El teatro barroco, instrumento del poder (1)
Aspectos parateatrales de la fiesta barroca
Lic. Angel Luis Rubio Moraga ©
El barroco es sin duda el gran momento de esplendor
de las fiestas públicas, bien surgidas del poder civil o bien del religioso
para celebrar acontecimientos de su propia incumbencia, pero sin que los puntos
de encuentro y "solidaridad" escaseen. Las fiestas de nacimientos y
bodas reales, recibimiento de embajadores, canonizaciones, consagraciones de
templos..., son espectáculo para el pueblo en general, que no participa en su
realización, frente a nobles y clero que sí pueden intervenir directamente en
su ejecución. Pero existe, claro está, una rica variedad de celebraciones
populares en las que el pueblo interviene no como mero espectador, sino como
ejecutante, con lo que la fiesta adquiere su pleno y total sentido
participativo.
Pero las fiestas, como muchos otros aspectos de la
vida social de la época, son también objeto del más riguroso control por parte
del poder establecido. Este poder genera, durante los siglos XVII y XVIII en
España, una variada gama de fiestas, con funciones de ostentación, propaganda,
exhibición, encaminadas a promocionar fidelidades. Este aspecto, puesto de
relieve por diversos historiadores, ha llevado con extrema frecuencia, a
enfocar el estudio de la fiesta barroca desde una perspectiva ética que subraya
el manifiesto desacuerdo entre una nación en ruinas y una ostentación pública
encubridora de miserias y digna de más saneadas arcas. Sin embargo, esa
ostentación y ese gasto descontrolado serán una de las constantes en la
historia festiva del barroco español.
Las relaciones, fuentes de
documentación
Las "relaciones", principales fuentes en
las que hemos basado nuestro estudio sobre las fiestas de dicho período, suelen
detenerse en la minuciosa descripción del lujo en el vestido de cada uno de los
nobles que participan en esas fiestas, como si se tratara de una competición
ostentosa. No en vano, el vestido será un elemento central en la fiesta, con
efectos de ostentación decorativa y como forma de alejarse de la vida
cotidiana, rutinaria, lo cual lo asemeja a la función desempeñada por el
vestuario en una obra de teatro, pero sin que tenga, en general, como sí ocurre
en éste, la función de crear la realidad de nuevos personajes, a no ser en
forma fija e institucionalizada en el adorno de casullas, capas y otros
ornamentos en la fiesta religiosa, penitentes de procesiones, figuras
históricas, alegóricas, etc. No debemos olvidar por otra parte, la costumbre
generalizada, que perdura desde entonces y hasta nuestros días, de celebrar la
fiesta con el mayor engalanamiento personal posible, luciendo los mejores
paños, a pesar de que, en muchos casos, no se participe directamente en ningún
acontecimiento organizado.
Nos acercamos así a los aspectos más parateatrales
de la fiesta barroca, introduciéndonos con ello en la compleja relación que
poder y teatro mantuvieron en la sociedad española de los siglos XVII y XVIII.
Pero antes, merece la pena citar, aunque sea brevemente, la forma máxima de la
simulación en esta fiesta barroca, y que, sin duda, independientemente de las
representaciones teatrales incorporadas, es la mascarada.
La mascarada
La gran fiesta anual de la mascarada es, al igual
que en nuestros días, el carnaval, celebrado en palacio, en la calle, en villas
y aldeas. La mascarada es uno de los elementos imprescindibles y, a la vez, más
vistosos de la fiesta barroca. Las razones que nos permiten aventurar dicha
afirmación son muy diversas, ya que en esta fiesta se puede apreciar de forma
conjunta la minuciosa etiqueta y organización de la nobleza; el lujo de
vestuario y ceremonial del rey; el galanteo de las damas más encumbradas; todo
tipo de alcances satánicos; baile de disfraces; sea en formas más populares de zamarrones;
mayas y fiestas de San Juan; moros y cristianos; fiestas de locos, etc. También
hay que recordar que hubo mascaradas con importante presencia de elementos
argumentales (2), y de ellas dan buena cuenta autores como Caro Baroja y
Deleito y Piñuela. A ellas habría que sumar las pantomimas, gigantes, enanos,
cabezudos, o la gran fiesta barroca diaria del aparentar, verdadera y
definitiva gran mascarada en el siglo XVII. En todas estas manifestaciones, tal
y como ocurre con el teatro, el disfraz desempeña la peculiar función de anular
al personaje real por la presentación visual de otro distinto, frecuentemente
antitético, extremo, etc. (el mito moderno del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde:
dama-labradora; caballero-criado; galán-dama...), para conseguir la máxima
tensión significativa con la inversión del significado. Todo ello forma parte
de una auténtica falacia social, un juego aparente de tensiones, en el que el
desenlace supone la vuelta a la realidad primera, anulando así las
"disidencias" que se hayan podido producir por el desacuerdo entre
apariencia y realidad.
