Del libro y sus formas
El ordenador y las nuevas modalidades
de lectura
(4.852 palabras - páginas)
Dra. Carmen Espejo Cala ©
Facultad de Ciencias de
la Información, Sevilla
1. Introducción
Cuando
hace ya más de treinta años que el profeta McLuhan certificó la defunción de la
Galaxia Gutenberg, todavía se discute la justicia del análisis
precisamente en el terreno de la comunicación de masas en el que primero se
advirtió la revolución gutenberguiana: la edición de libros. La
impresión generalizada, tanto en ambientes especialistas como en el dominio
popular, es que la desaparición del libro, lejos de ser inminente, resulta casi
inimaginable, al menos a la luz de una producción y presencia social siempre
crecientes. Un volumen recientemente traducido al castellano, en el que
participan algunas de las voces más autorizadas para opinar al respecto, se
titula, desafiadoramente, El futuro del libro, mientras que en su
subtítulo pone entre interrogaciones una vieja máxima que hace sólo unos años
se aplicaba con fatalismo para referirse a la batalla entre el libro y el
ordenador: ¿Esto matará eso? (1).
En
la Introducción al volumen que él mismo compila, Geoffrey Nunberg plantea
perfectamente los términos de la compleja controversia, recordándonos que
"la categoría del libro es en sí misma el resultado de un concurso
fortuito de instituciones, géneros y tecnologías", y no una fórmula histórica
homogénea, por lo que parece previsible que "la introducción de nuevas
tecnologías se verá acompañada de una dispersión de la función cultural y
comunicativa que asociamos con el libro" (Nunberg 1998: 23).
Nuestro
artículo asume ese mismo punto de partida y -ante la confusión frecuente en la
que se confunden elementos heterogéneos como libro, lectura,
industria editorial, para vaticinar la muerte o el triunfo conjunto de
todos ellos frente a los nuevos medios- pretende esbozar una definición de los
términos precisos de la contienda, así como del balance de la última a estas
alturas de la era digital. Aunque es evidente que, como afirma Nunberg
líneas atrás, con el término libro designamos una suma de aplicaciones
tecnológicas e instituciones sociales, para las pretensiones modestas de esta
trabajo nos ceñimos a las primeras (y remitimos al magnífico artículo de Carla
Hesse, historiadora del libro francesa, en el mismo volumen, para una
introducción a la transformación que las nuevas tecnologías están provocando en
las segundas).
Nuestra
pretensión, en resumen, es apuntar el parte clínico del estado en que se hayan
los dos hallazgos técnicos más influyentes, hasta el presente, en la vida
cultural de las sociedades desarrolladas: la escritura y el libro impreso.
1. Desmintiendo todos los malos augurios que lo daban
por muerto, el libro, en la misma fórmula técnica que se consagra en el XVI
-formato códice, soporte papel, edición impresa... - goza de excelente
salud. La edición de libros sigue creciendo en términos absolutos: bien es
verdad que "las ventas de libros y otra materia escrita, durante siglos el
centro de la tecnología de la memoria cultural, ocupan ahora la cuarta posición
detrás de las ventas de televisión, cine y videojuegos" (Toschi 1998: 213-214).
Este
último dato nos remite a lo que, de momento, parece vislumbrarse como futuro
más inmediato del libro, que resulta ser su indefectible alianza con los
soportes audiovisuales. Aunque no resultan aún disponibles datos cuantitativos
al respecto, parece contrastado por nuestra experiencia común de consumidores
que, al menos de momento, lo que se denomina modalidad de lectura ROM -es
decir, la lectura sin posibilidad de alteración del texto (Simone,
1998)- sigue indisolublemente ligada al producto libro. Los catálogos de las
casas editoriales ofrecen cada vez en mayor cuantía libros en formato CD-ROM,
mientras que la difusión de estos mismos a través de Internet no resulta -de
momento, insistimos- significativa(2).
