“Es responsabilidad de los intelectuales decir la verdad y exponer las mentiras”
(Noam Chomsky, 1967)
Hay muchas maneras de definir las cosas: según su función, su forma o sus atributos. Así, un intelectual puede ser un “trabajador mental” al uso marxista, o un opinador erudito que “habla en difícil” si se lo mira desde el imaginario popular. Para un caricaturista el intelectual es un tipo con barba “candado”, anteojos de carey y pipa, y para el político un presuntuoso con propensión a encontrar objeciones morales donde él sólo ve “un buen arreglo”. Pese a que es una obviedad decir que el trabajo del educador no tiene nada de muscular, pocos aceptarían hoy que un maestro de escuela pueda pertenecer a la inteligentzia.
No obstante, hasta la primera mitad del siglo XX los docentes gozaban de un considerable status social como parte de la “clase pensante”. Si bien se aceptaba que no eran sabios al estilo de un científico, la maestra y el maestro sabían ser reconocidos como la voz de la autoridad en cuestiones tan vitales como el desarrollo madurativo, mental y afectivo de los niños y jóvenes, y su ascendiente social en estos asuntos se percibía como decisivo. No serían los productores de la cultura, pero sin duda eran vistos como quienes la hacían posible sentando sus bases. Podían no ser capaces de alterar el orden social a corto plazo, pero indudablemente sus enseñanzas ostentaban el poder de determinar el curso futuro de las comunidades, las naciones, e incluso del planeta entero. La percepción de este poder hizo exclamar a Bertrand Russell: “¡Una generación de maestros valientes y osados bastaría para cambiar al mundo erradicando la injusticia y el sufrimiento para siempre!” (On Education, 1926). ¿Qué otra fuerza que no fuese la de un corazón ardoroso en perfecto control de la mente podría dar cuenta de semejante empresa? Y por si fuera poco, recuérdese la máxima de John Dewey: “Educar es enseñar a pensar, no qué pensar", una misión indiscutible del intelecto, para el intelecto.
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