
implicados en el sistema.
¿Para qué evaluar?
Los motivos que han
llevado a promover evaluaciones humanas se pueden agrupar en cuatro grandes
bloques. El primero se refiere a la producción de un juicio sobre el valor de
la propia acción. Esto lleva a tener que decidir hasta qué punto está propiciado
los procesos y los resultados para los que fue concebida y llevada a la
práctica, aunque la acción en sí misma también puede ser objeto de valoración.
El segundo hace
referencia a su aportación para ayudar a los que toman decisiones y son
responsables de decidir políticas de actuación. El aspecto más problemático de
esta visión de la evaluación es que ésta “se aplica inevitablemente al pasado,
no al presente ni al futuro” (Popkewitz,
1992:108). Además, si existe una separación entre quienes realizan la
evaluación y quienes están en posición de tomar decisiones, ésta puede perder
su capacidad transformadora.
El tercero se configura
como una función política. Es un esfuerzo para obtener información
políticamente significativa sobre las consecuencias de actos políticos. Los
profesionales que han participado en proyectos de evaluación en el ámbito
social, donde el factor político es definitivo a la hora de tomar decisiones,
profundizar en los aspectos introducidos por la visión anterior: Incluso en
aquellos casos en los que se argumenta que los resultados de la evaluación son
esencialmente técnicos, su uso definitivo es político. “Sin alguna apreciación
sobre los aspectos políticos de una decisión, los evaluadores no podrán prestar
un buen servicio a la toma de decisiones” (Hill, 1980:76)
El cuarto considera la
evaluación como generadora de conocimiento para todos los que de una u otra
forma participan en un proyecto. Desde esta perspectiva se puede considerar la
evaluación como un proceso para generar y comunicar diferentes grados de
comprensión sobre la práctica que tengan sentido sobre todo para los implicados
en ella. Es decir, que posibiliten el aumento de la capacidad de todos y cada
uno de los participantes en el proyecto para utilizar la práctica como un
recurso crítico en busca de mejoras. En este caso, “la evaluación no pretende
pronosticar lo que hay que hacer, sino comprender las tensiones, dilemas y
ambigüedades que subyacen a las transformaciones en curso” (Popkewitz, 1992:108)
Es evidente que los
distintos motivos apuntados no son excluyentes y suelen estar presentes de
forma más o menos explícita en los estudios de evaluación.
La evaluación de la organización y práctica de la enseñanza.
Las cuestiones que
subyacen al planteamiento de toda evaluación son: la conceptualización y
definición del foco de estudio (qué se va a evaluar); la calidad y significatividad de los procesos para los distintos
participantes en el proyecto (cómo se va a proceder en la recogida de
información y qué papel van a desempeñar los distintos implicados); la
elaboración y comunicación de los procesos y los resultados (cómo se va a
traspasar a los implicados las visiones y aspectos desvelados por la
evaluación); y la toma de decisiones (qué acciones se van a poner en marcha
como parte del proceso o como consecuencia de la evaluación). En este sentido,
para que el profesorado pueda beneficiarse del saber elaborado, éste tiene que
resultarle significativo, ya que como apunta Popkewitz
(1992:98) “el problema no reside en que no podemos aprender de las
experiencias de los demás, sino en que el propio “aprendizaje” implica
sistemas de relevancia que están inmersos en campos sociales y en relaciones
de poder”.
Una cuestión clave de la
evaluación, como generadora de conocimiento que permita mejorar la comprensión
de un fenómeno y facilite la toma de decisiones, es conseguir que el
conocimiento generado tenga sentido y sea considerado valioso para los
implicados en la acción, para los que tienen capacidad para tomar decisiones,
en este caso aquellas relacionadas con algunos aspectos de la planificación y
puesta en práctica de la enseñanza en el centro. En este sentido, aunque las
motivaciones que pueden llevar a plantearse la evaluación de algún aspecto del
funcionamiento de un centro son diversas, existen condiciones que parecen más
favorables para propiciar que el proceso y el resultado de la evaluación no
sólo sirvan para justificar el trabajo de los cuerpos de inspección, o de los
evaluadores profesionales. Estas condiciones vienen generadas, por una parte,
por la perspectiva adoptada y, por la otra, por la implicación del profesorado.
