De la mecanización del arte de los escribas
(9.769 palabras - 18 páginas)
Dra. María José Ruiz Acosta ©
Profesora
de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla
En
términos objetivos, la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV
representó, quizá, una de las muestras más significativas del nuevo ímpetu que
estaba cobrando la sociedad de aquel momento, así como el anuncio de lo que iba
a suponer, desde esos años, la cultura del impreso dentro de la comunicación
escrita. Lejos de simbolizar un corte o ruptura, el nuevo artefacto significó
un paso adelante en la configuración del mundo europeo, que en esas décadas
combinaba aún los hábitos bajomedievales y la identidad del inminente mundo
moderno. En sí, el invento puede ser considerado como una muestra más de un
contexto que, en su actividad, promovió las bases necesarias para la aparición
de nuevas técnicas. Asentada la imprenta, pronto pudo comprobarse la fuerte influencia
que iba a ejercer en el ámbito que la había generado; en cierta medida, la
acción política de los incipientes estados nacionales, la extensión de los
negocios y la propagación de las luchas religiosas deben su auge a dicha
técnica y a las formas comunicativas escritas por ella creadas.
Ciertamente,
está fuera de toda duda que la realidad de la imprenta aportó toda una serie de
novedades en el mundo de la reproducción de informaciones. Mas es necesario que
nos preguntemos por qué apareció en ese momento. En este sentido, Albertine
Gaur nos recuerda que toda innovación técnica surge cuando una determinada
sociedad lo necesita, hasta el punto de que los grandes avances en la vida del
hombre constituyen, generalmente, el último paso de largos procesos de
evolución. Desde este punto de vista, la razón de la imprenta habría que
buscarla en la necesidad social de comunicaciones e informaciones escritas
suscitadas en aquella época, un momento en el que se hizo imprescindible la
multiplicación de los textos. Dicha realidad la ratifica el hecho de que la
imprenta ya era conocida antes del siglo XV; mas, igualmente, que fueron las
condiciones de Europa en esos momentos las que permitieron su verdadera
conformación. Analicemos las notas de aquella etapa.
Numerosos
estudios coinciden en señalar que entre 1350 y 1550, el occidente europeo
experimentó el cambio desde una sociedad mayoritariamente rural y en declive
(por las hambres, las guerras y las epidemias) hacia otra que, desde las
primeras décadas del siglo XV, comenzó a manifestar un vivo deseo de
recuperación. Un auge que, entre otros, se hizo patente en rasgos como los
siguientes: a) en un sostenido aumento de la población, presupuesto
indispensable para el incremento de la demanda de más bienes y servicios; b) en
la multiplicación de las nuevas rutas comerciales, canal de la creciente
movilidad del mercado interior europeo así como de los circuitos mercantiles
establecidos en el Mediterráneo y en el Atlántico; c) en la implantación de un
nuevo orden -el estamental-, en cuyo seno se consolidaría la figura del
burgués; d) en la decadencia del poder imperial, que beneficiaría al
autoritarismo monárquico asentado en espacios de carácter nacional; y, e)
finalmente, en la agudización del clamor por la reforma de la iglesia, paso
inevitable para la consagración del humanismo.
Ante
semejantes cambios, pronto se hizo evidente, como destaca Hipólito Escolar, que
se incrementara de modo notable la demanda de comunicaciones, acción que, en
determinados ámbitos, se canalizó mediante los libros y los papeles escritos.
Para comprender ese extremo ha de tenerse en cuenta que el crecimiento de las
relaciones comerciales entre regiones próximas y alejadas urgía, en aquellas
décadas, de elementos informativos más rápidos; asimismo, que la progresiva
complejidad de la vida administrativa de la ciudad y de las cortes y el aumento
de la población estaban necesitadas de una mayor capacidad de producir
documentos. Igualmente, que las apetencias culturales del humanismo y los
deseos de las reformas eclesiásticas hicieron del libro y los papeles escritos
un elemento necesario para la defensa de sus ideas; y, en último extremo, que
las órdenes mendicantes, empeñadas en la predicación y en estudios filosóficos
y teológicos que les dieran mayor fuerza persuasiva, requerían algo más que la
comunicación que promovían los manuscritos.
A
lo anterior se ha de añadir la revalorización sufrida por la lectura y la
escritura, identificadas desde las últimas décadas del siglo XIV como signo de
triunfo en la vida. A decir de Alfonso Braojos, diversos testimonios indican
cómo en el siglo XV creció el número de personas que aprendieron a leer y
escribir, muestra inequívoca de que no pudo verse como algo extraño el que se
incrementaran las escuelas y maestros y que surgieran nuevas universidades,
centradas en la formación de profesiones civiles y en diversas actividades de
la vida laica. Evidentemente, ese esquema obligó a una modificación en el
concepto de lo escrito; es a lo que se refiere el citado autor cuando expone
que: "El libro, en su cualificación definitiva, se veneró como una pieza
de excepcional mérito. Las bibliotecas privadas o las universitarias y la
profesión de copista como "oficio" respetado lo confirman" (1).
En
la situación descrita, la necesidad de una rápida reproducción de los textos y
a un precio barato fue satisfecha gracias al desarrollo de la mecánica y la
industria en los momentos finales de la Edad Media. Esta característica
confirió a la imprenta, desde sus inicios, un carácter propio. Evidentemente,
si el nuevo invento hubiera surgido por motivos culturales, su cuna habría
estado situada en cualquiera de las florecientes ciudades italianas; pero ésa
no fue la causa de su creación, aunque posteriormente sirviera para
perfeccionarla. La imprenta nació como medio para facilitar la actividad
burocrática de los poderes sociales, políticos y religiosos, vía de acceso al
pensamiento escrito y, sólo secundariamente, como instrumento de la creación
intelectual. Esa característica de la imprenta haría decir a Henri-Jean Martin
que "se creó, no como resultado de una invención autónoma, sino cuando se
reconoció la necesidad de ésta" (2).
Ese
tono confirió a la nueva técnica, por tanto, un carácter utilitarista, tal y
como se observa en las primeras obras que produjo: ejemplares poco presuntuosos
-indulgencias, almanaques, pequeñas gramáticas- cuya tirada atestigua las
preocupaciones prácticas de los primeros impresores, tan obsesionados por
suministrar múltiples copias de documentos como por producir libros. En este
segundo caso se observa cómo, tempranamente, se tendió a reproducir una obra
que, por su valor intrínseco, tuviera mucha demanda y, por su extensión
material, resultara cara su copia. Es así como se comenzaron a imprimir
biblias.
LAS
CONDICIONES DE UN HALLAZGO REVOLUCIONARIO
Por
ser considerada en su origen una aventura industrial y capitalista -que
facilitó productos escritos a un precio menor-, la imprenta hubo de surgir
necesariamente en un contexto que contara con una fuerte presencia de artesanos
y burgueses -hombres emprendedores y deseosos de hacer dinero- y donde
existiese la posibilidad de una potente financiación y organización comercial,
con buenos canales de distribución. También, donde se conocieran los adelantos
técnicos del momento, como las atrevidas construcciones góticas, las máquinas
de elevar agua o el moderno instrumental óptico.
Sin
que destacara por su riqueza o por su ambiente cultural, Maguncia contaba
durante esas décadas finales del siglo XV con los elementos financieros e
intelectuales mínimos para permitir que floreciera el invento. En su seno, se
dieron cita las condiciones adecuadas para que necesidad o genialidad
permitieran al alemán Johann Gensfleisch zum Gutenberg conseguir los tipos
móviles metálicos para la impresión, perfeccionar la tinta y adecuar la prensa
del lagar para a las nuevas necesidades de aquellos momentos. Que lograra,
finalmente, lo que Marshall McLuhan denominó "la mecanización del arte de
los escribas". (3)
Aclaradas
estas cuestiones, planteemos a continuación qué era realmente la imprenta.
* * * * * * *
El
investigador francés Henri Jean Martin apunta que fue en el Lejano Oriente, en
China y en algunos de las naciones vecinas, donde apareció por primera vez un
interés por reproducir textos continuos que superaran la simple inscripción de
palabras o frases breves en sellos o monedas. Junto a ese deseo, la invención
del papel en el año 105 a. C. -basándose en celulosa a jirones o cáñamo- y el
uso de técnicas xilográficas habían creado un clima propicio en aquel contexto
para nuevos avances; sin embargo, en las estáticas sociedades orientales estos
no se llegaron a producir.
No
está probado con certeza el hecho de que en Europa se conociera la realidad de
la tipografía y la imprenta tal y como se plasmó en el Oriente Lejano. Parece
que lo más que se puede afirmar es que existía una notable expectación en torno
al asunto, seguramente a causa de las informaciones traídas por los
comerciantes que viajaban entre Occidente y Oriente o por los participantes en
las cruzadas. Y así consta que entre los siglos V al XII existieron en el
continente intentos de reproducción de imágenes e ilustraciones: en escritos
griegos, romanos, así como en las biblias y libros de rezos. También, que a
partir del siglo XIII se conociera el grabado en madera para reproducir las
figuras con las que se ilustraban devocionarios, calendarios y ediciones
populares, técnica que evitaba la pesada obligación de iluminar, una por una,
cada obra.
La
xilografía constituye, ciertamente, el sistema de impresión más antiguo. Además
del desarrollo de este método, "cuyos grabados -subraya Agustín Millares-
permitieron adivinar que llegaría a obtenerse un procedimiento más
perfeccionado", se sucedieron en Occidente, durante todo el siglo XIV, una
serie de innovaciones que culminaron con la creación de caracteres móviles para
imprimir libros con los que comenzó propiamente el arte de la tipografía en su
concepción moderna (4). Apunta el investigador danés Svend Dahl que entre esos
elementos preexistentes se encontraban: a) el conocimiento de la orfebrería,
con la que se realizaban los troqueles de las marcas comerciales, las
inscripciones en monedas, sellos y otros objetos; b) el uso de una aleación de
plomo, estaño y antimonio para crear los tipos, combinación que daba como
resultado un material flexible para la impresión y duro al mismo tiempo para
resistir la presión de la prensa y el uso constante; c) la mejora en el proceso
de fundición de letras, que permitió que éstas tuvieran la misma altura y
longitud y se ajustaran con facilidad en la matriz; d) la existencia de una
prensa doméstica, que llevaba usándose en Europa mil años; e) el conocimiento y
extensión del papel, por aquel entonces no difícil de conseguir en Europa; y f)
un bagaje de conocimientos que posibilitaron la preparación de una tinta con
base de aceite, que se adhiriera mejor a los tipos de metal. Además del
adelanto de la técnica, está demostrado que el éxito de la imprenta en Europa
fue también debido a que en la mayoría de los países se operaba con un alfabeto
compuesto por un corto número de letras, característica que facilitó la
creación de tipos sueltos.
En
consecuencia, cabe afirmarse que la invención de la imprenta marcó el fin de un
largo aprendizaje de la escritura en Occidente. Recuérdese que, desde el siglo
V, las invasiones bárbaras habían paralizado el curso anterior en el oeste de
Europa, devolviendo su predominio a la cultura oral en lugar de a la literaria
auspiciada por el mundo romano, y creando una situación que comenzaría a
desarticularse hacia el siglo XI, o sea, cuando se recuperaron los
intercambios, se organizaron las cruzadas y se produjo el resurgir de las
ciudades.
* * * * * * *
Aunque
varias naciones reivindican la paternidad del invento (Holanda en la figura de
Lorenzo Janszoon Coster, Checoslovaquia con Procopio Waldfogel o Italia con
Pamfilo Castaldi), parece que corresponde a Johann Gutenberg el honor de ser su
creador, pues a él se le atribuye la impresión del primer libro en 1456. Nacido
hacia el año 1400 en Maguncia -una pequeña ciudad alemana junto al Rhin-, en el
seno de una familia de orfebres -actividad que él también ejerció-, su genial
idea consistiría en tratar de perfeccionar procedimientos técnicos ya existentes
para lograr la reproducción mecánica de los escritos. Inspirándose en los tipos
móviles de los hierros de lo encuadernadores, ideó la construcción de un
instrumento de fundición práctico para la producción de los tipos, haciendo con
ello posible el empleo efectivo del nuevo método. Así concibió el plan de
obtener tipos movibles que podrían ser compuestos formando un texto y que,
mediante una prensa, permitirían reproducir sobre el pergamino o el papel toda
clase de escritos.
Tras
imprimir en Estrasburgo trabajos menores, formaría desde 1438 en Maguncia una
sociedad con el rico comerciante Johann Fust, que lo ayudó económicamente en la
realización de obras de mayor empeño; de hecho, en el taller que ambos crearon
se editaría la Biblia de Gutenberg. También llamada Biblia de
Mazarino o Biblia de las 42 líneas, la obra consta de dos volúmenes,
un total de 1.284 hojas de gran formato, dispuestas a dos columnas de 42 líneas
a partir de la página once y realizada con letra gótica, como hubiera sido un
manuscrito de esta naturaleza elaborado en Alemania en aquellos años.
Composición de un buen calígrafo, la impresión fue uniforme y la disposición
cuidada por la justa separación de las letras de cada palabra y de éstas entre
sí. Terminada aproximadamente en 1456, de ella se imprimieron 150 ejemplares en
papel y 35 en pergamino.
LA IMPRENTA Y SU EXPANSIÓN
Que
aquel impulso a las comunicaciones escritas no resultó ajeno a los hombres de
aquella época lo demostraría la rápida propagación de la técnica impresa. De suyo,
algo que se canalizó en una doble línea. En primer lugar, a través de los
oficiales que habían trabajado con Gutenberg, quienes, una vez que conocieron
los secretos del nuevo arte, quisieron establecerse por su cuenta; prueba de
ello es que en varias ciudades del sur de Alemania fueron apareciendo, desde
1469, personas dedicadas al arte de la imprenta. Fust, asociado al copista y
dibujante Peter Schöffer, se estableció en París, donde comenzó a fundir sus
propios tipos que superaron a los de Gutenberg en precisión y solidez. En un
segundo momento, el invento se expandió merced a la paralización comercial que
supuso para Maguncia el asalto de que fue objeto en 1462 por parte del elector
Adolf von Nassau. La toma del arzobispado y la prohibición -entre otras- de
instalar imprentas obligó a los tipógrafos de la ciudad a extenderse por
Europa, siguiendo bien la línea del Rhin, la vieja vía comercial con
Estrasburgo o la dirección a Colonia, Augsburgo y Nuremberg.