Junto a esta escenificación espontánea que supone
la mascarada, habría que destacar en la fiesta barroca una importante presencia
textual, que nos aproxima a lo que es el elemento central en la representación
de teatro, sólo que aquí tiene un carácter fragmentario y aislado, como un
componente más de la fiesta, que no da unidad de sentido a actuantes y
decorado. Esa parte textual de la fiesta, en la mayoría de los casos
analizados, mantiene una vinculación argumental con el conjunto celebrativo,
con la esencia de la fiesta, si bien en forma dispersa de poemas, motes, lemas.
Esa relación se vuelve más estrecha en los sermones y discursos, componentes
decisivos, enormemente teatralizados y espectaculares de la fiesta barroca. Con
motivo de las fiestas se recitan poesías en los altares de las calles; se
pueden observar jeroglíficos en las pirámides; lemas, carteles, emblemas, etc.
Romances y villancicos se cantan en el templo, formando parte de las celebraciones
litúrgicas. Por su parte, en las fiestas de mayor relieve se convocan
certámenes políticos al efecto, conocidos en la época como
"Academias". Estos concursos tenían lugar tanto en fiestas religiosas
como en civiles, y servían de pretexto para componer poesías que, de forma
obligatoria, debían estar relacionadas con el motivo que fuera objeto de
conmemoración, limitación ésta que solía aminorar el valor de las obras.
Tampoco hay que olvidar que toda fiesta, por pequeña que sea, también tiene un argumento,
una narratividad, si bien ésta es creada, difusa y solidariamente, por la
variedad de elementos que la integran, con muy escaso progreso
narrativo-argumental, exigiendo además una capacidad de síntesis que someta a
unidad la dispersión
La fiesta y los géneros teatrales y
pra teatrales
Al mismo tiempo también hay que destacar la
presencia de géneros teatrales y parateatrales escritos expresamente para la
fiesta, que, como es obvio, se aproximan más al texto argumental-narrativo de
la representación escénica, pero que mantienen en su hechura y realización
importantes dosis de parateatralidad. Nos referimos a la aparición en el propio
teatro de los parámetros de la fiesta, de algunas de las características
constitutivas de éste: jolgorio, luminarias, bailes, desfiles, etc. Resulta
bastante claro en los "juguetes teatrales" escritos en su mayoría por
los propios cortesanos con el fin de "lanzarse" dardos mutuamente
para su propia diversión y la de sus amos, y todavía más, por lo que supone de
fusión de participación-contemplación, ya que son los propios cortesanos
quienes representan estos pequeños juguetes escénicos, especialmente, bodas
fingidas. Las crónicas de la época confirman la participación del mismísimo
conde-duque de Olivares en algunas de estas representaciones, e incluso el
propio Felipe IV, cuya azarosa vida privada relata Deleito y Piñuela (3), era
muy propenso a este tipo de divertimentos.