Los
tres o cuatro últimos años han asistido a la consagración del CD-ROM. ¿Es este
el nuevo soporte que integrará definitivamente en la era audiovisual al último
reducto de la era Gutenberg, el libro? En la edición '93 de la Feria editorial
de Francfort un editor declaró, según se recoge en prensa, que "dentro de
cinco o seis años hablaremos de 1993 como el año en que empezó todo para el
libro electrónico". Debía el editor basar su afirmación categórica en el
hecho de que, para entonces, octubre de 1993, ya se podían contar por 1.500 los
títulos editados electrónicamente; o en el dato más significativo aún de que ya
podía leerse a Shakespeare en la pantalla del ordenador; o, probablemente,
en el argumento definitivo de que una feria de prestigio como la de Francfort,
bastión de la vieja cultura libresca, claudicase hasta conceder su mejor
espacio a la joven rival, la cultura audiovisual.
Poco
tiempo después, en enero del siguiente año, el "Primer Salón Internacional
del Libro Ilustrado y de las Nuevas Tecnologías", MILIA 94, celebrado en
Cannes, confirmaba el progreso imparable de la edición electrónica. En octubre
de 1994, Francfort apostaba ya resueltamente por el libro informatizado,
dedicándole una planta entera, la primera, de su exposición: 9.000 metros
cuadrados, frente a los 5.000 de la edición anterior, en los que exhibieron sus
productos más de 400 casas editoriales de toda Europa, frente a las 170 del año
anterior.
No
parecían caber dudas entonces acerca de la definitiva sustitución, a más largo
o corto plazo, del libro de papel por este otro soporte, más cómodo y
atractivo. Los comentarios en prensa acerca del fenómeno estaban sin embargo
repletos de reservas, dudas, temores, por parte incluso de los más directos
interesados. "Gutenberg, ¿al museo?". Una de las informaciones que
Rosa Mora enviaba a El País desde Cannes en aquel año de 1994 recogía
una anécdota demostrativa, en la que se percibe el tono épico con el que podría
llegar a investirse la resistencia inútil de los viejos editores:
Marchand
[director general de Gallimard Juventud] fue explícito: "Me han pedido que
trajera algún tipo de soporte para ilustrar mi intervención, y aquí está".
La pantalla y los ordenadores permanecieron oscuros y en silencio mientras el
editor sacó del bolsillo El descenso a los infiernos, de Rimbaud. "Esto
es un libro. Es totalmente interactivo, vean cómo se pasan las páginas, de
pequeño formato, cabe en cualquier bolsillo, se puede llevar a todas partes.
Las imágenes se las pone uno mismo a medida que lo va leyendo" (Mora,
1994: 31).
¿Hay
razones para tanta consternación? ¿Hasta qué punto revoluciona el formato
CD-ROM la categoría técnica e histórica del libro? La historia del libro está
repleta de desafíos técnicos (por cierto que cada vez que, a lo largo de una
incesante evolución, cambió su aspecto externo para adaptarse a nuevos tiempos,
la gente letrada denuncian con fórmulas similares la degradación
cultural que esa renovación aparejaba).
Cuando
el hombre empezó a escribir, ensayó primeramente el camino más corto, e intentó
que el grafema aludiera directamente a la apariencia física del objeto. La pictografía,
en efecto, está en el origen de la mayoría de las escrituras antiguas conocidas
(3). Un texto escrito era entonces, simultáneamente, palabra e imagen, discurso
e ilustración: recuerden la perfección plástica de los jeroglíficos egipcios o
de los códices aztecas. Pero un medio de comunicación integral como este
resultaba excesivamente complejo y antieconómico, y sólo pudo mantenerse
durante largo tiempo en las sociedades en las que la escritura nunca dejó de
ser un código privativo de las minorías regentes, religiosas o políticas.