En este sentido, como he
argumentado en otra parte (Sancho, 1990), la evaluación de la planificación y
puesta en práctica del currículum en el centro puede constituirse en un
importante instrumento de análisis y explicación de la práctica del profesorado
y el alumnado, que aumente el volumen de conocimientos sobre casos particulares
y ayude a detectar las problemáticas educativas que se sitúan más allá de la
competencia de los centros.
Conociendo la situación
laboral del profesorado es casi imposible pensar que nadie se pueda plantear la
evaluación de un centro en su conjunto, a no ser que exista una fuerte ayuda
externa personal y material. De este modo, si un claustro de profesores, un
grupo de docentes o un sólo enseñante decide iniciar la evaluación de alguno de
los muchos aspectos que informan y configuran el sentido de las experiencias de
aprendizaje del alumnado, una de las primeras decisiones a tomar se refieren
al ámbito o al aspecto en el que se va a centrar la evaluación y tratar de
establecer la índole de las relaciones de éste con el resto de los componentes
del sistema de enseñanza.
En cuanto a la forma de
abordarlo, el mercado editorial ofrece una amplia gama de publicaciones sobre
distintas formas de concebir la finalidad y el sentido de la evaluación, de
representar los temas, así como la elección y utilización de distintos instrumentos
para recoger información. Sin embargo, las cuestiones que generan el mayor
grado de incertidumbre, confusión y, en ocasiones sensación de que la
evaluación no está sirviendo para nada, suelen ser: ¿qué hacer con la
información? ¿qué valor tiene? ¿qué nos aporta? ¿qué conocimiento nos brinda?
¿qué realidad nos descubre? ¿qué preguntas nos plantea? ¿qué conexiones nos
sugiere?
En un trabajo anterior
(Sancho, 1992), para ejemplificar esta fuente de problemas utilicé el siguiente
ejemplo. Sabirón (1990, 78), para llevar a cabo el
análisis contextual de la escuela, tarea fundamental para revisar la adecuación
de la enseñanza llevada a cabo en el centro o proceder a la elaboración de los
Proyectos Educativo y Curricular de Centro, propone una serie de instrumentos
(entrevistas cerradas, a personas externas al centro, observación del
equipamiento del centro, documentación y consulta de trabajos de campo
existentes sobre el entorno) y propone una clasificación. También sugiere tener
en cuenta, dentro del apartado dedicado a la localización y descripción
geográfica, aspectos tales como: La ubicación de la localidad en relación a las
subcomarcas y comarcas, comunidad autónoma y áreas
de influencia nacionales. Clima: tipo, temperatura, etc. y repercusiones socio‑económicas
inmediatas (emigración, veraneo, etc.)... y así sucesivamente y de forma
bastante exhaustiva hasta llegar, tras ocho amplios apartados, a la ecología
escolar. No cabe duda que éstas y otras sugerencias pueden ayudar a los
implicados en este tipo de evaluación a organizar la información. La cuestión
que parece más difícil contestar es ¿qué significado tiene toda esta
información? ¿qué implicaciones supone? El hecho que una escuela se encuentre
situada en una determinada comarca ¿qué repercusiones puede tener para la
enseñanza escolar? ¿puede haber cuestiones lingüísticas o culturales
importantes para el desarrollo cognitivo del alumnado? ¿de qué tipo? ¿cómo se
sitúa el profesorado ante este hecho? ¿considera la zona “deprimida” y por
tanto con “baja educabilidad”? ¿o precisamente el
hecho de ser una zona difícil representa que la planificación de la enseñanza
ha de ser llevada a cabo de forma más cuidada? Este tipo de cuestiones, que
podrían multiplicarse casi indefinidamente porque cada apartado plantea otras
tantas cuestiones y porque cada docente puede encontrar una explicación y una
significación distintas, convierten a la evaluación en un proceso de
deliberación profesional para el que se hace necesario buscar explicaciones de
los hechos que vayan más allá del sentido común y de la expresión de prejuicios,
es decir, de juicios que se tienen formados antes de conocer las situaciones.