Por otra parte, muy frecuentemente, danzas y bailes
posibilitan una fusión semejante a la anterior entre representantes y
espectadores (a veces, también en los teatros públicos). Se ha apuntado,
incluso, que, en las representaciones en palacio, los asistentes a ellas
constituyen en sí mismos un espectáculo en su forma de colocación, etiqueta y
lujo, especialmente, en lo que se refiere al rey. Algún crítico (4) ha apuntado
también que los espectadores en un corral de comedias son, a su vez,
espectáculo para los otros espectadores, lo que otorga un puesto de relieve a
las localidades que mejor permiten ver y ser vistos. Al igual que vimos con los
nobles, también los estudiantes de colegio pueden ser los actores de las
representaciones teatrales celebrativas. Tal y como recoge Pellicer en sus
'Avisos históricos', "hubo mucha solemnidad y representaron los estudiantes
del Colegio Imperial un acto muy lucido, a modo de comedia de martirio"
(5) claro ejemplo de que aún perdura el espectacular teatro de los jesuitas del
siglo XVI, así como su especial dedicación al boato y organización de las
fiestas celebrativo-doctrinales. A modo de ejemplo, la obra de Simón Díaz
ofrece un testimonio precioso de la lujosísima escenificación del diálogo
'Obras es durar', con motivo del centenario de la orden (6). Allí la
aparatosidad, el lujo de trajes y alegorías, la riqueza escénica y la sanción
del espectáculo con la presencia del rey y de nobles en sucesivos días, nos
brindan un testimonio valiosísimo del encuentro siempre manifiesto entre fiesta
y teatro durante todo el barroco español.
Por supuesto, también se escribieron algunas piezas
teatrales con el motivo concreto de alguna fiesta: diálogo 'La paz y la
guerra', de Calderón (7), fiesta dramaticomitológica en el estanque (8) y otras
muchas de Lope y, especialmente, del citado Calderón. Estos géneros, muchas
veces en las fronteras de la parateatralidad, vuelven a situarnos en un espacio
de indefinición. Estamos inmersos en un teatro cargado de simbología, de mitos,
de mensajes, pero también de órdenes, y ese es el objeto de este estudio,
demostrar cómo el teatro, y más concretamente sus autores, sirvieron al poder
establecido como "medios de comunicación de masas".
En una sociedad tremendamente inmovilista y
tradicional como lo era la española del siglo XVII, el teatro se convertirá en
el mejor instrumento para adoctrinar y educar a las masas analfabetas. Sin
embargo, antes de adentrarnos en este apartado de forma más detallada, conviene
que hagamos, aunque sea de forma breve, una referencia a las restantes formas
de manifestaciones parateatrales que pueden apreciarse en la fiesta barroca.
Ya en la Edad Media existía la costumbre de
amenizar los banquetes con danzas, pantomimas y otras formas parateatrales, y
sabemos, por ejemplo, de la costumbre romana de dar representaciones durante
los banquetes, como ocurrió en uno cardenalicio con la obra Tinellaria de
Torres Naharro. Este tipo de representaciones, en las que fiesta y espectáculo
están íntimamente asociados, dan lugar a un espacio de indefinición en el que
lo teatral adquiere características de parateatralidad y, a su vez, la fiesta,
por este componente de privilegio, se aproxima más a lo específicamente
teatral. Conocemos la citada costumbre también en el siglo XVI de organizar
"comidas amenizadas con sainetes, entremeses, bailes, música y graciosidades..."
(9).
Otras formas de representación de carácter
parateatral, extraordinariamente importantes para lo que aquí nos ocupa, son
los cuadros alegóricos, simbólicos -ya sean fijos o con acción- representados
en carros móviles, que acompañan a la cabalgata o procesión y que, en muchos
casos, son la parte más vistosa de la misma. Al respecto, tenemos importantes
testimonios gráficos de la decoración fija de estos carros alegóricos tan
espectaculares, y en las relaciones de fiestas se alude a ellos, describiéndolos.
Retendremos tan sólo un ejemplo de los muchos que Simón Díaz recoge en su
recopilación de relaciones y en la que nos habla de un "carro triunfal,
imitado de oro y verde, con hermosas cartelas y follajes (...) este carro era
cochero la fama, imitado de bronce, en la una mano una tarjeta que decía el
motivo de este triunfo..." (10), y había varios en la comitiva. Otras
veces, estos carros representaban diversos motivos o pasajes de la vida de un
santo, o bien eran inmensos cuadros alegóricos, llegándose en muchos casos al
extremo de asociar fuego con las figuras del carro, o convirtiendo el carro
mismo en un extraño artilugio de fuegos de artificio. En otras ocasiones
adoptaban la forma de una barca que discurría por el río o, incluso, llegaron a
adoptar el aspecto de formas genuinas de antiguas rocas.
