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Antes de pasar a desglosar aspectos concretos de la utilización del vídeo dentro de la instalación multi‑media, me parece necesario empezar por contextualizar la instalación como disciplina independiente.
El concepto de instalación y su existencia como campo singularizado antecede a la aparición del vídeo (se pueden encontrar precedentes en los ambientes, espacios y diseños sociales del Constructivismo Ruso, en el Dadaísmo, etc. En este sentido resulta clarificadora la muestra “Ambienti”, organizada por Germano Celant en la Bienal de Venecia de 1976).
A partir del momento en que aparece el vídeo como algo instalable, creo que puede hacerse (con el peligro que comporta toda generalización) una división en dos campos complementarios. Por un lado el campo en el que el vídeo es contenido de la pieza (el medio se utiliza como mediatizador de una reflexión sobre sí mismo) y por otro, el campo en el que el vídeo se utiliza como vehículo expresivo al servicio de un discurso que existe fuera del medio y, frecuentemente, en combinación con otros vehículos aparentemente antagónicos. En esta segunda categoría es en la que puede encuadrarse mi trabajo de los últimos años.
Dentro de este contexto, una instalación es esencialmente un collage tridimensional que sucede en el tiempo, como la lectura de un libro aunque no de una manera lineal, de izquierda a derecha, sino como un libro de geometría variable y páginas sueltas que se ordenan (por falta de mejor vocablo) a medida que se leen. Esta característica de estratificación discursiva (o de estratificación de eventos visuales y aurales) se presta muy especialmente a la articulación de contenido. En mi caso, este contenido ‑o sus puntos de partida‑ existe fuera del contexto creado por la propia instalación y, generalmente, fuera del marco de referencia arte (no trato de hacer una declaración de principios, es simplemente una cuestión de inclinación personal).
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Sugerencias y problemas