Hasta
tal punto llegó la rapidez de difusión del invento que para algunos autores
puede hablarse de "simultaneidad" de aparición de imprentas. Prueba
de ello es que, antes de que finalizara el siglo XV, Alemania contaba con 60
ciudades con imprenta, entre las que destacaron: la rica ciudad de Estrasburgo,
donde la instaló el orfebre Johann Mentelin de Sélestat; Bamberg, con Albrecht
Pfister; Colonia, con Ulrich Zell; Augsburgo, con Guenther Zainer; el gran
emporio comercial de Nuremberg, con Johann Sensenschmidt; y la suiza Basilea,
con Berthold Ruppel. Como se ve, ciudades emplazadas en Alemania Occidental,
pues en dicho contexto se ofrecía a los impresores mayores oportunidades para
una actividad estable. La mencionada situación, reflejada en la efervescencia
religiosa de entonces, hizo decir al humanista Wimpheling que: "Nosotros,
los alemanes, dominamos casi todo el mercado espiritual de la Europa
civilizada" (5).
En
el resto de Europa, la imprenta se iría asentando progresivamente. Tras
Alemania, el segundo centro de importancia fue Italia: ahí Roma destacó como la
capital de los impresos en aquel contexto; ciudad de brillante posición
económica, cabeza de la vida religiosa de la cristiandad y con círculos
intelectuales de relieve, en ella funcionaron hasta 40 talleres. De sus prensas
nacieron obras como La Ciudad de Dios de san Agustín y las Epistolae
ad familiares de Cicerón, utilizando nuevos tipos más próximos al gusto
humanístico. Junto a Roma, aunque en órbita diferente, destacó Venecia, núcleo
de gran fuerza política y cultural, de solidez financiera y potentes empresas
mercantiles, cuyas redes comerciales tenían una amplitud inigualada en aquellos
tiempos. En la ciudad del Dux se instalaron 150 talleres -superando el número
de los romanos-, donde trabajaron impresores de distintas nacionalidades, cuya
enorme producción atiborró la ciudad de libros ofrecidos en abundantes puestos
de venta. Uno de los editores más prolíficos sería Aldo Manucio que, desde
1490, comenzó allí su actividad con el fin de publicar ediciones críticas de
los clásicos. Italia, que contaba en esos primeros años de la instalación de la
imprenta con el mayor volumen de obras y con más de 70 ciudades con talleres,
destacaba asimismo en este ámbito por la presentación del libro, al que dio
belleza y novedad en tipos, gracias a las bellas ilustraciones y a que los
contenidos literarios lo demandaban; el auge de los papeles y libros en aquel
contexto se debía, como indica Hipólito Escolar, "a que había más autores
que en Alemania y, por tanto, la imprenta, además de facilitar el acceso a la
gran memoria escrita, fue poco a poco convirtiéndose en un importante medio de
difusión de las nuevas ideas" (6).
A
tenor de lo ocurrido en Alemania e Italia, en el resto de Europa destacaron los
siguientes centros:
En
Francia pronto sobresaldría París, que, por iniciativa de la Universidad de la
Sorbona, conoció su primera imprenta en 1470, fecha algo tardía si se tiene en
cuenta que los libros impresos ya llevaban vendiéndose en la ciudad diez años;
dicho retraso se comprende por la resistencia que opusieron al invento los
parisinos que vivían de los manuscritos -tales como copistas, ilustradores y
libreros- y que formaban el poderoso gremio de St. Jean Evangéliste.
Inicialmente los talleres parisinos imprimieron obras clásicas y de los humanistas
italianos, para, más adelante, orientarse a la teología, la literatura
cortesana, las crónicas y las novelas de caballerías, redactadas todas en
francés. Los que dieron personalidad a su producción fueron los libros
bellamente ilustrados, principalmente los de horas. En el reino de los
Valois-Angulema, el conocido como "arte" de la imprenta se expandió
rápidamente hasta el punto de que en 1500 sólo en París se contabilizaban 70
imprentas.
En
ese ritmo expansivo destacaron también los Países Bajos, donde el impresor
William Caxton, en Brujas, utilizó tipos de letras variantes de las góticas;
Suecia, donde la imprenta llegó a finales del siglo XV; Flandes, famosa por sus
letras grabadas según el modelo de los manuscritos propios e Inglaterra, donde
el mencionado Caxton editó numerosas obras como los conocidos Canterbury
Tales, de Chaucer.
* * * * * * *
En
España, los primeros nombres de impresores de los que se tiene noticia fueron
de origen alemán, como Enrique de Sajonia, Juan de Salzburgo o Pablo de Constanza,
que siguieron la ruta de Italia, tal y como se deduce por el empleo de tipos
romanos y las intensas relaciones entre las dos penínsulas.
En
comparación con otras zonas, la imprenta llegó pronto a España, quizá a muy
escasa distancia de años de Venecia, Nápoles y Florencia. Se extendió aquí
rápidamente, instalándose con preferencia en centros de floreciente comercio
burgués. Con todo, llama la atención el que no proliferara en las ciudades
universitarias, circunstancia ésta debida, según Steinberg, a que "la
ciencia y la diligencia [en España] no valían lo que el dinero contante y
sonante" y a que los núcleos nobiliarios rechazaban la "pobreza"
del libro impreso. Este autor, refiriéndose al caso español, afirma lo
siguiente:
"Hasta
que la imprenta se hubo establecido firmemente como una necesidad cotidiana, es
decir, hasta bien entrado el siglo XVI, un mapa que indique los lugares donde
los impresores se habían establecido será virtualmente idéntico a un mapa en el
que figuren los lugares donde cualquier firma comercial hubiese abierto una
agencia" (7).
De
cualquier modo, los pocos documentos encontrados y la falta de colofones
explicativos en los primeros textos impresos nos impiden conocer con certeza
cuál fue el primero de los talleres españoles. Ciertamente, está probada la
existencia de un fuerte núcleo en Segovia, donde, parece ser, se realizaron las
actas del sinodal de Aguilafuente, que contiene las constituciones aprobadas en
1472 acerca del sínodo celebrado en dicha localidad. Suscita interés que este
primer texto se imprimiera en el reino de Castilla y no en el de Aragón, más
próximo y relacionado con Italia; la razón puede que se halle en la combinación
de la voluntad del obispo segoviano Juan Arias de Avila -que hizo que se
trasladase a la zona el impresor alemán Juan Pariz de Heidelberg- con el hecho
de que la ciudad atravesara un buen momento histórico, con ferias, fiestas y
torneos, y a su circunstancial auge político -recordemos que precisamente allí
fue proclamada reina Isabel en 1474-.
Para
otros autores, sin embargo, es Valencia el foco impresor más antiguo de España
y el Comprehensiorum de Johannes Grammaticus, realizado por Lambert
Palmart, el primero de los textos salido de sus máquinas. En sí, un debate
difícil de resolver por ahora, pero que no eclipsa piezas de interés alumbradas
entonces: Obres o troves en lahors de la Verge Maria, editado en la
citada ciudad de Valencia; la Gramática de Bartolomé Mates, en
Barcelona; Ethica, Oeconomica, Política de Aristóteles, en
Zaragoza; y la Sacramental, en Sevilla. En total, fueron veintiséis las
capitales que dispusieron de imprenta en la España del siglo XV, entre grandes
poblaciones, sedes episcopales, pequeños pueblos e incluso monasterios. Un
panorama enriquecido pronto con la instalación de imprentas en nuevos centros
universitarios, como Salamanca, y comerciales, como Sevilla, puerto hacia el
nuevo mundo. Precisamente desde esta ciudad salieron en 1533 algunos impresores
españoles que, animados por el obispo Zumárraga, emprendieron rumbo a México.
LA PRODUCCIÓN Y EL COMERCIO DE TEXTOS
Resulta
fácil deducir, a la luz de lo expuesto, que la rápida profusión de centros
impresores en distintas ciudades europeas confirmó el papel esencial de la
imprenta en la aceleración de las comunicaciones dentro de los diversos niveles
culturales; su veloz expansión indicaría, asimismo, que el que podemos
considerar como primer "medio" moderno se asentó socialmente a un
ritmo similar al de la televisión y el procesamiento de datos en nuestros días.
Lo reflejan ejemplos como los siguientes: La Divina Comedia tardó más de
cincuenta años en dar la vuelta a Europa, en el siglo XIV; el Quijote,
tan sólo veinte años en cubrir el territorio de los lectores de la Europa del
siglo XVII; y, una centuria después, a Werther le llevó recorrer el mismo
espacio cultural un lustro.
En
el estudio de las ventajas aportadas por la imprenta en su difusión se
encuentra, igualmente, el volumen adquirido por el comercio de textos y papeles
en Europa occidental a raíz de la puesta en funcionamiento del artefacto. El
auge de lo impreso se explica por las favorables circunstancias sociales y
económicas del contexto: el naciente capitalismo que permitía disponer de los
medios económicos necesarios; la existencia de redes comerciales y ferias, que
hizo posible la divulgación de ideas y productos; el flujo de las lenguas
vernáculas junto al latín, que aún identificaba una cultura superior; y, por
último, el general aumento de la instrucción y la riqueza entre los laicos,
fenómeno que proporcionó un gran número de compradores de libros a añadir a los
adquirientes tradicionales (iglesia, realeza, nobleza, universidades y
profesores).
Cuestión
digna de subrayarse es que, desde sus comienzos, uno de los objetivos de la
imprenta estribó en la posibilidad de abaratar el precio de los textos,
especialmente los libros, cuyo valor llegó a descender en ocasiones hasta un
80%. Una realidad que sería fuente de suspicacias para los que, como el teólogo
dominico Filippo di Strata, advertían que la baratura de estos ponía en manos
de personas sin formación ideas peligrosas. De hecho, un asunto que condujo a
los defensores de un sentido aristocrático de la cultura a lamentarse de que
las materias que antes eran conocidas por los sabios ahora estuvieran al
alcance de cualquier persona.
Críticas,
en fin, que demostraron cómo la aceptación social y la difusión de la imprenta
fue infinitamente más rápida que la de otros progresos anteriores en el campo
de la escritura. En el fondo de esa situación latió, sin duda, la amplia
dimensión de una industria incipiente, animada por un potencial mercado de
libros y de lectores, que el negocio del impreso sacaba a la luz. Como nos
recuerda Hipólito Escolar:
"La
imprenta no nació, según sabemos, como consecuencia de los afanes proselitistas
de un grupo religioso, ni por el deseo de extender la cultura, que podían haber
sentido las minorías cultas de los humanistas, ni al servicio de las
necesidades docentes, como surgieron los estacionarios universitarios, sino que
Gutenberg quiso sencillamente explotar una idea que podía proporcionarle
dinero" (8).
Surgida
en un momento en que los gremios acusaban sus primeros síntomas de decadencia,
la imprenta pudo evitar la imposición de limitaciones en su actividad o en su
personal, por lo que captó a trabajadores provenientes de distintas esferas.
Además, con la imprenta el libro acentuó su carácter de mercancía y las
ganancias capitalistas su cometido de fuerza impulsora de la cultura, ya que un
artículo producido en serie exigía menor costo a medida que se incrementaba la
tirada de la producción.
* * * * * * *
En
general, los impresores y los editores comerciaron sus textos en sus propias
ciudades o bien en aquéllas en las que habían establecido delegaciones; para
incrementar el negocio, poco a poco se fueron creando efectivas redes
-coincidentes con las comerciales- o encuentros periódicos, como las ferias. De
éstas, las más famosas fueron las de Francfort, Venecia, Colonia, Estrasburgo,
París, Augsburgo, Leipzig, Basilea y Lyon; en ellas, los impresores se
intercambiaban libros e informaciones, establecían nuevos contactos, elaborando
proyectos editoriales más seguros. Para evitar la competencia desleal, como la
reedición de libros de éxito de otro editor, pronto las autoridades adquirieron
la costumbre de conceder a ciertos impresores los llamados privilegios o
exclusivas, siendo otorgado el primero de ellos a Johannes de Espira en
Venecia.
Teniendo
en cuenta todo ello, resulta innegable afirmar que el descubrimiento de la
imprenta representó un punto de no retorno para la comunicación escrita. Es lo
que acertadamente expresa S.H. Steinberg con estas palabras:
"La
historia de la imprenta forma parte integral de la historia general de la
civilización. Principal vehículo para la transmisión de las ideas durante los
últimos cinco siglos, la imprenta está en relación, y a menudo las informa, con
casi todas las esferas de la actividad humana. No es posible comprender
completamente los acontecimientos políticos, constitucionales, eclesiásticos y
económicos ni los movimientos sociológicos, filosóficos y literarios sin tener
en cuenta la influencia que la prensa de imprimir ejerció sobre ellos"(9).
Sus
efectos pronto se hicieron notar en diversos ámbitos. Permítasenos apuntar los
siguientes:
Resulta
incuestionable que la imprenta multiplicó la capacidad comunicativa del hombre,
incrementada tras la invención del alfabeto. La creación de la escritura había
liberado a aquel de las limitaciones del tiempo y del espacio en la transmisión
de mensajes, así como de las restricciones que imponía la memoria en lo
referente a la adquisición de conocimientos. La reproducción mecánica de un
instrumento tan ágil como era el alfabeto permitió la intensificación de las
comunicaciones hasta cotas nunca imaginadas por el ser humano. Junto a ello, la
mayor posibilidad de acceso a los libros contribuyó a la estructuración de un
nuevo orden social en los tiempos modernos; de suyo, el progreso en el ámbito
de la cultura escrita que fomentó la imprenta sólo podía asentarse si la
sociedad valoraba en su medida el desarrollo de las aptitudes mentales para la
lectura.
A
tenor de lo sugerido por ambas notas, pronto se advirtieron en aquellos años
tendencias como las que certeramente sintetiza Alfonso Braojos. Por de pronto,
que Europa se dotara de un medio de respuesta eficaz, sólida y de bajo costo
para cumplir con el creciente mercado de documentos en una demanda sin
fronteras y predispuesta a la lectura por las efusiones religiosas, literarias,
intelectuales, políticas o mercantiles. A lo anterior se sumaría la
delimitación de la figura del editor-impresor dentro de los oficios burgueses
significados por un espíritu urbano, racionalista, de valores concretos y sin
prejuicios ante el lucro económico. En tercer lugar, la organización de una
industria, dotada, progresivamente, de una mayor complejidad en el desarrollo
de las diversas tareas y trabajos -cortadores, fundidores, cajistas,
correctores- que hubo de coordinar. Por último, la expansión de una cultura
uniforme, lo que se logró mediante la popularización de sus productos
culturales. Es a lo que alude Jesús García Yruela cuando sostiene que el
impresor quería o tenía que vender todas las copias que podía realizar, textos
que debían adaptarse -en los contenidos y en la presentación- a los gustos de
sus nuevos clientes.