Además de estos carros triunfales y rocas de
argumento y estructura fija, aunque con un valor narrativo, existieron carros
en que se representaban a lo vivo pequeños fragmentos de acción relacionados
con el motivo central de la fiesta. Nuevamente nos remitimos a Pellicer para
ejemplificar esta afirmación ya que sabemos así de la existencia de carros que
"con personajes vivos y supuestos declaraban el aparecimiento de Nuestra
Señora" (11) y de "carros de caballos que representaban la fe al modo
romano, haciendo las figuras los comediantes, con música" (12).
Los carros con acción viva o representación fija,
son de forma evidente embriones de teatro. Podríamos afirmar que son formas
rudimentarias que nos devuelven a tiempos anteriores a los del nacimiento del
teatro como hecho comercial y cultural reglamentado. Todas estas
manifestaciones se presentan como cristalizaciones de parateatralidad en un
momento en el que ya existía el teatro como tal. Son pues testigos
supervivientes del proceso que conduce del rito al teatro, y en sí mismos, con
sus valores argumentales, escenográficos, de actuación, vienen a convertirse en
la máxima expresión en la que confluyen teatro y fiesta, como una tierra de
nadie con las fronteras un tanto borrosas. De nuevo es la procesión, el
recorrer de la calle, llena de altares y arcos, que son a su vez escenario, lo
que da unidad de sentido a estos fragmentos dispersos de teatralidad.
El teatro: un instrumento para
adoctrinar y educar
Tras esta breve disertación sobre los aspectos
parateatrales de la fiesta barroca, entramos ya en nuestro principal tema de
atención: el teatro y la utilización encubierta de la que fue objeto por parte
de monarcas, nobles, clero, etc.
El teatro barroco español se va a convertir en el
gran instrumento necesario para desplegar las mayores energías de captación
sobre los grupos cada vez más amplios de las ciudades. Éstas experimentaron
durante todo el siglo XVII un enorme crecimiento demográfico a causa,
principalmente, del abandono masivo de las zonas rurales. La ciudad crecía a
costa del campo. De esta manera, el teatro barroco, como medio de integración y
de captación de una población numerosa y en su mayoría de condición anónima
ante el poder, presenta una serie de características sumamente favorables. A
ello hay que sumar el hecho de que, dada su manera de penetrar su influjo en el
interior de los hombres, esto es, por vía de contagio extrarracional que puede
mover las voluntades, tiene una gran capacidad para promover la adhesión y con
ello empujar; dado el caso, a un comportamiento de defensa cerrada del
gobernante de turno o del poder establecido.
Finalmente, no podemos olvidar que el barroco
sucede a una época de grandes cambios en todos los aspectos: el Renacimiento.
Así, el paso de la etapa positiva y expansiva que supuso ese período a la etapa
represiva y recesiva que va a suponer el barroco, permitirá a éste heredar una
clara preferencia por el movimiento. Estamos en la época de grandes pensadores
como Descartes y Galileo. Para el primero, la luz se convertirá en un
movimiento de ciertos cuerpos; mientras que Galileo centrará su atención en las
leyes de la visión, de los sistemas de fuerzas, del plano inclinado y de la
aceleración. La palabra "velocidad" conoce un incremento en su uso
que cada día es mayor y siempre con un sentido positivo, envuelta de admiración
hacia aquello que velozmente se mueve (algo que sigue sin cambiar en la mentalidad
del hombre de hoy en día).
A una sociedad de condición predominantemente
estética que llega hasta el Renacimiento, sucede, a través del episodio del
manierismo, una sociedad que identifica movimiento y vida; por tanto, una
sociedad de cambios. Sin embargo, bien es sabido que no todos los sectores
sociales evolucionan al mismo tiempo y de la misma forma, ni se hallan en el
mismo intervalo de la historia, por lo que necesariamente se plantea una
situación de clara conflictividad, de enfrentamiento entre supervivencias e
innovaciones, entre tradicionalistas y renovadores, lo que provocará de una y
otra parte una profunda inquietud.
En este contexto hemos de situar ese arte tan
representativo del momento como es el teatro, que poseía, sobre el fondo del
estado de la época, una serie de características muy especiales. Los
detentadores del poder no fueron ajenos al enorme potencial propagandístico que
les ofrecía un medio que tenían prácticamente a su merced. Por tal motivo, era
de esperar que fuera utilizado para llevar a cabo una campaña de difusión e
impregnación de un contenido ideológico, por aquellos grupos dominantes y a su
cabeza la monarquía, que tenían poder para utilizar en gran medida, o, mejor
dicho, para hacer suyo, ese instrumento de control sobre las conciencias.