El
desarrollo económico impuso al trazo un ritmo acelerado, y entre los activos
comerciantes semitas del Mediterráneo, dos mil años antes de Cristo, la
escritura se desembaraza definitivamente de la imagen y se reduce al sencillo
procedimiento de representar, mediante grafemas abstractos, los poco más de
veinte sonidos que son necesarios para entendernos en la mayor parte de las
lenguas. Los griegos consolidan esta tendencia a la abstracción mediante la
fijación del alfabeto. Desde entonces, citamos a Roland Barthes, "la letra
es precisamente algo que no se parece a nada: es propio de su naturaleza
huir inflexiblemente de toda semejanza: todo esfuerzo de la letra es en
dirección contraria a la analogía" (Barthes, 1989: 38). En cierta forma,
"la criptografía sería la vocación misma de la escritura" (Barthes,
1989: 16).
La
imagen física, expulsada de la letra, no tarda en reintroducirse en la
comunicación escrita por medio de la ilustración. El rollo de papiro egipcio,
griego y romano -el primer gran formato histórico y precedente del libro-
contiene ya ilustraciones, aunque se trata de sencillos dibujos con los que
completan, normalmente, las explicaciones técnicas o científicas. Las artes
gráficas aplicadas al libro no empiezan a desarrollarse hasta que no
aparecen un nuevo soporte y formato: el códice de pergamino. La página, que es
un concepto primeramente físico, tiene ya una entidad plástica, y el pergamino
absorbe mejor que el papiro las tintas de colores. La composición y la
ilustración del libro alcanzarán cotas insuperadas de excelencia a lo largo de
la Edad Media. El códice medieval tiene la pretensión de volver a confundir
escritura e imagen; una letra capital miniada es a la vez representación del
sonido y del concepto (4).
Sin
embargo, el triunfo del códice de pergamino sobre el rollo de papiro no se
debió en principio a sus mayores posibilidades plásticas, sino a otras dos
características que le concedían su soporte y su formato respectivamente: el
poco coste y la comodidad del manejo.
En
cuanto a lo primero, sabemos incluso que los primeros que comenzaron a escribir
en librillos de cuero o pergamino, en los tiempos finales del imperio, fueron,
de nuevo, los comerciantes que tomaban notas de sus negocios. Se dice que san
Marcos, frecuentador de tales ambientes durante su estancia en Roma, escribió
en uno de estos libritos de notas su Evangelio. De hecho, los primeros
cristianos fue uno de los colectivos pioneros en adoptar el nuevo formato, más
económico, más fácil de transportar durante las largas jornadas de apostolado y
de esconder mientras durasen las persecuciones.
Y,
en cuanto a las amplias ventajas para el manejo que el códice comportaba, debe
apuntarse que pronto se contaron también entre los defensores del libro
renovado aquéllos que hoy llamaríamos profesionales liberales, médicos o
juristas a los que el nuevo formato permitía encontrar rápidamente la página
que contenía la cita o la receta justa, sin necesidad de desplegar todo el
texto como ocurría con el rollo de papiro (Roberts y Skeats 1989). De hecho,
Colette Sirat, especialista en el libro medieval, afirma: "Il faudra vingt
siècles pour qu'on se rende compte que l'importance primordiale du codex pour
notre civilisation a été de permettre la lecture sélective et non pas continue,
contribuant ainsi à l'élaboration de structures mentales où le texte écrit est
dissocié de la parole et de son rythme" (Sirat, 1988: 21).
El
códice de pergamino terminó por sustituir al rollo de papiro, pues, porque era
más barato, más cómodo, permitía una mejor factura de los componentes plásticos
y un acceso mayor del lector al contenido. A pesar de tan sólidos argumentos a
favor, muchos autores clásicos contemplaron con desprecio la difusión de esta
modalidad libresca que debía parecerles tosca y propia tan sólo para ediciones
populares. La misma curia romana siguió expidiendo en rollos de papiro sus
documentos más solemnes hasta el siglo XI.
