Hoy, más que nunca, la televisión genera discursos pasionales, sobre todo en cuanto a su función -informativa, educativa, de entretenimiento- y a sus efectos. El malentendido en torno a la televisión viene sin duda de su evolución misma, que algunos enfatizan y otros ignoran.
En poco más de una década, hemos pasado de una televisión con una función claramente referencial (la televisión “ventana al mundo”) a una televisión que no se limita a reproducir objetivamente la realidad sino que construye su propia realidad: potencial del medio, dirán los integrados de siempre, que demuestra su enorme capacidad técnica y su poder de convocatoria, de acuerdo con una desgastada teoría de la demanda (“dadle al pueblo lo que el pueblo quiere”: si circo, circo, si sangre, sangre), sin caer en que el gusto del público está condicionado por la escasez y poca variedad de la oferta, por la estandarización del producto; poder de mistificación, dirán los apocalípticos de nuevo cuño, que espectaculariza todo cuanto toca y transforma la realidad en simulacro (Baudrillard), impone su ley, ya no por la fuerza sino mediante la seducción, ejerciendo así su poder simbólico (Bourdieu). “Telebasura”, sentencian casi todos, sin que muchos sepan siempre de qué están hablando…
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