El teatro manejado por los grandes
señores
Es obvio que eran los privilegiados del viejo
sistema, los miembros de las clases dominantes tradicionalmente instaladas en
ese nivel y aquellos que, por uno u otro vinculo, se movían a su servicio, los
más interesados en mantener el orden recibido y reforzar su resistencia. Por
ello, fueron éstos, y muy especialmente los escritores dependientes de grandes
señores o incluso del rey -como Lope de Vega y Calderón de la Barca-, quienes
perspicazmente optaron por la utilización del teatro a fin de llevar a cabo una
extensa campaña a favor de los poderes establecidos y del régimen de intereses
afecto a ellos. En ese sentido podemos afirmar que a falta de otro tipo de
medio de comunicación afán a los intereses reales, el teatro, y con ello sus
autores, fueron el mejor medio manipulador de masas con el que contaron las
clases dominantes.
Pero a pesar de lo expuesto hasta ahora, no podemos
afirmar que nuestro teatro barroco, por mucho que se le llame un "teatro nacional"
y que algunos hayan querido ver en él una especie de exaltación y alabanza
hacia todo lo español, no ejerció, en ningún momento, una función educadora del
pueblo; pero sí que tuvo -como ya hemos adelantado- una función manipuladora
del pueblo en su conjunto, con el único fin de realizar una operación
configuradora de carácter ideológico sobre amplios sectores de la población.
El teatro barroco español no desarrolló una tarea
educativa del pueblo, proporcionándole una manera de pensar y de vivir intelectualmente
aptos para insertarse en el mundo nuevo que parecía aproximarse, más bien al
contrario. El teatro barroco español, gracias a la confluencia en el tiempo de
algunos de los mayores genios literarios que ha conocido el mundo -Lope,
Cervantes, Góngora, Quevedo, Calderón... - desarrolló una desbordada riada de
comedias de las que la mayor parte responden a un estereotipo ideológico, y que
buscaban como finalidad básica ejercer sobre una población masiva una enérgica
atracción que pudiera ponerse en juego, fijando su adhesión incondicional y su
leal apoyo al sistema establecido ante situaciones críticas de la vida común.
Sin embargo, estas comedias no iban dirigidas única y exclusivamente a la
extensa población, y no sólo contenían un mensaje para el pueblo. También los
nobles debían entender el sentido de esas comedias, en las que la realeza se
imponía siempre y en ello estaba el bien de los señores. Los ricos, fueran
nobles o no, también habían de darse por aludidos en estas obras, ya que, por
medio de ellas se les llamaba a integrarse con firmeza en un sistema que a
éstos les admiraba y sorprendía, y sólo dentro del cual se aseguraba la paz de
la vida moral. Al pueblo, por ser el sector más extenso e indefenso a la vez,
se le garantizaba la defensa, según la comedia oportuna e infaliblemente,
expedita y reparadoramente, contra los desmanes de algún señor, por excepción
tiránico en su proceder, e incluso, en algunos casos, se le deja entrever una
vaga posibilidad de cambiar de status o dándole a entender las ventajas de su
estado en la vida de aldea, donde el labrador honrado se ve reconocido por
todos como "rey del campo que gobierna". Por último, el teatro
barroco ofrece un mensaje subliminal para los discrepantes contra el sistema,
cuyo número es grande, atemorizándoles, castigándoles, haciéndoles ver con sus
propios ojos, en el bien visible espacio de la escena, cómo siempre se imponen
el rey y el orden que en su figura culmina. El teatro, pues, era el gran aliado
de la monarquía y del régimen del absolutismo monárquico-señorial en que
aquélla descansa.