El
fenómeno se reproduce, sin más, en los últimos años de la Edad Media, que
asisten a la sustitución del códice de pergamino por el libro de papel. El
mismo rey Sabio desconfiaba de las prestaciones del nuevo soporte difundido por
los árabes siempre sospechosos, y en sus Partidas sólo recomienda el
"pergamino de trapo", que así lo llama, para los escritos poco
valiosos.
De
este modo, a pesar de la escasez y carestía crecientes del pergamino, el
económico papel no llega a hacerse común hasta que la imprenta no lo adopta
como soporte casi exclusivo, dada su mejor y más rápida absorción de las
tintas. Esta última cualidad resultaba fundamental, pues los primeros
incunables fueron en gran medida ediciones baratas de best-sellers de la
época, en los que la estampa xilográfica ocupaba a menudo más espacio que el
texto escrito. Así era, por ejemplo, en las llamadas Biblia pauperum,
"Biblia de los pobres", concebidas para la didáctica fácil de la
doctrina a través de la imagen.
En
ese sentido sí cabe afirmar que fue el libro primer medio de comunicación de
masas, en cuanto permitió el acercamiento a la cultura libresca a grupos cada
vez más amplios de la sociedad, mientras que en cambio no puede basarse la
afirmación en un supuesto aumento inmediato de la producción: las primeras
imprentas, de hecho, trabajaron prácticamente al mismo ritmo que los
super-especializados escritorios monacales o gremiales de la época (Martin,
1992).
El
poco entusiasmo con el que las elites culturales recibieron la oferta novedosa
explica que el mismo Johann Fust, uno de los socios de Gutenberg en Maguncia,
fuera sorprendido por la muerte en París en 1466, mientras trataba de vender
sus libros impresos haciéndolos pasar por códices manuscritos. Con el tiempo,
sin embargo, las ventajas del penúltimo de los formatos del libro fueron
innegables: economía, difusión, precisión en los trazos de la letra, mayor definición
de la imagen que lo ilustra.
Ciertamente,
cada una de estas nuevas soluciones se explica por un aumento de la demanda,
consecuencia a su vez del progreso cultural y social de los pueblos que las
impulsaron. Pero, al mismo tiempo el rollo de papiro, el códice de pergamino,
el libro de papel, gracias a sus ventajas sobre sus inmediatos antecesores,
contribuyeron a ese mismo desarrollo. En su conjunto, tienen todos el mérito
innegable de haber hecho llegar hasta nosotros, con hiatos perdonables, un
bagaje libresco que ya es varias veces milenario.
¿Qué
aporta el formato CD-ROM en esta refinada cadena evolutiva? ¿Son tan
fundamentales las nuevas aportaciones como para permitir pensar en una
sustitución efectiva del viejo formato en papel? Y, repetimos la pregunta,
¿revolucionan sustancialmente estas nuevas prestaciones tecnológicas las
propiedades atribuidas al libro en su versión tradicional?
El
CD-ROM y el CD-I culminan -por el momento, claro está- ese viejo anhelo del
hombre por volver a reunir escritura e imagen en un mismo soporte. De hecho, el
lenguaje binario del ordenador permite por vez primera en la historia una
equiparación total entre lenguajes expresivos antes heterogéneos como la
escritura, la imagen y el sonido, todos ellos presentes en los productos
CD-ROM. Esta prestación insólita bastaría tal vez para asegurarle el éxito,
pero además los libros electrónicos no sólo resultarán dentro de muy poco más
baratos que la edición en papel (5), sino que se manejarán con más facilidad
incluso que con la que se hojea un libro: prueba de ello, el que buena parte de
la producción esté destinada al mercado infantil.
Las
únicas reservas admisibles son las que se refieren a la limitada profundidad
intelectual de buena parte de los títulos publicados hasta el presente. La
edición electrónica comparte, peligrosamente quizá, sus fuentes de inspiración
y su mercado con el mundo del vídeojuego y el vídeo-clip, tal como en su
momento el códice de pergamino recogió la tradición ostentosa del díptico de
marfil o el libro de papel se nutrió de la piedad y las supersticiones
populares. Las obras disponibles en CD-ROM, hasta el momento, son
mayoritariamente enciclopedias sobre temas de actualidad destinadas al gran
público o productos lúdicos en los que el texto didáctico es mera excusa
para el despliegue audiovisual.
