Un clima de expectativa y esperanza parece recorrer por fin la industria audiovisual europeas .Sin base aún para echar las campanas al vuelo, la creación del grupo de reflexión sobre la política audiovisual, la redacción del Libro Verde y la realización en el pasado mes de junio de la Conferencia Europea del Audiovisual indican al menos que hay una toma de conciencia progresiva sobre la trascendencia ‑económica y cultural‑ de este sector para el presente y el futuro de una Europa unida. La experiencia debe necesariamente atemperar el entusiasmo con buenas dosis de prudencia nacidas de la distancia mantenida en el pasado entre las palabras, las normativas y los programas respecto a los resultados y los frutos efectivos. Difícilmente incluso puede encontrarse un mejor ejemplo de discordancia sistemática entre el discurso oficial de los Gobiernos y las autoridades europeas y la ausencia de voluntad política para transformar la realidad y encauzar el porvenir.
Contemplado prioritariamente como política y cultura, el audiovisual fue abandonado durante varias décadas por la Comunidad Europea al terreno de la soberanía nacional y por tanto, a unas políticas estatales voluntaristas y desiguales, ceñidas al cine como iceberg del sector en la alta cultura, incapaces generalmente de reconocer un creciente proceso de integración e internacionalización y de establecer las bases para una infraestructura económica sólida y viable, nefastas para la generación de un mercado unificado y amplio. La historia de la CEE en el audiovisual es así, paradójicamente, un proceso dominante de divisiones, de diferenciaciones crecientes y también, necesariamente, de deterioros y debilidades en aumento.
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