En
definitiva, y como se ha visto, numerosos pasos encaminados al asentamiento de
fórmulas comunicativas que, con el tiempo, se significaron por el logro de
mayores cotas de libertad en la expresión.
LAS MANIFESTACIONES DE LA COMUNICACIÓN
IMPRESA
Hablar
de los efectos de la imprenta en la comunicación escrita es hacer referencia,
además de a las modificaciones que aportara al orden socio-cultural, a la nueva
función que adquirió el libro desde esos momentos, así como a los diferentes
tipos de papeles -periódicos o no- que inundaron la sociedad europea de finales
del siglo XV y principios del XVI. Ambos elementos, junto a los cada vez más
escasos manuscritos, constituyen el eje de lo que conocemos por comunicación
escrita moderna, base del surgimiento de fórmulas informativas esenciales para
comprender a nuestros actuales medios de comunicación.
LOS PROGRESOS EN LA PRODUCCIÓN
BIBLIOGRÁFICA
El
estudio de los sucesivos adelantos y mejoras de práctica que denotan los
primeros libros impresos constituye una ciencia especial, la de los incunables,
designación que alude a una actividad que está en la cuna(10).
Considerados desde el siglo XVIII como los tesoros más preciados de las grandes
bibliotecas, los rasgos de estas obras muestran la voluntad del libro impreso
por parecerse lo más posible al manuscrito, su rival inmediato. Las razones de
ello estribaban en la repugnancia del noble y el eclesiástico a dar cabida en
su biblioteca al nuevo texto, el producto en el que el arte se hacía técnica,
minando el exclusivismo de la privilegiada posesión. No debe causar extrañeza
que, en esos momentos, y dentro de algunos ámbitos, la consideración de los
manuscritos prevaleciera sobre la de los libros impresos: los primeros gozaban
de más tradición y prestigio (como en la antigüedad los rollos de papiro sobre
los libros de pergamino) y de ellos existían escasos ejemplares, a diferencia
de los segundos, vulgarmente multiplicados.
Con
esa valoración del manuscrito, no resulta sorprendente que Gutenberg dispusiera
su Biblia en planas de dos columnas, dejando un hueco para las letras
capitulares, permitiera la decoración a mano de las planas más importantes y
emplease profusamente los signos de abreviación que ayudaban a lograr la
justificación o igualdad del margen derecho de cada columna. En sus obras se
observa, asimismo, la presencia de tipos específicos para las letras dobles o
las ligaduras más frecuentemente usadas en la escritura a mano de aquel tiempo.
Ciertamente, Gutenberg sabía que el éxito de su sistema dependía de que la
impresión fuera completamente indistinguible de las esmeradas páginas
manuscritas que caligrafiaban los copistas; para lograr un efecto semejante,
hubo de fundir distintas versiones de muchos caracteres así como ligaduras
entre diferentes combinaciones, a fin de imitar todas las variantes del
manuscrito escogido para reproducir.
Sin
embargo, y aun aceptando que el principio Gutenberg consistió en la invención
de la tipografía como un sistema de reproducción de la escritura manuscrita,
hemos de resaltar que, progresivamente, la nueva actividad adquirió un alto
grado de independencia. Y tales fueron las ventajas que aportara la nueva
especialidad que, desde el siglo XVI, el editor comenzó a enorgullecerse de su
nueva obra, a la que marcaría con el logotipo de su taller.
A
esa positiva consideración contribuyó la demanda de textos impresos que realizó
la iglesia, como lo demuestra el hecho de que en muchos conventos se establecieran
talleres en sustitución de los scriptorium de copistas. De modo
paralelo, la imprenta quedaría marcada por la expansión del humanismo,
corriente que, pese a su afición por el manuscrito, aprovechó las ventajas del
nuevo arte de reproducción mecánica. Igualmente, por las necesidades del poder
político, que la utilizó como fórmula para justificar su acción de gobierno,
elemento de propaganda y exaltación de sus disposiciones mediante libros y
documentos o, simplemente, como la vía más rápida y eficaz para hacer llegar a
sus súbditos sus normas.
No
obstante, y hasta el momento en que las fuerzas del mercado impulsaron la
producción de libros más pequeños y baratos para un público más amplio -que,
además, se expresaba en lenguas vernáculas-, las características de estos
impresos fueron las siguientes:
a) Notas sobre el contenido. Según este criterio, se distribuían así:
*Los
temas religiosos ocupaban el 40% de la producción, tratándose, sobre todo, de
biblias completas o ediciones parciales de algunos de sus libros; tras estos se
situaban los textos litúrgicos, misales, devocionarios y libros de horas para
rezos de los laicos; los sermonarios y confesionales necesarios para la labor
pastoral de los sacerdotes; las obras piadosas, muy populares, como La imitación
de Cristo de Kempis, La leyenda áurea de Jacobo de Vorágine y Las
florecillas de san Francisco.
*Las
composiciones eruditas clásicas o las obras literarias alcanzaban el 30%; se
trataba de grandes tratados teológicos y filosóficos que se estudiaban en las
universidades, así como la producción de escritores eclesiásticos notables:
santo Tomás, Aristóteles, Alberto Magno, Guillermo Ockam, Savonarola y los
padres de la iglesia.
*El
resto de los contenidos versaba sobre derecho civil y canónico (el 10%), desde
los Corpus iuris civilis y canonici hasta las numerosas ediciones de los
comentaristas más famosos, como Pablo de Castro, Alejandro Tartaño y Díez de
Montalvo; obras gramaticales para el estudio de la lengua latina, como las de
Nebrija y las de Nicolás Perottus; libros de medicina, como los de los clásicos
Hipócrates, Galeno y los musulmanes Averroes, Avenzoar y Avicena; de geografía
y viajes (Marco Polo, Juan de Mandeville) junto a los primeros herbarios.
Durante esas primeras décadas no abundaron las obras de matemáticas ni las de
astronomía, y, aunque en la época incunable se publicaron 3.000 ediciones de
libros científicos correspondientes a algo más de 1.000 títulos y 650 autores,
en su conjunto no ofrecieron ninguna aportación novedosa para el pensamiento
científico.
Unas
tres cuartas partes de esas obras estaban escritas en latín, un 10% en
italiano, seguidas por los textos en alemán y francés, así como un 1% en
español. Los documentos en lenguas vulgares pertenecían en su mayoría a
traducciones de obras piadosas redactadas en latín y también a textos clásicos
y medievales. De las escritas originariamente en lengua vulgar -con el tiempo
aumentó su número considerablemente- destacaron las de los italianos Dante,
Boccaccio y Petrarca.
En
el caso concreto de España, los libros que más atrajeron a la población fueron
los religiosos, entre los que no faltaron los escritos en lenguas vernáculas,
como Lucero de vida cristiana -en castellano- y Confessional -en
catalán-; los de autores clásicos en latín, castellano y catalán; gramáticas y
libros de texto para el aprendizaje del latín; obras de derecho civil (Las
siete partidas, Las leyes de estilo), históricas (Crónica del rey
don Pedro, Crónica abreviada de España), literarias (La Celestina,
Tirant lo Blanch, Grisel y Mirabella) y poéticas (del
marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique).
En
definitiva, desde el punto de vista de los contenidos, se observa cómo la
imprenta fue capaz de responder a las distintas demandas sociales planteadas en
aquel momento. Una vez que lograra satisfacer totalmente a su público, dicho
instrumento empezó a ser concebido como la tercera gran revolución comunicativa
-tras la que supuso la invención de la escritura y del alfabeto griego- en la
historia de la humanidad, calificativo debido a su capacidad en acelerar y
ampliar gran parte de las posibilidades cognoscitivas e informativas del
hombre. Con su asentamiento, este nuevo medio permitió -al menos en teoría- que
las ideas estuvieran al acceso de todos los individuos, difundiendo a amplias
masas lo que, hasta ese momento, había estado limitado a pequeños grupos
cerrados.
b) Aspectos formales. Como ya hemos comentado, físicamente, las primeras
obras impresas intentaron imitar al máximo a los manuscritos, algo que no puede
sorprender si se tiene en cuenta que ni Gutenberg ni los impresores que
adoptaron su técnica pretendían cambiar la forma del libro, sino reproducirlo
con la mayor rapidez posible y, además, sin llamar la atención, para que los
habituales compradores se encontraran con algo familiar. Por ello, en los
incunables se observa cómo se trasladó la apariencia del códice de pergamino
medieval al libro impreso, reproduciendo en éste las notas que poseían
aquéllos.
Entre
esos rasgos sobresalía, en primer lugar, la ausencia de título propiamente
dicho, con lo que el texto comenzaba simplemente en la primera página con las
palabras introductorias incipit o hic incipit. Asimismo, la
mayoría no contenía información de la fecha, el lugar o el nombre del impresor,
por lo que, para datarlos, en la actualidad se acude a la comparación entre las
formas y tamaños de los diferentes caracteres. Las letras iniciales se
resaltaban a mano, presentando unos bordes coloreados muy elaborados; existía,
en último lugar, una amplia variedad de tipos de indicaciones -tales como la
signatura, el reclamo y la foliación- para señalar el orden de los
cuadernillos.
Hacia
1530, superada la época incunable, los textos impresos fueron adquiriendo su
propia personalidad, desarrollando notas que los singularizarían y
diferenciarían de los manuscritos. Más que a un afán de originalidad, estos
cambios respondieron a imperativos surgidos por las conveniencias de
fabricación y venta y por las apetencias del público lector. Se referían a aspectos
como los siguientes: los elementos de estandarización, entre los que destacó el
empleo de grabados de madera en lugar de iniciales dibujadas a mano; la
incorporación de números o letras en signaturas con el fin de ofrecer
documentos de consulta más prácticos; finalmente, el incipit
(literalmente "aquí empieza") en la parte alta de la primera página
de un manuscrito dio paso en el impreso a la página destinada al título, al que
se añadió el nombre del autor, el emblema del impresor y su dirección. En
relación a este último aspecto, hemos de destacar que sería la base de la
portada, elemento que pasó a recoger los datos de identificación que
anteriormente aparecían en el colofón. La que ha sido considerada la novedad
más revolucionaria que trajo la imprenta a la concepción material del libro
vino a sustituir a técnicas como la inserción del título en caracteres
xilográficos. Con el nuevo elemento -compuesto generalmente de tipos móviles de
gran tamaño y acompañado en ocasiones de un grabado- se lograría una más pronta
identificación de la obra.
Otros
cambios en los impresos de esa etapa se relacionaron con:
* La materia escritoria: el papel iría desplazando al pergamino,
considerablemente más caro. En el caso de emplear éste o vitela -lo que
indicaba su destino para la realeza o la alta nobleza-, las obras aparecían
ricamente adornadas con miniaturas.
*
El formato de tamaño folio (35 x 30 o
30 x 25 cm.) se ofrecía como el más adecuado para los grandes libros de estudio
y consulta; la tendencia apuntaba, sin embargo, al uso de formatos más pequeños
(el cuarto o el pctavo), indicados para obras seculares, de lectura religiosa o
placentera. Al principio, eran frecuentes los grandes márgenes (espacios en
blanco para que el artista ejerciera su oficio, como se hacía en los códices
medievales), mientras que el texto en sí aparecía compacto, sin apenas blancos
o puntos y aparte; al abaratarse su producción y mostrar aquéllos formatos
menores, los claros y espacios se tornaron más frecuentes.
* La letra más común entre los manuscritos del siglo XV era la gótica,
de presentación angulosa -como las biblias de las 42 y las 36 líneas- y con
variantes según el tipo de texto o la zona donde se realizara la obra.
Siguiendo este modelo, y para que los lectores no sintieran extrañeza y
rechazo, se compusieron los primeros libros impresos en Alemania. Con la
difusión de la imprenta desaparecieron las abreviaturas usadas en los
manuscritos con el deseo de ahorrar espacio y tiempo; sin ellas, la lectura se
tornó más fácil y grata.
* Acerca de la ornamentación, hemos de mencionar que dejó de limitarse a las
iniciales, marcas, colofones o portadas, pasando a multiplicarse en el interior
para, de ese modo, ayudar a la comprensión del contenido y dar un aspecto más
grato al libro. Hasta fines del siglo XVI presentaría una apariencia similar a
la de los manuscritos -a base de orlas, iniciales y capitales coloreadas a
mano-, aunque su finalidad apuntaba más bien al deseo de atraer a posibles
compradores, en especial cuando se trataba de un público sencillo. En lugar de
ser dibujadas -y como la iluminación a mano era cara-, se utilizaron para su
confección grabados en madera que aprovechaban el desarrollo de las impresiones
xilográficas y que, además, permitían su inclusión inmediata en el texto.
El
primer impresor que empleó el grabado en madera fue Albrecht Pfister: en sus
textos las utilizó no con fines decorativos, sino para explicar el contenido de
la obra a los lectores con poca formación a los que se destinaban libros
fácilmente comprensibles, estampas y calendarios. Dicho ilustrador incluyó en
1461 más de doscientos grabados de madera en su edición de Edelstein.
* Respecto a la encuadernación, también se apreciaron cambios notables, pues
dicha actividad comenzó en esos momentos a desarrollarse como una industria
dotada de una organización especial. Su importancia fue muy grande si se tiene
en cuenta que la riqueza en la encuadernación constituyó uno de los más
eficaces recursos utilizados para vencer las primeras resistencias a incorporar
el impreso a las bibliotecas. Con el tiempo, el incremento del número de libros
y su menor precio dieron lugar a encuadernaciones más económicas; su influencia
sería también decisiva a la hora de la profesionalización de una nueva
actividad pues, de ser una ocupación de monjes o de encuadernadores adscritos a
universidades, adquirió naturaleza de oficio civil.
EL UNIVERSO DE LA PRODUCCIÓN PERIÓDICA
Enfocado
el asunto desde una directriz paralela, cabe estimarse que donde la imprenta
mostró, desde el primer momento, otra parcela de sus virtualidades fue en los
textos noticiosos o informativos que produjo. Junto al libro, se fueron
perfilando un número indeterminado de escritos que presentaban un claro afán de
servir de medio de comunicación social. Consecuencia de la evolución misma de
la sociedad durante las últimas décadas de la Baja Edad Media -que puso en
evidencia la necesidad de contar con un sistema más rápido y ágil de transmitir
noticias, hechos y acontecimientos-, entre dichos escritos localizamos las
crónicas, o recopilaciones de los acontecimientos de destacado relieve; las
cartas-diario, o textos redactados por los agentes de las casas comerciales a
fin de notificar a sus patronos cualquier asunto relativo a los negocios; los
almanaques, de variado contenido -predicciones astrales, pronósticos,
proverbios- y dirigidos especialmente a la población no letrada; y los avissi
o foggli a mano, acerca de informaciones útiles a la clase comerciante,
amén de otros datos de interés público.