Pero
ha de confiarse en que, como en los dos casos citados al hilo del comentario
anterior, la tradición escrita culta, tras resistirse durante algún
tiempo, terminará por integrarse por completo en la nueva tecnología. No sólo
podremos seguir leyendo a Shakespeare y al resto de los clásicos, sino que
además en las nuevas ediciones el texto podrá ser iluminado por reproducciones
de obras de arte y fondos musicales contemporáneos de la obra literaria, tal
como ya puede hacerse al leer La divina comedia de Dante editada en
CD-ROM (6).
2. Ahora bien -y hasta tal punto el desarrollo
acelerado de las nuevas tecnologías nos obliga a ser cautos-: ¿se confirman en
estos momentos -mediados de 1998- las buenas expectativas para la implantación
del libro en CD-ROM, expresadas hace apenas cuatro o cinco años?
De
nuevo sin datos, una simple impresión de usuarios y consumidores nos dice que
esta tecnología recién estrenada puede ser desplazada finalmente por el gran
hallazgo tecnológico de los últimos tiempos, Internet. Cierto que, como se
apunta en una nota líneas atrás, cuestiones de reconocimiento del copyright
parecen estar demorando de momento el desembarco de las industrias editoriales
en la red; no puede negarse sin embargo que, tanto entre entusiastas como entre
recelosos, comienza a extenderse el lugar común de que un texto, cualquier
texto, no será durante mucho tiempo más un objeto, físico y limitado.
Y
uno de los efectos secundarios de la tecnología digital es que convierte
inútiles esos contenedores. Los libros, CDs, tiras de películas, lo que sea, ya
no necesitan existir para exponer ideas. Así que mientras creíamos haber estado
en el negocio del vino, de repente nos damos cuenta de que estábamos en el
negocio del embotellado (J.P. Bartow, en Nunberg, 1998:107).
De
forma casi consensuada, los expertos que integran el volumen compilado por
Nunberg, citado arriba, afirman que la revolución, inminente, no se verificará
esta vez en los soportes ni en los formatos -no sólo en ellos-, sino que
irá más allá, y afectará a la misma modalidad de la lectura.
Esto
que denominamos lectura, de nuevo, es en Occidente un precipitado de
usos, prácticas e instituciones sociales; tal como la efectuamos en el presente
-lectura silenciosa, solitaria, más o menos reflexiva- es una actividad
intelectual que no se consolida en Europa más que a partir del siglo XII.
Incluso esta lectura, cuyo origen está vinculado a la vida monástica renovada y
el florecimiento de la universidad, difiere de la actual en su carácter intensivo
-lectura con detenimiento, una y otra vez, de pocos libros, siempre los
mismos-. La lectura extensiva, que lee rápida y críticamente y que
acumula lecturas diversas y numerosas, no se conoce como práctica generalizada
hasta el siglo XVIII europeo y desde luego su existencia aparece históricamente
ligada a la emergencia de los nuevos grupos intelectuales ilustrados y laicos
(Wittmann, 1998).
Es
esta actividad, más allá del sustento, físico o virtual, que la permite, la que
aparece amenazada por nuevas posibilidades. La nueva modalidad de lectura, para
la que los expertos se esfuerzan en buscar rápidamente un nombre -metalectura,
lectura activa...-, se afirma como uso libérrimo de los textos, que
ahora por vez primera, desprovistos de férreos contenedores materiales,
se pueden mezclar, alterar, copiar indefinidamente.