Esta tarea no siempre
resulta fácil. Requiere, además de una actitud de implicación y compromiso,
esquemas de conocimiento interdisciplinar y complejo, que no minimice los aspectos
políticos e ideológicos de la educación escolar y que no suelen adquirirse o
desarrollarse en los programas de formación o permanente del profesorado por
encontrarse, incluso, en proceso de elaboración. De hecho, uno de los papeles
de la evaluación como investigación, y de la propia investigación educativa
generada desde la puesta en práctica de la enseñanza en un determinado contexto,
es producir conocimiento sobre los fenómenos que genera la acción educativa
escolar. De ahí el potencial formador de la evaluación y su capacidad para
atajar la inercia, al poner al profesorado en situación de tener que
pronunciarse sobre el valor y el sentido de lo que está pasando y sobre cómo
actuar a partir de aquí. Pero también su dificultad, ya que, como hemos
apuntado, vislumbrar, interpretar y dar sentido a lo que pasa no significa
saber cómo habría que actuar para transformarlo y la mejorarlo.
¿Quién toma las decisiones y en qué sentido?
Si el conocimiento
elaborado en el proceso de la evaluación no lleva a la toma de decisiones ¿para
qué habrá servido? ¿sólo para que exista otra publicación disponible? ¿aumentar
el currículum vitae? ¿ampliar el grado de comprensión
sobre los fenómenos de la enseñanza?... A pesar de que ninguna de estas
consecuencias pueda parecer baladí, el tema clave sigue siendo la toma de
decisiones encaminadas a la mejora de la práctica. ¿Cómo transformar o mejorar
el aspecto evaluado si se llega a la conclusión de que puede y debe hacerse?
Siguiendo con el ejemplo
utilizado anteriormente, en la descripción informada del contexto del centro,
nos podemos encontrar que el entorno sociocultural del alumnado ha sido
analizado, interpretado y valorado como “poco estimulante” desde el punto de
vista de las exigencias escolares. Para unos esto puede “explicar” por qué sus
alumnos “no le siguen”, para otros podría evidenciar la dificultad del centro
para comunicar sus valores al alumnado. A partir de aquí las decisiones que se
pueden tomar son de carácter muy diferente y comportan actuaciones distintas
para todos los implicados. Esto genera otro bloque de preguntas: ¿quién toma
las decisiones? ¿a quién afectan? ¿cómo garantizar una aceptación positiva por
parte de todos? y finalmente ¿cómo asegurar que la decisión ha sido adecuada o
ha sido llevada a la práctica de la mejor manera posible? Esta última cuestión
sitúa al claustro, grupo de profesores o docente individual en el tramo
siguiente de la espiral del trabajo profesional crítico y reflexivo, es decir,
en el planteamiento de un nuevo proceso de análisis-valoración‑toma
de decisiones. Proceso que convierte la inercia en albedrío, la tradición en
reflexión y la rutina en descubrimiento.
Hill (1980): Evaluating educational programs for
federal policy makers: Lessons from the National Institute of education
compensatory education study. En J. Pincus (Ed.) Educational
Evaluation in Public Policy Settig. Santa Mónica, Ca.: Rand Corporation
Popkewitz, T. (1 992)
Algunos problemas y problemáticas en la producción de la evaluación.
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Sancho, J. Mª (1990) Los
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Sancho, J. Mª (1992): Evaluar,
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Sancho, J. Mª (1994) La
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Mª Sancho (Coord.) Para una tecnología educativa. Barcelona: Horsori.