En
función de lo anterior, no cabe duda alguna de que un instrumento -como la
imprenta- que permitió la rápida, eficaz y barata multiplicación de los papeles
fuera acogido con un gran entusiasmo por los que elaboraban y consumían estos
productos. Y, aunque el noticierismo manuscrito no desapareció tras la creación
del mensaje impreso -de hecho ambos coexistieron al menos hasta el siglo
XVIII-, lo cierto fue que su "traducción" a las formas que imponía la
nueva industria -el ars artificialiter scribendi- influyó en gran medida
en el éxito de dichos escritos. Igualmente, es obligado destacar que el uso de
la tipografía en el campo de los avisos, foggli a mano,
price-currents, canards o nouvelles à la main permitió la
creación de las primeras fórmulas del periodismo impreso: los ocasionales y las
relaciones.
Con
el primero -indica Jesús Timoteo- se hace referencia a publicaciones
eventuales, impresas con motivo de algún acontecimiento de singular relieve. De
pequeño tamaño (17 x 10 o 15 x 10 cm.) y no más de ocho páginas, con portada
ilustrada con un grabado, fecha y lugar de edición (que evidenciaban la
necesidad de que la información que contenían estuviera bien emplazada), estos
textos acotaban el relato de un único asunto. Los más antiguos proceden de
Italia (Bolonia, 1470), con informaciones relativas al avance de los turcos por
el Mediterráneo oriental, tema preocupante entonces. Extendidos por toda
Europa, fueron promovidos por individuos aislados (menanti) o por los
poderes político o eclesiástico, que los dotaban de fuerte carga persuasiva y
propagandista, como fue el caso de los publicados en Inglaterra en tiempos de
Enrique VIII en defensa del divorcio.
Acerca
de su contenido, se ha de mencionar que trataban de sucesos muy dispares:
acerca de viajes y descubrimientos, asuntos bélicos, milagros, historias
prodigiosas o desastres naturales; también sobre temas locales, como la entrada
o salida de un príncipe o su séquito en la ciudad. Encabezados por un título
genérico, se comerciaban en imprentas, tiendas de libreros o bien eran
distribuidos por vendedores ambulantes. Su éxito lo demostraron las frecuentes
impresiones y traducciones que se realizaron.
Con
el término de relaciones se alude a impresos anónimos, de no más de cuatro hojas,
que narraban sucesos varios de forma irregular. Denominadas en España
"cartas nuevas" u "hojas de noticias", venían a ser
compendios resumidos de episodios dignos de divulgarse por su singularidad. Sus
recopilaciones darían lugar, luego, a la iniciativa de Michael von Aitzing,
noble austriaco que, aprovechando la feria semestral de Francfort (que ya era
cita de editores y libreros), lanzó al mercado dos volúmenes dirigidos a la
venta en dichos encuentros (en primavera y otoño), donde se recogía la relación
de los principales acontecimientos habidos en Europa en los seis meses que
separaban a una feria de otra. Conocidas como Messrelationen, serían,
entre 1587 y 1595, el primer testimonio de un noticierismo inclinado hacia su
regulación periódica, la semestral. Su éxito se observa en las imitaciones que
tuvo: las Historicae relationis complementorum de Jacobus Francus en
1591 o las Cronologías novenarias del francés Palma-Cayet desde 1598.
En
su conjunto, y como ya se ha apuntado, ejemplos hacia una creciente
periodicidad, que se consolidó no mucho más tarde en publicaciones mensuales,
quincenales y hasta semanales.
* * * * * * *
A
la luz de lo expuesto, la primera conclusión que se extrae del estudio de los
primeros documentos impresos apunta, ineludiblemente, a la interpretación
europeísta que se ha asignado al fenómeno de la imprenta. Sin embargo, una
visión universal puede tener otro enfoque. Nos referimos a la presencia del
fenómeno en la civilización china, cuestión que ha conducido a determinados autores
a difundir la tesis del origen chino de la imprenta. Ante esto cabe
preguntarse, ¿cuál fue la aportación de dicho país al asunto?
EL TONO DE LAS PRIMERAS IMPRESIONES
Aunque
no se ha demostrado, parece admitida por algunos estudiosos la idea de que la
técnica de la imprenta tuvo su comienzo en China y en zonas circundantes,
ámbito donde, desde el siglo VI d. C., se habían llevado a cabo intentos de
multiplicación mecánica de la escritura. Junto con la existencia del papel
(inventado por este pueblo en el siglo I a. C.), allí también surgió la técnica
de impresión con piedras a través de calcos; muy pronto, sin embargo, a causa
del daño inevitable que por efecto de la multiplicación de copias sufría la
plancha original y la dificultad de tallado sobre ese soporte, se pasó a la
realización de la plancha en madera.
Cuatrocientos
años antes de que Gutenberg realizara sus primeras pruebas parece ser que
también en China fueron usados tipos móviles de una forma metódica; así, cierta
tradición afirma que, a comienzos del siglo XI d. C., el herrero Bi Sheng
produjo caracteres movibles de arcilla cocida posteriormente fabricados en
otros materiales, como madera, metal y porcelana. En cualquier caso, un escollo
no pequeño para el desarrollo de esta técnica en aquel ámbito parece haber sido
la ingente cantidad de rasgos de la escritura china -más de 50.000- para su
representación en tipos móviles, algo que, evidentemente, superó el alfabeto
latino gracias a "su conjunto finito y escaso de letras" (11).
En
Europa, el empleo de un sistema de escritura compuesto por un escaso número de
letras permitió que, además de grabados de imágenes, se reprodujeran, desde el
siglo XIV, someras sentencias o breves explicaciones que, la mayoría de las
veces, se incluían como pie de las ilustraciones xilográficas. Ejemplos de esta
actividad los encontramos en los Países Bajos y Alemania, como lo prueban la
estampa de San Cristóbal y el Niño de 1423 y la Biblia pauperum
de 1450. De contenido religioso generalmente, estas muestras eran usadas para
adornar las paredes; mas el progresivo predominio del texto permitió que se
formaran libros -llamados tabellaires por los franceses y block book
por los ingleses-, que contenían entre veinte y cincuenta láminas xilográficas.
Inspirados en los manuscritos iluminados, algunas muestras destacadas de éstos
son el Cantar de los cantares, el Decálogo, el Apocalipsis,
la Danza de la muerte y Semana de penitencia. Sus características
formales eran, por supuesto, fieles a la estructura compositiva planteada por
el libro manuscrito tradicional. Ampliamente difundidos entre el pueblo por su
contenido de literatura popular, lo cierto es que la mayoría estaban escritos
en latín, pero el predominio de sus ilustraciones los hizo muy demandados.
Prueba de ello son los pocos ejemplares que nos han llegado, debido al intenso
uso al que fueron sometidos en su época.
Junto
a los factores anteriores, José María Díez-Borque apunta que, durante todo el
siglo XIV, se manifestaron numerosos avances tecnológicos que culminaron con la
creación de caracteres móviles para imprimir libros con los que se puede
afirmar que comienza propiamente el arte de la tipografía en su concepción
moderna. Dicho autor se refiere, entre otros elementos, a los siguientes: el
uso de una aleación de plomo, estaño y antimonio para crear los tipos,
combinación que daba como resultado un material flexible para la impresión y
duro al mismo tiempo para resistir la presión de la prensa; la mejora en el
proceso de fundición de letras para que tuvieran la misma altura y longitud y
se ajustaran con facilidad; el perfeccionamiento de la prensa, que ahora
imitaría a las de vino; y la mejora de la tinta que, a base negro de humo y
aceite, ganó en consistencia.
A
todo ese proceso se unió el hecho de que, para esas fechas, el empleo del papel
estaba generalizado en Europa; como he indicado, ya en el siglo XII está
documentado su uso en el continente (España, Italia, Francia y oeste de
Alemania). Soporte ideal en un momento en que la cultura escrita estaba creciendo,
el papel sirvió no sólo para la mejora en la producción de libros, documentos
legales, informes y otros papeles -manuscritos y con el tiempo, impresos-, sino
también para reproducir imágenes mediante la técnica xilográfica.
En
síntesis, el resultado de todas esas innovaciones fue tan completo que la
técnica de componer e imprimir libros no varió sustancialmente hasta el siglo
XIX; por ello muchos autores -como Svend Dahl- consideran que, si bien las
primeras ideas sobre la impresión llegaron de Oriente, el perfeccionamiento tan
grande que éstas adquirieron en Europa convierten a la imprenta en un invento
occidental. Quizás la prueba más evidente de ese auge se aprecia en la rápida
reacción de las autoridades frente al invento.
LA REACCIÓN DE LOS PODERES MODERNOS
Aunque
ya se ha mencionado que la imprenta posibilitó la libertad de expresión, como
es bien sabido ésta no se lograría plenamente hasta la Edad Contemporánea.
Queremos, pues, hacer hincapié en el hecho de que, en sus primeros años de
vida, determinadas limitaciones -como la censura- retrasaron los logros que,
más tarde, estaría llamada a promover.
Existen
numerosas pruebas de que, ya durante la Edad Media, habían sido condenados
libros o papeles diversos por ser considerados heréticos o portadores de ideas
heterodoxas; la mayoría de las órdenes al respecto se cumplían, por lo que no
hacía falta una legislación especial o la creación de un organismo que vigilara
su cumplimiento. Con el surgimiento de la imprenta y el activo comercio
organizado alrededor de ella, la información pasó a ser concebida
progresivamente como un instrumento al servicio del cambio religioso y
político.
En
relación con lo anterior, Manuel Vázquez Montalbán apunta que resulta curioso
comprobar cómo, junto a la expansión de lo escrito que se produce en esos
momentos, cada vez se hizo más evidente el ejercicio de control del poder
temporal y espiritual coligados, muestra, en definitiva, de que lo escrito y lo
impreso pasaron de una alianza con el príncipe a convertirse en elementos que
podían ser esgrimidos contra la voluntad del poder. Para evitarlo, y amparados
en el derecho de privilegio real, soberanos y autoridades religiosas crearon
numerosas instituciones al objeto de hacer prevalecer su estructura de dominio,
entidades que, evidentemente, afectaron al conjunto de las comunicaciones
sociales. En ese espíritu se inscribe la oficialización del correo, mediante la
regulación de las rutas, postas, horas y días; pero, sobre todo, el afán de
inspeccionar la acción de la imprenta, intentado encauzar en su provecho a sus
diversas manifestaciones, ya mediante la censura previa o la identificación del
autor.
Algunas
muestras de esa actitud se pusieron de manifiesto en diferentes momentos a lo
largo del siglo XV, ejemplos como los que, en 1486, protagonizó el arzobispo de
Maguncia al teorizar sobre la censura; o el que animara un año después
Inocencio VIII, quien, en su bula Contra impressores librorum reprobatorum
(1487), prohibió la impresión de cualquier papel que no portara el permiso
eclesiástico. En la siguiente centuria el panorama descrito no varió a tenor de
lo sugerido por el estallido de las guerras de religión derivadas de la Reforma
protestante. Prueba de ello es que la reivindicación de la libertad de información
e impresión que plantearon las nuevas fuerzas obligarían a León X -siguiendo
los acuerdos del concilio de Letrán- a establecer en 1515 la censura previa en
toda la cristiandad.
Tras
la ruptura con Lutero, las medidas adoptadas por la iglesia católica se
hicieron más severas: en 1521, Francisco I -en Francia- y Carlos V -en España y
Alemania- promulgaron sendos decretos por los que se prohibía publicar aquellos
libros que hubieran sido proscritos por la iglesia; tres años después, Clemente
VII vetó la difusión de las obras del antiguo agustino; las principales
universidades de la cristiandad -la Sorbona, Lovaina y Colonia- lucharon
fieramente contra los textos heterodoxos; nacida del concilio de Trento, la
Sagrada Congregación del Indice -cuya acción se ha prolongado hasta nuestro
siglo- comenzó a elaborar el Index librorum prohibitorum; en 1542, se
instituyó la Congregación del Santo Oficio, una de cuyas funciones era el
estudio y condena de los libros heréticos o inmorales; Gregorio XIII condenó a
galera a los menanti que recogieran, redactaran o difundieran noticias
-verdaderas o falsas- que no hubieran pasado por el filtro papal, una línea que
imitó Sixto V al ordenar, en 1587, que se cortara la mano y la lengua al
menanti Annibale Capello.
Los
estados católicos delegarían en la iglesia las funciones represivas hasta muy
entrado el siglo XVII, momento en que el monarca absoluto Luis XIII estableció
la censura laica.
* * * * * * *
Pese
a todo ello, en aquella Europa plena de contradicciones hacia todo lo que
concerniera a la imprenta, el ejercicio de la censura provocó no pocas
reacciones entre los defensores de la libertad de expresión. Para éstos, si la
represión de libros doctrinales podía justificarse como atentado a la verdad
establecida, más difícil era disculpar el control ejercido sobre la circulación
de la información más simple. De hecho, la mayoría de las quejas provenían de
los mismos impresores, cuyo empeño en dicha actividad derivaba del lucrativo
negocio que conllevaba la producción de hojas periódicas: unos papeles que
contaban con más audiencia que los libros, eran más fáciles de componer y
dejaban más beneficios. Pues, como certeramente indica Manuel Vázquez
Montalbán, "eran numerosos [en la época] los acontecimientos que el público
deseaba conocer; en cuanto un impresor tenía noticias sobre uno de ellos, tenía
gran interés en hacer un pasquín, un aviso en Italia, una zeitung en Alemania,
sabiendo que esta mercancía encontraría clientes" (12).
De
todo lo dicho se desprende que la invención y el perfeccionamiento de la
imprenta constituyen el punto de partida de la época moderna, en tal grado que,
como sostiene Albertine Gaur, "todos los adelantos posteriores, tanto
científicos, políticos, eclesiásticos, sociológicos, económicos como filosóficos
no habrían sido posibles sin el uso y la influencia de la imprenta"
(13).Instrumento de las energías individuales propias del Renacimiento, germen
de la producción en masa, vehículo de nuevas valoraciones sobre la realidad, el
mundo y la historia, a la imprenta, en definitiva, se deben gran parte de los
cambios que se han sucedido durante los últimos cinco siglos, gran parte de los
avances que han caracterizado la progresiva madurez del pensamiento humano.