Al margen de lo dicho anteriormente, en el teatro
de la época podemos apreciar una clara intención "dirigista", si bien
con distinta finalidad según se trate del teatro del siglo XVII o del teatro del
siglo XVIII. Así, en la comedia del XVII se da un dirigismo restaurador, que
opta por contribuir a mantener un elevado grado de inmovilismo social. La época
de explosión de las energías individualistas que supuso el Renacimiento
empezaba a ser cada vez más discutida y ya, desde principios del XVII, la
opinión conformista y conservadora, instalada en torno al poder, moverá todos
los hilos a su alcance para poder confirmar ese individualismo como una
experiencia peligrosa. Por ello es fácil comprender que el objetivo principal
de ese afán dirigista del teatro barroco fuera el de contener las innovaciones
del orden y de las estructuras sociales que se juzgan amenazadoras. Según los
sectores más alarmistas, el individualismo del renacimiento no podía conducir sino
al desmoronamiento social más absoluto, lo cual les llevaba a sostener que las
fisuras abiertas en la pirámide social había que cerrarlas y restaurar así tal
construcción; había que superar la confusión introducida por una corriente a la
que calificaban de impetuosa, y había que detener el proceso de la movilidad
social en sus tres aspectos: sujetar a cada uno en el oficio o profesión de sus
padres (régimen de herencia de los oficios que constituye uno de los pilares de
la sociedad tradicional jerárquica); contener a cada uno en su puesto y nivel,
dentro de la estratificación social, parando la ascensión del individualismo,
si bien permitiendo un número de desplazamientos ascendentes que a ser posible
no rompan las barreras estamentales; y mantener unas medidas de emulación y de
ambición, porque toda sociedad, por arcaizante que sea, tiene necesidad de
renovación, de admisión de hombres nuevos; en conjunto, pues, importa señalar
bien los límites de cada estamento, de cada subgrupo en él y de la regulación
de la adscripción a ellos de cada individuo. En consecuencia, los sectores más
conservadores pretendían cercenar las aspiraciones de medro pensando que cuando
en alguna ocasión alcanzan un resultado positivo -lo cual acontecía muy
excepcionalmente- hay que atribuirlo a caso de prodigio, de portento, de golpes
de fortuna, pero nunca a la industria del protagonista y a sus cualidades
personales.
En cuanto al siglo XVIII, éste también conocerá un
teatro marcado fuertemente por la preocupación dirigista. Sin embargo, aquí se
trata de un dirigismo en cierto modo en sentido opuesto: un dirigismo
reformador, que reclama la participación en la empresa de educar a la gente
para un futuro modo de vida social más recomendable. Se trata de un dirigismo
educativo e impulsor, que con excesiva frecuencia, a fin de hacerse compatible
con el alza de los deseos de libertad, se presenta como provisional,
transitorio, aplicable tan sólo en tanto que los individuos conozcan sus
propios y verdaderos intereses.
A pesar de ese diferente objetivo que podemos
apreciar en el teatro de uno y otro siglo, hay algo que no difiere en absoluto,
y es que el poder busca crear una opinión, un estado de ánimo que ayude a
enfrentarse con circunstancias complicadas en las que la ley no es bastante. En
la literatura de la época se cita con mucha frecuencia la fama que corre, la
opinión que fácilmente se divulga, y siempre se les confiere una gran fuerza.
Frente a la poesía satánica que cunde durante todo el período, tal y como la ha
estudiado Mercedes Etreros (13), frente a los libelos y pasquines, frente a las
conversaciones libres en corrillos, se hace necesario utilizar un medio rápido
y de múltiple acción simultánea sobre muchos aspectos, que asegure la difusión
y la inoculación en los espíritus de una ideología favorable al orden
establecido. Para ello es necesario que el teatro de constancia de dogmas
clásicos como el de la superioridad del rey, su inviolabilidad, su voluntad
absoluta, su carácter de deidad en la tierra, de vicario o lugarteniente de
Dios, su naturaleza de deidad por Dios mismo conferida, sin descartar aquellos
otros dogmas que hacen referencia a la creencia en la felicidad del labrador
que en la aldea consigue con su trabajo y su riqueza el reconocimiento de
todos, lo que le permite compararse, al menos anímicamente, con un
"noble" rural.
Todo esto sólo se puede lograr con la fiesta
teatral. El teatro posee todas las características, y además en su modo más
favorable, de la fiesta barroca. Porque no se puede, saltando sobre cuanto
trajo la crisis expansiva y renovadora del Renacimiento, volver a una
restauración, ni siquiera conseguir un sólido reforzamiento de la sociedad
jerárquica, con sólo volver atrás y emplear o la fuerza o el halago. Para
recuperar de nuevo a todas aquellas personas que salieron de su cauce, o que
cuando menos contemplan este desbordamiento con satisfacción y hasta con
esperanza, para hacerles volver a que ocupen otra vez sus estrechos huecos en
la colmena social, son necesarios otros medios.