Es
una práctica nueva que, imperceptiblemente, va generando una nueva forma de
organización textual superpuesta a la que se consagra en la cristiandad en
torno al siglo V, basada en la división lógica en capítulos y epígrafes, y cuya
unidad mínima, de presentación y contenido, tendía a ser la página (Saenger,
1998). En la metalectura, las unidades de trabajo pueden ser tan grandes como
un texto íntegro o una biblioteca completa, disponible a través de modernos
sistemas de documentación que permiten búsquedas selectivas e instantáneas,
pueden ser también varios fragmentos -en general, menores que la página-
desplegados al mismo tiempo en la misma pantalla..., pero suele ser un párrafo,
verdadera unidad mínima de trabajo intelectual que, en nuestros días, cortamos,
pegamos, sangramos, activamos y al que le hacemos otro
sinfín de ejercicios con nombres igualmente sádicos con agilidad y desenfado.
Esta
última revolución, la que afecta a la organización textual del libro, aparece
claramente vinculada a las posibilidades de lectura que ofrecen los
procesadores de texto para ordenadores, mientras que la lectura activa que se
apropia de textos ajenos para usarlos libremente es una prestación novísima de
los sistemas informáticos de hipertexto, sin duda Internet el más
extendido. Los historiadores del libro advierten, sin embargo, que tampoco
ahora como en los varios momentos de crisis que ya han ido apareciendo a lo
largo de estas páginas, la tecnología parece haber precedido enteramente a la
necesidad social o incluso a la modalidad de práctica: por ejemplo en el ámbito
educativo, y si hacemos algo de memoria, antes de tener ordenadores ya
cortábamos y pegábamos, esta vez en su acepción material, textos heterogéneos,
propios o ajenos, para engarzarlos en rudimentarios cuadernillos de los que
luego la fotocopiadora obtenía innumerables copias. Las profundas razones
socioculturales que subyacen a esta necesidad de agilización de la lectura
están por descubrir rigurosamente, aunque no es difícil imaginar que tienen que
ver con una cada vez mayor extensión de las prácticas de lectura y escritura
entre la población a la vez que un general descrédito de los discursos
establecidos, que nos impele tal vez a romperlos para relativizarlos.
Del
hecho de que esta nueva lectura se imponga hasta terminar con la modalidad
histórica o se limite a convivir con ella dependerá la supervivencia del libro,
tanto en su acepción física como en su vertiente institucional, en papel o
CD-ROM. Los especialistas, aquí, sólo cuentan con su particular talante,
optimista o pesimista, para hacer predicciones:
Los historiadores aún no son capaces de predecir
cómo se recompondrá el moderno sistema literario a la luz de estas nuevas
posibilidades temporales, y con qué consecuencias. Sin embargo, es posible
especular que si los modos de escritura activos sustituyen a los estructurales,
la historia del libro se convertirá tan sólo en un recuerdo (Hesse, 1998: 38).
En
resumen, mi tesis es la siguiente: el libro, sin duda, todavía dispone de un
brillante futuro, ya que ha demostrado de forma suficiente, hasta ahora, su
eficacia y fuerza cognitivas, pero ocurre que ha sido superado por un proceso
de metalectura que se está convirtiendo en una nueva fuerza impulsora de
cultura (Bazin, 1998: 159).
Aunque
es cierto que no hay generación humana que no se halla percibido a sí misma
inmersa en un momento de crisis singular, también lo es que alguna en
particular asistió a un proceso revolucionario desarrollado en un abrir y
cerrar de ojos: por ceñirnos a nuestra historia, los hombres y las mujeres que
vivieron la segunda mitad del siglo XV nacieron en el universo del códice y la
escritura manuscrita y murieron en una nueva era en la que la imprenta era ya
un artefacto implantado en cada localidad, grande o pequeña, de Europa, que
producía en conjunto más copias de más obras que las que hubiera podido tan
siquiera imaginar la generación anterior. Los efectos tanto cuantitativos como
cualitativos de la irrupción de la imprenta en Europa están justamente
catalogados por los historiadores como revolución (Eisenstein, 1979).
