68 quedó arraigado en las mentes de muchos como una eterna herida que no cicatriza y se mantiene abierta ante cualquier demanda de los viejos sueños que habitan la memoria. El sueño hacia el amor con la esperanza, aquellas viejas glorias hoy parece que se reflejan en los ojos húmedos, de los padres, que rememoran en una sonrisa el marchito sueño del frenesí revolucionario. Nuestra percepción nos hace creer mirar el 68, cuando es el 68 quién nos mira. Aquel verano de la utopía, que culminó con un crudo otoño, yace en nuestros días como la respuesta a muchas incógnitas. Es entonces cuando el 68 se encuentra con nosotros y ríe de una sociedad que habita en la crítica hecha por el delirio de sus sueños. Aquellas tardes al clamor del grito: "no queremos olimpiadas, queremos revolución", el movimiento social que hizo frágil las percepciones, los sistemas y modelos. La juventud rompía el silencio en lo privado y externo. Caían los paradigmas, cimentados en la religión, del papel de la mujer en las sociedades. En la palabra de la adolescencia se cuestionaba, no sólo el autoritarismo patriarcal hacia la familia, sino la contradicción del ideal revolucionario que sólo era un monumento en donde se sepultaron a los héroes, la libertad y equidad. Se abría la caja de pandora: la revolución implicaba la muerte de las viejas ideas, los viejos sistemas, pero también de la percepción personal
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