En consecuencia, no cabe colocarse ante el público,
en la crisis amenazadora que experimentó el barroco, y exponerle los peligros a
que la sociedad y con ella sus miembros conservadores del régimen vigente
caminan, para llevarlos a estar prevenidos contra el desorden y la confusión
que se ciernen. Es necesario presentar todo este amasijo de alarmismos bajo una
forma que resulte atractiva y capaz de imprimir indeleblemente su mensaje, a
fin de lograr la atención de los destinatarios en todo momento, y esto sólo se
puede conseguir a través del teatro, que llegó a convertirse en un producto
frecuente y poco menos que necesario en la época.
Debemos reconocer que también las demás clases de
fiestas públicas, bajo las monarquías del absolutismo del XVII, presentaban en
mayor o menor medida estos elementos para influir o, en su caso, configurar una
determinada opinión, pero nunca con un despliegue tan grande como el que se
conseguía en la representación escénica, y pocas veces con el hábil manejo que
ésta ofrecía.
Como ya hemos dicho, todos los caracteres y
posibilidades que la fiesta barroca ofrece se dan con intensidad y eficacia
potenciadas en el teatro. Bien es cierto que al teatro nunca concurre una masa
de gente como la que cubre la carrera de una procesión o de un desfile, o la
que en una amplia explanada puede acudir a pasmarse ante unos fuegos
artificiales o juegos acuáticos; tampoco supera la cifra de personas que pueden
darse cita para recorrer las llamativas instalaciones de pomposos monumentos,
levantados por hábiles expertos en las técnicas ingenieriles, etc.: a pesar de
eso, el teatro ofrece otras posibilidades. Aunque cada vez que se da una
representación la capacidad no llegue a tanto como en los casos anteriormente
citados a modo de ejemplo, la repetición de las representaciones es mucho más
frecuente y la estancia del público en el espectáculo más larga, lo cual
contribuye a producir un impacto considerablemente mayor sobre el número de
personas, y de todos modos en los corrales de comedias del siglo XVII el aforo
de asistentes a la representación es relativamente grande.
El teatro permite llevar ante los ojos de quienes
lo contemplan, las "invenciones" que son tan del gusto del tiempo,
esas "invenciones" de las que nos habla Pellicer y otros muchos
autores. Y es que la pasión por las novedades que impulsa al pueblo y que no
puede manifestarse en terrenos políticos y sociales, encuentra en el teatro un
campo de satisfacerse mucho mayor que en las demás fiestas.
Así pues, el teatro era una fiesta para admirar,
para asombrarse y espantarse, pero siempre en actitud pasiva respecto al
desarrollo de la acción, aunque no respecto al sentir que despiertan, el cual
en ocasiones sonaba con estrépito promovido por el vulgo.
El teatro poseía, pues, unas condiciones especiales
para detener cualquier acción contra los altos poderosos y máximamente el rey,
e igualmente servía como medio de captación de voluntades a favor de mantener
la sociedad que esos mismos poderosos presidían.
A modo de conclusión, podemos afirmar que si a todas
las artes visuales les era común la capacidad de impresionar el ánimo y mover
la voluntad, ninguna tenía en esto la fuerza del teatro. En la escena se
desarrollaba, con el propósito adoctrinante y contagiante por vía emotiva, una
acción que ponía al descubierto la grandeza de la persona del rey y la
legitimidad de la sociedad jerárquica, en el fondo apoyándose en la antiquísima
concepción didáctica del exemplum, sólo que ahora se veía incomparablemente
potenciado por el empleo de nuevos medios. En parte, la pintura, la
arquitectura, el grabado, colaboraban en esto, y además la pretensión de tales
artes era incorporar a sus conquistas la versión plástica del movimiento; pero
ninguna podía competir, porque a diferencia de todas las demás, juntando a unas
cualidades comunes a todas las artes, el teatro tenía la de disponer ventaja de
toda la fuerza impresionante y absorbente de una versión dinámica de su
mensaje.
Notas