NOTAS
FORMA DE
CITAR ESTE TRABAJO DE LATINA EN BIBLIOGRAFÍAS:
Nombre de
la autora, 1998; título del texto, en Revista Latina de Comunicación Social,
número 11, de noviembre de 1998, La Laguna, en la siguiente dirección
electrónica (URL):
http://www.lazarillo.com/latina/a/10mjr(sevilla).htm
De la mecanización del arte de los
escribas
(9.769 palabras - 18 páginas)
Dra. María José Ruiz Acosta ©
Profesora
de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla
En
términos objetivos, la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV
representó, quizá, una de las muestras más significativas del nuevo ímpetu que
estaba cobrando la sociedad de aquel momento, así como el anuncio de lo que iba
a suponer, desde esos años, la cultura del impreso dentro de la comunicación
escrita. Lejos de simbolizar un corte o ruptura, el nuevo artefacto significó
un paso adelante en la configuración del mundo europeo, que en esas décadas
combinaba aún los hábitos bajomedievales y la identidad del inminente mundo
moderno. En sí, el invento puede ser considerado como una muestra más de un
contexto que, en su actividad, promovió las bases necesarias para la aparición
de nuevas técnicas. Asentada la imprenta, pronto pudo comprobarse la fuerte influencia
que iba a ejercer en el ámbito que la había generado; en cierta medida, la
acción política de los incipientes estados nacionales, la extensión de los
negocios y la propagación de las luchas religiosas deben su auge a dicha
técnica y a las formas comunicativas escritas por ella creadas.
Ciertamente,
está fuera de toda duda que la realidad de la imprenta aportó toda una serie de
novedades en el mundo de la reproducción de informaciones. Mas es necesario que
nos preguntemos por qué apareció en ese momento. En este sentido, Albertine
Gaur nos recuerda que toda innovación técnica surge cuando una determinada
sociedad lo necesita, hasta el punto de que los grandes avances en la vida del
hombre constituyen, generalmente, el último paso de largos procesos de
evolución. Desde este punto de vista, la razón de la imprenta habría que
buscarla en la necesidad social de comunicaciones e informaciones escritas
suscitadas en aquella época, un momento en el que se hizo imprescindible la
multiplicación de los textos. Dicha realidad la ratifica el hecho de que la
imprenta ya era conocida antes del siglo XV; mas, igualmente, que fueron las
condiciones de Europa en esos momentos las que permitieron su verdadera
conformación. Analicemos las notas de aquella etapa.
Numerosos
estudios coinciden en señalar que entre 1350 y 1550, el occidente europeo
experimentó el cambio desde una sociedad mayoritariamente rural y en declive
(por las hambres, las guerras y las epidemias) hacia otra que, desde las
primeras décadas del siglo XV, comenzó a manifestar un vivo deseo de
recuperación. Un auge que, entre otros, se hizo patente en rasgos como los
siguientes: a) en un sostenido aumento de la población, presupuesto
indispensable para el incremento de la demanda de más bienes y servicios; b) en
la multiplicación de las nuevas rutas comerciales, canal de la creciente
movilidad del mercado interior europeo así como de los circuitos mercantiles
establecidos en el Mediterráneo y en el Atlántico; c) en la implantación de un
nuevo orden -el estamental-, en cuyo seno se consolidaría la figura del
burgués; d) en la decadencia del poder imperial, que beneficiaría al
autoritarismo monárquico asentado en espacios de carácter nacional; y, e)
finalmente, en la agudización del clamor por la reforma de la iglesia, paso
inevitable para la consagración del humanismo.
Ante
semejantes cambios, pronto se hizo evidente, como destaca Hipólito Escolar, que
se incrementara de modo notable la demanda de comunicaciones, acción que, en
determinados ámbitos, se canalizó mediante los libros y los papeles escritos.
Para comprender ese extremo ha de tenerse en cuenta que el crecimiento de las
relaciones comerciales entre regiones próximas y alejadas urgía, en aquellas
décadas, de elementos informativos más rápidos; asimismo, que la progresiva
complejidad de la vida administrativa de la ciudad y de las cortes y el aumento
de la población estaban necesitadas de una mayor capacidad de producir
documentos. Igualmente, que las apetencias culturales del humanismo y los
deseos de las reformas eclesiásticas hicieron del libro y los papeles escritos
un elemento necesario para la defensa de sus ideas; y, en último extremo, que
las órdenes mendicantes, empeñadas en la predicación y en estudios filosóficos
y teológicos que les dieran mayor fuerza persuasiva, requerían algo más que la
comunicación que promovían los manuscritos.
A
lo anterior se ha de añadir la revalorización sufrida por la lectura y la
escritura, identificadas desde las últimas décadas del siglo XIV como signo de
triunfo en la vida. A decir de Alfonso Braojos, diversos testimonios indican
cómo en el siglo XV creció el número de personas que aprendieron a leer y
escribir, muestra inequívoca de que no pudo verse como algo extraño el que se
incrementaran las escuelas y maestros y que surgieran nuevas universidades,
centradas en la formación de profesiones civiles y en diversas actividades de
la vida laica. Evidentemente, ese esquema obligó a una modificación en el
concepto de lo escrito; es a lo que se refiere el citado autor cuando expone
que: "El libro, en su cualificación definitiva, se veneró como una pieza
de excepcional mérito. Las bibliotecas privadas o las universitarias y la
profesión de copista como "oficio" respetado lo confirman" (1).
En
la situación descrita, la necesidad de una rápida reproducción de los textos y
a un precio barato fue satisfecha gracias al desarrollo de la mecánica y la
industria en los momentos finales de la Edad Media. Esta característica
confirió a la imprenta, desde sus inicios, un carácter propio. Evidentemente,
si el nuevo invento hubiera surgido por motivos culturales, su cuna habría
estado situada en cualquiera de las florecientes ciudades italianas; pero ésa
no fue la causa de su creación, aunque posteriormente sirviera para
perfeccionarla. La imprenta nació como medio para facilitar la actividad
burocrática de los poderes sociales, políticos y religiosos, vía de acceso al
pensamiento escrito y, sólo secundariamente, como instrumento de la creación
intelectual. Esa característica de la imprenta haría decir a Henri-Jean Martin
que "se creó, no como resultado de una invención autónoma, sino cuando se
reconoció la necesidad de ésta" (2).
Ese
tono confirió a la nueva técnica, por tanto, un carácter utilitarista, tal y
como se observa en las primeras obras que produjo: ejemplares poco presuntuosos
-indulgencias, almanaques, pequeñas gramáticas- cuya tirada atestigua las
preocupaciones prácticas de los primeros impresores, tan obsesionados por
suministrar múltiples copias de documentos como por producir libros. En este
segundo caso se observa cómo, tempranamente, se tendió a reproducir una obra
que, por su valor intrínseco, tuviera mucha demanda y, por su extensión
material, resultara cara su copia. Es así como se comenzaron a imprimir
biblias.
LAS
CONDICIONES DE UN HALLAZGO REVOLUCIONARIO
Por
ser considerada en su origen una aventura industrial y capitalista -que
facilitó productos escritos a un precio menor-, la imprenta hubo de surgir
necesariamente en un contexto que contara con una fuerte presencia de artesanos
y burgueses -hombres emprendedores y deseosos de hacer dinero- y donde
existiese la posibilidad de una potente financiación y organización comercial,
con buenos canales de distribución. También, donde se conocieran los adelantos
técnicos del momento, como las atrevidas construcciones góticas, las máquinas
de elevar agua o el moderno instrumental óptico.
Sin
que destacara por su riqueza o por su ambiente cultural, Maguncia contaba
durante esas décadas finales del siglo XV con los elementos financieros e
intelectuales mínimos para permitir que floreciera el invento. En su seno, se
dieron cita las condiciones adecuadas para que necesidad o genialidad
permitieran al alemán Johann Gensfleisch zum Gutenberg conseguir los tipos
móviles metálicos para la impresión, perfeccionar la tinta y adecuar la prensa
del lagar para a las nuevas necesidades de aquellos momentos. Que lograra,
finalmente, lo que Marshall McLuhan denominó "la mecanización del arte de
los escribas". (3)
Aclaradas
estas cuestiones, planteemos a continuación qué era realmente la imprenta.
* * * * * * *
El
investigador francés Henri Jean Martin apunta que fue en el Lejano Oriente, en
China y en algunos de las naciones vecinas, donde apareció por primera vez un
interés por reproducir textos continuos que superaran la simple inscripción de
palabras o frases breves en sellos o monedas. Junto a ese deseo, la invención
del papel en el año 105 a. C. -basándose en celulosa a jirones o cáñamo- y el
uso de técnicas xilográficas habían creado un clima propicio en aquel contexto
para nuevos avances; sin embargo, en las estáticas sociedades orientales estos
no se llegaron a producir.
No
está probado con certeza el hecho de que en Europa se conociera la realidad de
la tipografía y la imprenta tal y como se plasmó en el Oriente Lejano. Parece
que lo más que se puede afirmar es que existía una notable expectación en torno
al asunto, seguramente a causa de las informaciones traídas por los
comerciantes que viajaban entre Occidente y Oriente o por los participantes en
las cruzadas. Y así consta que entre los siglos V al XII existieron en el
continente intentos de reproducción de imágenes e ilustraciones: en escritos
griegos, romanos, así como en las biblias y libros de rezos. También, que a
partir del siglo XIII se conociera el grabado en madera para reproducir las
figuras con las que se ilustraban devocionarios, calendarios y ediciones
populares, técnica que evitaba la pesada obligación de iluminar, una por una,
cada obra.
La
xilografía constituye, ciertamente, el sistema de impresión más antiguo. Además
del desarrollo de este método, "cuyos grabados -subraya Agustín Millares-
permitieron adivinar que llegaría a obtenerse un procedimiento más
perfeccionado", se sucedieron en Occidente, durante todo el siglo XIV, una
serie de innovaciones que culminaron con la creación de caracteres móviles para
imprimir libros con los que comenzó propiamente el arte de la tipografía en su
concepción moderna (4). Apunta el investigador danés Svend Dahl que entre esos
elementos preexistentes se encontraban: a) el conocimiento de la orfebrería,
con la que se realizaban los troqueles de las marcas comerciales, las
inscripciones en monedas, sellos y otros objetos; b) el uso de una aleación de
plomo, estaño y antimonio para crear los tipos, combinación que daba como
resultado un material flexible para la impresión y duro al mismo tiempo para
resistir la presión de la prensa y el uso constante; c) la mejora en el proceso
de fundición de letras, que permitió que éstas tuvieran la misma altura y
longitud y se ajustaran con facilidad en la matriz; d) la existencia de una
prensa doméstica, que llevaba usándose en Europa mil años; e) el conocimiento y
extensión del papel, por aquel entonces no difícil de conseguir en Europa; y f)
un bagaje de conocimientos que posibilitaron la preparación de una tinta con
base de aceite, que se adhiriera mejor a los tipos de metal. Además del
adelanto de la técnica, está demostrado que el éxito de la imprenta en Europa
fue también debido a que en la mayoría de los países se operaba con un alfabeto
compuesto por un corto número de letras, característica que facilitó la
creación de tipos sueltos.
En
consecuencia, cabe afirmarse que la invención de la imprenta marcó el fin de un
largo aprendizaje de la escritura en Occidente. Recuérdese que, desde el siglo
V, las invasiones bárbaras habían paralizado el curso anterior en el oeste de
Europa, devolviendo su predominio a la cultura oral en lugar de a la literaria
auspiciada por el mundo romano, y creando una situación que comenzaría a
desarticularse hacia el siglo XI, o sea, cuando se recuperaron los
intercambios, se organizaron las cruzadas y se produjo el resurgir de las
ciudades.
* * * * * * *
Aunque
varias naciones reivindican la paternidad del invento (Holanda en la figura de
Lorenzo Janszoon Coster, Checoslovaquia con Procopio Waldfogel o Italia con
Pamfilo Castaldi), parece que corresponde a Johann Gutenberg el honor de ser su
creador, pues a él se le atribuye la impresión del primer libro en 1456. Nacido
hacia el año 1400 en Maguncia -una pequeña ciudad alemana junto al Rhin-, en el
seno de una familia de orfebres -actividad que él también ejerció-, su genial
idea consistiría en tratar de perfeccionar procedimientos técnicos ya existentes
para lograr la reproducción mecánica de los escritos. Inspirándose en los tipos
móviles de los hierros de lo encuadernadores, ideó la construcción de un
instrumento de fundición práctico para la producción de los tipos, haciendo con
ello posible el empleo efectivo del nuevo método. Así concibió el plan de
obtener tipos movibles que podrían ser compuestos formando un texto y que,
mediante una prensa, permitirían reproducir sobre el pergamino o el papel toda
clase de escritos.
Tras
imprimir en Estrasburgo trabajos menores, formaría desde 1438 en Maguncia una
sociedad con el rico comerciante Johann Fust, que lo ayudó económicamente en la
realización de obras de mayor empeño; de hecho, en el taller que ambos crearon
se editaría la Biblia de Gutenberg. También llamada Biblia de
Mazarino o Biblia de las 42 líneas, la obra consta de dos volúmenes,
un total de 1.284 hojas de gran formato, dispuestas a dos columnas de 42 líneas
a partir de la página once y realizada con letra gótica, como hubiera sido un
manuscrito de esta naturaleza elaborado en Alemania en aquellos años.
Composición de un buen calígrafo, la impresión fue uniforme y la disposición
cuidada por la justa separación de las letras de cada palabra y de éstas entre
sí. Terminada aproximadamente en 1456, de ella se imprimieron 150 ejemplares en
papel y 35 en pergamino.
LA IMPRENTA Y SU EXPANSIÓN
Que
aquel impulso a las comunicaciones escritas no resultó ajeno a los hombres de
aquella época lo demostraría la rápida propagación de la técnica impresa. De suyo,
algo que se canalizó en una doble línea. En primer lugar, a través de los
oficiales que habían trabajado con Gutenberg, quienes, una vez que conocieron
los secretos del nuevo arte, quisieron establecerse por su cuenta; prueba de
ello es que en varias ciudades del sur de Alemania fueron apareciendo, desde
1469, personas dedicadas al arte de la imprenta. Fust, asociado al copista y
dibujante Peter Schöffer, se estableció en París, donde comenzó a fundir sus
propios tipos que superaron a los de Gutenberg en precisión y solidez. En un
segundo momento, el invento se expandió merced a la paralización comercial que
supuso para Maguncia el asalto de que fue objeto en 1462 por parte del elector
Adolf von Nassau. La toma del arzobispado y la prohibición -entre otras- de
instalar imprentas obligó a los tipógrafos de la ciudad a extenderse por
Europa, siguiendo bien la línea del Rhin, la vieja vía comercial con
Estrasburgo o la dirección a Colonia, Augsburgo y Nuremberg.
