Es sabido que el concepto de iniciación a la vida adulta en las sociedades occidentales ha adquirido ya, al igual que las \\\\\\\"prácticas\\\\\\\" relativas ello, un significado un tanto vago. Al haber perdido importancia los múltiples acontecimientos que implicaban la idea de paso irreversible, de fase, de transición vital (escuela-aprendizaje-trabajo-matrimonio-descendencia) y con la progresiva laicización de las culturas, cosa que ha afectado a los viejos valores, hablar de final y de principio (de conclusiones definitivas y de \\\\\\\"comienzos\\\\\\\") es hoy un tanto problemático para cualquiera: para el antropólogo (que busca ritos que hayan perdurado o que se han quedado latentes), para el psicoanalista (que busca una improbable y definitiva conquista de la \\\\\\\"madurez\\\\\\\" de sus pacientes), para el sociólogo (que busca trayectorias modificadoras de los roles y los estatus), para el teórico de la pedagogía (que busca, aparte de a sí mismo, experiencias que ratifiquen cualquier inequívoco cambio en el adolescente más o menos normal).
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