Las
nuevas tecnologías amenazan con conservar para siempre y con hacer disponibles
indefinidamente nuestras palabras, por lo que, a partir de ahora, habrá que ser
especialmente cautos a la hora de hacer vaticinios en artículos científicos
como éste. No parece legítimo, sin embargo, que terminemos sin una apuesta: la
nuestra, en ese caso, vislumbra que, en el ciclo vital de una o dos
generaciones, los procesos revolucionarios en curso que afectan al libro y a la
lectura se habrán cumplido. "Adiós a la era de la información" titula
Nunberg su artículo en la que obra a la que hemos hecho varias veces referencia;
nadie sabe aún cómo terminaremos por llamar a la próxima era, pero es muy
probable que los futuros historiadores convengan en admitir que ésta empezó
justo antes de que acabara un siglo.
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NOTAS
1. Ceci tuera cela, en su versión original. La máxima se extrae de El
jorobado de Notre Dame, novela de Víctor Hugo, y la utiliza el archidiácono
Frollo para referirse a la competencia entre el libro y la catedral. El primero
en aplicarla a una nueva confrontación simbólica, algunos siglos más tarde, fue
McLuhan, y desde entonces no ha dejado de aparecer en ningún estudio aplicado
al tema. No está de más hacer notar cómo una producción audiovisual Disney ha
sido más efectiva que una cadena ininterrumpida de versiones escritas para
lograr la definitiva popularización de los personajes de la primera frase de la
nota.
2. Tienen mucho que ver en este fenómeno, claro está,
razones de propiedad intelectual e industrial, difíciles de salvaguardar en
otra modalidad de lectura que no sea lectura ROM. Puede compararse el hecho con
la abundancia en Internet de material escrito del tipo que los especialistas de
historia del libro llaman pliegos sueltos: periódicos, revistas,
folletos, catálogos, publicidad..., todos ellos tradicionalmente gratuitos o
semigratuitos, y en los que no hay una defensa económica del copyright
tan decidida.
3. Aunque, hoy lo podemos afirmar con certeza, ninguna
de las escrituras antiguas conocidas es totalmente ideográfica. En todas ellas
hay un componente, aunque mínimo, de representación de sonidos o fonografía.
4. El códice heredará la tradición ornamental, no del
rollo de papiro, sino de un formato de libro minoritario en la Roma antigua: el
políptico de tablillas de madera o marfil, ricamente grabadas, que se empleó
fundamentalmente como objeto de regalo.
5. En un folleto publicitario sobre el CD-I publicado
por "Philips" se afirma que un solo compact disc es capaz de
almacenar la información contenida en unas 250.000 páginas de formato A4. El
coste de un megabyte en papel, para una enciclopedia, es de 5 $, mientras que
en edición CD-ROM los gastos se reducen a 1 $. Además, las ventajas económicas
no sólo se refieren en este caso a la reducción de los costes en términos
mercantiles, sino también ecológicos: "... parece que se debe reconocer
que el impreso no tiene la capacidad de mantener indefinidamente el desarrollo
cuantitativo que le ha caracterizado en el último medio siglo ni bastaría para
cubrir todas las necesidades de comunicación que se manifestarán en la sociedad
futura. Si no existiera más que la producción impresa, esa sociedad llegaría a
padecer de indigencia en el sector de la comunicación. Las limitaciones de la
palabra impresa para cubrir la ingente demanda de comunicación no vendría dada
por la incapacidad de multiplicación del sistema, sino por la escasez del
soporte" (Olaechea, 1986: 30).
6. Otra objeción a la edición en CD-ROM se refiere a
la primacía inevitable que la imagen tiene sobre la escritura en sus
producciones, y que amenaza con minimizar la tradición escrita difundida en
este soporte (Bolter, 1998).
FORMA DE
CITAR ESTE TRABAJO DE LATINA EN BIBLIOGRAFÍAS:
Nombre de
la autora, 1998; título del texto, en Revista Latina de Comunicación Social,
número 11, de noviembre de 1998, La Laguna, en la siguiente dirección electrónica
(URL):
http://www.lazarillo.com/latina/a/19carmen.htm