Hasta
tal punto llegó la rapidez de difusión del invento que para algunos autores
puede hablarse de "simultaneidad" de aparición de imprentas. Prueba
de ello es que, antes de que finalizara el siglo XV, Alemania contaba con 60
ciudades con imprenta, entre las que destacaron: la rica ciudad de Estrasburgo,
donde la instaló el orfebre Johann Mentelin de Sélestat; Bamberg, con Albrecht
Pfister; Colonia, con Ulrich Zell; Augsburgo, con Guenther Zainer; el gran
emporio comercial de Nuremberg, con Johann Sensenschmidt; y la suiza Basilea,
con Berthold Ruppel. Como se ve, ciudades emplazadas en Alemania Occidental,
pues en dicho contexto se ofrecía a los impresores mayores oportunidades para
una actividad estable. La mencionada situación, reflejada en la efervescencia
religiosa de entonces, hizo decir al humanista Wimpheling que: "Nosotros,
los alemanes, dominamos casi todo el mercado espiritual de la Europa
civilizada" (5).
En
el resto de Europa, la imprenta se iría asentando progresivamente. Tras
Alemania, el segundo centro de importancia fue Italia: ahí Roma destacó como la
capital de los impresos en aquel contexto; ciudad de brillante posición
económica, cabeza de la vida religiosa de la cristiandad y con círculos
intelectuales de relieve, en ella funcionaron hasta 40 talleres. De sus prensas
nacieron obras como La Ciudad de Dios de san Agustín y las Epistolae
ad familiares de Cicerón, utilizando nuevos tipos más próximos al gusto
humanístico. Junto a Roma, aunque en órbita diferente, destacó Venecia, núcleo
de gran fuerza política y cultural, de solidez financiera y potentes empresas
mercantiles, cuyas redes comerciales tenían una amplitud inigualada en aquellos
tiempos. En la ciudad del Dux se instalaron 150 talleres -superando el número
de los romanos-, donde trabajaron impresores de distintas nacionalidades, cuya
enorme producción atiborró la ciudad de libros ofrecidos en abundantes puestos
de venta. Uno de los editores más prolíficos sería Aldo Manucio que, desde
1490, comenzó allí su actividad con el fin de publicar ediciones críticas de
los clásicos. Italia, que contaba en esos primeros años de la instalación de la
imprenta con el mayor volumen de obras y con más de 70 ciudades con talleres,
destacaba asimismo en este ámbito por la presentación del libro, al que dio
belleza y novedad en tipos, gracias a las bellas ilustraciones y a que los
contenidos literarios lo demandaban; el auge de los papeles y libros en aquel
contexto se debía, como indica Hipólito Escolar, "a que había más autores
que en Alemania y, por tanto, la imprenta, además de facilitar el acceso a la
gran memoria escrita, fue poco a poco convirtiéndose en un importante medio de
difusión de las nuevas ideas" (6).
A
tenor de lo ocurrido en Alemania e Italia, en el resto de Europa destacaron los
siguientes centros:
En
Francia pronto sobresaldría París, que, por iniciativa de la Universidad de la
Sorbona, conoció su primera imprenta en 1470, fecha algo tardía si se tiene en
cuenta que los libros impresos ya llevaban vendiéndose en la ciudad diez años;
dicho retraso se comprende por la resistencia que opusieron al invento los
parisinos que vivían de los manuscritos -tales como copistas, ilustradores y
libreros- y que formaban el poderoso gremio de St. Jean Evangéliste.
Inicialmente los talleres parisinos imprimieron obras clásicas y de los humanistas
italianos, para, más adelante, orientarse a la teología, la literatura
cortesana, las crónicas y las novelas de caballerías, redactadas todas en
francés. Los que dieron personalidad a su producción fueron los libros
bellamente ilustrados, principalmente los de horas. En el reino de los
Valois-Angulema, el conocido como "arte" de la imprenta se expandió
rápidamente hasta el punto de que en 1500 sólo en París se contabilizaban 70
imprentas.
En
ese ritmo expansivo destacaron también los Países Bajos, donde el impresor
William Caxton, en Brujas, utilizó tipos de letras variantes de las góticas;
Suecia, donde la imprenta llegó a finales del siglo XV; Flandes, famosa por sus
letras grabadas según el modelo de los manuscritos propios e Inglaterra, donde
el mencionado Caxton editó numerosas obras como los conocidos Canterbury
Tales, de Chaucer.
* * * * * * *
En
España, los primeros nombres de impresores de los que se tiene noticia fueron
de origen alemán, como Enrique de Sajonia, Juan de Salzburgo o Pablo de Constanza,
que siguieron la ruta de Italia, tal y como se deduce por el empleo de tipos
romanos y las intensas relaciones entre las dos penínsulas.
En
comparación con otras zonas, la imprenta llegó pronto a España, quizá a muy
escasa distancia de años de Venecia, Nápoles y Florencia. Se extendió aquí
rápidamente, instalándose con preferencia en centros de floreciente comercio
burgués. Con todo, llama la atención el que no proliferara en las ciudades
universitarias, circunstancia ésta debida, según Steinberg, a que "la
ciencia y la diligencia [en España] no valían lo que el dinero contante y
sonante" y a que los núcleos nobiliarios rechazaban la "pobreza"
del libro impreso. Este autor, refiriéndose al caso español, afirma lo
siguiente:
"Hasta
que la imprenta se hubo establecido firmemente como una necesidad cotidiana, es
decir, hasta bien entrado el siglo XVI, un mapa que indique los lugares donde
los impresores se habían establecido será virtualmente idéntico a un mapa en el
que figuren los lugares donde cualquier firma comercial hubiese abierto una
agencia" (7).
De
cualquier modo, los pocos documentos encontrados y la falta de colofones
explicativos en los primeros textos impresos nos impiden conocer con certeza
cuál fue el primero de los talleres españoles. Ciertamente, está probada la
existencia de un fuerte núcleo en Segovia, donde, parece ser, se realizaron las
actas del sinodal de Aguilafuente, que contiene las constituciones aprobadas en
1472 acerca del sínodo celebrado en dicha localidad. Suscita interés que este
primer texto se imprimiera en el reino de Castilla y no en el de Aragón, más
próximo y relacionado con Italia; la razón puede que se halle en la combinación
de la voluntad del obispo segoviano Juan Arias de Avila -que hizo que se
trasladase a la zona el impresor alemán Juan Pariz de Heidelberg- con el hecho
de que la ciudad atravesara un buen momento histórico, con ferias, fiestas y
torneos, y a su circunstancial auge político -recordemos que precisamente allí
fue proclamada reina Isabel en 1474-.
Para
otros autores, sin embargo, es Valencia el foco impresor más antiguo de España
y el Comprehensiorum de Johannes Grammaticus, realizado por Lambert
Palmart, el primero de los textos salido de sus máquinas. En sí, un debate
difícil de resolver por ahora, pero que no eclipsa piezas de interés alumbradas
entonces: Obres o troves en lahors de la Verge Maria, editado en la
citada ciudad de Valencia; la Gramática de Bartolomé Mates, en
Barcelona; Ethica, Oeconomica, Política de Aristóteles, en
Zaragoza; y la Sacramental, en Sevilla. En total, fueron veintiséis las
capitales que dispusieron de imprenta en la España del siglo XV, entre grandes
poblaciones, sedes episcopales, pequeños pueblos e incluso monasterios. Un
panorama enriquecido pronto con la instalación de imprentas en nuevos centros
universitarios, como Salamanca, y comerciales, como Sevilla, puerto hacia el
nuevo mundo. Precisamente desde esta ciudad salieron en 1533 algunos impresores
españoles que, animados por el obispo Zumárraga, emprendieron rumbo a México.
LA PRODUCCIÓN Y EL COMERCIO DE TEXTOS
Resulta
fácil deducir, a la luz de lo expuesto, que la rápida profusión de centros
impresores en distintas ciudades europeas confirmó el papel esencial de la
imprenta en la aceleración de las comunicaciones dentro de los diversos niveles
culturales; su veloz expansión indicaría, asimismo, que el que podemos
considerar como primer "medio" moderno se asentó socialmente a un
ritmo similar al de la televisión y el procesamiento de datos en nuestros días.
Lo reflejan ejemplos como los siguientes: La Divina Comedia tardó más de
cincuenta años en dar la vuelta a Europa, en el siglo XIV; el Quijote,
tan sólo veinte años en cubrir el territorio de los lectores de la Europa del
siglo XVII; y, una centuria después, a Werther le llevó recorrer el mismo
espacio cultural un lustro.
En
el estudio de las ventajas aportadas por la imprenta en su difusión se
encuentra, igualmente, el volumen adquirido por el comercio de textos y papeles
en Europa occidental a raíz de la puesta en funcionamiento del artefacto. El
auge de lo impreso se explica por las favorables circunstancias sociales y
económicas del contexto: el naciente capitalismo que permitía disponer de los
medios económicos necesarios; la existencia de redes comerciales y ferias, que
hizo posible la divulgación de ideas y productos; el flujo de las lenguas
vernáculas junto al latín, que aún identificaba una cultura superior; y, por
último, el general aumento de la instrucción y la riqueza entre los laicos,
fenómeno que proporcionó un gran número de compradores de libros a añadir a los
adquirientes tradicionales (iglesia, realeza, nobleza, universidades y
profesores).
Cuestión
digna de subrayarse es que, desde sus comienzos, uno de los objetivos de la
imprenta estribó en la posibilidad de abaratar el precio de los textos,
especialmente los libros, cuyo valor llegó a descender en ocasiones hasta un
80%. Una realidad que sería fuente de suspicacias para los que, como el teólogo
dominico Filippo di Strata, advertían que la baratura de estos ponía en manos
de personas sin formación ideas peligrosas. De hecho, un asunto que condujo a
los defensores de un sentido aristocrático de la cultura a lamentarse de que
las materias que antes eran conocidas por los sabios ahora estuvieran al
alcance de cualquier persona.
Críticas,
en fin, que demostraron cómo la aceptación social y la difusión de la imprenta
fue infinitamente más rápida que la de otros progresos anteriores en el campo
de la escritura. En el fondo de esa situación latió, sin duda, la amplia
dimensión de una industria incipiente, animada por un potencial mercado de
libros y de lectores, que el negocio del impreso sacaba a la luz. Como nos
recuerda Hipólito Escolar:
"La
imprenta no nació, según sabemos, como consecuencia de los afanes proselitistas
de un grupo religioso, ni por el deseo de extender la cultura, que podían haber
sentido las minorías cultas de los humanistas, ni al servicio de las
necesidades docentes, como surgieron los estacionarios universitarios, sino que
Gutenberg quiso sencillamente explotar una idea que podía proporcionarle
dinero" (8).
Surgida
en un momento en que los gremios acusaban sus primeros síntomas de decadencia,
la imprenta pudo evitar la imposición de limitaciones en su actividad o en su
personal, por lo que captó a trabajadores provenientes de distintas esferas.
Además, con la imprenta el libro acentuó su carácter de mercancía y las
ganancias capitalistas su cometido de fuerza impulsora de la cultura, ya que un
artículo producido en serie exigía menor costo a medida que se incrementaba la
tirada de la producción.
* * * * * * *
En
general, los impresores y los editores comerciaron sus textos en sus propias
ciudades o bien en aquéllas en las que habían establecido delegaciones; para
incrementar el negocio, poco a poco se fueron creando efectivas redes
-coincidentes con las comerciales- o encuentros periódicos, como las ferias. De
éstas, las más famosas fueron las de Francfort, Venecia, Colonia, Estrasburgo,
París, Augsburgo, Leipzig, Basilea y Lyon; en ellas, los impresores se
intercambiaban libros e informaciones, establecían nuevos contactos, elaborando
proyectos editoriales más seguros. Para evitar la competencia desleal, como la
reedición de libros de éxito de otro editor, pronto las autoridades adquirieron
la costumbre de conceder a ciertos impresores los llamados privilegios o
exclusivas, siendo otorgado el primero de ellos a Johannes de Espira en
Venecia.
Teniendo
en cuenta todo ello, resulta innegable afirmar que el descubrimiento de la
imprenta representó un punto de no retorno para la comunicación escrita. Es lo
que acertadamente expresa S.H. Steinberg con estas palabras:
"La
historia de la imprenta forma parte integral de la historia general de la
civilización. Principal vehículo para la transmisión de las ideas durante los
últimos cinco siglos, la imprenta está en relación, y a menudo las informa, con
casi todas las esferas de la actividad humana. No es posible comprender
completamente los acontecimientos políticos, constitucionales, eclesiásticos y
económicos ni los movimientos sociológicos, filosóficos y literarios sin tener
en cuenta la influencia que la prensa de imprimir ejerció sobre ellos"(9).
Sus
efectos pronto se hicieron notar en diversos ámbitos. Permítasenos apuntar los
siguientes:
Resulta
incuestionable que la imprenta multiplicó la capacidad comunicativa del hombre,
incrementada tras la invención del alfabeto. La creación de la escritura había
liberado a aquel de las limitaciones del tiempo y del espacio en la transmisión
de mensajes, así como de las restricciones que imponía la memoria en lo
referente a la adquisición de conocimientos. La reproducción mecánica de un
instrumento tan ágil como era el alfabeto permitió la intensificación de las
comunicaciones hasta cotas nunca imaginadas por el ser humano. Junto a ello, la
mayor posibilidad de acceso a los libros contribuyó a la estructuración de un
nuevo orden social en los tiempos modernos; de suyo, el progreso en el ámbito
de la cultura escrita que fomentó la imprenta sólo podía asentarse si la
sociedad valoraba en su medida el desarrollo de las aptitudes mentales para la
lectura.
A
tenor de lo sugerido por ambas notas, pronto se advirtieron en aquellos años
tendencias como las que certeramente sintetiza Alfonso Braojos. Por de pronto,
que Europa se dotara de un medio de respuesta eficaz, sólida y de bajo costo
para cumplir con el creciente mercado de documentos en una demanda sin
fronteras y predispuesta a la lectura por las efusiones religiosas, literarias,
intelectuales, políticas o mercantiles. A lo anterior se sumaría la
delimitación de la figura del editor-impresor dentro de los oficios burgueses
significados por un espíritu urbano, racionalista, de valores concretos y sin
prejuicios ante el lucro económico. En tercer lugar, la organización de una
industria, dotada, progresivamente, de una mayor complejidad en el desarrollo
de las diversas tareas y trabajos -cortadores, fundidores, cajistas,
correctores- que hubo de coordinar. Por último, la expansión de una cultura
uniforme, lo que se logró mediante la popularización de sus productos
culturales. Es a lo que alude Jesús García Yruela cuando sostiene que el
impresor quería o tenía que vender todas las copias que podía realizar, textos
que debían adaptarse -en los contenidos y en la presentación- a los gustos de
sus nuevos clientes.
