Desde hace algunos años se habla en el mundo de las corporaciones (sobre todo en las grandes empresas del sector tecnológico y de servicios) de un concepto que, si bien ancla sus raíces en el sentido común y en el histórico savoir faire de los hombres de negocios, no había sido hasta ahora observado como un concepto-mercancía (esto es, sometido a producción y revalorización). Se trata de la gestión del conocimiento. En un sentido elemental, consiste en el aprovechamiento del potencial de saber de las empresas y las organizaciones en su propio beneficio. Hasta aquí nada hay de novedoso, porque seguramente no existe empresa viva que no aproveche para sí su propia experiencia. Pero la cuestión parece, en principio, cuantitativa: ¿qué proporción del capital de saber de un colectivo funciona realmente como retroalimentador? Así planteada, la pregunta no había sido abordada hasta hace apenas ocho o nueve años. Algunos estudios procedentes de los países nórdicos (con amplia tradición en teoría y práctica de las organizaciones) señalan que en realidad las empresas aprovechan en su propio beneficio menos de un 10 por ciento de los conocimientos que generan, directa o indirectamente, ellas mismas.
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