En
definitiva, y como se ha visto, numerosos pasos encaminados al asentamiento de
fórmulas comunicativas que, con el tiempo, se significaron por el logro de
mayores cotas de libertad en la expresión.
LAS MANIFESTACIONES DE LA COMUNICACIÓN
IMPRESA
Hablar
de los efectos de la imprenta en la comunicación escrita es hacer referencia,
además de a las modificaciones que aportara al orden socio-cultural, a la nueva
función que adquirió el libro desde esos momentos, así como a los diferentes
tipos de papeles -periódicos o no- que inundaron la sociedad europea de finales
del siglo XV y principios del XVI. Ambos elementos, junto a los cada vez más
escasos manuscritos, constituyen el eje de lo que conocemos por comunicación
escrita moderna, base del surgimiento de fórmulas informativas esenciales para
comprender a nuestros actuales medios de comunicación.
LOS PROGRESOS EN LA PRODUCCIÓN
BIBLIOGRÁFICA
El
estudio de los sucesivos adelantos y mejoras de práctica que denotan los
primeros libros impresos constituye una ciencia especial, la de los incunables,
designación que alude a una actividad que está en la cuna(10).
Considerados desde el siglo XVIII como los tesoros más preciados de las grandes
bibliotecas, los rasgos de estas obras muestran la voluntad del libro impreso
por parecerse lo más posible al manuscrito, su rival inmediato. Las razones de
ello estribaban en la repugnancia del noble y el eclesiástico a dar cabida en
su biblioteca al nuevo texto, el producto en el que el arte se hacía técnica,
minando el exclusivismo de la privilegiada posesión. No debe causar extrañeza
que, en esos momentos, y dentro de algunos ámbitos, la consideración de los
manuscritos prevaleciera sobre la de los libros impresos: los primeros gozaban
de más tradición y prestigio (como en la antigüedad los rollos de papiro sobre
los libros de pergamino) y de ellos existían escasos ejemplares, a diferencia
de los segundos, vulgarmente multiplicados.
Con
esa valoración del manuscrito, no resulta sorprendente que Gutenberg dispusiera
su Biblia en planas de dos columnas, dejando un hueco para las letras
capitulares, permitiera la decoración a mano de las planas más importantes y
emplease profusamente los signos de abreviación que ayudaban a lograr la
justificación o igualdad del margen derecho de cada columna. En sus obras se
observa, asimismo, la presencia de tipos específicos para las letras dobles o
las ligaduras más frecuentemente usadas en la escritura a mano de aquel tiempo.
Ciertamente, Gutenberg sabía que el éxito de su sistema dependía de que la
impresión fuera completamente indistinguible de las esmeradas páginas
manuscritas que caligrafiaban los copistas; para lograr un efecto semejante,
hubo de fundir distintas versiones de muchos caracteres así como ligaduras
entre diferentes combinaciones, a fin de imitar todas las variantes del
manuscrito escogido para reproducir.
Sin
embargo, y aun aceptando que el principio Gutenberg consistió en la invención
de la tipografía como un sistema de reproducción de la escritura manuscrita,
hemos de resaltar que, progresivamente, la nueva actividad adquirió un alto
grado de independencia. Y tales fueron las ventajas que aportara la nueva
especialidad que, desde el siglo XVI, el editor comenzó a enorgullecerse de su
nueva obra, a la que marcaría con el logotipo de su taller.
A
esa positiva consideración contribuyó la demanda de textos impresos que realizó
la iglesia, como lo demuestra el hecho de que en muchos conventos se establecieran
talleres en sustitución de los scriptorium de copistas. De modo
paralelo, la imprenta quedaría marcada por la expansión del humanismo,
corriente que, pese a su afición por el manuscrito, aprovechó las ventajas del
nuevo arte de reproducción mecánica. Igualmente, por las necesidades del poder
político, que la utilizó como fórmula para justificar su acción de gobierno,
elemento de propaganda y exaltación de sus disposiciones mediante libros y
documentos o, simplemente, como la vía más rápida y eficaz para hacer llegar a
sus súbditos sus normas.
No
obstante, y hasta el momento en que las fuerzas del mercado impulsaron la
producción de libros más pequeños y baratos para un público más amplio -que,
además, se expresaba en lenguas vernáculas-, las características de estos
impresos fueron las siguientes:
a) Notas sobre el contenido. Según este criterio, se distribuían así:
*Los
temas religiosos ocupaban el 40% de la producción, tratándose, sobre todo, de
biblias completas o ediciones parciales de algunos de sus libros; tras estos se
situaban los textos litúrgicos, misales, devocionarios y libros de horas para
rezos de los laicos; los sermonarios y confesionales necesarios para la labor
pastoral de los sacerdotes; las obras piadosas, muy populares, como La imitación
de Cristo de Kempis, La leyenda áurea de Jacobo de Vorágine y Las
florecillas de san Francisco.
*Las
composiciones eruditas clásicas o las obras literarias alcanzaban el 30%; se
trataba de grandes tratados teológicos y filosóficos que se estudiaban en las
universidades, así como la producción de escritores eclesiásticos notables:
santo Tomás, Aristóteles, Alberto Magno, Guillermo Ockam, Savonarola y los
padres de la iglesia.
*El
resto de los contenidos versaba sobre derecho civil y canónico (el 10%), desde
los Corpus iuris civilis y canonici hasta las numerosas ediciones de los
comentaristas más famosos, como Pablo de Castro, Alejandro Tartaño y Díez de
Montalvo; obras gramaticales para el estudio de la lengua latina, como las de
Nebrija y las de Nicolás Perottus; libros de medicina, como los de los clásicos
Hipócrates, Galeno y los musulmanes Averroes, Avenzoar y Avicena; de geografía
y viajes (Marco Polo, Juan de Mandeville) junto a los primeros herbarios.
Durante esas primeras décadas no abundaron las obras de matemáticas ni las de
astronomía, y, aunque en la época incunable se publicaron 3.000 ediciones de
libros científicos correspondientes a algo más de 1.000 títulos y 650 autores,
en su conjunto no ofrecieron ninguna aportación novedosa para el pensamiento
científico.
Unas
tres cuartas partes de esas obras estaban escritas en latín, un 10% en
italiano, seguidas por los textos en alemán y francés, así como un 1% en
español. Los documentos en lenguas vulgares pertenecían en su mayoría a
traducciones de obras piadosas redactadas en latín y también a textos clásicos
y medievales. De las escritas originariamente en lengua vulgar -con el tiempo
aumentó su número considerablemente- destacaron las de los italianos Dante,
Boccaccio y Petrarca.
En
el caso concreto de España, los libros que más atrajeron a la población fueron
los religiosos, entre los que no faltaron los escritos en lenguas vernáculas,
como Lucero de vida cristiana -en castellano- y Confessional -en
catalán-; los de autores clásicos en latín, castellano y catalán; gramáticas y
libros de texto para el aprendizaje del latín; obras de derecho civil (Las
siete partidas, Las leyes de estilo), históricas (Crónica del rey
don Pedro, Crónica abreviada de España), literarias (La Celestina,
Tirant lo Blanch, Grisel y Mirabella) y poéticas (del
marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique).
En
definitiva, desde el punto de vista de los contenidos, se observa cómo la
imprenta fue capaz de responder a las distintas demandas sociales planteadas en
aquel momento. Una vez que lograra satisfacer totalmente a su público, dicho
instrumento empezó a ser concebido como la tercera gran revolución comunicativa
-tras la que supuso la invención de la escritura y del alfabeto griego- en la
historia de la humanidad, calificativo debido a su capacidad en acelerar y
ampliar gran parte de las posibilidades cognoscitivas e informativas del
hombre. Con su asentamiento, este nuevo medio permitió -al menos en teoría- que
las ideas estuvieran al acceso de todos los individuos, difundiendo a amplias
masas lo que, hasta ese momento, había estado limitado a pequeños grupos
cerrados.
b) Aspectos formales. Como ya hemos comentado, físicamente, las primeras
obras impresas intentaron imitar al máximo a los manuscritos, algo que no puede
sorprender si se tiene en cuenta que ni Gutenberg ni los impresores que
adoptaron su técnica pretendían cambiar la forma del libro, sino reproducirlo
con la mayor rapidez posible y, además, sin llamar la atención, para que los
habituales compradores se encontraran con algo familiar. Por ello, en los
incunables se observa cómo se trasladó la apariencia del códice de pergamino
medieval al libro impreso, reproduciendo en éste las notas que poseían
aquéllos.
Entre
esos rasgos sobresalía, en primer lugar, la ausencia de título propiamente
dicho, con lo que el texto comenzaba simplemente en la primera página con las
palabras introductorias incipit o hic incipit. Asimismo, la
mayoría no contenía información de la fecha, el lugar o el nombre del impresor,
por lo que, para datarlos, en la actualidad se acude a la comparación entre las
formas y tamaños de los diferentes caracteres. Las letras iniciales se
resaltaban a mano, presentando unos bordes coloreados muy elaborados; existía,
en último lugar, una amplia variedad de tipos de indicaciones -tales como la
signatura, el reclamo y la foliación- para señalar el orden de los
cuadernillos.
Hacia
1530, superada la época incunable, los textos impresos fueron adquiriendo su
propia personalidad, desarrollando notas que los singularizarían y
diferenciarían de los manuscritos. Más que a un afán de originalidad, estos
cambios respondieron a imperativos surgidos por las conveniencias de
fabricación y venta y por las apetencias del público lector. Se referían a aspectos
como los siguientes: los elementos de estandarización, entre los que destacó el
empleo de grabados de madera en lugar de iniciales dibujadas a mano; la
incorporación de números o letras en signaturas con el fin de ofrecer
documentos de consulta más prácticos; finalmente, el incipit
(literalmente "aquí empieza") en la parte alta de la primera página
de un manuscrito dio paso en el impreso a la página destinada al título, al que
se añadió el nombre del autor, el emblema del impresor y su dirección. En
relación a este último aspecto, hemos de destacar que sería la base de la
portada, elemento que pasó a recoger los datos de identificación que
anteriormente aparecían en el colofón. La que ha sido considerada la novedad
más revolucionaria que trajo la imprenta a la concepción material del libro
vino a sustituir a técnicas como la inserción del título en caracteres
xilográficos. Con el nuevo elemento -compuesto generalmente de tipos móviles de
gran tamaño y acompañado en ocasiones de un grabado- se lograría una más pronta
identificación de la obra.
Otros
cambios en los impresos de esa etapa se relacionaron con:
* La materia escritoria: el papel iría desplazando al pergamino,
considerablemente más caro. En el caso de emplear éste o vitela -lo que
indicaba su destino para la realeza o la alta nobleza-, las obras aparecían
ricamente adornadas con miniaturas.
*
El formato de tamaño folio (35 x 30 o
30 x 25 cm.) se ofrecía como el más adecuado para los grandes libros de estudio
y consulta; la tendencia apuntaba, sin embargo, al uso de formatos más pequeños
(el cuarto o el pctavo), indicados para obras seculares, de lectura religiosa o
placentera. Al principio, eran frecuentes los grandes márgenes (espacios en
blanco para que el artista ejerciera su oficio, como se hacía en los códices
medievales), mientras que el texto en sí aparecía compacto, sin apenas blancos
o puntos y aparte; al abaratarse su producción y mostrar aquéllos formatos
menores, los claros y espacios se tornaron más frecuentes.
* La letra más común entre los manuscritos del siglo XV era la gótica,
de presentación angulosa -como las biblias de las 42 y las 36 líneas- y con
variantes según el tipo de texto o la zona donde se realizara la obra.
Siguiendo este modelo, y para que los lectores no sintieran extrañeza y
rechazo, se compusieron los primeros libros impresos en Alemania. Con la
difusión de la imprenta desaparecieron las abreviaturas usadas en los
manuscritos con el deseo de ahorrar espacio y tiempo; sin ellas, la lectura se
tornó más fácil y grata.
* Acerca de la ornamentación, hemos de mencionar que dejó de limitarse a las
iniciales, marcas, colofones o portadas, pasando a multiplicarse en el interior
para, de ese modo, ayudar a la comprensión del contenido y dar un aspecto más
grato al libro. Hasta fines del siglo XVI presentaría una apariencia similar a
la de los manuscritos -a base de orlas, iniciales y capitales coloreadas a
mano-, aunque su finalidad apuntaba más bien al deseo de atraer a posibles
compradores, en especial cuando se trataba de un público sencillo. En lugar de
ser dibujadas -y como la iluminación a mano era cara-, se utilizaron para su
confección grabados en madera que aprovechaban el desarrollo de las impresiones
xilográficas y que, además, permitían su inclusión inmediata en el texto.
El
primer impresor que empleó el grabado en madera fue Albrecht Pfister: en sus
textos las utilizó no con fines decorativos, sino para explicar el contenido de
la obra a los lectores con poca formación a los que se destinaban libros
fácilmente comprensibles, estampas y calendarios. Dicho ilustrador incluyó en
1461 más de doscientos grabados de madera en su edición de Edelstein.
* Respecto a la encuadernación, también se apreciaron cambios notables, pues
dicha actividad comenzó en esos momentos a desarrollarse como una industria
dotada de una organización especial. Su importancia fue muy grande si se tiene
en cuenta que la riqueza en la encuadernación constituyó uno de los más
eficaces recursos utilizados para vencer las primeras resistencias a incorporar
el impreso a las bibliotecas. Con el tiempo, el incremento del número de libros
y su menor precio dieron lugar a encuadernaciones más económicas; su influencia
sería también decisiva a la hora de la profesionalización de una nueva
actividad pues, de ser una ocupación de monjes o de encuadernadores adscritos a
universidades, adquirió naturaleza de oficio civil.
EL UNIVERSO DE LA PRODUCCIÓN PERIÓDICA
Enfocado
el asunto desde una directriz paralela, cabe estimarse que donde la imprenta
mostró, desde el primer momento, otra parcela de sus virtualidades fue en los
textos noticiosos o informativos que produjo. Junto al libro, se fueron
perfilando un número indeterminado de escritos que presentaban un claro afán de
servir de medio de comunicación social. Consecuencia de la evolución misma de
la sociedad durante las últimas décadas de la Baja Edad Media -que puso en
evidencia la necesidad de contar con un sistema más rápido y ágil de transmitir
noticias, hechos y acontecimientos-, entre dichos escritos localizamos las
crónicas, o recopilaciones de los acontecimientos de destacado relieve; las
cartas-diario, o textos redactados por los agentes de las casas comerciales a
fin de notificar a sus patronos cualquier asunto relativo a los negocios; los
almanaques, de variado contenido -predicciones astrales, pronósticos,
proverbios- y dirigidos especialmente a la población no letrada; y los avissi
o foggli a mano, acerca de informaciones útiles a la clase comerciante,
amén de otros datos de interés público.
En
función de lo anterior, no cabe duda alguna de que un instrumento -como la
imprenta- que permitió la rápida, eficaz y barata multiplicación de los papeles
fuera acogido con un gran entusiasmo por los que elaboraban y consumían estos
productos. Y, aunque el noticierismo manuscrito no desapareció tras la creación
del mensaje impreso -de hecho ambos coexistieron al menos hasta el siglo
XVIII-, lo cierto fue que su "traducción" a las formas que imponía la
nueva industria -el ars artificialiter scribendi- influyó en gran medida
en el éxito de dichos escritos. Igualmente, es obligado destacar que el uso de
la tipografía en el campo de los avisos, foggli a mano,
price-currents, canards o nouvelles à la main permitió la
creación de las primeras fórmulas del periodismo impreso: los ocasionales y las
relaciones.
Con
el primero -indica Jesús Timoteo- se hace referencia a publicaciones
eventuales, impresas con motivo de algún acontecimiento de singular relieve. De
pequeño tamaño (17 x 10 o 15 x 10 cm.) y no más de ocho páginas, con portada
ilustrada con un grabado, fecha y lugar de edición (que evidenciaban la
necesidad de que la información que contenían estuviera bien emplazada), estos
textos acotaban el relato de un único asunto. Los más antiguos proceden de
Italia (Bolonia, 1470), con informaciones relativas al avance de los turcos por
el Mediterráneo oriental, tema preocupante entonces. Extendidos por toda
Europa, fueron promovidos por individuos aislados (menanti) o por los
poderes político o eclesiástico, que los dotaban de fuerte carga persuasiva y
propagandista, como fue el caso de los publicados en Inglaterra en tiempos de
Enrique VIII en defensa del divorcio.
Acerca
de su contenido, se ha de mencionar que trataban de sucesos muy dispares:
acerca de viajes y descubrimientos, asuntos bélicos, milagros, historias
prodigiosas o desastres naturales; también sobre temas locales, como la entrada
o salida de un príncipe o su séquito en la ciudad. Encabezados por un título
genérico, se comerciaban en imprentas, tiendas de libreros o bien eran
distribuidos por vendedores ambulantes. Su éxito lo demostraron las frecuentes
impresiones y traducciones que se realizaron.
Con
el término de relaciones se alude a impresos anónimos, de no más de cuatro hojas,
que narraban sucesos varios de forma irregular. Denominadas en España
"cartas nuevas" u "hojas de noticias", venían a ser
compendios resumidos de episodios dignos de divulgarse por su singularidad. Sus
recopilaciones darían lugar, luego, a la iniciativa de Michael von Aitzing,
noble austriaco que, aprovechando la feria semestral de Francfort (que ya era
cita de editores y libreros), lanzó al mercado dos volúmenes dirigidos a la
venta en dichos encuentros (en primavera y otoño), donde se recogía la relación
de los principales acontecimientos habidos en Europa en los seis meses que
separaban a una feria de otra. Conocidas como Messrelationen, serían,
entre 1587 y 1595, el primer testimonio de un noticierismo inclinado hacia su
regulación periódica, la semestral. Su éxito se observa en las imitaciones que
tuvo: las Historicae relationis complementorum de Jacobus Francus en
1591 o las Cronologías novenarias del francés Palma-Cayet desde 1598.
En
su conjunto, y como ya se ha apuntado, ejemplos hacia una creciente
periodicidad, que se consolidó no mucho más tarde en publicaciones mensuales,
quincenales y hasta semanales.
* * * * * * *
A
la luz de lo expuesto, la primera conclusión que se extrae del estudio de los
primeros documentos impresos apunta, ineludiblemente, a la interpretación
europeísta que se ha asignado al fenómeno de la imprenta. Sin embargo, una
visión universal puede tener otro enfoque. Nos referimos a la presencia del
fenómeno en la civilización china, cuestión que ha conducido a determinados autores
a difundir la tesis del origen chino de la imprenta. Ante esto cabe
preguntarse, ¿cuál fue la aportación de dicho país al asunto?
EL TONO DE LAS PRIMERAS IMPRESIONES
Aunque
no se ha demostrado, parece admitida por algunos estudiosos la idea de que la
técnica de la imprenta tuvo su comienzo en China y en zonas circundantes,
ámbito donde, desde el siglo VI d. C., se habían llevado a cabo intentos de
multiplicación mecánica de la escritura. Junto con la existencia del papel
(inventado por este pueblo en el siglo I a. C.), allí también surgió la técnica
de impresión con piedras a través de calcos; muy pronto, sin embargo, a causa
del daño inevitable que por efecto de la multiplicación de copias sufría la
plancha original y la dificultad de tallado sobre ese soporte, se pasó a la
realización de la plancha en madera.
Cuatrocientos
años antes de que Gutenberg realizara sus primeras pruebas parece ser que
también en China fueron usados tipos móviles de una forma metódica; así, cierta
tradición afirma que, a comienzos del siglo XI d. C., el herrero Bi Sheng
produjo caracteres movibles de arcilla cocida posteriormente fabricados en
otros materiales, como madera, metal y porcelana. En cualquier caso, un escollo
no pequeño para el desarrollo de esta técnica en aquel ámbito parece haber sido
la ingente cantidad de rasgos de la escritura china -más de 50.000- para su
representación en tipos móviles, algo que, evidentemente, superó el alfabeto
latino gracias a "su conjunto finito y escaso de letras" (11).
En
Europa, el empleo de un sistema de escritura compuesto por un escaso número de
letras permitió que, además de grabados de imágenes, se reprodujeran, desde el
siglo XIV, someras sentencias o breves explicaciones que, la mayoría de las
veces, se incluían como pie de las ilustraciones xilográficas. Ejemplos de esta
actividad los encontramos en los Países Bajos y Alemania, como lo prueban la
estampa de San Cristóbal y el Niño de 1423 y la Biblia pauperum
de 1450. De contenido religioso generalmente, estas muestras eran usadas para
adornar las paredes; mas el progresivo predominio del texto permitió que se
formaran libros -llamados tabellaires por los franceses y block book
por los ingleses-, que contenían entre veinte y cincuenta láminas xilográficas.
Inspirados en los manuscritos iluminados, algunas muestras destacadas de éstos
son el Cantar de los cantares, el Decálogo, el Apocalipsis,
la Danza de la muerte y Semana de penitencia. Sus características
formales eran, por supuesto, fieles a la estructura compositiva planteada por
el libro manuscrito tradicional. Ampliamente difundidos entre el pueblo por su
contenido de literatura popular, lo cierto es que la mayoría estaban escritos
en latín, pero el predominio de sus ilustraciones los hizo muy demandados.
Prueba de ello son los pocos ejemplares que nos han llegado, debido al intenso
uso al que fueron sometidos en su época.
Junto
a los factores anteriores, José María Díez-Borque apunta que, durante todo el
siglo XIV, se manifestaron numerosos avances tecnológicos que culminaron con la
creación de caracteres móviles para imprimir libros con los que se puede
afirmar que comienza propiamente el arte de la tipografía en su concepción
moderna. Dicho autor se refiere, entre otros elementos, a los siguientes: el
uso de una aleación de plomo, estaño y antimonio para crear los tipos,
combinación que daba como resultado un material flexible para la impresión y
duro al mismo tiempo para resistir la presión de la prensa; la mejora en el
proceso de fundición de letras para que tuvieran la misma altura y longitud y
se ajustaran con facilidad; el perfeccionamiento de la prensa, que ahora
imitaría a las de vino; y la mejora de la tinta que, a base negro de humo y
aceite, ganó en consistencia.
A
todo ese proceso se unió el hecho de que, para esas fechas, el empleo del papel
estaba generalizado en Europa; como he indicado, ya en el siglo XII está
documentado su uso en el continente (España, Italia, Francia y oeste de
Alemania). Soporte ideal en un momento en que la cultura escrita estaba creciendo,
el papel sirvió no sólo para la mejora en la producción de libros, documentos
legales, informes y otros papeles -manuscritos y con el tiempo, impresos-, sino
también para reproducir imágenes mediante la técnica xilográfica.
En
síntesis, el resultado de todas esas innovaciones fue tan completo que la
técnica de componer e imprimir libros no varió sustancialmente hasta el siglo
XIX; por ello muchos autores -como Svend Dahl- consideran que, si bien las
primeras ideas sobre la impresión llegaron de Oriente, el perfeccionamiento tan
grande que éstas adquirieron en Europa convierten a la imprenta en un invento
occidental. Quizás la prueba más evidente de ese auge se aprecia en la rápida
reacción de las autoridades frente al invento.
LA REACCIÓN DE LOS PODERES MODERNOS
Aunque
ya se ha mencionado que la imprenta posibilitó la libertad de expresión, como
es bien sabido ésta no se lograría plenamente hasta la Edad Contemporánea.
Queremos, pues, hacer hincapié en el hecho de que, en sus primeros años de
vida, determinadas limitaciones -como la censura- retrasaron los logros que,
más tarde, estaría llamada a promover.
Existen
numerosas pruebas de que, ya durante la Edad Media, habían sido condenados
libros o papeles diversos por ser considerados heréticos o portadores de ideas
heterodoxas; la mayoría de las órdenes al respecto se cumplían, por lo que no
hacía falta una legislación especial o la creación de un organismo que vigilara
su cumplimiento. Con el surgimiento de la imprenta y el activo comercio
organizado alrededor de ella, la información pasó a ser concebida
progresivamente como un instrumento al servicio del cambio religioso y
político.
En
relación con lo anterior, Manuel Vázquez Montalbán apunta que resulta curioso
comprobar cómo, junto a la expansión de lo escrito que se produce en esos
momentos, cada vez se hizo más evidente el ejercicio de control del poder
temporal y espiritual coligados, muestra, en definitiva, de que lo escrito y lo
impreso pasaron de una alianza con el príncipe a convertirse en elementos que
podían ser esgrimidos contra la voluntad del poder. Para evitarlo, y amparados
en el derecho de privilegio real, soberanos y autoridades religiosas crearon
numerosas instituciones al objeto de hacer prevalecer su estructura de dominio,
entidades que, evidentemente, afectaron al conjunto de las comunicaciones
sociales. En ese espíritu se inscribe la oficialización del correo, mediante la
regulación de las rutas, postas, horas y días; pero, sobre todo, el afán de
inspeccionar la acción de la imprenta, intentado encauzar en su provecho a sus
diversas manifestaciones, ya mediante la censura previa o la identificación del
autor.
Algunas
muestras de esa actitud se pusieron de manifiesto en diferentes momentos a lo
largo del siglo XV, ejemplos como los que, en 1486, protagonizó el arzobispo de
Maguncia al teorizar sobre la censura; o el que animara un año después
Inocencio VIII, quien, en su bula Contra impressores librorum reprobatorum
(1487), prohibió la impresión de cualquier papel que no portara el permiso
eclesiástico. En la siguiente centuria el panorama descrito no varió a tenor de
lo sugerido por el estallido de las guerras de religión derivadas de la Reforma
protestante. Prueba de ello es que la reivindicación de la libertad de información
e impresión que plantearon las nuevas fuerzas obligarían a León X -siguiendo
los acuerdos del concilio de Letrán- a establecer en 1515 la censura previa en
toda la cristiandad.
Tras
la ruptura con Lutero, las medidas adoptadas por la iglesia católica se
hicieron más severas: en 1521, Francisco I -en Francia- y Carlos V -en España y
Alemania- promulgaron sendos decretos por los que se prohibía publicar aquellos
libros que hubieran sido proscritos por la iglesia; tres años después, Clemente
VII vetó la difusión de las obras del antiguo agustino; las principales
universidades de la cristiandad -la Sorbona, Lovaina y Colonia- lucharon
fieramente contra los textos heterodoxos; nacida del concilio de Trento, la
Sagrada Congregación del Indice -cuya acción se ha prolongado hasta nuestro
siglo- comenzó a elaborar el Index librorum prohibitorum; en 1542, se
instituyó la Congregación del Santo Oficio, una de cuyas funciones era el
estudio y condena de los libros heréticos o inmorales; Gregorio XIII condenó a
galera a los menanti que recogieran, redactaran o difundieran noticias
-verdaderas o falsas- que no hubieran pasado por el filtro papal, una línea que
imitó Sixto V al ordenar, en 1587, que se cortara la mano y la lengua al
menanti Annibale Capello.
Los
estados católicos delegarían en la iglesia las funciones represivas hasta muy
entrado el siglo XVII, momento en que el monarca absoluto Luis XIII estableció
la censura laica.
* * * * * * *
Pese
a todo ello, en aquella Europa plena de contradicciones hacia todo lo que
concerniera a la imprenta, el ejercicio de la censura provocó no pocas
reacciones entre los defensores de la libertad de expresión. Para éstos, si la
represión de libros doctrinales podía justificarse como atentado a la verdad
establecida, más difícil era disculpar el control ejercido sobre la circulación
de la información más simple. De hecho, la mayoría de las quejas provenían de
los mismos impresores, cuyo empeño en dicha actividad derivaba del lucrativo
negocio que conllevaba la producción de hojas periódicas: unos papeles que
contaban con más audiencia que los libros, eran más fáciles de componer y
dejaban más beneficios. Pues, como certeramente indica Manuel Vázquez
Montalbán, "eran numerosos [en la época] los acontecimientos que el público
deseaba conocer; en cuanto un impresor tenía noticias sobre uno de ellos, tenía
gran interés en hacer un pasquín, un aviso en Italia, una zeitung en Alemania,
sabiendo que esta mercancía encontraría clientes" (12).
De
todo lo dicho se desprende que la invención y el perfeccionamiento de la
imprenta constituyen el punto de partida de la época moderna, en tal grado que,
como sostiene Albertine Gaur, "todos los adelantos posteriores, tanto
científicos, políticos, eclesiásticos, sociológicos, económicos como filosóficos
no habrían sido posibles sin el uso y la influencia de la imprenta"
(13).Instrumento de las energías individuales propias del Renacimiento, germen
de la producción en masa, vehículo de nuevas valoraciones sobre la realidad, el
mundo y la historia, a la imprenta, en definitiva, se deben gran parte de los
cambios que se han sucedido durante los últimos cinco siglos, gran parte de los
avances que han caracterizado la progresiva madurez del pensamiento humano.
NOTAS
FORMA DE
CITAR ESTE TRABAJO DE LATINA EN BIBLIOGRAFÍAS:
Nombre de
la autora, 1998; título del texto, en Revista Latina de Comunicación Social,
número 11, de noviembre de 1998, La Laguna, en la siguiente dirección
electrónica (URL):
http://www.lazarillo.com/latina/a/10mjr(sevilla).htm